Índice de contenidos

Número 231-232

Serie XXIV

Volver
  • Índice

La metafísica del cambio

LA METAFÍSICA DEL CAMBIO

POR

FRANCISCO CANALS VIDAL

Las palabras «cambio» y «movimiento» se cuentan entre aquellas que ejercen como una seducción entre los hombres de nuestro tiempo. Ciudadanos de países como Francia, y más recientemente España, son arrastrados por millones al voto en una determinada dirección, casi sin otro lema que la bandera del cambio. Correlativamente, pocas acusaciones tienen hoy más capacidad para intimidar y anular a un adversario que la que consiste en la mera calificación de «inmovilista»

Parece como si no se sintiese la necesidad de preguntar qué va a cambiar y en qué dirección; cuáles serán las cualidades o deficiencias o actitudes que van a dejar de ser, y cuáles otras se procurará que sobrevengan o se adquieran por los supuestos «sujetos» del cambio, a los que incluso se olvida como si la universal consigna aspirase a no dejar nadie ni nada permanente a través del torbellino de la mutación, sobre el que se concentra exclusivamente la propaganda y la publicidad.

Sí podrían, sin duda, investigar las influencias filosóficas que han presionado sucesivamente sobre la cultura contemporánea hasta alcanzar la actual vertiginosa situación. Pero aunque ciertamente se han dado tales expresiones filosóficas, que han condicionado el ambiente y han difundido la actual mentalidad, hostil a lo inmutable y a lo permanente, habría que reconocer también que aquellas mismas filosofías vinieron a ser impulsadas desde una actitud o corriente profunda, difundida en el ambiente social en núcleos dirigentes de la cultura europea, y puesta en marcha a fines del siglo XVIII y en las primeras décadas del siglo actual, en los momentos y situaciones que podríamos acotar como constitutivas del paso desde la Ilustración al Romanticismo.

La reflexión crítica sobre algunas entre las más características expresiones modernas de una metafísica del devenir, contrastadas con la correcta y verdadera filosofía acerca del cambio, es decir, del movimiento en lo que es y de lo que es, será el camino más adecuado para poner en claro aquellos obscuros impulsos ambientales, y poder así hallar criterios de discernimiento y orientación en las caóticas actitudes a que aquéllos nos conducen.

Nos moveremos, pues, en el terreno de la filosofía perenne, cuyas lucubraciones conceptuales constituyen un patrimonio heredado de siglos de progreso en la verdad. Tales concepciones se caracterizan por su perfecta armonía con el conocimiento connatural al hombre, con lo que los escolásticos llamaron «inteligencia de los principios», y «sindéresis» en cuanto se refería a los juicios prácticos normativos de la vida moral. Aquella inteligencia de los principios, referente al conocimiento especulativo de la realidad, podríamos también llamarlo, en un sentido no psicologista, «sentido común».

Su recuerdo es en nuestros tiempos oportuno y necesario, porque se hace urgente comprender aquella afirmación de Santo Tomás, según el cual constituye una más eminente perfección aquello por lo que puede todo hombre alcanzar los «praecognita» que hacen posible cualquier búsqueda ulterior de la verdad, que la misma adquisición del hábito de la ciencia. Analógicamente, en el orden de la vida cristiana, tiene mucha mayor dignidad la recepción de los «artículos de la fe» por cualquier creyente, que la construcción conceptual de la ciencia sagrada, cuya razón de ser consiste en subordinarse y servir enteramente al contenido revelado.

Es oportuno recordar esto hoy, porque precisamente ¡se presenta muchas veces como pensamiento filosófico aquello que tiende a desdeñar y a destruir lo natural y universalmente evidente; y se quiere presentar también, cómo la más prestigiosa y elaborada teología, la que comienza por partir de principios que no son los misterios revelados y las verdades dogmáticas, y que, invirtiendo perversamente el sentido de su tarea, lejos de servir a la fe del pueblo de Dios, constituye un factor poderoso de desintegración y pérdida de la fe.

Las metafísicas del devenir universal y exclusivo, cualquiera que sea el horizonte en que se planteen —biologismo, historicismo, movimiento dialéctico de la idea o de las fuerzas materiales— tienen un remoto ascendiente, al que acostumbran a referirse siempre sus propugnadores: el pensamiento de Heráclito de Éfeso, al que hallamos citado con entusiasmo por hombres culturalmente tan diversos como Hegel, Nietzsche o Bergson. Por esto precisamente tiene hoy la máxima actualidad el retorno a la polémica aristotélica contra el heraclitismo. Ella nos permitirá encontrar la vía, acorde con el sentido común, para superar reflexivamente aquella seducción de que hablábamos al comienzo de esta conversación.

Pero antes de acercarnos a los textos aristotélicos, convendrá señalar una doble dimensión en que se despliega la metafísica del devenir exclusivo, del cambio en el que desaparece precisamente el ente cambiante. La afirmación exclusiva del cambio, y la correlativa negación de lo permanente; la tesis del devenir como opuesto a toda estabilidad y consistencia en lo que tiene ser, se despliega en la doble dirección de la esencia y de lo existente. Encontramos, por una parte, la negación de la sustancia como sujeto, en la línea de la cancelación de la permanencia de lo individual existente; en la otra dirección, hallamos negada la identidad de la esencia en la línea de una verdad inteligible universal y perennemente válida.

Los textos aristotélicos que afirman el sujeto sustancial, aquello «de lo que se dice cualquier predicado», cualitativo, activo, pasivo, relacional, es decir, aquello que llama él «la sustancia primera» o «sujeto», en polémica contra la metafísica hostil a la permanencia de lo sustantivo, reiteran insistentemente una observación de validez perenne, poderosa e irrebatible en todo tiempo. Quien se empeñe en afirmar que sólo hay movimiento, no podrá propiamente hablar del cambio, ya que no hallará nada que cambie, nada a lo que atribuir la sucesión de cualidades, lugares, acciones, o modos de ser a lo largo de un proceso temporal. De aquí la ironía con la que en sus libros metafísicos, como en los físicos, dice que los exclusivistas del devenir tienen que reconocer que «no pasa nada», que nada acaece, que nada deviene, que todo es siempre idéntico e inmutable, porque no hay más que el perpetuo fluir sin nada que fluya.

Para Aristóteles, la afirmación del devenir en el ente, frente a la filosofía negadora del cambio y del movimiento, la que formuló Parménides de Elea, contiene en sí misma como un presupuesto implícito, sin la que no podría realizarse, la afirmación de la existencia del sujeto permanentemente cambiante.

Antes de entrar en el análisis de la definición aristotélica del movimiento, «acto de lo que es potencia en cuanto que es en potencia», conviene discernir su posición de la que formula Kant en la Crítica de la Razón Pura. En su contexto fenomenista, también Kant reconoce que sólo puede afirmarse, en el contenido de la experiencia, la realidad fenoménica del cambio si se piensa lo experimentado según «el principio de la permanencia de la sustancia». Advierte con agudeza que, si no se presupone la permanencia del sujeto sustancial, sólo podríamos afirmar que experimentamos una serie sucesiva de estados o de «eventos», pero que al no poder atribuirse a algo permanente, no podrían dar base a una propia experiencia del cambio.

Pero en el fenomenismo kantiano, este postulado «sujeto» sustancial es pensado precisamente sólo como inmutado, permanente, y no se concibe propiamente como sujeto a cambio; queda en realidad, por una parte, la atribución de los estados, sucesivamente percibidos a través del tiempo, a algo que se dice permanecer, pero que no puede decirse que se experimente como un sujeto permanente que es él mismo, afectado propiamente por el proceso del cambio.

El aristotelismo penetra ontológicamente en el fondo del problema, y da razón de lo que la experiencia muestra al hombre, y lo que éste expresa, con inevitable necesidad, en la significación de su lenguaje cotidiano. Si decimos de un hombre a quien conocemos que le hemos visto cambiar, adquiriendo conocimientos, capacidades, o virtudes morales que no tenía antes, no queremos decir que aquel sujeto personal ha permanecido a lo largo de estas adquisiciones estático e inerte, y que sobre él han sobrevenido aquellas nuevas cualidades.

Si así pensásemos, la cualidad no sería vista como un modo de ser del sujeto sustancial; la adquisición de una virtud, o el enriquecimiento de nuestras capacidades cognoscitivas, podría ser comparada al supuesto cambio que atribuiríamos a un objeto al que se le hubiese cambiado el barniz o pintura que lo recubre. Aplicado el esquema kantiano a la generación dé las sustancias, tesis característica del aristotelismo, ya no podríamos pensar en el que la «materia», el principió indeterminado de la esencia de la sustancia material, ha dejado de tener una forma sustancial para adquirir realmente otra, sino que tendríamos que pensar aquella «materia primera» como un principio inmutable y permanente en la naturaleza —algo así como el «agua» de Tales de Mileto o los «cuatro elementos» en el sistema de Empédocles, o los átomos y el vacío en el Demócrito—. Para Aristóteles, el sujeto permanente del cambio ha de ser concebido como apto para aquel modo de «acto» que es correlativo de su naturaleza de «capaz de llegar a ser» lo que antes del movimiento no era.

«Acto de lo que es en potencia de lo que está en potencia» significa que el «movimiento», según el que cambia el ente móvil, es decir capaz de cambio, es aquella perfección que tiene aquello que es capaz de adquirirla, en la medida y al tiempo que no la posee ya en estabilidad adquirida, sino en la sucesiva actual adquisición de la misma. Podríamos ejemplificar la fórmula aristotélica diciendo que el movimiento por el que alguien adquiere irnos conocimientos que no poseía, es el acto de conocer del que es cognoscente en capacidad y no plenitud, y precisamente en la medida y al tiempo en que va adquiriendo aquellos conocimientos. El profundo cambio, en modo alguno superficial, sino máximamente radical e íntimo, en que consiste la conversión del pecado a la justicia, es la justicia y santidad de quien es sujeto capaz de justicia y llamado a ella, pero en aquella medida y tiempo en que accede a la justicia desde su situación de pecador.

La seducción que es capaz de ejercer la idea de movimiento y de cambio se explican por la apariencia de verdad de la afirmación del movimiento como ejercicio y plenitud del ser y del vivir. Aristóteles puede definir con fundamento al ente natural como ente móvil, y siguiendo su metafísica, puede Santo Tomás sostener la imposibilidad de afirmar una sustancia finita que no tenga su última perfección en el obrar. En la medida misma del carácter potencial respecto a sus propias operaciones, la sustancia ha de acceder desde la capacidad de obrar al ejercicio de sus operaciones propias, lo que no es realizable sin aquel cambio, que es «él acto de lo que es en potencia en tanto es en potencia».

Pero, para esta metafísica respetuosa con la realidad, el «ente en potencia» no podría ser entendido como una disponibilidad indiferente y pasiva para la que cualquier cambio de estado, cualquier mutación, el extrínseco recibir un impulso azaroso, dijesen razón de acto en el mismo sentido. La metafísica aristotélica del cambio es correlativa de un concepto de la naturaleza, entendiendo aquí este concepto no sólo en sentido «físico», sino ontológico y trascendental, ha de ser entendida como la esencia del ente, en su inclinación a adquirir su perfección o a difundir la perfección ya poseída.

Sin una concepción finalística, teleológica, de la realidad, el reconocimiento del cambio como movimiento en un sujeto cambiante, carecería también de sentido, porque resultaría ininteligible un movimiento carente de dirección, y por el que el móvil no tendería a algo determinado. También Aristóteles contradice la metafísica del devenir universal alegando este sinsentido de un movimiento carente de razón de ser al no dirigirse a parre alguna. Por esto, correlativamente, pueden sostener Aristóteles y Santo Tomás que, no obstante ser el movimiento del acto característico del ente en potencia, no se dan inclinaciones naturales que tiendan al movimiento mismo como tal: el viviente no crece para cambiar en su figura y tamaño, sino pata alcanzar su plenitud y madurez; no se pone en marcha el dinamismo natural de la razón a la búsqueda del discurrir por el discurrir, sino orientándose hacia la adquisición de nuevos conocimientos a partir de los ya preconocidos; el mito fáustico del movimiento y la acción no orientada a la plenitud y a la felicidad se opone a la natural sindéresis y contradice la inclinación natural del hombre.

Pocos síntomas son tan reveladores de la profunda desorientación de la cultura contemporánea como el hecho de que se pueda aceptar la consigna del movimiento por el movimiento, del cambio por el cambio, sin que se exija en el diálogo público la precisión sobre quién o qué, cambia y cuáles son los puntos de partida y de llegada de este proceso.

Si pasamos ahora a pensar en la dimensión por la que el exclusivismo de la metafísica del devenir, ejercido en este caso en las versiones inspiradas en la «dialéctica hegeliana», y que inspira también las corrientes historicistas en los diversos ámbitos objetivos del pensamiento humano, anula la permanente identidad de las ensencias, nos hallamos ante la invasión de una mentalidad para la que será acusado de «dogmatismo» todo aquel que intente reconocer la identidad inteligible de un concepto, y la consiguiente posibilidad de que sea permanentemente verdadera una definición de esencia, ya se refiera ésta al orden de la naturaleza, o al de la realidad social, al orden jurídico, o al campo de las definiciones dogmáticas del Magisterio de la Iglesia transmisora de la palabra divina.

La hostilidad a la coherencia y unidad de las esencias inteligibles conmueve el significado mismo del lenguaje dé los hombres. El hombre culto contemporáneo, sí se deja arrastrar por el torbellino de esta moda intelectual a que aludimos, y el hombre masificado, sometido al martilleo a que le someten desde los medios de comunicación los que están al servicio de la vigencia de aquella moda, queda en una situación comparable a la que Platón describe al final de su diálogo Cratilo; en donde pone en boca de Sócrates aquella vigorosa refutación del pensamiento de Heráclito, que puede resumirse notando que, si ningún contenido inteligible permanente puede reconocerse a las palabras humanas, ni tampoco puede admitirse ya que el mismo conocimiento, o el hombre que conoce, perseveren en su ser, en medio del proceso, tendremos que reconocernos como en un total estado de vértigo, cual si girásemos en un rápido carrusel que no nos permitiese ver nada, y que nos afectase con su giro hasta no poder ser conscientes de nosotros mismos.

El reconocimiento de la perennidad de las verdades esenciales exige reconocer un principio inamovible la coherencia y unidad, la no penetración, por la contradicción interna, de lo que es para el entendimiento es su objeto: «nada entendemos si lo que entendemos no es algo uno», dice Aristóteles. Le sirve esto de apoyo para llevar a los escépticos sofistas a la situación en la que se pone de manifiesto que quienes no reconozcan la vigencia del principio de no-contradicción no podrían siquiera estabilizar nunca el sentido de las palabras que utilizan.

Si quien habla intenta «decir algo» ha de aceptar el compromiso de dar razón del significado de sus palabras, lo que le llevará necesariamente, o bien a reconocer que el significado de los nombres es «la esencia de la cosa», o por el contrario se haría incapaz de cualquier diálogo, y vendría a quedar reducido a un nivel como vegetativo e inerte. La vida humana no es posible más que si el hombre, al hablar, piensa y afirma unidades esenciales en la realidad.

Los mitos dialécticos e historicistas socavan, de hecho, en nuestros días toda la seriedad del pretendido diálogo; la postulada historicidad, o el movimiento dialéctico de los conceptos, nos dejan inmersos en el exclusivo «pluralismo», incapaz de referirse a cualquier principio unificante que haga posible que los hombres puedan discernir y juzgar de cualquier enunciado. En el mismo campo teológico se ha podido conmover la doctrina sobre la infalibilidad de la Iglesia alegando que ningún enunciado humano puede alcanzar a ser verdadero, en razón de la constitutiva historicidad de todas las expresiones del lenguaje.

De aquí que la opción por el «pluralismo» en frente del necesario reconocimiento del principio de unidad de las esencias, y de la necesaria afirmación de un fundamento unitario y trascendente para que sea posible la multitud ontológica, corta de raíz, desde sus bases racionales, toda posible seriedad en el acto de fe; y deja a merced del capricho y de la arbitrariedad de cada día, con «el patrimonio filosófico perennemente válido», también el dogma y la doctrina católica, constitutivamente exigente de .que sea Creída y afirmada como permaneciendo siempre «en el mismo sentido y en la misma sentencia», como enseñó el Concilio Vaticano I, refiriéndose a una autoridad recibida desde la edad patrística como expresión dé algo necesariamente incluido en la fe de la Iglesia.

La opción por el «pluralismo» socava desde sus bases racionales, y, precisamente, porque desconoce la primacía ontológica de lo uno, y la posibilidad de lo plural desde la participación en lo uno, también la capacidad de oír fielmente aquella palabra revelada: «Oye, Israel, el Señor, Nuestro Dios, es el Señor uno». La insistente y exclusiva ponderación del «pluralismo» como carácter constitutivo de la cultura de nuestro tiempo hace enmudecer la proclamación de que hay un único nombre, el de Cristo, en el que podamos ser salvos, e impide la profesión por los cristianos de que es una la Iglesia, una la fe, uno el bautismo y uno el Señor y Padre de todos.

La trampa dialéctica, en la que se cae tantas veces hoy, apoya la seducción de esta naturaleza plural y cambiante de la verdad, y está negación del fundamento unitario trascendente a la multitud ontológica, y la desintegración misma de la coherencia de las esencias y de la permanencia de los sujetos sustanciales —intentando así anular especulativamente la subsistencia personal en Dios y en el hombre— desfigurando la metafísica y teología tradicional; o mejor, encubriéndola y dejándola siempre como algo desconocido, por medio de los equívocos que confunden el realismo metafísico elaborado con los instrumentos conceptuales de la analogía aristotélica, con el monismo estático e inmovilista construido sobre la rigidez del concepto que formuló Perménides. Así, parece que sólo las opciones heraclitianas por el devenir y la pluralidad, por la armonía de los contrarios y la discordia como generadora de todas las cosas, ofrecen un camino para captar lo diverso y lo cambiante en el universo natural cultural.

Dé aquí la importancia, y aun la urgencia, de que resurja en nuestros días, entre los pensadores católicos, el conocimiento y la comprensión de la metafísica y la teología de Santo Tomás de Aquino. No quisiera concluir estas reflexiones sin aludir a algunos puntos de su doctrina que, a la vez que nos sitúan en una perspectiva de comprensión sintética, no dialéctica, de las estructuras de la realidad finita, y nos los hacen comprender en su proporción participada respecto de la perfección divina, contribuyen también a liberarnos de las seducciones, precisamente porque nos ayudan a caer en la cuenta de aquella utilización engañosa de las desfiguraciones de la metafísica y la teología cristianas.

Un sujeto capaz de perfección, y todavía no perfecto con aquella actualidad a la que está naturalmente inclinado, sólo puede tender hacia ella y alcanzarla, a través de un cambio, por medio del cual se mueve hacia aquello que es el término final que da sentido al proceso. No puede decirse que la naturaleza tienda a cambiar, pero sí que ha de decirse, que sólo cambiando puede alcanzar la perfección a que se ordena.

Por esto mismo, aunque el movimiento no define simplemente el acto y perfección del ente en cuanto tal, sí que ha de definirse d movimiento como el acto de aquello que está en capacidad para adquirir una perfección todavía no alcanzada. El movimiento no es el ser del ente, pero sí es el acto del ente móvil en cuanto móvil. Y el ente móvil sólo por el movimiento se actúa en orden a su plenitud como ente.

Por lo mismo, si pensamos en la plenitud del acto como tal, no podremos pensarlo como la no actuación, el «reposo» de un sujeto capaz de moverse y que se mantuviese inmóvil. Notaba Aristóteles que el movimiento y la quietud físicas son determinaciones contrarias del ente móvil en cuanto móvil. No puede darse vida en la naturaleza corpórea sin movimiento, y la inercia equivale o es conducente a la muerte. El descanso en que consiste la felicidad, como término final del dinamismo de la vida personal, no es unívoco con la inercia, la somnolencia o la inactividad. La firmeza y perseverancia en la afirmación de la verdad ya poseída, no se identifica con la obstinación y terquedad en las propias opiniones, o el empeño en no adquirir nuevos y más amplios conocimientos sobre la realidad. La fidelidad a la verdad, para un ente finito como el hombre, no podría confundirse con la negativa a progresar en el conocimiento de la misma.

Por esto, el movimiento que acompaña siempre a la vida y es condición de posibilidad de toda enmienda y superación de la ignorancia y del error, sin el que no podría darse avance ni maduración en el individuo ni en la sociedad, puede atraer como algo que en sí mismo parece ser perfectivo. Pero en esto se da, precisamente, la fragmentación de la verdad en que el error consiste. Como hemos antes notado, no es el movimiento en sí mismo, y en cuanto tal, perfección y actualidad; al concebirlo así se ignoran las perfecciones a que tiende la naturaleza y se desdeña y olvida la subsistencia permanente, la verdad esencial y, últimamente, el fundamento eterno y unitario de todas las perfecciones del universo finito, es decir, se vuelven las espaldas al Dios viviente y eterno.

La mentalidad contemporánea, recayendo en esquemas deformadores en que, según testimonio de Aristóteles, se habían movido ya algunas escuelas pitagóricas, y posteriormente las distintas escuelas gnósticas, escinde, cual en un dualismo maniqueo, las estructuras de la realidad plural y cambiante de las cosas del mundo. Habla del movimiento y del cambio cual si se tratarse del «Bien», entendido como un principio correlativamente opuesto a un principio malo, en el que se situaría precisamente la estabilidad, la unidad y la permanencia. Movilidad, versatilidad, disponibilidad al cambio, son elogios á los que se opone la actitud «inmovilista», «conservadora» o «estática».

Algunos hombres contemporáneos entienden o afectan entender la tesis cristiana y católica de la eternidad divina, como si la dogmática tradicional quisiese proponer a los hombres un Dios carente de vida, inerte y «estático». Muchos que pretenden conocer históricamente el pensamiento cristiano tradicional lo combaten acusándole de haber sido construido con una ontología abstracta e inerte, incapaz de penetrar en lo que llaman «categorías bíblicas».

Parecen no haber leído ni la Sagrada Escritura, en la que se dice que Dios es siempre el mismo y que permanece mientras todas las cosas del universo se deshacen como un vestido roído por la polilla; ni tampoco haber leído a Santo Tomás, que sostiene la eternidad de la vida divina argumentando, a partir de la afirmación de que, al identificarse en Dios, Acto puro, su ser y su obrar, no hay que afirmar en El una sucesión de operaciones temporalmente distendidas en un sujeto permanente sometido al tiempo en su obrar, sino la permanente actualidad de la operación identificada con el ser.

Por esto Santo Tomás puede hablar de la eternidad como carácter propio de la vida divina y decir, también, que si utilizamos la terminología de Platón, que llama movimiento a la operación de conocer y de querer, podríamos decir que Dios se mueve eternamente.

Estos textos podrían hoy sorprendernos, e incluso ser mal entendidos, aunque son en sí mismos perfectamente claros e inequívocos. El pensamiento tradicional se movía en una síntesis analógica no escindida por las antítesis dialécticas en que el actual resurgir heraclitiano nos sumerge. Discernía perfectamente entre la firmeza y permanencia de lo perfecto, la actualidad del ser y del obrar en acto, de la sucesión y. mutación que se exige en lo potencial, para que el acto venga a realizarse.

Al haberse convertido, en la mente contemporánea, la metafísica del devenir, de lo cambiante, y de la pluralidad sin fundamento unitario, del movimiento dialéctico de las esencias y de la historicidad de toda enunciación en una agresiva actitud maniquea contra la verdad de la esencia, contra la primacía de lo uno, contra la permanencia de lo subsistente, la cultura cristiana se ha visto sometida a una de las más desintegradoras invasiones del error. De un error que, conviene notarlo, se dirige directamente a la verdad racionalmente cognoscible, a los principios preconocidos y connaturales a toda razón humana, a través de cuya destrucción se hunde el terreno mismo en que podría echar raíces la fe y el sentido cristiano acerca de las realidades de la vida y de la cultura.

Admitido el mito del cambio por el cambio, viene a ser éste reforzado por otro mito, en el fondo contradictorio con él, que es el del proceso ascendente e irreversible de la conciencia humana a través de la historia. Es una contradicción que se da ya en Hegel y, consecuentemente, también en el marxismo, y por la que un pensamiento que debería negar el sentido de cualquier finalismo y de cualquier orientación hacia un objetivo determinado, viene a sostener el proceso de cambio como camino hacia una meta liberadora de las estabilidades y «dogmatismos» del pasado. Una nueva antítesis maniquea se combina con la anteriormente descrita, para poner ahora el Bien en la marcha desde el presente hacia el futuro y pensar, como el Mal, todo aquello que todavía en el presente constituye una herencia del pasado.

Es esta falsa filosofía la que deforma, y convierte en tentación que habría que interpretar como presencia de la acción del «misterio de iniquidad», toda alusión a las necesidades del tiempo, a las aspiraciones de los hombres de hoy y a las esperanzas sobre el futuro de una humanidad mejor. De aquí los falsos mesianismos que quieren hablar siempre de una «nueva edad», y quieren cancelar, aunque sea invocando en sentido blasfemo el «nuevo» Testamento, la revelación de Cristo y la Iglesia depositaría de aquella verdad de Cristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre.

El esquema que la escatología de la «tercera edad», la edad del Espíritu, que cancelaría la Iglesia visible e institucional, que proyectó en la Edad Media el abad Joaquín de Fiore, lo han aplicado hoy muchos, prácticamente por lo menos, y en una dirección secularizada e inmanentista, al acontecimiento del Concilio Vaticano II y a la Iglesia postconciliar.

En muchos ambientes pseudoteológicos, hegemónicos entre muchos teólogos, resulta algo inadmisible afirmar algo tan obvio como la total permanencia en nuestros días de la dogmática definida y de la doctrina enseñada por la Iglesia católica a lo largo de todos los siglos y en los veinte concilios que van desde Nicea hasta el Vaticano I. No quisieran recordar nunca las palabras del Concilio Vaticano II, que habla de que «permanece íntegra la tradición doctrinal católica», que leemos en la Declaración sobre libertad religiosa, refiriéndose precisamente a la enseñanza acerca «del deber de los hombres y de las sociedades hacia la religión verdadera y la única Iglesia de Cristo».

En lo pastoral y espiritual, la apelación a los tiempos en que vivimos ha servido de apoyo, en nombre de la necesidad del cambio de mentalidad que, a veces, se ha revestido con terminología de «conversión» o metanoia, pese al abandono y al desprecio de la herencia espiritual en que consiste el patrimonio heredado por las familias religiosas desde sus fundadores. El abandono, casi impuesto obligatoriamente, de las normas canónicas y de las «reglas», ha venido a ser el signo y el fruto práctico de esta profunda contaminación que ha corrompido tantas instituciones, y ha esterilizado, o instrumentalizado al servicio de causas anticristianas, muchos movimientos apostólicos.

Como conclusión de estas reflexiones me ha parecido oportuno ofrecer dos textos a la atención de los oyentes y lectores: el primero lo tomo de la Constitución, «Sobre la Iglesia en el mundo de hoy», en Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, al concluir su exposición introductoria:

«La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, ofrece al hombre, por su Espíritu, luz y fuerza para que pueda responder a su vocación; y no se ha dado otro nombre bajo el cielo a los hombres en el que tengamos que ser salvos. Cree igualmente que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo todas las cosas cambiantes hay mucho que no cambia, y que tiene su fundamento último en Cristo, que es ayer y hoy el mismo por todos los siglos.

El segundo texto que me parece hoy oportuno recordar lo tomo de Santa Teresa de Jesús, en su libro sobre Las Fundaciones (cap. 4º):

«Pues comenzando a poblarse estos palomarcicos de la Virgen Nuestra Señora, comenzó la Divina Majestad a mostrar sus grandezas en estas mujercitas flacas, aunque fuertes en los deseos y en el desasirse de todo lo criado, que debe ser lo que más junta el alma con su Criador... Como todas las pláticas y trato no sale de El, así Su Majestad no parece se quiere quitar de con ellas. Esto es lo que veo ahora y con verdad puedo decir. Teman las que están por venir y esto leyeren; y si no vieren lo que ahora hay, no lo echen a los tiempos, que para hacer Dios grandes mercedes a quien de veras le sirve, siempre es tiempo».