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Número 231-232

Serie XXIV

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El exilio y el reino. Hacia una auténtica renovación cultural

HACIA UNA AUTENTICA RENOVACIÓN CULTURAL

EL EXILIO Y EL REINO

POR

RAFAEL GAMBRA

No cabe ignorar que la filosofía de curso «oficial» se ha polarizado durante las últimas décadas en dos corrientes profundamente antimetafísicas: el marxismo y la filosofía analítica. Sin embargo, no ha cesado a lo largo de esta segunda mitad del siglo XX la meditación sobre él sentido y la radicalidad de la existencia que iniciaron a fines del siglo pasado Kierkegaard y Unamuno. Meditación que, prolongada por multitud de pensadores contrarios al positivismo y al idealismo, supondría la crisis del racionalismo moderno y haría posible, durante casi medio siglo, un auténtico renacimiento de la metafísica.

Al margen de los grandes sistemas del existencialismo —Heidegger y Sartre— que por prurito de sistema se mantuvieron cerrados a toda trascendencia religiosa, aquella meditación existencial —y aquella crítica de la cosmovisión racionalista-— se prolonga en autores como Camus y Saint-Exupéry, literatos cuando no poetas de la filosofía, que acaban su obra, y sus días, en la cercanía de la fe, sin traspasar su umbral. Cabe considerarlos como espíritus itinerantes que jalonan el camino hacia la meditación ya claramente inserta en la fe de un Gabriel Marcel, un Sciacca, un Marcel de Corte, un Thibon, y tantos otros que sostienen viva la llama de la auténtica filosofía en esta nueva época de un pensar cientificista o materialista.

En los precursores del existencialismo la irracionalidad del universo —la incapacidad de la razón para penetrarlo sin residuo— se presenta bajo la vivencia de la angustia. Angustia, en Kierkegaard, ante la contingencia del ser, rodeado y amenazado por la nada, cuya consideración es intolerable para la mente humana. Angustia en Unamuno ante la incógnita de la muerte y la supervivencia.

También Camus y Saint-Exupéry inician su periplo espiritual bajo el signo de la angustia, resultado ambiental de la gran crisis del racionalismo en su triple vertiente filosófica, político-moral y económica. Estaba ya lejos para el hombre moderno la fe en una explicación trascedente de la existencia cuando forjó la idea de un universo autoexplicativo e indefinidamente penetrable por el progreso de la razón y de la ciencia. Tal fue el designio racionalista. Cuando esta nueva fe en la Razón y el Progreso se derrumban, renacerá en el hombre contemporáneo la admiración o extrañeza ante el existir y el cambio o movimiento que Aristóteles señalaba como motor del filosofar. Peto no renacerá bajo la forma socrática de la incitación al saber y la búsqueda de la verdad, sino como pérdida o abandono de los asideros cognoscitivos y vitales. Cada especie viviente, como cada individuo —exclama Saint-Exupéry— se elabora y crece sin repetir nada de cuanto es. Y yo ignoro hacia dónde van, como ignoro hacia dónde van los hombres. «No hay explicación, porque el mundo no tiene sentido» (1).

Pero la angustia se tiñe, lo mismo en Camus que en Saint-Exupéry, de ese matiz de desasimiento respecto de algo que el sujeto creyó poseer, sobre lo que en un tiempo se sintió firme. Se trata precisamente del sentimiento de soledad; más tarde, el de exilio. La vivencia de un universo interior, de una intimidad, que no será nunca plenamente comprendida —y menos compartida— por otro. La necesidad de afrontar una existencia inexorable y ciega a la que se nace en soledad y en soledad también se abandonará. Recordemos los relatos que Camus titula «El Huésped» y «Jonás», en su libro El Exilio y el Reino. Y, asimismo, el grito del Principito de Saint-Exupéry cuando ha llegado a la Tierra y contempla los perfiles agudos de unas montañas secas y pétreas: «¡Sed mis amigos, estoy solo!». Súplica seguida del eco cien veces repetido «¡estoy solo, estoy solo, estoy solo...!». O la respuesta silbada por la serpiente cuando el Principito le pregunta por los hombres: «También se está solo entre los hombres».

El sentimiento de soledad no es patrimonio exclusivo de la ancianidad, cuando la muerte va privando al hombre de los lazos de amistad o de sangre. Por más que el hombre ensanche durante su vida el círculo de sus relaciones e intereses, permanece a lo largo de ella la impresión profunda de alejamiento, de endurecimiento de las cosas y de la propia sensibilidad, de internamiento sin retorno en una selva cada vez más extraña y temerosa. La receptividad hacia el mundo exterior y hacia los demás se embota con el paso de los años, ante todo porque las cosas o acontecimientos se conceptualizan o encajan en esquemas que, a la vez que nos preservan de la herida del tiempo, nos impiden captar en profundidad y presencia la realidad circundante. La memoria tiende a fijarse en el pasado remoto, y se pierde en la misma medida en que se debilita la atención hacia las cosas presentes. De ello resulta una progresiva ausencia del aquí y ahora, así como una incomunicación cada vez más difícil de romper. El término último de esta reclusión del espíritu en si mismo es reconocer el propio yo como único interlocutor válido.

Y ese sentimiento íntimo de creciente soledad lo es también de alejamiento respecto de un tiempo más receptivo y vivencial, paradójicamente más nuestro. Por lo mismo, sentimiento también de exilio. Destierro en un mundo interior de incoherencia o de degradación que sentimos, opuesto a otro de armonía y de pureza o nitidez, donde cada cosa y cada paso tenían su sentido. Camus llama a este mundo el Reino (recuérdese el título de sus narraciones «El Exilio y el Reino»), y Saint-Exupéry lo designa como el Palacio (el «palacio de mi padre»), o el Imperio, o la Ciudadela (Citadelle) (2).

¿Dónde se encuentra ese palacio, reino o ciudadela, contrapunto del exilio? ¿Exilio, en fin, respecto de qué?

Ante todo y, de forma inmediata, respecto de la propia infancia. Seguramente no existe una nostalgia humana más universal que la de la niñez que se fue. No hay más paraísos —se ha «ficho— que los paraísos perdidos, y el de la propia infancia lo es irremediablemente. Ese tiempo en el que nos sentíamos amados y plenamente protegidos; cuando descansábamos en certezas sólidas; cuando eran nítidas las fronteras del bien y del mal, donde cada cosa tenía su sentido. País luminoso del que todos fuimos expulsados a golpe de decepción y de creciente soledad. Porque el crecimiento no es, al menos en la personal vivencia humana, una constante ampliación de perspectivas o una superación de contrarios en camino hacia un espíritu absoluto, como pretendía Hegel. Ello supondría una Razón absoluta que, al menos para nosotros en este mundo, no existe. Nuestro crecimiento —y aun aquello que llamamos madurez— nos aparece más bien como un alejamiento, un adentrarse en la propia responsabilidad y riesgo y, con ellos, en la soledad y el exilio. Pocas voces como la de Saint-Exupéry han expresado este desgarramiento. En 1930 escribía a su madre: «no estoy seguro de haber vivido realmente desde la infancia», y poco antes a Renée de Saussine: «quizá sea yo melancólico a causa del niño que fui» (3).

La industria turística nos ofrece hoy la evasión hacia múltiples paraísos más o menos alejados en el espacio. Pero generalmente nos dejan indiferentes y pronto nos fatigan, salvo que tales lugares contengan raíces vivas de nuestro pasado histórico-cultural. Los viajes verdaderamente apasionantes serían —si fueran posibles— los realizados a través del tiempo. No hacia un paraíso prenatal, como el platónico, del que no guardamos noción alguna, ni menos hacia el paraíso del futuro qué nos ofrece el progreso científico, que más bien nos inspira inquietud y aversión (4), sino a los paraísos perdidos de nuestro propio pasado, eminentemente al de nuestra infancia. Si ese viaje de retomo fuera posible, hallaríamos en él toda la luz de nuestra propia existencia y, también, la clave de nuestros anhelos, así como de nuestras obsesiones, fobias y limitaciones.

Se ha dicho que todo escritor puede escribir una buena novela: precisamente la de su propia vida. Personajes literariamente mediocres han sabido, a menudo, redactar unas buenas «memorias», con tal de que su vida haya sido pródiga en experiencias. Pero la autobiografía que todos escribiríamos se detendría probablemente allá donde acaba la infancia y se inicia la edad adulta: al menos, en esa frontera de exilio perdería su realismo y su calor humano. Quedaría así referida a una época en la que, a nuestro parecer, carecería de interés para los demás, puesto que no habría interferido aún con otras vidas o con sucesos de interés general.

Las grandes cosmovisiones monistas (y materialistas) de nuestra época han procurado dar una explicación a este hecho, que es, en mayor o menor grado, una vivencia general. La visión que Freud y la escuela psicoanalítica proponen del mundo mágico de la infancia y de su eterna sugestión es, como todo su sistema, pansexualista. Sin embargo, los conflictos radicales que atribuyen a la infancia —erotismo subliminar, complejos de Edipo y similares— resultan totalmente ajenos al común de los mortales, carentes de cualquier tipo de resonancia en su mundo mental. Y, en todo caso, por más que dieran cuenta de preformaciones o pulsiones de la vida adulta, nunca explicarían la nostalgia de la infancia, sino que más bien abonarían por un sentimiento inverso de distensión alcanzada al alejarse de aquella época.

Marx, por su parte, incluye el fenómeno dentro de la interpretación materialista. El paraíso de la infancia sería el mundo ficticio de que se rodea al niño, particularmente de la familia burguesa, donde toda necesidad se ve supersatisfecha. Y la nostalgia será así un sentimiento regresivo y alienador. El pasado nunca puede ser para el marxismo objeto de añoranza, precisamente por ser pasado. El devenir de la historia es inexorable en su ritmo dialéctico, y lo pasado se convierte en estructura superada, carente en sí de sentido y de valor. La nostalgia, sobre estéril, indica cierta complacencia en un pasado injusto y, a menudo, «privilegiado», por lo que debe considerarse un sentimiento vano y alienante, en cierto grado, culpable.

Como en la explicación psicoanalítica, la visión marxista permanece ajena a la experiencia íntima de los humanos: el paraíso de la infancia y la nostalgia posterior nada tienen que ver, por lo común, con la situación económica, dentro siempre de los mínimos indispensables, y, si alguna relación guardase con esa situación, sería más bien en sentido inverso a su nivel.

En una y otra explicación falla la noción del hombre en que se apoyan. Para Freud el hombre es sólo animal sexual; para Marx es animal económico. En realidad, el hombre es mucho más que una y otra cosa; es animal racional y, como consecuencia, animal político y animal religioso. De aquí la frase del Conde de Maistre: «el hombre puede prescindir de todo (o de casi todo), excepto de conocer, de entender». El anhelo fundamental del ser humano, lo que aquieta su sed esencial, es comprender, descansar en la posesión cierta de la verdad.

Y esto es, justamente, lo que la infancia depara al hombre, de un modo efímero y, en gran medida, ficticio: un mundo de certezas en el que las cosas están en su sitio, donde el bien y la verdad son patentes; mundo en el que los padres realizaban el papel cercano y providente que Dios cumplía con Adán y Eva en el Paraíso, por lo cual era paraíso. Mundo en el que el hombre es máximamente receptivo y las cosas y sucesos máximamente clasificables en categorías de verdad, bondad y belleza. Paraíso momentáneo, pero de dilatado recuerdo, que se pierde generalmente con la fase escolar, cada vez más temprana en la sociedad socializada. Paraíso inexorablemente perdido, como todo paraíso, y que nunca se recuperará en esta vida.

¿Cómo se librarán los hombres, dentro de lo posible, de la soledad y del exilio? Esta es la cuestión central, tanto para Camus como para Saint-Exupéry, estos autores que hemos calificado de itinerantes. ¿Qué habrá de decirse a los hombres para salvarlos? ¿Cómo dotar de sentido a la existencia humana, puesto que, al parecer, no lo tiene por sí misma? La respuesta de Saint-Exupéry a esta doble y atormentada cuestión es terminante: «Sólo hay un verdadero lujo en la existencia, y es el de las relaciones humanas» (5): una mano que estrechar, una mirada que nos comprende y aquieta. La comunicación entre los espíritus salva al hombre de la soledad y es capaz de otorgar a su vida el sentido que ni su mera existencia ni el mundo circundante le ofrecen.

No se trata, sin embargo, de una simple actitud dialogante —del yes-man, el hombre que siempre dice sí, 0 «de acuerdo»—, ni menos del ideal de comprensión universal que patrocina la UNESCO, mero lubrificante de unas relaciones humanas que carecerían de objeto y de apoyatura, puesto que todo se convertiría en opinión y las nociones de verdad y de bien quedarían difuminadas o suprimidas. Es inútil una actitud de acuerdo si no existe un contenido posible de ese acuerdo ni una finalidad verdadera o punto de referencia para el mismo. De un pufo intercambio de palabras y opiniones que excluyen, como regla de juego, la objetividad y la Verdad, sólo puede esperarse un refuerzo de la angustia existencial, de la soledad y del exilio. Sólo en el descubrimiento compartido, de la verdad o del bien objetivos —en el co-incidir así en la intimidad de otras simas— se puede elevar esa relación humana —verbal o conceptual— al nivel superior de compenetración o de comunión.

El lenguaje es insuficiente, e incluso puede resultar nocivo para ese intercambio humano. Ya Protágoras señaló cómo el lenguaje, considerado como mera moneda de cambio, es impotente para expresar las matizaciones infinitas del pensamiento y la individualidad irrepetible de los seres. En nuestro siglo ha sido uno de los grandes temas bergsonianos, recogido por Saint-Exupéry. En el famoso diálogo del Principito con el zorro sabio, éste desaconseja el lenguaje —como «fuente de maletentendidos»— para cimentar una amistad profunda (6).

Entonces, ¿qué tipo de comunicación humana poseerá esa virtualidad de librarnos de la soledad y otorgar sentido a nuestra vida? Tanto Saint-Exupéry como Camus coincidieron desde un principio en reconocer la necesidad de una realidad extrasubjetiva para fundamentar esa comunicación salvadora. Es, en el primero, su conocida sentencia: «si quieres que los hombres se amen, mándales construir una torre; si quieres que se odien, arrójales dinero». Idea anovelada por Pierre Boullé en su libro (y posterior film) Las fuentes del río Kwai: unos prisioneros sometidos a trabajos forzados, ¡en campo enemigo, colaboran durante meses —y traban amistad entre sí— en la realización de una obra —un puente—, y llegan a amar su obra y a enorgullecerse de ella, a pesar de que su destino era que sirviera al tránsito del enemigo. Y, cuando reciben orden de su propio espionaje de dinamitarlo, se rebelan íntimamente contra la destrucción de su propia obra. El reverso de la misma idea es la descripción que hace Saint-Exupéry, en Citadelle, de los prisioneros bien alimentados y ociosos que sólo engendran en sus almas sentimientos de envidia y de rencor hacia los otros prisioneros en el reparto generoso de los alimentos. Es también, en Camus, el argumento de su novela La peste: la aparición de una epidemia —el aislamiento de la ciudad por un cordón sanitario y los súbitos estragos de la enfermedad —despierta en unos el heroísmo y la capacidad de entrega a los demás; en otros, la audacia en la huida hacia el bien que aman.

La relación humana v que primeramente reivindica Saint-Exupéry para «salvar lo mejor que hay en nosotros» y librarnos de la soledad es la camaradería, el compañerismo que surge de la participación en un esfuerzo o en un riesgo. Los hombres salen de sí mismos y se hermanan en la entrega a una obra común. Es el mensaje de sus libros sobre misiones de vuelo: Vol de nuit, Courrier Sud. El riesgo, la fascinación de lo difícil, la audacia (aquello que los filósofos llamaron apetito irascible) hace aflorar en los hombres posibilidades por ellos mismos insospechadas. Crea, a la vez, lazos de compañerismo y de mutuo sacrificio que ennoblecen las vidas. Resulta curioso observar cómo en una reunión cualquiera de hombres de parecida edad, la simple evocación de una guerra que vivieron desata las lenguas y brillan los ojos. Y no por sentimientos de rencor o crueldad ni por la lamentación de pasados sufrimientos, como imaginaría una mente formada en el pacifismo actual, sino por la reviviscencia de momentos fulgurantes del pasado —por su riesgo o su heroísmo—, en los que vivió intensamente, La figura del Comandante Rivière simboliza en esos libros la exigencia en el deber, respaldada por la entrega esforzada del propio jefe. «Mis hombres son dichosos —dice en una ocasión— porque aman lo que hacen, y lo aman porque yo soy duro». Y, en otra: «Se trata de hacer a los hombres para la eternidad, no para su propia felicidad. La clave de esta idea se encuentra en su libro de madurez Citadelle: «una civilización se basa en lo que exige a sus hombres, no en lo que les suministra». Los hombres se sirven unos a otros por lazos de colaboración y compañerismo, y todos juntos sirven al Imperio (o al Reino).

Este es el período nietzscheano en la obra de Saint-Exupéry. Se trata de construir un humanismo heroico. La vida crea sus propios imperativos, y el valor supremo estriba en vivirla heroicamente. El mismo declara su predilección por el filósofo de Zaratustra. Este ideal de «fraternidad viril» o de camaradería en un común «servicio y sacrificio» —la vida es milicia»— tendrá amplia resonancia en las místicas fascistas de la época (años treinta). Será la imagen de la nación como una empresa común o unidad de destino: la camaradería en el trabajo o en la lucha —la canción «Yo tenía un camarada»—, la alegría en el trabajo, la fuerza por la alegría... Será la exaltación mística del trabajo como crisol en que se forja lo mejor de cada uno y el entusiasmo de la victoria sobre el riesgo o el esfuerzo, que libre al hombre de la soledad y lo instale en el Reino luminoso de su propia labor...

Sin embargo, late ya en este período una idea que habrá de germinar en fases posteriores de su obra. Es el mismo Comandante Rivière quien la expresa: «obramos siempre como si algo sobrepasara en valor a la vida humana. Pero, ¿qué?». Lo que aquí es Una sospecha y un interrogante se convertirá más tarde en una certeza. Puede contemplarse, en efecto, a la camaradería y al esfuerzo común como una primera salida de la soledad y la incoherencia, pero no salidas para la raíz más profunda del exilio. Saint-Exupéry no tarda en hacer una autocrítica de ese su primer «humanismo heroico». La camaradería ignora al sujeto, al otro de la relación en su intimidad personal. Sólo conoce la solidaridad en el empeño (y a menudo en la suerte común): se trata de una interrelación de medios para un fin —la victoria—, que tampoco se define ni se alcanza a comprender. Lo que el camarada tenga de personal e insustituible no interesa en la relación de camaradería laboral (o heroica). Más bien aparece como un estorbo, algo que debe ser ignorado, incluso auto-reprimido. Y una afección que ignora al sujeto y al objeto del quehacer común —o de la lucha— es un sentimiento ciego, que puede aturdir, aplazar la vivencia de la soledad y del exilio, pero que no soporta la reflexión, aun después de la victoria. La soledad del que manda y decide es la mayor de las soledades: la soledad de los grandes héroes. No en balde es Napoleón el ideal o paradigma de los locos exaltados.

Esto conduce a Saint-Exupéry a buscar más bien en la amistad esa relación humana que nos libra del exilio y constituye el verdadero lujo de la vida. Amistad: afecto y relación largamente exaltado a través de los siglos, desde los epicúreos y Cicerón hasta nuestros días. En la amistad no se ignoran ni intercambian —ni menos estorban— las diferencias individuales como acontecía en el compañerismo o colaboración en una obra. La amistad busca en el amigo la persona y acepta sus virtudes y defectos: el enemigo verdadero se reconoce por dos rasgos: «no juzga», cumpliendo así, a su modo, el precepto evangélico, y exige que se le ayude; está también dispuesto a hacerlo sin condiciones. La visión de Saint-Exupéry sobre la amistad es exaltante, a diferencia de los antiguos que, comparándola con el amor, elogiaban en ella más bien su suavidad y ausencia de celos. El gusto por permanecer junto a la persona amiga, la posibilidad del silencio en su compañía, señalan rasgos de la amistad que no se dan en la simple camaradería. Es en este silencio donde una sonrisa, una mano que se tiende, muestran la imagen verdadera de Id amistad y nos introducen en ese mundo de la relación humana, antídoto de la soledad y del exilio.

Destaca dentro de la relación de amistad la que se ha contraído en la infanda. En ninguna como en ella nos sentimos cómodos, relajados, copartícipes, cuando no cómplices, en la nostalgia de un paraíso perdido. Las amistades, trabadas en edad adulta, por más que puedan crecer en una profunda comunidad espiritual, suponen siempre un condicionamiento —profesional o local— y, por ello mismo, una parcialidad o fragmentariedad de nuestra vida. Sólo la amistad de la infanda suele alcanzar la integridad personal, la simplicidad y plenitud de lo que en aquel tiempo fuimos. Es precisamente la intensa receptividad de la infanda y aquel su carácter de «paraíso perdido» lo que explica la singularidad de tales amistades y su rara perdurabilidad. En lo demás —nos dice Saint-Exupéry— la auténtica amistad ha de ser fruto del tiempo y de la paciencia. De la entrega confiada y de la aceptación del otro tal como es, en un lento proceso de maduración. De aquí que las amistades auténticas sean pocas y casi imposibles en el medio y ritmo en que se desarrolla hoy la vida. Así, en el diálogo del Principito con el zorro sabio, éste le confía: «Los hombres no tienen ya tiempo de conocer nada. Compran cosas confeccionadas en los almacenes. Pero como no hay tiendas de amigos, no tienen ya amigos».

Sin embargo, la relación de amistad adolece de un riesgo grave, que hace que rara vez sea pura: confundirla con una familiaridad falsa y cómoda y, sobre todo, someterla al cálculo de una utilización recíproca. Los amigos que «abren puertas» a cambio de servicios mutuos, poco costosos para ambas partes. La tentación utilitaria conforma a menudo un sucedáneo —o un falseamiento— de la amistad que puede, las más de las veces, confundirse con ésta.

No, si no hay otro lujo en la vida que una mano que se estrecha o el calor de una mirada que nos dice «no estás solo, estoy contigo», será preciso concluir que sólo en germen se encuentra ese lujo en la amistad. Porque la amistad es plural y jerarquizada, y siempre establece algunas reservas y condicionamientos. Sólo en el amor se realizará esa auténtica luz o esplendor de nuestra existencia. No en el amor tomado en su sentido genérico, que incluye dentro de sí la amistad, el compañerismo y mil otras formas de relación humana, sino en su sentido estricto, aquel que se cimenta en extrañas afinidades selectivas entre el hombre y la mujer. Sólo en este lazo humano puede culminar esa entrega mutua que nos salva de la soledad y del exilio. Lazo que es excluyente y exclusivo dentro de su género, y que se presenta siempre con la pretensión de perennidad. Relación humana que puede ser capaz de superar las limitaciones y peripecias de cada vida humana y de madurar a lo largo del tiempo, penetrando desde las capas biológicas hasta la entraña misma del alma, el apex mentis (ápice de la mente o de la personalidad) de que hablaba San Buenaventura.

«Es así —exclama Saint-Exupéry— como yo concibo la felicidad: el milagro de un rostro radiante, el mundo entero que se resume en él y se nos ofrece, ¡qué maravilla!» (7). El amor no nace del diálogo ni de previos criterios estéticos o eróticos: no existe, justificación racional para el nacimiento del amor. Trasciende además el tiempo y sobrepasa los límites de la muerte. Para quien ama no existe Un antes de su amor porque todo lo ve y lo recuerda, como ofrenda, a través del ser amado. Ni se produce un después absoluto porque el diálogo interior que es el pensamiento no elimina por la muerte a ese único interlocutor profundo que es la persona amada.

La rosa que el Principito riega y abriga en su diminuto asteroide sublima a la mujer amada, más concretamente a la esposa, porque para Saint-Exupéry no existe otra plenitud del amor que la del amor conyugal: «si tú amas a una flor que se encuentra en una estrella, es dulce, de noche, contemplar el cielo: todas las estrellas florecen a tu vista». Sólo en el matrimonio suele consumarse esa entrega mutua en que consiste el amor; sólo en él se opera la maduración de cuanto el nacimiento de un verdadero amor lleva en germen. En una larga vida conyugal no se consume el amor como la leña en una hoguera, sino que se transforma y sublima. Lo que la pasión primera pierde en intensidad lo gana en profundidad, en compenetración y en ternura. El amor auténtico no es planta llamada a ser efímera, como acontece con los amores plurales. Estos dejan siempre en el alma un poso de frustración y de incoherencia. Sólo el amor permanente, compenetrado, paga por el tiempo que se fue.

Pero la raíz de que este misterioso proceso pueda operarse en el amor conyugal, y no fuera dé él, se halla en que —como escribe Saint-Exupéry— en su seno dos vidas se intercambian contra una obra que trasciende de la una y de la otra: el propio hogar. Para seguir en este punto a Saint-Exupéry y a Camus es preciso detenerse un momento en ese concepto de intercambio o de mutua donación y enriquecimiento. Se trata de una concepción del hombre y de su vida antitética de esto que hoy se llama «humanismo» o teoría liberadora del individuo (moral de la liberación, pedagogía liberadora, incluso teología de la liberación). Según estas últimas teorías, el hombre se libera y se realiza cuando se desaliena y desvincula; es decir, cuando logra desasirse de cuanto no es él mismo (prejuicios, creencias, normas, vinculaciones de todo género). "Son sus impulsos nativos y su espontaneidad vital lo que lo define, y lo demás es sólo un fondo o decoración —o más bien una camisa de fuerza—para ese desarrollo inmanente. No ya las normas jurídicas y morales, sino la misma religión pasarán, como consecuencia, a replantearse como «servicio a la Humanidad» o al Hombre.

Tanto Saint-Exupéry como Camus sostienen una antropología inversa, según la cual la vida humana es un enriquecimiento continuo en su relación con el mundo circundante: un entregarse a realidades que le rodean o que le trascienden, y un hacerlas propias o entrañarlas. La vida es un movimiento que sólo en el más allá puede alcanzar su plenitud y acabado cumplimiento. La raíz última de esta concepción (en el orden filosófico) habría de hallarse en la teoría aristotélica de la potencia y del acto. La potencia es, capacidad de ser, y el acto su realización: en el tránsito de la potencia al acto consiste precisamente el movimiento de los seres. El hombre, aunque al nacer posea ya el acto de existir, consiste todavía en un manojo de potencialidades (humanas) que él mismo habrá de desarrollar —parcialmente— a lo largo de su vida al relacionarse con otros seres capaces de darle actualización y perfeccionamiento, en virtud de una ley de armonía que constituye a este mundo en Cosmos y hace a los seres mutuamente perfectibles y perfeccionadores. El individuo humano es así, cuando nace, una nada capaz (con potencialidad) incluso de contemplar a Dios. Ese intercambio con las cosas es donación a ellas por el compromiso (engagement) y por el amor; e, inversamente, apropiación espiritual de las mismas al hacerlas, en cierto modo, nuestras o parte de nuestro mundo interior. Venimos, así, a ser lo que conocemos, lo que amamos, lo que incorporamos. Tal es nuestro acto o existencia propiamente humana.

Pero el hombre posee en sus virtualidades o potencialidades la die tender a lo que es más alto que él y lo trasciende. En expresión de Malebranche, «el hombre posee siempre un impulso para ir más allá». Esa vocación de infinito hace del hombre el único «animal religioso». «No amo al hombre —ha escrito Saint-Exupéry—, amó la sed que lo devora».

Tal es la razón de que el amor conyugal constituya in genere la forma más alta de amor humano. En su seno, hombre y mujer se intercambian entre sí en un diálogo subyacente que dura tanto como la vida. Alegrías y dolores, debilidades y consuelos, venturas y desventuras, crean en ellos una especie de simbiosis espiritual, a menudo inconsciente pero de profunda realidad. Para que esta maduración del amor humano llegue a realidad y término, es esencial el «matrimonio sin retorno», como idea-fuerza y como vínculo sobrenatural. Pero los esposos, dentro del amor mutuo, se intercambian, además, con algo que es para ellos objetivo y trascendente: el propio hogar, mundo por ellos creado en el que ven luz de existencia nuevos seres y relaciones que serán como proyección de los cónyuges y de su amor.

El mundo —nuestro mundo— no es algo que nos es dado por el hecho de nacer o de ser ciudadanos, sino algo que debemos conquistar o forjarnos en un esfuerzo de entrega y a la vez de conquista. Otro tanto acontece con la libertad y los derechos. Tan irreales son los llamados «derechos del hombre» como la filantropía o amor indiscriminado a la humanidad. Se ama a personas o cosas concretas que de algún modo hemos hecho nuestras —se puede amar a todo prójimo por el amor concreto y personal a Dios—; se posee la propia libertad —capacidad concreta de obrar o de hacerse respetar— y se goza del derecho que personal o colectivamente hemos sabido ganar o, al menos, defender. Tal es «nuestro mundo», actualización de potencialidades en intercambio con otros seres que nos perfeccionan, precisamente por otorgar contenido y sentido a nuestra existencia.

Así, el Principito, que acaba de descubrir un jardín con mil rosas semejantes a la que él creía única en su especie, tras unos momentos de decepción, llega a comprender y les dice: «mi rosa es realmente única en el mundo. Ella sola es más importante que todas vosotras, porque es a ella a la que he regado y abrigado; porque es mi rosa. Vosotras sois hermosas pero estáis vacías: para nadie sois lo único en el mundo. No se puede morir por vosotras». El amor así vivido, en ese largó proceso de maduración y de intercambió, llega a hacer que la muerte de la persona amada se torne tan inadmisible y antinatural como la muerte del propio sujeto, porque descubre que cada espíritu humano es toda una visión sobre el universo, y que su desaparición entraña una especie de anulación del propio mundo espiritual.

Es en este punto, sin embargo, cuando se produce en Saint-Exupéry una evolución a la vez caracterológica e intelectual que Pierre Mesnard ha definido como «conversión a la trascendencia» (8). Algo semejante acontecerá a Camus en su última época a través de las tesis desarrolladas en su libro L'homme révolté, prefiguradas en cierto modo en La peste. Así, el Rivière de Vol de nuit presta su voz a Saint-Exupéry para exclamar; «amar, solamente amar, ¡qué callejón sin salida!». «En todo hombre vive el oscuro sentimiento de un deber mayor que el de amar». Tal va a ser el mensaje de su último libro, inacabado, Citadelle.

El amor humano, incluso el amor conyugal que madura y se enriquece en el hogar, sufre siempre el riesgo de convertirse en un «egoísmo de dos», tentación de egoísmo que acecha tanto al individuo como a los grupos—y ante todo al grupo familiar—, consistente en la búsqueda de la felicidad, sirviéndose sólo a dios mismos. Si alguien alcanzase el «bienestar compartido» no haría sino demorar a otra instancia el sentimiento de soledad, la inanidad de sí mismo y de todo lo que es efímero y carente por sí de sentido. El amor humano —ese «único lujo» de la existencia— es lo que nos libra de la soledad y del exilio para ponernos en camino hacia el Reino. Pero sólo «en camino». Porque —dice Saint-Exupéry— los hombres nos devuelven a la angustia si están vacíos, y están vados si no son ventanas hacia Dios. «El hombre camina, aunque lo ignore, hada su propia densidad (que es acercamiento a la trascendencia), no hada su propio bienestar». La cuestión —rescribe en Citadelle— no es saber si el hombre será feliz, próspero, con una vida confortable. Lo que me pregunto, ante todo, es qué hombre será próspero, feliz, dotado de bienestar (9).

El Reino hace que los hombres se intercambien mutuamente en el amor y en el fervor, buscando juntos, por más que no lo sepan, algo que los trascienda. No busques el Reino ni el amor en una sociedad utilitaria y sólo convivente en la que los hombres se sirvan sólo a sí mismos y a su propio bienestar. Las plantas diversas se destruyen unas a otras disputándose la tierra y alimento; en el árbol, en cambio, cada rama se beneficia del desarrollo de las otras y, aun distintas, es una la savia que las recorre y vivifica. Así acontece al hombre en el Reino, donde cada vida se nutre de un común sentido de la trascendencia y se comprende y hermana con los demás en un mismo lenguaje valoral.

¿Hacia dónde crecen los árboles, hacia dónde extienden pausada, simétricamente sus ramas? Sin duda, hacia la luz y el calor del Sol, valiéndose de los principios nutricios que captan en la tierra. Ciertamente los árboles no conocen el objetivo de su impulso porque no son criaturas dotadas de la luz interior de la conciencia. Pero no por ello dejan de orientarse y abrirse hacia ese fin que los trasciende y atrae. Al igual, los hombres buscan, aunque lo ignoren, la trascendencia sobrenatural, es decir, a Dios mismo. Creen buscar en cada momento, cosas diversas: el provecho, el placer, los honores o el poder, o la entrega a un amor humano. Pocos se dan cuenta clara de que en ninguna de estas cosas descansaría su alma si la obtuvieran. De que el propio lenguaje íntimo del hombre en que consiste el pensar es, más que un monólogo o el diálogo con un interlocutor imaginario, diálogo con Dios, con cuya sabiduría o verdad absoluta contrastamos de continuo nuestros pequeños juicios y apetencias. Quizá si el hombre viviera siglos llegaría, tras frustraciones sin cuento, a comprender esta verdad.

La Ciudad humana —cada sociedad histórica— sigue esta misma ley, que es, a la vez, de naturaleza y puede serlo de gracia. Un pueblo, una civilización, es como un gran árbol que mira hacia lo alto y se engrandece, o mira hacia la tierra cuando se seca y corrompe. Ya Platón comprendió esta naturaleza profunda de la polis, o dudad humana al identificar la política con una paideia o sistema de educación. Una civilización es, en su fondo, un medio humano en el que sus miembros aprenden a conocer y a amar el espíritu y la fe de esa cultura recibida y, por ello mismo, a ser capaces de prolongarla y enriquecerla. Esa paideia se apoya en la espontaneidad con que los hombres aman su propia casa, su patria —cuando ésta posee rostro humano y raíces divinas— y, a través de ellas, su remoto y religioso origen. Gobernar y educar a los hombres —dice Saint-Exupéry en Citadelle— es vincularlos a su mansión a fin de que puedan reconocerla y amarla como algo propio. «Pero no la reconocerán hasta que la hayan alimentado de su sangre y de su sacrificio. Sólo entonces podrá ella exigirles hasta su propia vida, porque será su propia significación, y los hombres no podrán desconocerla, ni verla desde fuera, porque será para ellos estructura divina con rostro humano. Y experimentarán por ella amor, y sus veladas serán fervorosas, y los padres, en cuanto sus hijos vean y oigan, se ocuparán ante todo de descubrírsela, a fin de que no se ahogue para ellos la vida en la incoherencia y el absurdo».

En la antítesis de ésta concepción prospectiva y trascendental del hombre y de la sociedad se encuentra ese «fomentar el espíritu crítico» y la incitación a verlo todo «desde fuera» que constituyen el designio de la pedagogía moderna. Por ejemplo, de la llamada escuela activa de Dewey y sus sucesoras, que eliminan de la enseñanza los contenidos y las finalidades. De aquella pedagogía para la que toda fe o convicción es prejuicio, las normas son obstáculos, las costumbres se ven como rémoras, y cualquier forma de lealtad como fijaciones. La sociedad tecnocrática y socialista será su término natural, aquella en la que quizá sobren medios de vida, pero no exista ya ninguna razón para vivir.

Porque desviar a un pueblo de su fe y de su inspiración trascendente es como privar al árbol de la luz solar, lo que acarrea que sus raíces, faltas de vitalidad, dejen de seleccionar y de asimilar los fondos nutricios de la tierra en que se asientan.

Frente a la armonía del Reino, que entre la tierra y el cielo despliega la vitalidad armónica de su anhelo y de su obra, se nos ofrece la noción de Exilio. Exilio es, ante todo, el desarraigo, el destierro, la separación forzada del Reino en que se vivía, de su sol y de su savia. El destierro ha sido siempre considerado como un castigo o como una desventura. No es preciso que el país de exilio sea peor que el propio para que haya extrañamiento y, con él, desdicha. Se trata de aquel lugar donde las cosas y los valores no tienen ya para nosotros el mismo sentido, donde nos reconocemos extranjeros o extraños, cuyo dios y cuyas costumbres no son quizá los nuestros. Nadie como Ovidio ha cantado en su Tristia la desgarradura del destierro: el abandono del mundo propio, de las raíces, de los amores, el dolor por la lejanía de la Ciudad. Camus ha expresado la soledad del exilio en la figura de Daru dentro de su serie de narraciones El Exilio y el Reino. Y en El extranjero ensaya una imagen de la incoherencia del vivir desarraigado, indiferente al mundo circundante.

En exilio no se está solo a causa de una imposición de destierro por vía de castigo, como Adán y Eva al salir del Paraíso, o como Ovidio al abandonar Roma, ni tampoco sólo por la pérdida de los lazos vivos de amor y esperanza que unían a nuestro propio mundo, al Reino. Se puede estar también en el exilio simplemente por no haber entrado nunca en el Reino. Es decir, por no haber sabido —o podido— construir un mundo interior mediante el amor, el esfuerzo y la entrega, ni poseer tampoco un mundo circundante en el que cosas y personas adquieren un sentido y se hacen «ventanas hacia Dios». Incluso resulta posible vivir permanentemente en el exilio sin saberlo, porque no sólo sé carece de la capacidad de construir el Reino, sino también de conocerlo, «El infierno —ha escrito Simone Weil— es creerse en el Paraíso por error». Idea ésta que ha sido ampliamente ejemplificada por C. S. Lewis

Esto, que puede darse como carencia o como desgracia, se constituye paradójicamente en un ideal para la antropología y la pedagogía modernas. Favorecer, alentar k situación de exilio permanente, desdeñar, difamar el Reino en su estabilidad, en su carácter entrañable, en sus raíces humanas y divinas... tal es el ideal de la apertura o comprensión universal que se abre a todo sin bastión alguno que defender; tal la idea del pluralismo que niega la objetividad de la verdad y del bien; tal el designio del ecumenismo que postula una especie de «mercado común» de las religiones; tal el pacifismo que se niega a defender cosa alguna porque nada trascendente se posee ni se ama; tal la división de la Tierra en mundos (primer, segundo y tercer mundos), sólo en razón de la economía y en orden a una igualación final...

La democracia liberal viene a ser, en fin, la consagración oficial del exilio como forma permanente de gobierno e ideal humano: la negación de un cimiento estable para la sociedad, la extirpación de las raíces, la supresión de los objetivos finales y de la trascendencia, la negación a priori de la sociedad como comunión en una fe y una esperanza, la eliminación de todo punto de referencia en la vida de los hombres. En la democracia moderna las convicciones se convierten en opiniones, el derecho en meramente positivo y circunstancial, y la autoridad en gerencia circunstancial. El único derecho que no figura en la Declaración Universal de Derechos Humanos es el de sostener una verdad objetiva y edificar sobre ella una comunidad humana.

En una reciente conferencia sobre la Constitución española decía el profesor Sánchez Agesta que toda Constitudón democrática arranca de una primera afirmación (o constatación): que los ciudadanos de ese país no están conformes entre sí, y que es, por lo tanto; necesario organizar ese desacuerdo mediante leyes «pluralistas»; es decir, establecer normas prácticas para acuerdos circunstanciales que permitan la convivencia. La comunidad nacional, según esto, se define por su limitación (no por lo que es, sino por lo que le falta), sacrificando a ese postulado el fondo y la coherencia última que precisa cualquier legislación, necesaria a todos, incluso a los disidentes. La comunidad nacional se define así como no-comunidad, con lo que se justifica desde los principios todo movimiento disgregador y «contestatario».

Pero una verdadera sociedad histórica —mientras permanece en su ser—- no es mera convivencia ni organización de medios. Es, ante todo, comunión profunda de fe, de anhelos y de emociones. Comunión también en un pasado, en una ejecutoria. Se piensa hoy a menudo que, puesto que los técnicos entienden de la gerencia y administración de los medios, es a ellos a quienes hay que confiar el gobierno de los pueblos. Lo cual sería como confiar a una computadora o un ordenador la dirección de una empresa. Las técnicas —como la inspiración de los artistas—nacen en el seno de una civilización, pero si sólo de técnicos y artistas hubiera dependido, jamás civilización alguna habría irrumpido en el torrente de la historia, ni hubiera desempeñado un protagonismo histórico. La sociedad liberal, neutra y tecnocrática, vive de lo que queda en las conciencias y en las familias de fe y de comunidad auténtica, y se extinguirá —o será absorbida por otra— si llegan a secarse por entero esas raíces profundas. Ya que —como ha escrito Thibon— «es posible lanzarse al vacío, pero no lo es lanzarse desde el vacío».

Porque los hombres —recordémoslo— se nutren y maduran espiritualmente en un constante intercambio con lo que es más que ellos y permanece más allá de sus vidas. Nada nos enriquecería ni compensaría por nuestra vida si todo pereciera y pasara como nosotros mismos. La muerte paga (o compensa) por un largo intercambio con la obra que hemos amado y que debe sobrevivimos: «No se muere —dice Saint-Exupéry— por los ganados ni por los campos o las casas ni por las montanas, ya que estos objetos subsisten sin que nada les sea sacrificado. Se muere por salvar el nudo invisible que los ata entre sí y los troca en dominio, en mansión o en Reino, en rostro reconocible y familiar». Contra esta unidad se intercambia la vida, y por ella se lucha, porque también se la construye cuando se muere en su nombre y en su fervor.

Y el Reino tampoco existiría ni sería capaz de enlazar y otorgar sentido a las cosas si no se intercambiara a su vez con algo que le trasciende y que de algún modo se refleja en su interna armonía. De aquí la absoluta necesidad de una unidad e inspiración religiosa en la base de los Reinos y civilizaciones. Al igual que, si falta un fin último valioso por sí mismo, desaparecen todos los fines intermedios, así no hay intercambio ni comunidad —ni amor ni fervor— si falta aquello que trasciende al hombre y a su obra de comunidad.

La meditación filosófica de nuestro tiempo nos entrega así una constelación de conceptos sucesivos, escalonados: angustia, soledad, exilio, compromiso, intercambio, entrega, fervor, fidelidad, reino, comunidad, trascendencia... Su secuencia nos descubre que la vida de los hombres y su morada terrenal requieren, en última instancia, el fundamento de una fe común u originaria que otorgue contenido. y sentido a su quehacer diario, que los impulse a empresas comunes y encienda en sus corazones una llama de espíritu y de fervor.

Son palabras finales de Saint-Exupéry en su obra inacabada Citadelle: «No me es posible dar a los que amo la felicidad que para ellos sueño. Mi empeño ha de reducirse a forjar en ellos mi alma en que ese fuego —el fuego del fervor, lo único importante—pueda arder. Nunca podrá saciarse en este mundo la sed de felicidad de los humanos. No es de temer, sin embargo, que nuestro mundo muera de inanición: sí, en cambio, es el frío lo que le amenaza, un frío que expande odio. Edificar la comunidad de los hombres es el único remedio a esa congelación». Labor de las generaciones próximas será moralizar la Ciudad humana y sacralizar su poder. Es el designio inverso a casi dos siglos de neutralismo liberal y de humanismo antropocéntrico.

Como ha escrito Robert Callois: tiempo vendrá para una literatura reconciliada con la Ciudad. Y entre las formas que esa literatura adopte no será la menos ilustre ni la menos feliz la de aquellos sus precursores que pagaron de antemano por su nacimiento.

 

Notas

(1) Citadelle, Gallimard, París, 1950, pág. 635.

(2) Citadelle, Gallimard, París, 1950, pág. 514.

(3) Lettres de jeunesse, Gallimard, París, edic. 69ª, pág. 13

(4) En un reciente libro ha dicho Julio Caro Baroja: en mi infancia no era raro oír a los viejos, señalando con envidia a los niños: «éstos verán las maravillas del siglo XX, nosotros no». Los que hoy somos viejos pensamos más bien de los niños: «éstos verán el siglo XXI, nosotros no, afortunadamente».

(5) DEVAUX, A., Sollicitude et communion chez Saint-Exupéry, La Table Ronde, sept. de 1959, pág. 42.

(6) Les grandes leçons du petit Prince, en Rev. Sinthèses, Bruselas, Julio de 1954.

(7) Lettres inédites, en Rev. Figaro Littéraire, 8 de julio de 1950.

(8) MESNARD, P., La dernière philosophie de Saint-Exupéry, en Bulletin de l'Association G. Budé, diciembre de 1949.

(9) Citadelle, Gallimard, París, 1950, pág. 497.