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Número 277-278

Serie XXVIII

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Memoria y guía de la conversión de Europa. (A propósito del libro del profesor Orlandis Historia Breve del cristianismo)

MEMORIA Y GUIA DE LA CONVERSION DE EUROPA
A PROPOSITO DEL LIBRO DEL PROFESOR ORLANDIS "HISTORIA
BREVE DEL CRÍSTIANISMO"
POR
LUIS MARfA SANDOVAL
Nuevamente el profesor Orlandis ha publicado un libro bre­
ve y jugoso que, en la línea de su Historia breve del Cristianis­
mo,
se ha de convertir en lectura de iniciación imprescindible
para todo católico militante
y culto.
La conversi6n de Europa al Cristianismo ( 1) es, en primer
lugar, un resumen histórico, que se refiere exactamente a lo que
indica su título.
De la historia eclesiástica, como de la historia
profana, sólo se atiende a aquellos extremos referentes a
la di­
fusión de
.la fe entre los pueblos europeos y a la constitución
en su territorio de sociedades cristianas.
Son los límites geográficos los que determinan
la materia
y, por tanto, cronológicamente abarcará desde la conversión del
Impetio Romano, todavía en la Edad Antigua, a
los umbrales
de
la modernidad ( 1387 bautismo de Ladislao Jagellón de __ Li­
tuania, el último soberano no cristiano del continente): son
_más
de mil años, pero de cada pueblo sólo se ocupa del período que
media entre las primeras tentativas evangelizadoras hasta su cons­
titución como sociedad cristiana estable.
Precisando más, el núcleo del libro son los siglos v a
.x, esos
siglos oscuros en que la antigüedad tardía barbárica se trans­
forma en la plena Edad Media, pujante, original
y cristiana. Si
de aquellas épocas solemos tejl¡,t escasos conocimientos es por­
que realmente dejaron menos documentos tras de sí, e incluso
menos vestigios perdurables: los propios reinos de suevos, bur­
gundios o moravos, Neustria o Northumbria nos resultan exóti­
cos en nuestro propio pasado
europeo. Sin embargo, en esta­
época, poco atractiva a primera vigia, se plantó una semilla,
(1) JosÉ ÜR.LANDIS: La conversi6n de Europa al Cristianismo, Eclicio­
nes Rialp, Madrid, 1988, págs. 199.
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cuyos frutos aún perviven: el bautismo de aquellos pueblos, de
los que nacen esas naciones medievales de las que sí nos senti­
mos
ya directamente continuadores.
La atención narrativa tradicional, que apenas atiende a los
pueblos paganos
. de la época., no hace sino refrendar el más pro­
fundo de los sentidos históricos, hasta
el punto de que bien se
puede afirmar que el medievo propiamente dicho no aparece,
sino cuando
sus futuros protagonistas son ya cristianos.
Es por consiguiente
un notable defecto nuestro el que los
nombres de aquellos a los que debemos nuestros fundamentos
-desde el punto de vista religioso y desde el punto de vista
nacional y
europeo-nos sean tan poco familiares como para
sonar hoy extravagantes, y que sus hechos resulten aún
más ig­
norados: reyes como Cnniperto, Mieszko, Rekhiario, S. Olav o.
Ethelberto; reinas y princesas decisivas (a menudo santas) como
Clotilde, Oiga, Berta; Dubrowka, Eduwigis, Ingunda, Teodelin­
áa, Gundeperga o GiSela; santos misoneros como PatriciCi, Cri­
lumba, Columbano, Agustín, Winifrido (Bonifacio), Wilibrordo,
los hermanos Constantino (Citilo) y Metodio, Ansgar, etc. Para
todo' aquel que al comprender esta deficiencia
se proponga en­
mendarla, el libro al que nos referimos es, desde luego, el co­
mienzo ·más idóneo.
ürlandis aborda la materia agrupando en cada capítulo por
afinidad los diversos
casos· de conversión popular:
-Primero la conversión en profundidad del Imperio Ro­
mano, con la aparición de la primera «Iglesia de muchedumbres»,
y la catequización de los campos (los, pagos). Sin embargo, arran­
ca del Edicto de Milán,
y uno hubiera deseado, puesto a gozar
de. la lectura, una perspectiva de los primeros siglos de la Igle­
sia en cuanto misionamiento del Imperio
(2).
-Luego, aborda la invasión bárbara del Occidente Impe­
rial, refiriéndose a su consideración providencial,
la primera con­
versión -arriana-de los pueblos germánicos, la conversión de
Godoveo y sus francos, y, por fin, la segunda conversión, del
arrianismo a la
órtodoxia católica, de los demás reinos occiden-
tales. •
(2) ·Aunque ÜRLADIS cita_ ij_.reSpecto en su orientación bibliográfica
el ijbro La conversión de.-Ro,na de Luis SUÁRBZ FBRNÁNDEZ (Ediciones
Pa!obra. Madrid, 1987, págs. 213), lo cierto es que su lectura resulta más
bien decepcionante, porque su contenido no obedece a su drulo y dedica
más de un sententa por ciento de su extensión a historiar el judaísmo de
los ·tres siglos .anteriores a Cristo, sin que ello quiera decir que no sea
interesante.
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, -Cerrado el ciclo de la vuelta a la catolicidad de occidente,
dedica un
capítulo a considetar aspectos generales del misiona­
miento
y conversi6n de los nuevos pueblos atraídos a la Iglesia.
- Después, trata de las primeras convetsiones directas
des­
de el paganismo, bien en territorios antaño romanos (Inglaterra),
o bien pr6ximos a su
limes: el resto de las Islas Británicas,
Países Bajos y oeste
de Alemania. Y a continuación aborda la
conversión de los paganos más obstinados y lejanos de Escandi­
navia y el Báltico.
- Finalmente se refiete a la convetsión de los pueblos afin­
cados en los Balcanes
y las grandes llanuras orientales, funda·
mentalmente eslavos, deteniéndose más tan sólo en las circuns­
tancias de la misión de Cirilo y Metodio.
-
La obra se cierr1L·con una pequeña orientación bibliográ­
fica, una tabla cronológica, que le será muy útil al lector para
procur!Lr reconstruir la simultaneidad de los empeños e hitos
apostólicos
n!Lrrados en el libro, y un completo índice onomás­
tico.
Como acostumbra, Orlandis hace gala de su dominio del arte
de
enseñ!Lr, fundado en el profundo conocimiento de la materia,
en la capacidad de percibir
su orden interno -que le permite
la síntesis y facilita la asimilación-, en el lenguaje claro y pre­
ciso, con el que en poco espacio asombra que además
de trans­
mitir las ideas
fund!Lrllentales aún haya lugar para citas o anéc·
dotas que amenizan
la lectura y, finalmente, en su capacidad de
sugerir ideas y reflexiones. .
Sin petder de vista el sentido de la proporción europea, en
el libro no dejan de apunt!Lrse varios extremos de intetés para
el católico español: así,
la verosimilitud de la tradición jacobea
de nuestra patria; el que el suevo Rekhiario fuere
el primer mo­
narca germano convertido al catolocismo -antes que Clodoveo,
si bien sin
su 'importancia y sin carácter definitivo--; o el relieve
que tiene
el III Concilio de Toledo para toda la Cristiandad.
Otra cuestión. hispánica
más, a saber, la consideración que
recibió de sus contemporáneos San Hermenegildo,
y la que noso­
tros hemos de concedetle, merecía una mayor extensión a riesgo
de resultar de otro modo oscura,
si bien lo impedía las propor­
ciones de la obra.
Como ha explicado
el profesor Orlandis en otros de su mu-
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cbos libros (3 ), no deja de sorprender que los cronistas católicos
contemporáneos estén dividos, pues mientras los foráneos
- el Papa San Gregorio Magno, entre ellos-lo exaltan como már­
tir, los hispanos, como San Isidro o Juan de Bíclaro, lo silencian
al máximo o lo condenan
por la rebelión contra su padre.
La actitud de estos últimos se entiende -mejor considerando
que sus historias se redactaron ya en los primeros años de la
monarquía visigoda católica, y resultaba altamente impolítico
presentar ante Recaredo, el hermano siempre
fiel al padre y fe­
lizmente converso a la postre, al hermano ejecutado como un
precursor. Tampoco su rebelión podía presentarse entonces como
antecedente de la conversión de los godos,
ya que fue apoyada
por todos sus enemigos nacionales: los hispanorromanos de la
Bética,
el rey suevo católico y los bizantinos.
Y de tal modo era esto así que el propio San Leandto, quien
le convirtió, le
bautizó y gestionó para él el apoyo imperial en
Bizancio, consideró oportuno silenciar completamente toda--refe­
rencia a él en su homilía al III Concilio de Toledo. Por el con­
trario, ninguna consideración política embarazaba el juicio de los
cronistas católicos extranjeros de la
época, y ya en el siglo si­
guiente en el propio reino visigodo se le dio consideración de
mártir. Resulta comprensible aquella actitud política con tal de
no
malograr la conversión de los adversarios del vencido príncipe.
De modo análogo, si hoy Gorbacbov y el P. C. U. S. en pleno
acudieran a
bautizarse resultaría completamente improcedente
insistir en
la ocasión sobre el martirio de la familia del Zar, o en
que
los disidentes como Soljenitsin, que ellos han perseguido,
tenían desde siempre la razón. Pero eso no· significa que la ac­
titud y ejemplo de San Hermenegildo, apreciados en su precisa
oportunidad y vistos
sus aliados y enemigos, haya de descalficar·
se sin más como vía imprudente e inadmisible de procurar la
libertad de los católicos.
En cualquier caso
la mezcla de motivos políticos en sus ac­
tos y en su suerte -por otra parte en los seres humanos, que
no
somos espíritus puros, es habitual la superposición de moti­
vaciones-no obsta a la existencia de un auténtico martirio.
Y, todo lo anterior,
desde la autenticidad del martirio pese
a coincidir con luchas políticas, a
su silenciamiento por conve­
niencia posterior, es conveniente recordarlo para aplicarlo a los
(3) Seguimos aquí su Historia Je España. La España visigótica, Edito­
rial Gredas, Madrid, 1977, págs. 109-112.
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que hemos de denominar «los abundantlsimos -ya que no in-
contados-mártires españoles de 1936». .
Si algún «defecto» se puede encontrar en el libro que comen­
tainos es su brevedad. Auténticainente deja con ganas de seguir
leyendo
más acerca del tema, pero ésta es en el fondo una vir­
tud más de la obra: mover a ahondar

en las raíces históricas de
la
Cristiandad europea. ,
Así y todo, dado el «occidentooentrismo» que solemos pade­
cer, incluso en nuestra visión de la propia Europa, no hubiera
estado de
más un mayor detalle en lo referente a los pueblos
situados al este
de las fronteras carolingias, algunos de los cua­
les, tan relevantes como el polaco ·o el magiar; han estado siem­
pre ligados a la cristiandad larina.
Por otra parte,
ya que el plan de la· obra se cine estricta­
mente a nuestro continente, igual que comprendemos
la exclu­
sión de referencias a la suerte religiosa del Asia y Africa bizan­
tinas,
echainos de menos una referencia a una nueva recristiani­
zación de. España ulterior a la del siglo vr, pues se tiende a
olvidar que cuando
ya confesaban a Cristo públicainente Noruega
e Islandia,
Hung.ría y Rusia, no ocurría los mismo todavía en
Lisboa, Toledo, Zaragoza o Valencia (ni en Palermo), y que
to­
davía en la época de la conversión de Lituania, cuando comen­
zaba la conquista otomana de los Balcanes, al reino nazarí le
restaba un siglo entero de vida.
Y la cuestión tiene diversos ángulos que la hacen importan­
te: de un lado Al-Andalus
es posiblemente el único territorio en
el mundo donde el Islam ha retrocedido después de dilatadísimo
dominio y de abrazarlo la inmensa mayoría de la población; de
otra parte importa ver el modo en que
se conjugaron para esa
recristianización conquistas, repoblaciones y expulsiones ( como
en los dominios de la Orden Teutónica) con esfuerzos de misio­
namiento, disputas teológicas,
cop.versiones y asimilación. El in­
terés para la conciencia histórica
de los católicos españoles es
evidente.
• • *
Pero además de cuanto hemos dicho hasta ahora, nos encon­
trainos ante un libro nacido con una finalidad expresa: colaborar,
como dice el autor en su prólogo, a que los europeos respondan
a la llamada que el Papa
dirigió a Europa desde Santiago de
Compostela en 1982:
«Vuelve a encontrarte. Sé tú misma: Des­
cubre tus origenes. Aviva
tus ralees .•. ». Orlandis nos ofrece esta
nueva obra
suya para que el conocimiento de la historia de la
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primera conversión .de Europa al cristianismo sirva de estímulo,
de modelo y de materia de reflexiones para los que hemos de
acometer la necesaria reevangelización de Europa, recaída en un
nuevo paganismo.
Y es que
la evangelización, como urgencia y como búsqueda
de los métodos adecuados, no es un problema nuevo, sólo
la ig­
norancia del pasado, nacida de una mezcla de desprecio a priori
y de cómoda pereza, conduce a creerlo.
Sorprende al respecto que cuando tanto se abomina del
ra­
cismo, hasta el punto de exagerar los valores de las culturas más
primitivas, no se perciba la incongruencia de negar a los propios
antepasados de nuestra modernidad
la. capacidad de adquirir
ideas morales, que no dependen en absoluto de los avances
téc­
nicos de que puede felicitarse la era presente. Va siendo hora
de añadir, cuando
se afirma la igualdad fundamental de todos
los hombres, que tal universalidad
se ha de entender en el tiem­
po,
y no sólo en el espacio, y que la igual capacidad racional y
moral no
es afectada ni por el color de la piel ni por haber vi­
vido varios siglos atrás.
Pues si para cualquier inteligencia el análisis de los preceden­
tes
-sobre todo si han sido positivos-- es ineludible para pre­
parar la acción, mucho más lo es para los católicos, puesto que
en nuestra religión la veneración por las tradiciones tiene un
puesto preeminente reconocido.
Por consiguiente,
el libro que estamos comentando posee un
valor actual muy grande, primero por llenar la dolorosa ignoran­
cia acerca de la historia de la evangelización de Europa,
y luego,
por suscitar abundantes reflexiones acerca de la evangelización
en general
y, por ende, de como encarar .la futura.
Y a tenor de esta última afirmación, no podemos por menos
de incluir aquí algunas de las consideraciones propias que su
lectura nos ha sugerido de manera inmediata.
Ante todo, queda patente la acción de Dios
y la diversidad
de sus caminos.
La conversión de Europa fue en todo caso uri
proceso lento, que conoció todo tipo de adversidades. Más de
una
vez a lo largo de siglos tuvieron que ser predicadas las mis­
mas regiones por causa de cambios de pobladores o cambios de
gobernantes, con las consiguientes recaídas
en el paganismo o
desviaciones heréticas. Y en esa evangelización persistente la
Providencia
se valió de los más variados instrumentos y de las
más insospechables ocasiones.
Transciende de su historia como los múltiples
y diversos
carismas de los miembros de la Iglesia son todos útiles
y nece-
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sarios para su vida. Y no sólo .. en los métodos de evangelización,
sino en cuanto a la
¡nisma nacionalidad de sus ministros: cuando
búlgaros y moravos no
estaban predispuestos, por motivos se­
culares, a entrar· bajo la órbita eclesiástica de sus vecinos germá­
nicos o bizantinos, pudieron ser misionados por otros centros
alternativos, de igual modo que el rechazo de los celtas
insula­
res --de · talante tan apostólico hacia otros lugares de Europa­
ª participar en la . evangelización de los anglosajones pudo ser
suplido por la iniciativa romana a partir de
la Galia franca.
La contemplación de la armonía que resulta de acciones tan
dispares, como la simultaneidad de empeños tan disimiles
y hu­
manamente desproporcionados, nos ha de llevar a reconocer su
carácter verdaderamente providencial y a no olvidar que la con­
versión de Europa, como toda conversión,
la protagoniza, con
el converso, la Gracia de Dios.
Sin embargo, desdeñar la idoneidad de los medios humanos
es un modo de tentar a Dios. Y es al respecto para lo que se
hace
más necesaria la consideración de la primera ctistianización
de Europa, de la que procedemos y
la Iglesia se gloría, porque
precisamente los ctiterios entonces realmente empleados
· y que
humanamente
la hicieron efectivamente fructífera, se ven hoy
despreciados cuando no rechazados.
Si Europa he de reencontrar sus raíces cristianas, la genera­
ción presente ha de reconsiderar ciertas posturas hodiernas a la
luz de la tradición fundacional, del balance histórico y del sen­
tido común. Apuntemos a continuación algunas de estas discre­
pancias de espiritu entre los fundadores de la Europa cristiana
y
nuestros contemporáneos. '
Como no podia por menos de ocurrir, en la obra que glosa­
mos destaca en cada reino, como hito decisivo y señero, la con­
versión de sus reyes; más exactamente, la constitución de un
poder decididamente cristiano más allá de alguna peripecia limi-
tada a lo personal.
.
Los cristianos de la época, y la misma Iglesia, vieron esa
transformación no sólo como un inmenso bien sino como un ver-'­
dadero don de Dios hasta el punto de merecer la elevación a los
altares de muchos
de. los primeros reyes cristianos. ¿ Y esto por
qué?
· Ante todo porque entrañaba la protección real a los mi­
sioneros (
4 ), luego, porque el ejemplo regio coadyuvó poderosa-
(4) Solemos olvidar que infinidad de misioneros perecieron mártires
a manos de los que-pretendían evangelizar. En un libro tan sumario como
el que nos ocupa se nos recuerdan expresamente tan s6lo casos tan se-
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mente al bautismo de su séquito y de su pueblo, y, finalmente,
por la cristianización-que iniciaron de las leyes y la vida social.
Esta convenientísima colaboraci6n del poder secular a la acci6n
cristianizadora de la Iglesia
. ha sido siempre uno de los motivos
que reclaman y justifican la confesionalidad católica del esta­
do (5).
Patece claro que después de la experiencia del Imperio
Ro­
mano Cristiano, los cristianos posteriores aspiraron una y otra
vez a restaurat tal precedente y a conseguir,
cuanto antes, pode­
res políticos favorables, creyentes, confesionales.
Es de observar
que en muchos casos la cristianizaci6n del estado
se produjo
cuando los cristianos no constituían mayoría (

6
), y ni aun tan
siquiera proporci6n significativa de la poblaci6n: y es que si las
potestades cristianas habían de ser auxilio de la evangelizaci6n,
debían ser previas a que esta se consumata.
Lo cierto es que la
moralización de las leyes, o el favorecimiento de la Iglesia por
é.stas no esper6 a las mayorías, sino que las precedió y procedió
a ·educarlas.
. . Más aún, notemos que no sólo se establecieron monarquías
confesionalmente
cat61icas en toda Europa, sino que éstas, de
Teodosio a San Wladimiro, además prohibieron y penalizaron
las demás religiones y cultos: es lo que hoy llamamos régimen
de unidad
católica,. Y lo que hay que resaltat es que en aquellos
orígenes de la Europa cristiana dicho proceso fue contemplado
y procurado por aquellos papas, obispos y misioneros
-tan a
menudo
santos-sin que entre ellos se suscitaran vacilaciones,
ni mucho menos escrúpulos.
Si es un hecho que la cristianizaci6n de Europa fue acompa­
ñada del establecimiento de poderes confesionales, también lo
es que, a partir de la Revolución francesa, la descristianización
ha avanzado pareja al retroceso en la confesionalidad de
]os es-
ñalados como los de San Bonifacio, San Adalberto dci. Praga o San Bruno
de
Querfurt.
(5) Sin embargo, no es el único fundamento, ni siquiera el más pro­
fundo: h¡ry que considerar también el imperativo de que toda la ffia:ci6n
-incluidas las sociedades-alabe al Señor y sea recapitulada en Cristo
( vid. las encíclicas Inmortale Dei § 3 de Le6n XIII ( 1885) y Quas pri­
mas de Pío XI (1925), y que dicha confesionalidad no es sino la perfec­
ción cristiana de una necesidad natural, intrínseca a todo estado: poseer
una ortodoxia pública, (6) Sólo en los reinos barbáricos establecidos sobre mitiguas provin­
cias romanas la mayoría domina.da de la poblaci6n era ya cristiana cató­
lica. Pero recorde1I1os -también que -previamente la poblaci6n cristiana del
Imperio al advenimiento de Constantino habría sido pequeña en propor­
ción: un 10 % en la estimación de algunos.
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tados. Pero no se trata ahora de insistir en este. punto, sino .en
otro que atañe a la visión de la propia Iglesia.
Con poderosa capacidad expresiva
Orlandis . destaca ·que la
primera conversión de un estado al cristianismo supuso un cam­
bio importantísimo: la antigua «Iglesia de comunidades» se trans­
formó en una «Iglesia de multitudes», con cambios en determi­
nadas estructuras eclesiásticas y con
un lógico descenso del nivel
medio religioso y espiritual
de los fieles, Efectivamente, «bajo
el Imperio pagano perseguidor, tan solo hombres de gran tem­
ple espiritual tenían la altura moral necesaria para arrostrar los
riesgos y desventajas humanas que lleva consigo
la conversión
cristiana. Fue solamente a partir de Constantino cuando
la mul­
titudes de personas vulgares, que son siempre mayoría en las
sociedades terrenas, encontraron expedito el camino a
la Igle­
sia»
(7).
Pero la Iglesia, que tiene que mantenerse en una cruz, ni
podía negarse a las admisión de «todas las gentes», incluidos
los «débiles» de San Pablo, ni renegar de ser camino de perfec­
ción a imagen del Padre celestial.· Fue
a partir de la explosión
demográfica de la Iglesia cuando dentro de ella
se configuraron
comunidades definidas de vida ascética.
En la actualidad, por consecuencia lógica, la pérdida de un
ambiente social cristiano está produciendo una regresión demo­
gráfica de la Iglesia en Europa
-grave responsabilidad de los
que desdeñaron la defensa de la confesionalidad de
las socieda­
des--; y paralelamente comienza a destacarse en la Iglesia su
aspecto de «Iglesia de comunidades»: no sólo las heterodoxas
comunidades de base, sino movimientos como el carismático,
neocateci.unental, comunión y liberación, etc.
Sin embargo,
sería un grave error, enmascarador del con­
formismo, pensar que éste es un cambio. a mejor, puesto que en
estas condiciones, ahora, la caUdad de los cristianos, reducidos
a estas comunidades y prescindiendo del resto, sería mayor.
En primer lugar, la Iglesia de comunidades ha existido siem­
pre a la par de la Iglesia de multitudes; y de otra parte, tales
comunidades son ciertamente un don de Dios adecuado a unas
circunstancias, pero la actual situaci6n es una privaci6n, una muw
tilación, de la que la Iglesia no puede congratularse, sino tan
sólo resignarse con
el propósito de restablecerla cuanto antes.
La antítesis
de toda idea de Iglesia universal y tnisionera es la
(7) JosÉ ÜRLANDIS: Historia breve del Cristianismo, Ediciones Rial¡,,.
Madrid, 1985, pág. 42.
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autocomplacencia cerrada con desprecio del resto, que es pareja
a la del fariseo que oraba en. el templo sin quedar justificado.
Por su desarrollo natural, la Iglesia no conoció desde un
primer momento el estado de «Iglesia de multitudes», pero le
es connatural,
y una vez alcanzado no puede renunciar a él vo­
luntariamente (8).
También aborda e ilumina Orlandis la cuestión de la
acomo­
dación pastoral a los neciconversos. Cuestión ésta tan manoseada
por los que indistintamente atacan a la Iglesia por su «intole­
rancia» y
por su «oportunismo», los que la reprochan haber
destruido la cultura pagana y también
poi haber conservado sus
fiestas y lugares de culto bajo manto cristiano.
Pero, añade Orlandis, tales concesiones benevolentes a las
tradiciones de los paganos entrañaban también todos los riesgos
del irenismo, «sobre todo donde el paganismo conservaba mayor
vitalidad». Enseguida surge la pregunta: dado que la moderni­
dad europea no es un simple paganismo, sino el resultado de un
proceso deliberado y organizado
de rechazo del cristianismo, ¿los
métodos de acomodación, el irenismo, no resultarán en nuestra
situación infecundos cuando no contraproducentes?
Finalmente,
es el espíritu que animó la precedente evange­
lización de Europa
el que no puede ser sustituido.
No
se comprende el arrostrar los esfuerzos y los peligros de
la evangelización de gentes de religión distinta sin la convicción
firmísima de estar comunicando la única y verdadera fe (9).
En este. senrido los apóstoles de Europa no se dejaron en-
(8) Es aplicable aqu! el alegato de De Maistre: «Ea lamentable vet
a mentes preclaras matarse en querer probar por la infancia que la virili­
dad es un abuso, cuando una instituci6n cualquiera adulta al nacer es
un absurdo de primer orden, una verdadera contradicción lógica». Ensayo
sobre el principio generador. de las constituciones politicas y de las demás
instituciones
humanas~ -XXIII (Ediciólles Dictio, Buenos Aires, 1980, pá­gina, 235).
(9) Al respecto citemos una reciente alocuci6n del Prefecto de la
Congregación pata la doctrina de la Fe, cardenal Joseph Ratzinget, a .los
obispos chilenos acerca del cisma Lefebvre:
«Sin embargo, es
verdacl que, en el movimiento espiritual del tiempo
postconciliar, se da.ha muchas veces un olvido, incluso una supresión de
la cuestión de la vetdad; quizás apuntamos aqu! el problema crucial de la
teología y la pastoral de. hoy. La "verdad" apareció de pronto como una
pretensión demasiado alta, up. .. triµnfalismo", que ya no podía permitirse.
Este proceso
se verifica de modo claro en la crisis en la que han caído
el ideal y la praxis misionera. Si no apuntamos a: la verdad al anunciar
nuestra fe,
y si esa verdad ya no es esencial para la salvación del hom­
bre, entonces las
misiones· pierden su sentido»:· (Tomado de Cristiandad,
núm. 691-693, pág. 177).
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gañar por un excesivo entusiasmo acerca de las virtudes de los
paganos
-aunque las estimaran-y de sus religiones. No se
conformaron con un sincretismo, como no se conformaron con
el muy mitigado arrianismo de Leovigildo. Y desde luego es di­
fícil encontrar en las actitudes de los misioneros. que, como
San
Martín de Tours o San Bonifacio, derribaban los ídolos pa­
ganos ( 10) un espíritu de respeto a todas las religiones y creen­
cias como d que hoy se pretende que habría de servir de base
a la evangelización.
La clave más profunda de esta cuestión se resume en la po·
lémica que suscitaron los senadores aún paganos de Roma, que
en
383 argumentaban así sus peticiones a Valentiniano II: «per­
mítenos dejar a nuestros sucesores lo que hemos recibido siendo
niños. Hay diversas formas
de religión, y uno solo camino no
basta para alcanzar
d alto misterio». Tal argumentación fue
rechazada de plano por San Ambrosio:
«es un error creer que
muchos caminos conducen a Dios, después de que
los cristianos
recibimos la verdad de la boca de Dios mismo».
Frente a
la inmutable actitud de absoluta certidumbre cris­
tiana, un paganismo incierto, si bien antaño perseguidor, pre­
tendía refugiarse en una postura que Orlandis califica aguda­
mente de «liberal», pero tales principios eran inconciliables con
la fe de Cristo. Al respecto creemos muy oportuno concluir con
la enseñanza de León XIII acerca dd estado liberal, aunque ya
no perseguidor:
«Si comparamos esta clase de Estado moderno, de que ha­
blamos, con otro Estado real o imaginario, que persiga tiránica
y abiertamente a la religión cristiana, podrá
parecer el prímero
más tolerable que el segundo. Sin embargo, los principios en que
se basan son tales, como hemos dicho, que no pueden ser acep·
tados por nadie» (11).
(10) Hast< en cinco pasajes de su breve obra se refiere Orlandis a
acciones semejantes, en la línea del Gede6n «Yerubbaal» (Jueces 6, 25-32}.
(1~) Leól! XIII, Inmortale Dei § 21. ·
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