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Número 231-232

Serie XXIV

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Ideología y religión en la Hungría de hoy

IDEOLOGÍA Y RELIGIÓN EN LA HUNGRÍA DE HOY

POR

THOMAS MOLNAR

Permitidme que comience por lo que será mi conclusión: lo que he visto y registrado en Hungría durante el verano de 1984 en lo que se refiere a las relaciones entre Estado, Sociedad e Iglesia, prefigura la situación exacta en que se verá probablemente todo el Occidente de aquí a un par dé decenios. En el sentido de que los dos regímenes, el socialista y el liberal, están en trance de marginar la religión, de excluirla del dominio público. Tras la separación de la Iglesia y el Estado —gran triunfo del liberalismo— asistimos en los países occidentales al segundo capítulo de este designio: la separación de la Iglesia y la sociedad. Lo que sucede tras el telón de acero es simplemente la solución anticipada y brutal de lo que se prepara con la acumulación de actos hipócritas en nuestro Occidente, titulado pluralista, tolerante y todo lo demás. Desde el ángulo de la situación religiosa, mi estancia en Hungría, fue un viaje al porvenir; pude ver allí el esquema reducido de lo que se prepara en nuestro medio.

El crepúsculo (provisional) de la religión, implacablemente eliminada de las manifestaciones públicas, y también en lo posible de las privadas, ¿significará la victoria de la ideología marxista?

En absoluto. Los dirigentes comunistas, al menos los de Hungría, están perfectamente convencidos del fracaso total de sus dogmas, lo que admiten de vez en cuando, en términos apenas velados, públicamente, sobre todo en televisión. No se trata de un hundimiento de la ideología, dado que la población es hostil al marxismo desde el comienzo y sin interrupción; lo que no impide a una probable mayoría preferir el «socialismo» al liberalismo, a condición de que no sea marxista, totalitario, inhumano. Es decir, un socialismo compatible con las libertades y con el consumo de bienes. No se trata, insistamos, de un naufragio de la ideología, sino de una oposición obstinada y sin concesiones, no solamente por parte de las viejas clases burguesas (que están todavía bien representadas), sino también de las nuevas promociones, cuya suerte ha mejorado notablemente desde antes de 1945. Antes de la guerra, unos dos millones de pequeños campesinos (obreros agrícolas temporeros) y proletarios urbanos llevaban una existencia difícil, a menudo desesperada. Los miembros de esas clases, que se han beneficiado sin duda de los cambios, se encuentran hoy entre los «koulaks», los maestros, los funcionarios, los capataces de la industria y., a menudo, bastante más arriba en la escala de la sociedad comunista. Si no son hoy «incondicionales» del marxismo son, más o menos, solidarios del partido, su emancipador. Les resultaría difícil imaginar una sociedad distinta, y menos aún su propio puesto en una sociedad con diferente estructura.

Mientras tanto, se trata ahora más bien de sus hijos, la segunda generación educada bajo el nuevo régimen. Este esperaba que aquellos ex-campesinos y ex-obreros se identificaran con las realizaciones y, sobre todo, con las ventajas materiales y sociales que disfrutan. Y ello es ciertamente así; pero, al mismo tiempo, la segunda generación redama hoy el derecho a su patria, a una historia que no sea mentira, al orgullo de una nación libre. Hablamos, sin duda, de una minoría, de una élite de escritores, artistas, músicos, profesores. Son, sin embargo, portavoces indudables de capas sociales más dilatadas que rechazan la dominación extranjera, la «solidaridad socialista», la intervención moscovita en los asuntos nacionales y culturales. Una gran parte de la juventud, reclutada en las categorías referidas, planta cara a los funcionarios del partido, se manifiesta con entusiasmo y valor en las fiestas auténticamente nacionales y entona el himno nacional con ocasión de una ópera-rock, como recientemente en el maravilloso «Esteban Rey» (San Esteban), verdadera obra de arte que celebra la nación y el cristianismo de modo puro y sin compromiso.

Ya desde ahora se puede decir que el Partido ha perdido esta juventud, que no volverá jamás a él, porque la ideología marxista —aparte de su inhumanidad asesina— es incapaz de hablar al alma, al bien, a la belleza, a la verdad. La consecuencia es que entre la religión y el patriotismo mantenidos en marginación y la ideología decaída, si no muerta, el vado reina por todas partes. Y esté vado significa d materialismo, la avidez, la corrupción: Los dirigentes lo saben bien, y se encuentran ante d siguiente dilema: como es preciso, al menos, gobernar, satisfacer los deseos mínimos de una nación que nunca ha dejado de ser occidental y de tener anhelos occidentales, y sobre todo es preciso producir, la noción de lucha de clases no puede seguir siendo de recibo. Una cosa es el discurso oficial marxista y otra la realidad y sus exigencias. Por dio, el Partido mantiene hoy un lenguaje conciliador, llegando a invitar a las Iglesias a colaborar con el gobierno: se trata de reanimar las fuerzas de producción y de inculcar en los jóvenes una moral constructiva, una visión positiva de la existencia.

Damos por supuesto que esta política semi-oficial es contraria por completo a la doctrina marxista. Pero si d régimen —que permanece sometido a Moscú en muchos aspectos— quiere, sin embargo, manifestar una cierta independencia en lo demás —economía, cultura, semi-integración en las corrientes occidentales—, tiene necesidad de una población suficientemente leal—digamos favorable— para apoyarlo en posibles enfrentamientos con la Unión Soviética. Desarticular un eventual «Gdansk» húngaro es el argumento que probablemente sirve a Janos Kadar en sus conversaciones con Moscú. Desactivar la formación de un sindicato libre, bien merece la concesión de un poco más de libertad a la vida cultural y a la Iglesia.

Como en la mayoría de las situaciones en que una potencia —digamos una ideología extranjera— ocupa un país —sobre todo si ese país está habituado en todo su pasado a no ser dueño de su destino— quedan siempre medios dé desenvolverse, de buscar la pequeña escapatoria junto al gran camino oficial. La Iglesia se adapta, se somete, entra en el camino de las concesiones, pero, a la vez, se apoya en la tradición milenaria de su presencia, de su fusión con la historia de la nación. En este caso, tras haberse visto brutalmente perseguida (período que comenzó con el proceso del Cardenal Mindszenty y terminó veinte años más tarde), la Iglesia húngara se ha beneficiado en algo con la Ostpolitik emprendida por Pablo VI y Cassaroli. Este compadreo ha tenido como ventaja proveer todas las sedes episcopales, en número de once, y mantener, grosso modo, las estructuras de-la Iglesia. La contrapartida de estos gajes ha sido la sumisión al Servicio de Cultos, un quasi-ministerio cuyo objetivo final es, claramente, la liquidación de las Iglesias, pero que no tiene otra alternativa que acomodarse a lo «provisional». Su actividad no es, por ello, menos viva: los obispos son controlados, vigilados por su secretariado, por los «sacerdotes de la paz», por los funcionarios del régimen. Una primera y nefasta consecuencia es la muralla que se eleva entre el episcopado y el clero, los fieles todos. Los obispos no aparecen en olor de santidad, dado que él Servicio de Cultos los mantiene bajo la presión de su chantaje. Se sirve dé ellos para castigar a los mejores curas, los más queridos de sus feligreses; curas que se ven a menudo desplazados, precisamente por haber logrado restablecer la fe en su feligresía. Esto fomenta la mediocridad, pero también —paradoja sólo aparente— las vocaciones. El clero se ve así forzado a actividades casi clandestinas para servir a sus fieles. Estos no saben bien si la jerarquía es una institución estatal subordinada al Partido o la representación de su interés espiritual.

Resulta evidente que el Partido favorece esta situación ambigua, porque a lo que tiene horror es a las lealtades paralelas, ajenas a su empresa. Por lo demás, la burocratización momificada en el interior de la Iglesia es una solución deseable, por cuanto tal estado dé cosas permite al Estado el manejo de esos «no. conformistas».

Vemos así un panorama bastante sombrío, salvo por el hecho de que la realidad se somete poco a la teoría y la planificación. Lo que limita el objetivo del régimen es, ante todo, la total desconfianza que le rodea; en segundo lugar, la debilidad observable a diario de la ideología, que magnífica así a la vieja religión, desprovista hoy de sus oropeles y de sus símbolos de potestad. La verdadera Iglesia sufre con el pueblo, por más que ni la una ni el otro tengan medio de crear una solidaridad. El factor más importante es, sin embargo, la tradición de esta tierra profundamente cristiana, en la que cada monumento, cada fiesta y cambio temporal recuerda la simbiosis de Iglesia y nación. La Iglesia ha sido también el cauce primero y privilegiado para aportar a Hungría —una federación de tribus paganas— la influencia occidental, la civilización italiana y alemana y la integración en el sistema feudal, nuevo y moderno en su época. Por lo demás, la orientación romana y occidental no se vio nunca interrumpida, y las tendencias contrarias fueron Combatidas. Las huellas de la colonización romana antigua (Aquincum, Sabaria y otros sitios hoy en ruinas, pero que son raíces del pasado y del presente) fueron completados en el decurso de los siglos por una multitud de iglesias, de catedrales, de universidades, de monasterios, que recubren el territorio como en los demás países Cató- licos. Extirpar todo esto sobrepasa las fuerzas del marxismo: es, en todo caso, un país fronterizo (en relación con el telón de acero), no-eslavo (por lo mismo vigorosamente refractario al paneslavismo que aporta la conquista soviética), y que respira por todos sus poros una influencia claramente occidental.

Incluso si la Iglesia no tiene otra opción que una cierta sumisión hada d Partido (es ella demasiado visible para qué el Partido le permita una situación oscura e insignificante), resiste, sin embargo, en varios frentes, precisamente porque el Estado tiene necesidad de ella de cara a la población, incluso para sus contactos con Occidente. No sé trata, ciertamente, de una resistencia espectacular. No faltan entre los buenos católicos y miembros de la antigua élite intelectual quienes reprochan al Cardenal Mindszenty su incomprensión hada los nuevos datos de la historia, sus imprudencias. He oído hablar de él como de un «De Gaulle» por oposición a un «Petain» que sería el actual Cardenal-primado Laszlo Lekai, el hombre de las acomodaciones. Se tiene necesidad de ambos, se me ha dicho; ahora Monseñor Lekai salva a la Iglesia de una política que nunca triunfará. Precisamente los dos personajes, Lekai, jefe de la Iglesia, y Kadar, secretorio general del Partido, garantizan al país un período para reposar de sus heridas.

¿Qué frutos cabrá esperar de la política de la Iglesia? Tomemos un ejemplo: la autorización reciente concedida a los sacerdotes para reunirse con los jóvenes estudiantes en los apartamentos de éstos con el fin de enseñarles allí el catecismo y la religión. Concesión importante si se piensa en las reglas hasta aquí en vigor que confinaban estas enseñanzas a los templos, donde el Partido podía vigilar los cursos de catequesis. Esto no excluirá, por supuesto, que cualquier día jóvenes y sacerdotes se vean acusados de conjura o de inmoralidad, pero al fin de cuentas las ventajas de un día son etapas de una larga marcha. Y existen, además, otras ventajas: las procesiones de Corpus son autorizadas, las iglesias se beneficiarán del mismo programa de restauración de otros edificios, la misa no se verá dificultada, las familias no se verán penalizadas, incluso si se muestran abiertamente creyentes y practicantes.

Señalemos, sin embargo, algunos matices a este panorama. Ciertamente no se pierde ya el empleo por causa de religiosidad; pero la inscripción de un alumno para recibir enseñanza religiosa debe hacerla el padre personalmente a principio de curso (y renovarla cada año), y habrá también de rellenar un cuestionario desagradable. El niño mismo se ve presionado indirectamente para no seguir esos cursos: se procura tentarlo esos días con juegos, excursiones, trabajos de solidaridad con el socialismo, etc. Los sacerdotes que dan las clases se ven también obligados a solicitar, dos veces por curso, la autorización de cumplir su cometido, y son suspendidos en caso de irregularidad.

El reclutamiento de sacerdotes encuentra las mismas trabas vejatorias, porque el régimen procura disuadir a los jóvenes talentos de escoger una carrera tachada de «improductiva». La consecuencia primera es que numerosas parroquias van quedando sin cura y que sus regidores se agotan en idas y venidas, lo que les hace imposible cumplir su tarea a satisfacción de las almas que les están confiadas. La vida religiosa se reduce así a su más escueta mecánica. Las únicas misas a que pude asistir se celebraban en la catedral de San Mateo, en Buda, donde los reyes de Hungría eran coronados. Cuadro magnífico, templo repleto, quizá en su mitad por turistas atraídos por la pompa del rito, así como por el contraste de un templo que se acerca por el lado de las colinas de Buda ai Parlamento de Pest, y del lado del Danubio a una zona hoy privilegiada del régimen comunista. Por lo demás, la misa se celebra de la forma más digna: una docena de sacerdotes jóvenes rodeando al arzobispo de la diócesis. Me interesó sobre todo la homilía de éste. Su contenido no tenía nada de «socialista», como es tan frecuente entre nosotros; analizaba la Creación, única verdad compatible —contra cualquier materialismo— con la responsabilidad humana, con la buena marcha de la sociedad y con la paz. Predicación no larga, bien argumentada. Durante la misa se interpretaron los cánticos maravillosos surgidos de la Edad Media católico-húngara, de un raro vigor que conmovieron mi alma desde su infancia. Los acentos de profunda humildad y de esperanza en la Virgen, protectora de la nación, lanzaron sobre un cielo oficialmente rojo, una fe contra la que no prevalecerán las legiones del ateísmo. Confieso que las lágrimas me brotaron en abundancia cuando, concluida la misa, el coro y el conjunto de fieles de habla húngara entonó el himno nacional, el más majestuoso que conozco. Diríase que los turistas soviéticos, numerosos durante todo el año, se las arreglan siempre para asistir a estas misas (a menudo incluso soldados) bajo el pretexto de amor a la música. Es fácil adivinar sus sentimientos.

Sin embargo, cuanto he descrito es todavía la superficie, el aspecto visible, fruto de acomodaciones por lo común mal logradas. Existe en la raíz una línea de demarcación en la que se detienen los acuerdos entre Budapest y el Vaticano, y es la que marca la verdadera libertad de la Iglesia, libertad no-oficial, vigilada de una y otra parte por el episcopado y por régimen con evidente malestar. Entre las dos guerras tuvo lugar en Hungría un renacimiento católico que se apoyaba en múltiples razones del pasado cercano. A partir de 1867 la Austria agonizante había co-optado a Hungría en una monarquía «dual», en parte para defenderse de las minorías eslavas que exigían sus derechos a la nacionalidad, incluso a la independencia. Prescindamos de los aspectos sórdidos del arreglo tal como la ambición semi-secreta de los Habsburgo de servirse de los húngaros como de un escudo o parapeto. Aun así, resultó que el nacionalismo de estos últimos pudo desarrollarse libremente y que la Iglesia, desembarazada de una cierta tutela germánica, se afirmó patrióticamente.

Y una cierta fusión de la Iglesia con la nación (sin veleidad alguna de «galicanismo»: la lección de San Esteban no fue nunca objetada a lo largo de una historia milenaria) dio sus frutos entre ambas guaras cuando el país, mutilado en los dos tercios de su territorio en favor de los rumanos, los Checos y los yugoslavos (merced a la colaboración de Wilson y Clemenceau), trataba de compensar sus grandes pérdidas con una vida nacional más intensa. Una serie de eclesiásticos ilustres por su espiritualidad y su inteligencia inculcaron a los jóvenes católicos la fe más ardorosa, patriótica y lúcida. Entre los instrumentos de esta obra se encontraron diversas asociaciones, digamos corporaciones de jóvenes, como la Regnum Marianum. Los hombres formados en el espíritu de estas organizaciones estaban ya entre los nuevos dirigentes del país cuando sobrevino la guerra, la alianza con el paganismo nazi y la ocupación soviética. No hay que decir que estas promociones, encaminadas a un alto destino, fueron diezmadas, exterminadas, obligadas a abandonar su patria. Quedan, paradójicamente, §us herederos. Tal como el P. Bulanyi que, quiérase o no, se hace notorio al haber organizado, siguiendo las huellas de Regnum Marianum, «grupos de investigación», que reúnen a jóvenes en torno a un proyecto de profundización de la fe, de la música litúrgica y de problemas concernientes a la vida cristiana. Estos grupos, contrariamente a los que pululan en las Iglesias de Occidente, no pretenden re-definir su relación con Jesucristo: viven la fe más auténtica y hasta su extremo.

Algunos de estos jóvenes resisten al servicio militar, pero no objetando a la enseñanza de la Iglesia sobre el espíritu cívico, sino arguyendo que el ejército húngaro (actual) no sirve a la paz, ni a la defensa del territorio nacional. Sapienti sat.

Esto molesta, sin duda, al régimen y al episcopado. El P. Bulanyi, invitado a explicarse en Roma, regresó sin ser censurado, únicamente advertido de que debe seguir las enseñanzas de los obispos. Sin duda; pero, ¿y si llega a ser preciso escoger entre la enseñanza de los obispos y lo que deberían enseñar? En fin, el equívoco se mantiene, y con él un mínimum de libertad...

¿Qué esquema debemos extraer de esta descripción, sin duda incompleta pero que nace en todo caso de la realidad? Repito que, a mi modo de ver, lo más llamativo es la semejanza entre la situación de la religión a uno y otro lado del telón de acero.

Sumisión del episcopado al régimen en la Hungría comunista, a la sociedad liberal de consumo en Occidente; persecución del clero fiel aquí y allá, sea por el «Servicio de Cultos», sea por los mass media (entre nosotros); la existencia semi-clasdestina de la ortodoxia, condenada abiertamente por el marxismo, y por el establishment intelectual (en Occidente); en fin, la marginación del catolicismo y de las costumbres que profesa, por una y otra sociedad. Admitamos que lo que se hace brutalmente por los marxistas, se realiza bajo una cierta tolerancia en nuestros países llamados libres.

Sin embargo, no nos engañemos. Él té gimen comunista ejecuta el mismo programa que la sociedad liberal, pluralista: tras la separación de la Iglesia y el Estado —triunfo del siglo XX, emancipado e ilustrado—, vivimos hoy la separación de la Iglesia y la sociedad, coronamiento de la obra del siglo XX. He aquí el punto preciso en que nos hallamos.