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Número 309-310

Serie XXXI

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Acerca de la crisis de la nación

ACERCA DE LA CRISIS DE LA NACION
POR
MIGUEL A-.:uso (*)
Yo no sé si el punto de partida de mi intervención resulta
tan nítido desde el
ángulo francés como lo es desde Espaiía. Pues
el pensamiento tradicional español se ha mantenido
. siempre a
resguardo

de
la tentación «nacional¡sta»,. contemplando incluso
con recelo toda la ret\Srica «nacional» (1 ). Realidad sólo oscutl',
cida cuando, en .alguna medida,
se ha visto aquél desplazado por
otro tipo de pensamiento: en
la terminología de René Rémond,
aplicada a Francia, pero traspolable a España, diríamos que cuan­
do
la «derecha tradicional o contrarrevolucionaria» ha retrocedido
ante
la «derecha bonapartista» (2).
Si hacemos caso de uno de los expositores actuales más coti­
zados del pensamiento tradicional español -el profesor . Alvaro
d'Ors--, la confusión entre el concepto natural y moral de patria
con el político
y polémico de nación es uno de los más graves
(*) Los pasados días 14 y 15 de .noviembre ha tenido lugat en París,
organizado por el Institut Culture/ et Tecbnique d'Utilitl Sociale (ICTUS),
un Congreso sobre Le temps des nations. Nuestro amigo Miguel Ayuso
désarrolló en él una ponencia titulada «Les fotmes nouvelles de subver­
sion», pendiente
de· publicación en la revista Permanences. Publicamos,. a
continuación, una reelaboración de esa ponencia que nos ha hecho llegar
su autor.
(i) Cfr. MIGUEL Aroso, «España y E~: casticismo y eur_opefsmo»,
Aportes (Madrid), núm. 17 (1991), págs. 65-70: .
(2) Cfr. RENf RñMOND, «Nouvelle droite ou droite de toujouss•, Le
Monde (París), de 20 de julio de 1979. Artículo en el que coteja la llama­
da «nuéva derecha» C:On las tres ttadiciones--qrie .-Rémond estudió en su
clásico Les droites en France, 4.ª ed., París, 1982, la legitimista; la orleanista
y la bonapartista.
Verbo, núm. 309-310 (1992), 1045-1055 1-045
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MIGUEL A YUSO
lastres de la filosofía social de nuestros días: «Ha servido para
oscurecer la teoría política, pero también para envenenar ciertos
sentimientos naturales de los hombres y levantar mitos
de gran
vitulencia polémica.
Ha servido para reforzar el poder del Estado
cdn un sentimiento tan arraigado en las almas nobles como es
el amor a
esa gran familia que constituye la patria, con todo lo
que lleva anejo
~la tierra, la historia, la tradición-y para ello
se ha procurado ahogar ese sentimiento cuando no coincidía exac­
tamente con el ámbito político de las naciones, como si ese amor,
que
es natural y espontáneo, hubiera de acomodarse a la férula
despótica
de la razón de Estado» (3).
Esa cunfusión
-quizás fuera mejor llamarla mistificación-,
que
pertenece al patrimonio intelectual y político de la revolución
liberal,
se presenta indisolublemente unida a la consolidación del
Estado
como estructura nacional a través de la· teoría y la prác-' '
tica de la llamada soberanía nacional. En virtud de ese principio,
el poder del Estado es un poder absoluto, aun cuando el régimen
político interno sea
democrático y de entera legalidad. Absoluto
frente al orden divind, ya sea natural,
ya sea positivo, pues la
misma idea de divinidad resulta descartada o puesta al servicio
del poder estatal.
Absol;,to frente a la tradición de los mayores,
que resulta alterable en
todo momento por ese plebiscito de cada
día
que es la nación. Lá voluntad del momento -denominada
voluntad general-hace la ley en función de esa soberanía, mu­
dándola acompasadamente a su propio
ca,mbio. Y absoluto, final­
mente, frente a los otros Estados, potencialmente enemigos, con
los cuales no puede haber
más ·vínculos que los diplomáticos (

4 ).
En
un planteamiento como el anterior, sin embargo, rio pri"
man los factores nominales sino los conceptuales. De ah! que,
dejando de lado las
palabras usadas, y aferrándonos a los concep-­
tos que expresan,. veam(>S que lo que se presenta como perturba­
dor es
el complejo ideológico que sustenta a las naciones como
(}) ALVARO n'ORS, «Los pequeños países en ·e1 nuevo orden mundial»,.
en el vol. Una introducdón al estudio del derecho, 2.ª ed., Madrid, 1963,,
págs. 161 y· sigs.
(4) Cfr. fo., loe últ. cit., pág. 162.
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instancias últimas, de acuerdo con el principio de las nacionali­
dades, constituidas en Estados a los que
se atribuye la nota de la
soberanía en términos bodiníanos y en el contexto rousseauniano
de
la «volonté générale» (5).
Quizás, como anunciaba al comenzar, les extrañe
algo lo
anterior. Y
es que la propia historia de Francia está hondamente
implicada
con la reslidad estatal-nacional, nunca tan cabalmente
puesta por obra como donde fue concebida.
En España, por el
contrario,
la idea de Estado no ha sido asimilada sino desde la
revolución liberal, y no sin dificultades, ya que en la accidentada
historia
de nuestro siglo XIX und de los factores constantes es la
tendencia a un pluralismo regional de corte tradicional, no revo­
lucionario y con
importante1H1ecuelas de autonomía jurídica y
política ( 6 ). La razón reside en la peculiar contextura de lo que
fuerdn «las Españas» como verdadera confederación monárquica
bajo una realeza común
y en la que cada miembro conservaba su
personalidad histórica encarnada en sus derechos y franquicias (7).
Así, pues, son razones históricas muy arraigadas las que explican
el diferente punto de mira con que necesariamente han de enfocar
estos problemas
un español y un francés. Y que, a la hora de
afrontar
la crisis del Estado y los problemas de la nación, no
pueden dejar de tener repercusión.
Que
la estructura estatal -co'mo concepto histórico, no en
cuanto comunidad
política-se halla en crisis no sólo cabe de­
ducirlo de los casos del artificial Estado yugoeslavo o de la des­
composición de la antigua U.R.S.S., sino que más generalmente
se evidencia, por un lado, con la profusión de organismos inter
(5) Cfr. JuAN V ALLET DE GoYTISOLO, «Diversas perspectivas de, las
opciones a favor de los cuerpos intermedios», Verbo (Madrid), núm. 193-
194 (1981),
págs. 341-344.
(6)
Cfr. ALVARO n'ORS, La violencia y el orden, Madrid, 1987, págs.
101 y sigs.; MIGUEL AYUSo,--«La CV01uci6n ídeol6gica en tomo al centra­
lismo», Verbo (Madrid), núm. 215-216 (1983), págs. 617-638.
(7) La obra de uno de mis maestros, el profesor Elías de Tejada, re­
sulta en su conjunto una éxposici6n y desarrollo formidables de esta peculiar
forma polftica.
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y supranacionales que goo:an de poder efectivo, y, por otro, a
través
de la relajación de la unidad interna de los Estados, con
la tendencia a tensiones interregionales que
incluso pueden con­
ducir a la fragmentación. Consiguientemente a lo explicado, pa­
recería que
la salida a este hecho innegable reside en un orden
internacional
basado en el principio de subsidiariedad sin necesi­
dad del «Estado soberano» ( 8 ). Sin, embargo, a pesar de las
apariencias, no
es tan sencilla la cuestión. Más aún, en este ten:e­
no, parece como si nos moviéramos permanentemente entre «sig­
nos contradictorios».
El mismo profesot Alvaro. d'Ors, al que antes citaba, lo ob­
serva sagazmente en una de las que llama «aporías capitales» del
presente. Este es el
reveladot texto: «La crisis del "Estado nacio­
nal", en todo el mundo, petmite conjeturar un futuro de ló que
he llamado
"regionalismo funcional", es decir, una superación de
la
actual estructura estatal: ad extra, por organismos supranacio­
nales,
y a la vez, ad intra, por autonomías regionales infranaciona­
les. Pero, por un lado, aquellos organismos se han evidenciado
absolutamente vados de toda idea mota!, como no lo sea la muy
vaga y hasta aniquilante del pacifismo a ultranza, que sólo sirve
para favotecer la guerra mal hecha; por otro lado, el autonomis­
mo se está abriendo paso a través de cauces revolucionarios, a
veces anarquistas, pero siempre desintegrantes, que no sirven
para hacer patria, sino sólo para deshacerla.
Así, resulta todavía
hoy que ese "Estado nacional" llamado a desaparecer, subsiste
realmente
como una de'bil reserva de integridad moral, pero sin
futuro» (9).
Vemos, pues, que no
sóló la realidad venerable de las patrias,
sino incluso la bastardeada de las naciones -en el sentido revo­
lucionario
visto-, guardan cierto tipo de bienes que deben ser
(8) Cfr. MIGUEL AYUSO, «El principio de subsidiariedad y ias agrupa­
ciones supranacionales», Verbo (Madrid), núm. 197-198 (1981); págs. 991-
1.002; «Orden supranacional y
doctrina cat6lica», Verbo (Madrid), núm. 303-
304 (1992),
págs. 305-312.
(9)
ALVARO n'ORS, «Tres aporías capitales», Ratón Española (Madrid),
núm. 2 (1984),
pág. 213.
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preservados ele los ataques destructores que, por arriba y por
abajo, amenazan su existencia. En este sentido, se hace preciso
abordar
lo que el programa ele este congreso llama «Les · formes
nouvelles de
subversion,., de acuerdo con el siguiente resumen:.
«Avec l'effondrement du bloc communiste des pays de l'Est
dis­
parait !'une des plus vastes incarriations du totalitarisme en mfune
temps qu'un des principaux canaux de la subversion. Mais, ce
qui en constituait !'esprit, elemeure. Celui-ci se dévelope sous de
nouvelles formes:
contre-culture, dictature mediatique, massifi­
cation, drogue,
violenre, pomographie et sous d'autres mythes:
super-Etat, societé multiculturelle
... » (10). El panorama, pues,
resulta
ele una extraordinaria amplitud y complejidad, unificado
tan sólo porque la víctima --de un modo u otro, y bajo diferen­
tes aspectos-es siempre la sociedad cristiana, mejor, los restos
dispersos de
lo que en otro tiempo fueron sociedades cristianas.
A
continuaci6n, pdr tanto, habremos de limitamos a una serie
de consideraciones necesariamente generales e inevitablemente
parciales. Recientemente, el profesor húngaro naturalizado americano
-aunque nunca «americanizado»---Thomas Molnar ha puesto
el dedo en la llaga de
la corriente central de los acontecimientos
mundiales, al explicar la elegradaci6n institucional constitutiva
de la civilizaci6n occidental: Estado, Iglesia y sociedad civil. El
Estado no
es sino una herramienta de gesti6n en manos de los
lobbies, y su democracia desencarnada pero obligatoria disimula
un modo de gobierno cada
vez más opaco. En cuanto a la Iglesia
----eonsiderada como sociedad--, es un grupo de presi6n entre
otros, que
ofrece su producto espiritual en el mercado mundial
de los valores. En este universo homogeneizado, sometido por
entero a las leyes mercantiles dictadas por la sociedad civil reinan­
te, la tolerancia pregonada no es sino la imposici6n de un
con­
senso en el que todas las opiniones valen y se anulan. La vida
intelectual
y espiritual, en consecuencia, se empobrecen, dando
lugar a una tiranía de los medios ele comunicación crecientemente
(10) Cfr. Permanences (París), núm. 294 (1992), p,lg, 7.
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embrutecedora y a diversiones cada vez más vulg¡¡res. Esta nive­
lación universal
-<:oncluye-resulta también progresivamente
más difícil de combatir en . cuanto que viene disfrazada de pro,
greso
y justificada por las leyes «objetivas» del liberalismo ( 11 ).
Como puede apreciarse, diagnóstico en lo sustancial coincidente
con el que este congreso viene
deset1volviendo, y por lo tanto tan
abigarrado como el tema que me
ha sido confiado.
Pata tratat de profundizar en algunas de las temáticas que
esconde, buend · será centrarse, por cuanto muestran una rel~ción
más directa y transpatente con la rúbrica . que engloba nuestras
reflexiones de estos días, en lo que toca al super-Estado y
a la
sociedad multicultural.
Ambos suponen una profunda subversión
de lo que de
más noble guatdan las «naciones», en cuanto que
es la propia realidad de éstas la que se pone entre paténtesis. Y
en ambos supuestos encontramos _esos «signos contradictorios» a
los que hace poco aludía. Efectivamente, el recto orden interna­
cional presidido
por el principio de subsidiatiedad y caracterizado
por lo que denominábamos «regionalismo funcional» (12),
se
encuentra, aunque pueda sorprender, y por otra parre, en los an­
típodas de las tentaciones mundialistas y de los pluralismos ra­
dicales.
El
autor español a quien ya he citado -y que preside de
algún modo las reflexiones que por mi cuenta vengo desgranan­
do----, hace casi cuarenta años, en plena polatización Este-Oeste
hoy anegada, escribía que «una visión cristiana no puede ambicio­
nar la derrota de una potencia por otra, ni el triunfo de unos
terceros infieles, sino la reintegración de todos en
el unum ovile».
Desde el punto de vista cristiano, en consecuencia, el problema
de la unidad del mundo
no es un problema: «La unidad del Mun­
do es ya un hecho, en cuanto que la Iglesia tiene una vocación
universal. Por
lo que se refiere a un poder estatal unificador,
(11) Cfr. THOMAS MoLN.AR, Le hégémonie libérale, Laussane, 1992,
pru;sim.
(12) Cfr. ALVAR.O »'OR.s, «Nacionalismo en crisis y regionalismo fun~
cional», en d vol. Papeles del oficio universitario, Madrid, 1961, págs. 310-
343.
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tampoco es un problema, pues una unidad política del Mundo,
bajo
un único emperador, tirano, comité babélico o lo que sea,
resulta mala en sí, como contraria a la unidad de
la Iglesia» ( 13 ).
En nuestros clías, la idea de un Estado universal, pese a las cons­
tantes proclamas y tentativas, no sólo parece contraria a la naru­
raleza de las cosas impuesta por Dios, sino también prácticamen­
te utópica. Por ello, cómo ha visto Alvaro d'Ors, la ambición a
un dominio total del mundo se plantea hoy como dominio de un
control econ6mico encubierto, manteniendo la apariencia de un
pluralismo político universal. Ese
es el fin de la llamada sinarquía,
«que se disfraza bajo otros nombres según los distintos aspectos
de su influencia y las diversas coyunruras mundiales, y resulta
compatible con ciertas tensiones ideológicas que no dejan de
en­
frentarse como hostiles, a pesar de hallarse dominadas por aquel
control
despersonalizado y oculto» ( 14 ). En el fondo, no puede
obviarse que, desde el entendimiento de la cosmovisión raciona­
lista, el estadio nacional supuso una anomalía y el avance hacia
el «one world» una profundización en su designio (15).
Thomas Molnar, de nuevo, ha acertado al aplicar el indicado
planteamiento general a la coyuntura europea. Según su explica­
ción, notablemente precisa, sólo tras los últimos cambios del pa­
norama europeo -con el avance . hacia su unidad, la reunificación
alemana, la
liberación
de Europa central y la diáspora del Imperio
soviético-alcanzan verdadera significación lds cuarenta y cinco
años de posguerra. En el este de Europa, los viejos pueblos cris­
tianos ruvieron que sufrir la ocupación bárbara del Ejército
so­
viético. Nada comparable ocurrió en el oeste, si bien se impuso
la
ideOlogía de los vencedores: el liberalismo «made in U.S.A.».
Ninguno de los dos modelos, sin embrago, corresponde
al· genio
y a las tradiciones europeas; y así, al quedar periclitada la fór­
mula del este, abandonar las
rafees de nuestra identidad para
intentar ser un segundo Estados Unidos, una imitación, no puede
(13) Cfr. In., De la guerra y de la paz, Madrid, 19.'!4, págs. 201-202.
(14) ALVARO D1ÜRS, La violencia y el orden, cit., pág. 91.
(15) Cfr. RAFAEL GAMBRA, «Comunidad y coexistencia», Verbo (Ma­
drid), nóm. 101-102 (1972), pág. 54.
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ser sino infecundo (16). Nuestro querido amigo Jacques Trémolet
de Villers lo
ha visto muy agudamente al referirse a que el Tra­
tado
· de la Unión Europea no es europeo, sino «économiste-ma­
térialiste-libéralo-socialo-technocratico-dirigiste»; así como al de­
nunciar que, a pesar de la mención expresa del priocipio de subsi­
diariedad, lleva todas las
trazas de constituir una suhsidiariedad
«al
revés», cuando no un «anti-principio de suhsidiariedad» (17).
El engarce de la sociedad multicultural con el complejo de
factores que acabamos de tratar tiene lugar ante nuestros ojos de
modo transparente. Pues el proceso de integración
europea -mo­
delo de otras que han de seguir-se ha afrontado sobre una
«identidad» de naturaleza economicista, con olvido de la contex­
tura cultural, moral y religiosa, lo que resulta de especial grave­
dad y trascendencia,
cdmo acredita un buen número de problemas
insolubles desde un tal punto de partida: las
inmigraciones ma­
sivas, y no sólo de magrebíes o turcos, sino de europeos del este;
el problema demográfico tan ligado
al anterior ; el pluralismo
religioso y el multiculturalismd, destructores de los fundamentos
de toda comunidad y un tanto suicidamente aireados
y aun fo­
mentados. Aún podríamos añadir, para cerrar el círculo fatal, las
dificultades que levantan las minorías, las sectas o la contracul­
tura. Todo este agregado
un tanto inextricable pende de la con­
cepción del «pluralismo», pero de un «pluralismo» cuya virtuali­
dad concluye
en lo opuesto a esa «pluralidad» que antes estimá­
bamos vinculada a la praxis de la suhsidiariedad y de
la armonía
social (18).
Del mismo modo comd el internacionalismo hoy cam­
pante no es sino una exasperación de los errores nacionalistas,
conservando en cambio la «realidad nacional» un fondo irrepri-
(16) Cfr. THoMAS MoLNAR, L'Europe entre parentbeses, París, 1990,
passim.
(17) Cfr. JACQUES TRÉMOLET DE VILLERS, «Maastricht et le Petit Prin­
ce», Permanences (París), núm. 293 (1992), págs. 2-ó.
(18) Cfr. MIGUEL Awso, «Pluralismo y pluralidad ante la filosofía
jurídica y política», en Homena;e a Juan Berchmans V allet de Goytisolo,
vol. V, Madrid, 1990, págs. 7-29.
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ACERCA DE LA CRISIS DB L.A NA.Cl,Olv
mible de libertad y humanidad.. ¡ Siempre la sombra de los signos
contradictorios! Ciertamente,
el gran tema de la filosofía política es el de si
la convivencia
es mera coexistencia o, por el contrario, constituye
una comunidad con vínculos que trascienden lo meramente jurí­
dico o convencional. Igualmente, desde
la filosofía de la cultura,
tenemos que preguntarnos si
hay que atribuir prioridad a la iden­
tidad
de un modo de ser u optar por el pluralismo. radical. En
este debate, sintetizado en la di~nci6n socie,d'ad abierta-sociedad
ce"ada, hasta pot un reflejo condicionado de carácter lingüístico
las preferencias se decantan por el primero de los términos. No
hay duda de que resulta muy fácil distorsionar
las posiciones,
convirtiéndolas en simples caricaturas.
Dogmatizarlo todo, .reducir
el Estado a
un orden rector --desprovisto de toda consideración
representativa-, caer en
una xenofobia sin discernimiento algu­
no o pretender que el monólogo sustituya en todo al diálogo,
generan en cualquier analista un inmediato rechazo. Pero, en el
otro extremo, malo es igualmente desprendetse de dogmas y di­
luirlo todo en una universal comprensión. Pues, pdr encima de
toda carga emocional prefabricada, hay una componente ética y
metafísica que no debe relegarse (19).
El pluralismo, en este sentido, supone
la previa concepción
de las instituciones, costumbres o leyes de
la sociedad en que se
vive
como un muro que se alza ante el individuo cerrándole la
visión y la libertad.
De ahí su significado de ordinario disolvente,
pues ese muro debe ser horadado o destruido con olvido de que
existen
muros de contención y defensivos que albergan nuestra
existencia. Igual que
las brechas deben cerrarse y las hemorragias
cortarse, cuando
una sociedad se degrada interiormente o se di­
suelve es preciso apelar a factores educativos y emocionales cer
munes -y a la fe religiosa de sus cimientos-- para intentar su
supetvivencia y revitalización. En la apoteosis de la situación de
(19) Cfr. MIGUEL AYUSo, «En torno al pluralismo político y cultural>,
en el vol. Breve diagn6stico de la cultura española, Madrid, 1992, págs. 213-
218.
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exilio, con el consiguiente desdén para el reino, y cuando . el ideal
se centra en términos tales como apertura, pluralismo, ecumenis­
mo. pacifismo, quizás no esté de más rehabilitar.otro conjunto de
desarrollos que subrayan cabalmente la dimensión
más desfavo­
recida en la corriente central de los acontecimientos.
El callejón
sin salida a que nos ha
entregado el discurso intelectual y político
dominante, también parece exigirlo. En el caso de
la inmigra­
ción, paradigmático, y que tanto tiene que preocupar a los ciuda­
danos y católicos conscientes,
lo demuestra hasta la saciedad la
viciada opción que se nos presenta:
si se trata a las minorías por
igual, se produce -habida cuenta del volumen de la inmigra­
ción-una auténtica colonización; y si se propugna el respeto a
la identidad de cada grupo, sin un contexto común, la sociedad
se disuelve y sobreviene la crisis.
Porque
la ciudad descansa sobre un entramado de virtudes
y valores comunitariamente aceptados y cordialmente vividos.
En el lenguaje sociológico de Ferdinand Tonnies diremos que es
una gemeinschaft, el profesor Leo Strauss lo llamará régime,
T, S. Eliot podrá aplicarle la denominación de culture, general­
mente
se dirá way of life y si retrocediéramos hasta los griegos
lo descubriríamos en
poJiteia. En todos los casos la referencia es
unánime. Es lo que los filósofos norteamericanos Wilmoore
Ken­
dall y Frederick D. Wilhelmsen han llamadao la ortodoxia públi­
ca: el conjunto de convicciones sobre el significado último de la
existencia,
especialmente de la existencia pdlítica; lo que unifica
a una sociedad; lo que hace factible que sus miembros
se hablen
entre sí ;
lo que sanciona y confiere el peso de lo sagrado a jura­
mentos
y contratos, a deberes y derechos ; lo que reviste a la so­
ciedad de un significado común, haciéndola así un centro de in­
teligibilidad, venerando ciertas verdades consideradas por
la ciu­
dadanía como valores absolutos ( 20 ).
Desde este punto de vista no estamos formulando, en reali­
dad, jucio moral algund. Simplemente constatamos que cada pue-
(20) Cfr. W1LMOORE KENDALL y FREDERICK D. W1LHELMSEN, Cícero
and the Politics of the Public Ortohodoxy, Pamplona, 1965, 32 págs.
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ACERCA DE LA CRISIS DE LA NACION
blo tiene su modo de ser, y que ese modo de ser es anterior a
cualquier forma de gobierno y a cualquier constitución
escrita.
Estas sólo articulan o representan, más o menos acertadamente,
cuanto
se contiene en aquél. Eric Voegelin ha planteado con ex­
traordinaria agudeza cómo el problema central de la teoría polí­
tica
es el de la representación, que desborda el marco de las
convencionalmente denominadas «instituciones representativas» y
que constituye la forma por
la cual una sociedad política cobra
existencia para actuar en la historia (21).
Reencontrar esa base común

y redescubrir una cultora y nna
política genuinas resultan de capital importancia
para toda acción
que no
se resigne · a discurrir por los cuaces desvitalizados de la
cultura laicista oficial y que aspire a enlazar con una tradición
católica que todavía
podría ser operante y que, en cualquier caso,
debería serlo.
En un cuadto tal la base no puede sino estar for­
mada por las naciones, despojadas además del disfraz inauténtico
de que las ha
rembierto el liberalismo. Recuperando el verdadero
rostro, cdn sus afectos naturales, su carga piadosa y su marca de
libertad, llega de nuevo su hora. Es el tiempo de las naciones.
(21) Cfr. ER1c VoEGELIN, The New Science of Polítics, Chicago, 1952.
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