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Número 503-504

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La constitución entre el neo-constitucionalismo y el post-constitucionalismo

CUADERNO: CONSTITUCIÓN Y CONSTITUCIONALISMO

1. Constitución, derecho constitucional y constitucionalismo

Cuando los revolucionarios franceses estamparon en el artículo 16 de su declaración de intenciones[1] que no había Constitución donde no estuvieran garantizados los derechos individuales y determinada la separación de poderes, probablemente estaban lejos de comprender de forma cabal el significado de su afirmación. Porque no se trataba simplemente de ceñir el fenómeno constitucional a unas exigencias más o menos fundadas, sino de dar a la luz en verdad la ideología constitucionalista.

Sí, el derecho constitucional es el «derecho natural del Estado moderno»[2]. Y el constitucionalismo no es otra cosa que la ideología de la Constitución liberal[3]. Aunque se pueda hablar en sentido amplio de Constitución, refiriéndola a prácticamente todo tiempo y lugar[4], lo que cabría denominar como «constitución antigua», quizá sea preferible reservar su uso para el contexto ideológico de la revolución liberal, como «constitución moderna», esto es, tomándola como un concepto histórico (que no puede predicarse, en consecuencia, de cualquier tiempo y lugar) y encerrándola en unas premisas teóricas bien precisas. De constitucionalismo, en cambio, sólo se debiera hablar en el contexto de la Constitución liberal, como el presupuesto de lo que hoy se entiende por Constitución, que la trasciende y pretende fundarla. No hay, pues, un constitucionalismo antiguo por oposición a otro moderno[5]. Y el constitucionalismo es la doctrina que sufre el espejismo de pretender controlar el poder, y en exclusiva, tanto a través de la técnica de su «separación» geográfica, como en virtud de unos derechos del hombre (que no son sino derechos subjetivos), tutelados por la ley, de la que en la práctica dependen, y que finalmente se reducen al ejercicio de la libertad negativa, esto es, sin regla[6].

En nuestros días, y pese a que las premisas anteriores continúan operantes, puede apreciarse una notable evolución. Así, algunos creen vislumbrar un nuevo constitucionalismo. Otros, directamente divisan un post-constitucionalismo. En lo que sigue, de modo sucinto, van a observarse, en primer lugar, las líneas de evolución del problema. Para concluir, acto seguido, con un intento de caracterización sintético.

2. Constitucionalismo, derecho público y derecho privado

Un viejo dicho resume que el Código civil es más constituyente que la Constitución[7]. Quiere decir que el llamado derecho privado que los códigos civiles recogieron, racionalizándolo, y por lo mismo –al menos en parte– desnaturalizándolo[8], con todo, se muestra más próximo a la fuente de la juridicidad natural, “la perennal fuente de la justicia” que dicen las Partidas[9], que el llamado derecho público, en el fondo constructo de la organización estatal.

Para la visión clásica de la naturaleza humana, en el conjunto de la naturaleza de las cosas, y atendida la de cada una, debe extraerse id quod iustum est. A tal efecto no parece que exista una esencial diferencia entre los poderes privados y los llamados públicos. Lo que deja la distinción entre los correspondientes derechos público y privado en una simple cuestión de «posición»[10]. Si el poder no es puro o bruto, sino que para resultar humano ha de estar reglado por la ética, en nada cambia que se desenvuelva más en el seno de relaciones horizontales de coordinación que en el de verticales de subordinación[11]. En definitivas cuentas, la existencia humana es social y política de modo inseparable.

La ideología constitucionalista ha pretendido ignorar e invertir, respectivamente, tales realidad y tendencia. De un lado, al recoger en un documento el contenido del contrato social, se hacía en verdad constituyente. Lo político se tornaba, según una frase famosa, constitucional[12]. De otro lado, al poner en su origen un «poder constituyente»[13] al que, además, se atribuye la «soberanía»[14], no sale del voluntarismo, el constructivismo y, a la postre, el utopismo. Finalmente, en el formalismo del (pretendido) «derecho puro», la Constitución se convierte incluso en la norma normarum, no tanto en el sentido de la norma jerárquicamente más importante, sino en el de condensado de la juridicidad, subrogado en definitiva de la naturaleza de las cosas[15].

3. Constitución del Estado y constructivismo social

De lo anterior se desprende derechamente un cambio de gran trascendencia. La Constitución comenzó organizando los poderes del Estado, a partir del «principio» fundamental de su «separación», pero hoy busca más bien modificar la entraña de la sociedad. Es el curso del racionalismo, que al inicio acantonaba una realidad todavía renuente a someterse a su férula, pero que el discurrir del tiempo ha ido haciendo más y más fluida y por lo mismo influenciable por un «pensamiento» políticamente siempre más activo. La sustitución del derecho por la legislación, monopolizada además por el Estado, también ha tenido en ello su parte, pues el Estado no legisla para la sociedad sino para aproximarla a él[16].

Se ha podido escribir, así, que en un esquema de interpretación histórica la directriz residiría en «la progresiva intensidad de la acción racional del poder en la configuración de los órdenes constitucionales». Lo que quiere decir que las constituciones, concebidas como un plan de organización política y social, serían obra de un poder político en vista de transformar el orden existente en función de principios ideológicos. Transformación que «no debe entenderse limitada a la organización misma del poder, sino que penetra en toda la estructura del orden social: desde la organización del poder a la organización de la sociedad»[17].

Y es que fenómeno característico del panorama constitucional desde la Revolución francesa hasta nuestros días fue «la tensión e inadecuación entre el medio social y poderes relativamente artificiosos». De ahí que el poder se haya ido atribuyendo la facultad de reformar a través de la ley el mismo orden social: «El germen de racionalismo revolucionario o reformador sembrado por el pensamiento político del siglo XVIII, tiende a transformar y configurar el orden social, no por un crecimiento o evolución de fuerzas sociales espontáneas, sino por una voluntad operante según esquemas de organización racional. La coherencia entre organización del poder y constitución social se ha alterado hasta casi invertirse la relación. El poder no sólo no se presenta como una emanación de la comunidad que rige, sino que tiende a conformarla de acuerdo con sus principios. El primado de la voluntad de poder sobre la constitución social, que es uno de los caracteres de nuestro tiempo, ha quebrado el hilo de una tradición histórica forjadora de instituciones, y en cierta manera todo orden constitucional contemporáneo se manifiesta como un proyecto racional de constitución, no sólo de las instituciones que encarnan el poder político, sino de la misma entraña del orden social. La coherencia, relativa coherencia, de la unidad del orden aparece creada desde el poder, como realización de un plan, que ordinariamente refleja y desenvuelve los principios de una ideología política. Nunca el pensamiento ha sido tan activo políticamente como en nuestros días»[18].

Tan evidente se ha hecho lo anterior que el «positivismo crítico» ha debido reaccionar poniendo límites al campo del «constructivismo», a través de recursos como, por ejemplo, las llamadas «garantías institucionales y de las instituciones»[19]. Mientras el «tribunal de la praxis» ha exhibido cómo la fusión entre Estado y sociedad conduce paradójicamente a la emergencia de una serie de poderes, denominados «sociales», en puridad «independientes», que vienen a socavar finalmente al Estado[20]. La corrupción difundida en todas las latitudes así lo demuestra[21].

Aunque en una síntesis tan apretada como la que estas páginas aspiran a dejar es posible que lo anterior sea suficiente, con todo, lo que no puede dejar de hacerse a continuación es un esbozo sea de su incidencia en la organización de los poderes que en la tutela de los derechos.

4. ¿Separación de poderes?

La que los viejos manuales llamaban «forma de gobierno», centrada en la división funcional del poder, concluía siempre en las relaciones entre el parlamento y el gobierno. Con el parlamentarismo y el presidencialismo como dos concreciones históricas. Habida cuenta de que este breve escrito carece de intención «dogmática», mientras por el contrario busca con sencillez hacer emerger los problemas que se presentan ante la experiencia político-jurídica, no es del caso ofrecer una caracterización acabada de ambos regí- menes y de su evolución[22].

Son muchas las observaciones que cabría apuntar, sin embargo, para un ensayo más ambicioso. Así, no es del todo claro si la obra de Montesquieu, dependiente en verdad de la de Locke, buscara una verdadera «separación» o «división» de los poderes, o tan sólo la «no confusión» del gobierno y la representación en unas mismas manos[23]. De lo que no cabe duda es de que exactamente eso es lo que aconteció con la interpretación del abate de Sieyès, triunfadora con y tras la Revolución. En todo caso, resulta imposible obviar la desnaturalización del poder que por su virtud se produce[24].

Igualmente, la intentio del modelo presidencial de los Estados Unidos podría venir ligada tanto, en parte, a una necesidad de sustituir la monarquía desaparecida, como –en otra– a una praxis del parlamento anterior a la revolución inglesa de 1688[25]. En cuanto al parlamentarismo inglés, luego trasvasado a Francia, y a su través a todo el mundo, termina traicionando la pregonada separación de los poderes, aun aparentando su división[26]. Su «racionalización» posterior, además, al hacerse cargo entre otras cosas del peso de los partidos políticos en el mismo, no pudo dejar de alterar sus bases y hasta su fisonomía[27].

Hoy, como quiera que sea, los cambios, acelerados, se aprecian en ambas modalidades, que tienden –pese a sus diferencias– a converger en una llamada governance democrática, que no es sino el «gobierno» que quisiera abrirse camino en la hora de la crisis del Estado, pero que concluye en su desnaturalización postmoderna[28]; mientras que su opacidad dista mucho de lo que hasta el presente se ha entendido como democracia. Se ha dicho con razón, por ello, que se trataría en todo caso de un kratos sin demos[29]. Al mismo tiempo, sin embargo, son de observar también intentos de superación de la democracia representativa por la conocida como «deliberativa»[30]. No es fácil, por lo mismo, alcanzar una conclusión neta, tampoco en este punto.

5. Un escolio sobre el «judicialismo»

Sí puede decirse, en cambio, que el capítulo de que estamos ocupándonos se ha visto sacudido particularmente en relación con la irrupción del llamado «poder judicial», más allá de la «administración de justicia». Este sólo cambio terminológico es bien expresivo, pues en definitiva viene a reconocer su novada condición «politizada». En el mismo contexto debe insertarse también la consideración del papel crecientemente importante de los «tribunales constitucionales», con las dificultades que lleva consigo respecto de los «ordenamientos» jurídicos continentales.

En el asunto no hay sólo cuestiones de organización del poder, sino que se entrecruzan otras relativas a las llamadas, sin demasiada precisión, «fuentes del derecho»[31].

En efecto, en primer término, es dado encontrar aristas que conciernen a la articulación, en nuestros días, de un poder político integrado por la suma de los órganos que tienen encomendada la potestad jurisdiccional. Respecto de las que cabe lícitamente, me parece, discutir la necesidad o conveniencia, de una tal construcción[32]. Aquí me parece incuestionable que el tribunal de la praxis ha confirmado con usura lo que especulativamente era dado o b s e rv a r. Pero, al tiempo, hay otros directamente implicados con la función de decir el derecho y su relación con la ley y aun la constitución. Si la ley (todavía la ley clásica) comenzó en un primer momento a predominar en detrimento del derecho, su sustitución en un segundo tiempo por la versión moderna, y más adelante la propia implosión de ésta, han alterado hondamente las bases de nuestros derechos[33].

Hemos llegado así a un Estado de derecho que se pretende total, sin zonas exentas, y actualizado por unos jueces cada vez más «activistas», en cuya cúspide se asienta un órgano político de apariencia judicial y que resulta paladinamente ajeno a la separación de los poderes.

6. El funcionalismo federalista

Pero junto a la distribución funcional u horizontal del poder es preciso atender a la territorial o vertical. Pues es la interpenetración de ambas la que determina lo que los constitucionalistas llaman el «régimen», aunque no pueda serlo en su sentido histórico y teórico, en cuanto la presencia del Estado es la que precisamente lo hace inviable[34]. También en este campo hallamos cambios de calado.

Hasta hace poco era frecuente divisar las llamadas «formas de Estado» desde polos o ejes estáticos: el Estado unitario, el federal y la confederación. Pero el primero, a través del Estado regional, se aproximó al segundo. Éste, dejando el «dualismo» y convirtiéndose en «cooperativo», difuminó aún más los confines. La tercera, finalmente, desaparecida en la práctica desde mediados del siglo XIX, reapareció triunfante en el seno de la cooperación internacional y de las organizaciones internacionales.

En este sentido, la experiencia «constitucional» de la Unión europea ha vuelto a resultar bien expresiva, al distanciarse tanto de la perspectiva federal como de la confederal stricto sensu, e inaugurar la senda de lo que ya hace tiempo se calificó de federalismo como «proceso»[35] y que hoy podríamos calificar también de «funcionalismo federalista».

Este nuevo federalismo no se identifica necesariamente con una federación de Estados o Estado federal, sino que puede cristalizar en varias formas jurídico-institucionales. Debe ser enmarcado, pues, en un nuevo panorama político «postestatal»[36], caracterizado por el retroceso de las ideas de soberanía y territorio y por la afirmación de diversos centros interdependientes e interrelacionados (comunidades supraestatales, Estados, regiones) entre los que se dispersa el poder político.

Perspectiva predominantemente funcional en la que la supranacionalidad se construye a partir de un proceso de integración asimétrica caracterizado por la transferencia (que no simple delegación) de competencias, referidas a un sector estratégico susceptible de ampliación, a una institución independiente, creada a partir de los Estados, en condiciones de igualdad[37].

Es claro que lo anterior no puede dejar de gravitar con gran intensidad sobre la nación, que fue la base sobre la que se asentó el Estado (moderno), convertido luego en constitucional[38]. Éste tanto como su antecedente (el Estado monárquico, por más que tal expresión implique una contradictio in terminis) supusieron una desnaturalización de los vínculos humanos (familiares y «patrióticos»)[39], que ahora –en la transición hacia la que se ha dado en llamar «nación cívica», regida por el «patriotismo constitucional»[40], y la «mundialización»[41]– puede quizá aparecer desleída, pero que no ha perdido ápice de verdad.

7. Constitucionalismo y personalismo

Pero también en el segundo de los ámbitos propios del constitucionalismo, el de los derechos llamados humanos o fundamentales, según el ángulo en que se sitúe el foco, se han visto hondas transformaciones. Tales derechos, es cierto, pueden comprenderse en el seno de tres tradiciones distintas, a saber, la liberal, la democrática y la social[42]. Sin embargo todas ellas responden a una matriz común, la del racionalismo político y social que es la base del liberalismo[43]. Y que hoy encontramos exasperado en el seno de la ideología personalista.

En efecto, la cuestión político-jurídica nodal y permanente, principalmente después del cristianismo, de la persona humana, ha sufrido un giro radical (e incluso una «heterogénesis de los fines») con las vicisitudes de la modernidad y su mutación postmoderna. De un lado, la persona ha sido –de hecho– disuelta, al ser reducida a «acontecimiento» o a «proyecto». De otro, junto a lo anterior, también se han desvirtuado el fundamento y la razón de la política y el derecho. Así, tras la crisis de la modernidad «fuerte», se ha creído posible legitimar el Estado y el ordenamiento jurídico transformándolos, en primer lugar, en «objetividad» al servicio total de la voluntad de la persona y, después, asignándoles la función «mediadora» que exige el llamado «republicanismo global». Lo institucional se identifica, así, con un «orden modular», que de cuando en cuando permite tejer una red (que se compone y descompone al gusto), que representa una nueva forma de «positividad» del nihilismo político-jurídico contemporáneo, incompatible no sólo con las doctrinas clásicas, sino también con el viejo contractualismo[44].

Ese parece ser el signo dominante del nuevo constitucionalismo en relación con los derechos humanos o fundamentales. Que ya no crean tanto un ámbito de libertad individual frente al Estado, cuanto se convierten en «valores» que invaden las relaciones entre particulares y a cuyo servicio se pone el propio ordenamiento jurídico estatal. Que a partir del «efecto irradiante» de la libertad de conciencia aseguran el libre desarrollo de la personalidad virtualmente, por lo menos, nihilista[45]. Todo ello en nombre de la «dignidad de la persona», pero de una persona que no es la «sustancia individual de naturaleza racional», metafísicamente fundada, y de una dignidad que no deriva de ser aquélla «lo más perfecto en toda la naturaleza»[46], sino de una «moral del bien congénito», que emprende la defensa de la dignidad (ontológica) del hombre, pero desvinculándolo de su origen divino[47]. Pese a quienes se empeñan en descubrir en ella una música tomista, la canción es de indiscutible progenie kantiana.

8. Neo y post-constitucionalismo

Ha llegado el momento de concluir. Y de intentar ofrecer una respuesta, por provisional e incierta que sea, al problema que sirve de rubro a estas páginas. Las constituciones modernas, ahormadas por el constitucionalismo, ¿siguen respondiendo a su designio fundacional, aunque más o menos esencial y sensiblemente transformado? O, por el contrario, ¿nos hacen pensar en un nuevo paradigma? Y, en tal caso, ¿qué relación guarda con el anterior?

De un lado aparecen signos que nos hacen pensar más en una mutación dentro de un cuadro axiológico que en una sucesión estrictamente cronológica. El prefijo «neo», para empezar, indica a las claras una novación. Aunque, en puridad, el signo de la misma no deja de implicar también una profundización en el nihilismo virtualmente (cuando no en acto) presente en el modelo primigenio. Pienso que el bosquejo trazado no deje demasiado lugar a la duda, pues en todos los sectores examinados hemos visto que el constitucionalismo actual extrema las deficiencias que caracterizaban a su predecesor desde el ángulo de la recta constitución natural e histórica de las comunidades políticas.

Mas, de otro lado, es igualmente palpable la emergencia de otros signos que podrían empujar hacia la salida del horizonte hasta ahora asfixiante. Esto es, podríamos hablar también en algún sentido de post-constitucionalismo. Lo que ocurre es que de donde no salimos es de los «ismos» y, en concreto, de las variedades ideológicas del constitucionalismo. Poco importa, pues, por lo mismo, y en definitiva, si estamos ante un post o un neo-constitucionalismo. Aunque el segundo en verdad pese más que el primero. Porque los agentes disolventes del esquema moderno no pueden parangonarse con los potencialmente constructivos de un orden (nuevo).

La constitución, como parte integrante del ordenamiento jurídico, debe ser funcional al orden jurídico. Pero con el constitucionalismo pretende suplantarlo. Da igual que sea el constitucionalismo «clásico», esto es, el moderno (y ya se entiende el juego de palabras, pues hablar de un constitucionalismo clásico implica una contradicción en los términos: clasicidad y modernidad son incompatibles), o el neo-constitucionalismo postmoderno. Sólo un post-constitucionalismo que lo fuera de verdad permitiría abrir las ventanas de los ordenamientos jurídicos modernos al aire y la luz de la naturaleza de las cosas. En cambio, no salimos de uno que se resuelve finalmente en simple neo-constitucionalismo.

 

[1] Pues no es otra cosa en puridad la llamada Declaración de derechos del hombre y del ciudadano. El artículo citado reza así: «Toute société dans laquelle la garantie des droits n’est pas assurée ni la séparation de pouvoirs déterminée, n’a point de Constitution».

[2] Es la sabia caracterización de Pietro Giuseppe Grasso en su El problema del constitucionalismo después del Estado moderno, Madrid, 2005, pág. 23 y sigs. Entre quienes han advertido con mayor claridad la importancia de la misma se encuentra Dalmacio NEGRO, Sobre el Estado en España, Madrid, 2007, pág. 46. Ricardo Dip, por su parte, ya desde el título, ha realizado una traslación respecto del asunto que aquí nos interesa: «Neoconstitucionalismo, direito naturale de la pos-modernidade», Anales de la Fundación Elías de Tejada (Madrid), n.º 13 (2007), págs. 193 y sigs.

[3] He desarrollado un poco más la cuestión en mi El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española, Madrid, 2000, capítulo 2. Libro que ha merecido el honor de una edición italiana en Turín en 2004.

[4] Así pasa en algunos de los sentidos, aunque no en los más importantes, elencados por Carl Schmitt en su Verfassungslehre, Munich-Leipzig, 1928.

[5] Frente al conocido título del libro de Charles H. MC.ILWAIN, Constitutionalism: ancient and modern, Nueva York, 1947.

[6] La explicación, bien precisa, es de Danilo CA S T E L L A N O, «Constitucionalismo y experiencia político-jurídica», Verbo (Madrid), n.º 463-464 (2008). Ambos aspectos de la ilusión constitucionalista debieran ser mas ampliamente tratados. Baste a los efectos que aquí interesan, respecto de la primera parte, recordar la crítica de Marcel De La Bigne de Villeneuve en su La fin du principe de séparation des pouvoirs, París, 1934, o las consideraciones de Álvaro d’Ors en su Nueva introducción al estudio del derecho, Madrid, 1999, §23. En cuanto a la segunda, por su lado, lo ha destacado Juan DE LA CRUZ FERRER, «La concepción del poder y de la separación de poderes en la Revolución francesa y en el sistema constitucional norteamericano», Anales de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (Madrid), n.º 20 (1989), págs. 258 y sigs.

[7] Se desprende, por ejemplo, por citar a un clásico, de la pág. 115 y sigs. del Derecho civil de España, tomo I, Madrid, 1949, de Federico de Castro.

[8] Puede verse mi «Código y Constitución: de la intención revolucionaria a la ejecución ambivalente», en AA. VV., L’Europa e la codificazione, Nápoles, 2005, págs. 29 y sigs.

[9] Ley I, Partida III.

[10] Digesto 1.1.1.2.

[11] Original y sugestiva, aunque forzada por las exigencias, casi estéticas, del sistema, resulta la construcción de mi maestro Francisco ELÍAS DE TEJADA, Derecho político, Madrid, 2008.

[12] Es el juicio famoso de Gioele SOLARI, La formazione storica e filosofica dello Stato moderno, Turín, 1962, pág. 65.

[13] Pietro Giuseppe Grasso, maestro de iuspublicistas, ha intentado «problematizar» tal concepto. Véase su Il potere costituente e le antinomie del diritto costituzionale, Turín, 2006.

[14] En este caso es otro gran jurista italiano, Francesco Gentile, a quien hemos de acudir para hallar la crítica de una soberanía que sólo es un falso fundamento del orden político y jurídico. Desde el ángulo político, el texto más significativo es Intelligenza política e ragion di Stato, 2ª ed., Milán, 1984; mientras que desde el jurídico disponemos de su Ordinamento giuridico fra virtualità e realtà, Padua, 2000. De ambos existe versión castellana, respectivamente de 2008 y 2000, en Buenos Aires y Madrid.

[15] Cfr. Hans KELSEN, Reine Rechtslehre, 2ª ed., Viena, 1960, en particular V, 34 y 35. A cuenta de la «pureza» kelseniana se iba a separar el derecho de la realidad, mientras que se iba a entregar a la ideología.

[16] Es uno de los leit-motiven de la obra de mi maestro Juan Vallet de Goytisolo. Véase, por ejemplo, «Los dogmas políticos vigentes», Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (Madrid), n.º 81 (2004), págs. 267 y sigs.

[17] Luis SÁNCHEZ AGESTA, Curso de derecho constitucional comparado, Madrid, 1980, pág. 27.

[18] Ibid., págs. 27-28.

[19] Distingue Carl Schmitt entre «garantías institucionales» (institutionellen Garantien), que protegen regulaciones de derecho público como la autonomía local, de las «garantías de las instituciones» (Institutsgarantien), que aseguran la permanencia de instituciones de derecho privado, como la propiedad, la libertad contractual, la herencia o el matrimonio. Pueden verse del mismo, Verfassungslehre, cit., pág. 170 y sigs., y «Freiheitsrechte und institutionelle Garantien der Reichsverfassung» (1931), hoy en Verfassungs rechtliche Ausfsätze aus den Jahren 1924-1954, Berlín, 1958. Lo he comentado en mi «Orden y ordenamiento constitucional», recogido en mi libro, pendiente de aparición, Visto derecho.

[20] Véase la reconstrucción que he ofrecido en «From States to clubs (passing through civil society)», en Eoin CASSIDY (ed.), Community, Constitution, ethos, Dublín, 2008.

[21] Alejandro Nieto lo ha retratado en El desgobierno de lo público, Barcelona, 2008, que revisa otras descripciones suyas precedentes.

[22] Me remito a las páginas, de corte filosófico, coherentes con el espíritu que preside éstas mías, de mi maestro José Pedro GALVÃO DE SOUSA, Da representação politica, San Pablo, 1971.

[23] Lo trata con amplitud, no por ello indiscutible, Juan VALLET DE GOYTISOLO, Montesquieu: leyes, gobiernos y poderes, Madrid, 1986.

[24] ) Cfr. Sergio R. CASTAÑO, «Una mirada crítica sobre los fundamentos del principio de separación de poderes», Ius publicum (Santiago de Chile), n.º 12 (2004), págs. 31 y sigs.

[25] Puede verse, sin que la cita implique adhesión al planteamiento, el ensayo de Bruce ACKERMAN, «The new separation of powers», Harvard Law Review (Cambridge), n.º 3/2000, págs. 633 y sigs.

[26] Remito, sin más, a la sintética exposición de Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La crisis del parlamentarismo», Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (Madrid), n.º 56 (1979), págs. 249 y sigs.

[27] La difusión del término «parlamentarisme rationalisé» se debe a Boris MIRKINE-GUETZEVITCH, Les nouvelles tendences du droit constitutionnel, París, 1931. En Italia lo recogió Costantino Mortati en sus Istituzioni di diritto pubblico, cuya primera edición, de 1949, se presenta todavía en forma de apuntes de las lecciones, mientras la segunda –ya totalmente rehecha– es de 1952. Hemos consultado la 9ª, Padua, 1975, vol. I, págs. 569 y ss. En España fue uno de mis maestros, Eugenio Vegas Latapie, quien en el decenio de los treinta ya lo sometió a crítica aguda en Romanticismo y democracia, Santander, 1938.

[28] La dialéctica gobierno o Estado la ha abordado sutilmente Dalmacio Negro en el libro de parecido título, Gobierno y Estado, Madrid, 2002. La consideración de la «gobernanza» como el (pseudo) gobierno de la era postestatal la he apuntado, pero aún no tematizado, en mi contribución al homenaje del profesor chileno Eduardo Soto Kloss, «La gobernanza, entre el gobierno y el Estado», publicada de nuevo en mi libro El Estado en su laberinto. Las transformaciones de la política contemporánea, Barcelona, 2011, págs. 101 y sigs.

[29] La frase es de Pierre MENANT, La raison des nations, Réflexions sur la démocratie en Europe, París, 2006, pág. 16. Es cierto que pareciera quererse construir un poder desligado del pueblo, pero incluso podría negarse que estemos en presencia de un verdadero poder (político). Las vicisitudes de la Unión Europa, en lo institucional, pero no sólo, ejemplifican admirablemente el fenómeno. Pueden leerse, a este respecto, las consideraciones –acordes con el pensamiento dominante– del profesor y político belga Paul MAGNETTE, «Les démocraties face à l’intégration européenne: les transformations des doctrines constitutionnelles», Swiss Political Science Review (San Gallen), nº 1/1997, págs. 1 y sigs.

[30] Véase la sutil interpretación de Juan Fernando SEGOVIA, «De la democracia representativa a la deliberativa», en Verbo (Madrid), nº 465- 466 (2008). También, del mismo autor, Habermas y la democracia deliberativa. Una utopía tardomoderna, Madrid, 2008.

[31] Véase, por ejemplo, de nuevo, Juan VALLET DE GOYTISOLO, ¿Fuentes formales del derecho o elementos mediadores entre la naturaleza de las cosas y los hechos jurídicos?, Madrid, 2004.

[32] La llamada que me resulta más sencilla es, también ahora, al capítulo correspondiente, esta vez el quinto, de mi ya citado El ágora y la pirámide. Es cierto que podría extenderse la atención a otros contextos distintos del español, pero baste a título de ejemplo.

[33] Lo he tratado también en mi libro De la ley a la ley, Madrid, 2001. Que ha conocido una versión francesa bajo el título De l’esprit à la lettre. Genèse de l’hypertrophie judiciaire, París, 2008.

[34] Una de las explicaciones más autorizadas es la de Michel SENELLART, Les arts de gouverner. Du regimen médiéval au concept du gouvernement, París, 1995.

[35] La referencia, clásica, es a Carl J. FRIEDRICH, Federal Constitutional Theory and Emergent Proposals in Federalism: Mature and Emergent, Nueva York, 1955.

[36] Me sigue pareciendo que mi ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid 1996, guarda aún algún interés respecto del tema tratado.

[37] Cfr. Miguel AYUSO, «¿Qué Constitución para qué Europa», Revista de derecho público (Santiago de Chile), n.º 67 (2005), págs. 11 y sigs.

[38] Otro de mis maestros, Rafael Gambra, intuyendo el influjo de la aparición del Estado sobre tal transformación, aunque quizá inconsciente de su peso real, lo recogió incluso en el título de uno de sus libros: Eso que llaman Estado, Madrid, 1958, especialmente a las páginas 177 y sigs.

[39] En clave más filosófica que institucional, pero sin excluir ésta, lo ha desarrollado Francisco Canals. Remito a la recopilación reciente de algunos textos más característicos en este sentido, Catalanismo y tradición catalana, Barcelona, 2006. Con referencia a Francia, pero en puridad válido para todas las viejas naciones, es particularmente rico el planteamiento de Jean DE VIGUERIE, Les deux patries, Grez-en-Bouère, 1998. Por mi parte, lo he abordado en «La identidad nacional y sus equívocos», en Marcello FRANZANI (ed.), Europa: Costituzione o contratto per suo fondamento?, Nápoles, 2010, págs. 45 y sigs.

[40] La exposición canónica, como es sabido, es la de Jürgen Habermas en Die postnationale Konstellation. Politische Essays, 1998. Un examen interesante, en sede española, es el de Carlos RUIZ MIGUEL, «Patriotismo constitucional», Cuadernos de pensamiento político (Madrid), n.º 3 (2004), págs. 81 y sigs.

[41] Mi también maestro Álvaro d’Ors fue crítico constante del «Estado» y del «nacionalismo», al tiempo que del «europeísmo», si bien confesó que el transcurso del tiempo le hizo rechazar más el segundo que el primero. Véanse, por ejemplo, sus Ensayos de teoría política, Pamplona, 1979, introducción. Aunque aparente paradoja difícil de explicar fuera del ámbito cultural español, lo cierto es que se puede traducir simplemente como fidelidad a la tradición política hispánica, anterior y ajena al Estado, y superviviente en el tradicionalismo. En sus últimos escritos, como Bien común y enemigo público, Madrid, 2002, amplió el horizonte crítico a los procesos de globalización. Para un examen de éstos, en el cuadro teórico de la tradición intelectual recién mentado, puede acudirse a mi ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho público en la era de la globalización, Madrid, 2005, en especial el capítulo III, págs. 53 y sigs.

[42] Juan Fernando SEGOVIA, Derechos humanos y constitucionalismo, Madrid, 2004, ha contrastado agudamente los cambios en la concepción de los derechos humanos con la evolución del constitucionalismo.

[43] Ejemplar es la explicación de Danilo CASTELLANO, en Razionalismo e diritti umani. Sulla anti-filosofia politico-giuridica della modernità, Turín, 2003, del que en 2004 se ha estampado versión castellana.

[44] También lo debemos al recién citado Danilo CASTELLANO en su último libro L´ordine politico-giuridico “modulare” del personalismo contemporaneo, Nápoles, 2007.

[45] Lo he abordado sucintamente en el capítulo correspondiente de mi referido El ágora y la pirámide, así como últimamente en las páginas finales de ¿Ocaso o eclipse del Estado, cit.

[46] La primera definición procede, como es sabido de Severino BOECIO, De duabus naturis, mientras que la segunda observación es de SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., I, q. 29, a. 3.

[47] El análisis, finísimo, es de Leopoldo Eulogio PALACIOS, «El humanismo del bien congénito», Revista de Estudios Políticos, n.º 110 (1960), págs. 87 y sigs.