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Número 503-504

Serie L

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Ciento cincuenta años de constituciones: Una reflexión en clave italiana

 

CUADERNO: CONSTITUCIÓN Y CONSTITUCIONALISMO

1. La «doble gran obra» del Risorgimento

En un artículo escrito para el periódico cavouriano Risorgimento, el 1 de julio de 1848, Antonio Rosmini explicaba que el fin señalado para la Italia de entonces residía, en su opinión, en emprender una «doble gran obra»: la independencia del extranjero y la unidad de la nación, por una parte, y la formación de una buena constitución con una forma de gobierno apropiada, por otra. Formular una buena carta constitucional era juzgado por el autor como preeminente y preliminar respecto de la misma unidad, puesto que un adecuado «Estatuto constitucional» debía entenderse necesario al fin «de dar consistencia a la sociedad»[1]. Debe tenerse presente que, aunque fuera según concepciones diversas, entre los fautores de la unidad se habían difundido análogas aspiraciones a establecer el contexto de un nuevo orden político. Por los más se buscaba introducir un sistema conformado a las ideologías del constitucionalismo, como de hecho ocurrió luego con el Estatuto concedido por el Rey Carlos Alberto el 23 de mayo de 1848.

A los ciento cincuenta años de la proclamación del Reino de Italia se entiende por tanto justificado verificar cómo hay serios motivos para excluir que se haya alcanzado la «gran obra» de establecer un recto orden constitucional para toda la Península. Por repetir una expresión de un observador atento, aunque no sea católico, se puede decir perfectamente que las instituciones informadas por las concepciones liberal-democráticas, introducidas con el mismo Estatuto de 1848, «nunca funcionaron bien en Italia»[2]. Ni el régimen fascista consiguió fundar un nuevo orden adecuado para obviar las fallas del anterior gobierno parlamentario.

De la unidad en adelante ha habido tres formas de ordenamiento político constitucional, terminadas todas con clamorosos fracasos. Así fue para la llamada «Te r z a Italia», surgida de las vicisitudes del Risorgimento, caída tras un funcionamiento imperfecto, también por la demostrada incapacidad de sus clases dirigentes. Siguió el régimen fascista, que se encaminó a una conclusión trágica. Tampoco tuvo fortuna la República fundada en 1946, luego acabada «malamente», «en el deshonor»[3], por decirlo con palabras de Norberto Bobbio, jefe de filas de la cultura laica en Italia. Tras la que se ha puesto en marcha una larga fase de transición que no parece todavía concluida, aunque por muchos se considere que un primer ciclo se ha agotado.

2. Una intención permanente

En una consideración preliminar hay que reconocer que, aun entre tantas mutaciones y contrastes, en el sucederse de los diversos ordenamientos de la Italia unida, se ha tratado siempre de intentos, aunque distintos, de fundar cualquier gobierno de los hombres independizados de Dios.

a) En el origen, a los comienzos del gobierno monárquico constitucional, parecían sonreírle las mejores esperanzas. En el artículo 1 del Estatuto, el Rey Carlos Alberto había querido escribir de su puño y letra que «la Religión católica, apostólica y romana» debía venir preservada como «la única religión del Estado». Pero bien pronto aquel auspicio inicial fue contradicho y desbaratado por la fuerza de los acontecimientos. Diversas leyes subversivas, dirigidas contra la Iglesia, vinieron a negar el principio confesional de la religión oficial. Todo o casi todo el período del Estatuto resultó, pues, permeado por un fuerte espíritu anticlerical.

b) Después del advenimiento de los Gobiernos fascistas se llegó a la Conciliación entre Iglesia y Estado con los Pactos lateransenses, en los que se reafirmó el antedicho principio del artículo 1 del Estatuto. Siguieron leyes informadas por el respeto de la religión católica, de la Iglesia y de la moral tradicional. Pero los gobernantes fascistas, en las estructuras del «Estado autoritario», no supieron alejarse de los límites de las visiones antropocéntricas. Así como de la exaltación siempre creciente de la ideología de la nación como potencia infinita e irresistible.

c) En la República italiana, instaurada tras el fin de la segunda guerra mundial, se evitó deliberadamente cualquier profesión acerca de la religión del Estado. La religión es considerada sólo expresión de elecciones individuales. En tal sentido debe entenderse el silencio de la Constitución de 1947, a diferencia de lo que establece el artículo 1 del Estatuto albertino. Como ha recordado todavía en fecha reciente un ilustre jurista contemporáneo, Joseph Weiler, nuestra Constitución debe ser contada entre las constituciones de carácter laicista y agnóstico.

Entre los primeros que advirtieron la opción de nuestros constituyentes se halla el profesor de la Universidad Católica Giorgio Balladore Pallieri[4]. Es verdad que los dirigentes de la democracia cristiana, típico partido de gobierno durante la Primera República, se las ingeniaron para evitar que se extrajesen las aplicaciones más coherentes de la Constitución, para la que se esbozaron también «interpretaciones adecuadoras». De todos modos, por parte democristiana no se hicieron propuestas explícitas de revisión constitucional. Tales esfuerzos, sin embargo, a la larga resultaron ilusorios. Fue propiamente la alta asamblea, responsable de la custodia de la Constitución, quien mostró y difundió al efecto el auténtico sentido laicista. Así fue decidido por aquella Corte constitucional, que tanto quisieron los democristianos en la Asamblea constituyente, en conocidas sentencias sobre la religión oficial del Estado, el divorcio, el aborto, el derecho de familia o la eficacia de las normas concordatarias.

En conclusión, la misma Corte declaró explícitamente el carácter agnóstico y laicista de la Constitución toda, en particular en las sentencias 334 de 8 de octubre de 1966 y 508 de 20 de noviembre de 2000.

3. El fracaso

Alguien podría objetar incluso que las sumarias consideraciones antes apuntadas corren el riesgo de resultar insuficientes a fin de concluir que las caídas de los órdenes institucionales, instaurados de cuándo en cuándo en la Italia unida, deban reconocerse como consecuencias de las opciones antropocéntricas de los gobernantes que han accedido al poder sucesivamente.

No todos parecen dispuestos hoy a aceptar las enseñanzas de los católicos tradicionalistas, que advertían que el abandono de la religión de los padres y la exaltación consiguiente del hombre como superiorem non recognoscens había de entenderse como factor de debilidad, decadencia o pura ruina de los reinos y las repúblicas. En todo caso debería no ignorarse nunca que se han evidenciado vanos todos los intentos de fundar en Italia formas distintas del gobierno exclusivo de los hombres sobre la tierra.

4. Post scriptum

Permítaseme, casi como post scriptum, alguna palabra más. Se ha difundido el decir que a la «Primera República» italiana de 1946 habría seguido una «Segunda República», que hoy se encontraría en graves dificultades. Puede destacarse sumariamente que en el período de esta «Segunda República», al menos hasta ahora, no se han propuesto instancias de hombres o partidos políticos dirigidos a infundir un sentido ideal y religioso en la vida civil y política de nuestro pueblo. Se ha manifestado como preeminente, si no exclusiva, la aspiración a mantener el tenor de vida y el grado de bienestar material ya conseguidos por las poblaciones.

Parece, sin embargo, alcanzado un momento de ruptura. En las condiciones actuales de crisis económica, dominantes en los países occidentales, aparecen contradichas e incluso puestas a un lado las razones esenciales de los regímenes liberal-democráticos. Lo que debería inducir a severas reflexiones sobre el significado de las vicisitudes del presente y no sólo respecto de los aspectos económicos y técnicos.

 

[1] Antonio ROSMINI, Progetti di Costituzione. Saggi editi ed inediti sullo Stato, al cuidado de C. Gray, Bocca, Milán, 1952, pág. 253.

[2] Giuseppe PREZZOLINI, «L’ Italia finisce ecco quel che resta», Rusconi, Milán, 1981, pág. 249.

[3] Norberto BOBBIO, «La nuova Repubblica», en La Stampa, de 2 de febrero de 1991.

[4] Giorgio BALLADORE PALLIERI, Diritto costituzionale, 1949, págs. 338 y sigs.; ed. 1976, pág. 497 y 501 y sigs.