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Número 335-336

Serie XXXIV

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Iglesia y contrarrevolución

1. «El enemigo que en nuestros tiempos amenaza más peligrosamente a la Iglesia católica es el racionalismo, que «es un principio que se reduce a esta proposición: el hombre no debe admitir sino lo que su razón natural le dice que admita, excluida cualquier luz sobrenatural»[1]. Así escribía, alarmado, uno de los mayores filósofos católicos italianos del siglo XIX, que estuvo (y todavía está) en el centro de vivas polémicas[2].

El racionalismo, en realidad, es una tentación del hombre constante en la historia. Lo subrayaba el mismo Rosmini en otra obra suya, los Frammenti di una storia dell'empietà. Leamos juntos sus observaciones: «[…] interrogando todas las historias de la humanidad separada de su Creador y abandonada a sí misma, nos muestran unánimemente un incesante intento que fatiga e inquieta al hombre de divinizar todo lo que le rodea, todo lo que piensa, todos los objetos de sus pasiones, todo lo que se le presenta con un aspecto que le pueda suministrar temor o esperanza. Este hecho incontrastable, esta tendencia humana indestructible que se nos presenta en muchas formas, pero siempre la misma esencialmente, en la historia de todas las edades y de todas las naciones, nos manifiesta la necesidad íntima y profunda que la humanidad sin Dios tiene de encontrar algo divino y absoluto: su imaginación –concluye el roveretano– intenta continuamente reproducir lo que su malicia había destruido antes, y crea continuamente ídolos que la razón rompe, y de los que se burla, y que su corazón persigue sin descanso: y esta fatiga continua del hombre que fabrica dioses precisamente porque es enemigo de Dios, proviene de un principio de su naturaleza, que aunque pasa inobservado obra con gran fuerza, es decir, creer en lo que ama y profesar como verdadero todo lo que desea»[3].

El incesante intento de divinizar lo humano y de humanizar lo divino se repite también en nuestros días y quizás sobre todo dentro de la cristiandad: representa la esencia de la secularización[4], el impío desafío del hombre a Dios.

Hace algunos años me encargué de la publicación de un librito que tomaba en consideración la tesis de las obras de un biblista italiano. Lo titulé Eutanasia del Cattolicesimo? casi para indicar que el «nuevo cristianismo gnóstico» que actualmente se enseña en la gran mayoría de las escuelas católicas y en muchos seminarios, lleva de forma inevitable a la muerte del catolicismo y al final del verdadero humanismo[5]. Pero el de los biblistas es sólo uno de los sectores en los qué florece el nuevo racionalismo. En efecto, éste ha cuajado también en el Campo teológico. Bastaría leer por ejemplo una página concluyente de un libro ya viejo de un sacerdote –ahora suspendida a divinis– que enseñó teología en el seminario de Génova (siendo arzobispo de aquella diócesis el cardenal Siri), y que dirigió la revista «Renovatio» (en la cual el propio cardenal había puesto muchas esperanzas), para entender cómo Rosmini dio en el blanco al hablar de la historia de la impiedad. Escribe por tanto el «teólogo» Baget Bozzo que «Dios es la perfecta humanidad, la divinización es la perfecta humanización, la escatología es la perfecta utopía»[6]; y que «el secreto último que la Iglesia conserva en espera de poder lanzarlo a los cuatro vientos es que Dios es verdaderamente humano»[7]. Y sigue: «Hay una polémica entre historia y utopía por un lado, Iglesia y escatología por otro; las primeras –sigue escribiendo Baget Bozzo, que todavía no había sido suspendido a divinis– son solamente la autoconsciencia humana de la humanidad, y por lo tanto son por sí mismas irrealizables sin lo que la Iglesia conserva: la consciencia de la humanidad de Dios y de la divinización de la humanidad. Hoy –estamos en 1971 cuando el autor escribe esta página– en mil partes se exalta la gloria de utopía y de la historia contra la humanidad de Dios; esto significa que ni historia ni utopía se realizarán, que el pasado vence al futuro, el recuerdo vence a la prefiguración y la esperanza. Cristo, perfecto hombre, es tal porque es perfecto Dios, porque su autoconsciencia humana es también la autoconsciencia de Dios y las dos autoconsciencias son una perfecta unión. Así es para el hombre. La dialéctica entre Iglesia e historia, entre escatología y utopía, termina –concluye Baget Bozzo– en el momento en que la humanidad reconoce la Humanidad divina como la propia verdadera humanidad»[8].

 2. Como se ve, estamos en presencia de la. «reapropiación», aún en la figura de Cristo y por medio de la Iglesia, de poderes que la humanidad había alienado o de los cuales, de todas formas, no había tomado consciencia; esto es, estamos en presencia de la Revolución (entendida al sentido teorético); la escatología, que se hace utopía, implica el rechazo de la realidad y, en particular, de aquella del sujeto humano y de Dios, así como la transformación de la esperanza en sueño; la, afirmada realización de la perfecta humanidad, esto es la divinización de lo humano, implica, además, el rechazo del pecado original y la inutilidad de la gracia, así como la continua (y vana) persecución de la salvación en la historia; la identificación de Dios con la perfecta humanidad implica, además, el perenne devenir de Dios cuyo proceso coincide con el «hacerse» de la humanidad y, por tanto, implica la sacralización de la historia (toda historia de salvación) y el progresismo.

No se crea que Baget Bozzo es un caso aislado. A principios de los años setenta, por ejemplo, uno de los mayores pensadores católicos, Cornelio Fabro, publicó L'avventura della teologia progresista y La svolta antropologica di Karl Rahner[9], donde demostró que los teólogos hijos dé la «filosofía moderna» (dando a «moderno» un significado de valor y no de tiempo) habían obrado (y en parte siguen obrando), una trasposición radical: la verdad había sido reducida a opinión, la libertad a autodeterminación absoluta, la moral a «autenticidad», el hombre mismo a estructura estructurante trascendental, el misterio de la salvación a «autocomprensión», la teología a antropología. En concreto, Rahner ha identificado teología e ideología de la historia, en la que se realizaría (y por tanto se manifestaría) una praxis que haría posible la interpretación de la verdad como «el hacerse ininterrumpido de la conciencia histórica según , los componentes variables de los factores esenciales operantes en la situación temporal»[10].

La teología ha sido influida por lo que Hans Urs von Balthasar, por ejemplo, ha llamado «liberalismo radical», para el cual «el hecho teológico representa el perfeccionamiento intrínseco dé lo antropológico»[11]. El movimiento teológico contemporáneo se resiente, efectivamente, de esta impostación y por tanto se caracteriza –como observó acertadamente el cardenal Siri– por una mentalidad que expresa una vuelta a la herejía pelagiana, al error arriano y al modernismo, el cual, hoy aún más que en sus orígenes conduce «hacia un agnosticismo casi “trascendental” y hacia un evolucionismo dogmático de manara que destruye toda noción de objetividad en la Revelación y en el conocimiento adquirido»[12]. «Estas tres orientaciones características, arriana, pelagiana y modernista –escribe el cardenal Siri–, se encuentran combinadas más o menos conscientemente, con más o menos sutileza o estupidez, en una amalgama especulativa sin contorno preciso y sin referencias fundamentales, que sirve de base para una precipitación hacia la humanización integral de toda la religión»[13].

3. La humanización integral de la religión, sin embargo, no es otra cosa que la vanificación de ésta y, por tanto, el intento –destinado a fracasar– de hacer «inoperativo» aquel principio de la naturaleza humana que lleva al sujeto a creer en lo que ama, para usar una expresión de Rósmini totalmente inteligible sólo si se lee agustinianamente. En otras palabras, la humanización integral de la religión es la plena secularización, esto es, «la transferencia a la inmanencia de lo sagrado, transferencia a la inmanencia que, realizada de forma colectiva, toma el nombre de religión secular»[14].

Un ejemplo de secularización y, por tanto, de Revolución en la Iglesia, es la «Teología de la liberación», no tanto por la denuncia de objetivas injusticias, como porque se presenta como vía a la «libertad negativa», aunque recuperada en la comunidad y por medio de la comunidad: ésta, de hecho –según la definición que ha dado, por ejemplo, Leonardo Boff–, «es el espacio y el lugar donde se celebra la salvación que se realiza en la historia»[15], ya que el sujeto histórico de la liberación es el pueblo oprimido[16]. En realidad, todos están llamados a ser pueblo, pero «la clase subalterna […] realiza el pueblo en la medida en que por la mediación de la comunidad deja de ser masa, elabora una conciencia de sí, delinea un proceso histórico de justicia y de participación de todos […] e intenta praxis que llevan a una realización aproximativa […] [de la] utopía»[17].

De nuevo por tanto la utopía, como además la experiencia real, se convierte en un fin, pero fin dé la Revolución y de la misma Iglesia, que sería en sí misma revolucionaria[18], es sólo una negación que sólo puede ser consecuencia de esa «libertad negativa» que es utopía. Cristo, sin embargo, enseñó –recordémoslo– que veritas, no libertas, liberavit vos (Jn. 8, 32). Solo la libertad como reconocimiento y fidelidad al orden metafísico y ético, esto es, sólo la libertad en la verdad, hace verdaderamente libres. Con lenguaje teológico se podría decir que la libertad es la libertad del pecado, no la libertad de pecar. Los que ven en la libertad de pecar la esencia de la libertad, niegan –mirándolo bien– la misma libertad de pecar: ésta, en efecto, hablando con propiedad, implica la libertad de elección. Por el contrario, la «libertad negativa» es reivindicación de la libertad como mera y absoluta decisión del sujeto, como determinación de su voluntad, cuyo acto, por el mero hecho de ser tal, sería en sí la libertad[19].

4. Creo que he demostrado en otro sitio[20] que en la cristiandad contemporánea está difundida la fascinación por la utopía y por la Revolución. Esto es consecuencia de la aceptación acrítica del moderno principio pseudoteorético de inmanencia y del principio ético-político de la «libertad negativa», o sea, del indiferentismo moral. También el personalismo contemporáneo (que no es el clásico de Boecio, Tomás de Aquino o Rosmini), se basa en un presupuesto subjetivo: es, en efecto, el desarrollo, y no la superación, del viejo individualismo del iusnaturalismo moderno. El reconocimiento de los presuntos derechos del error, la libertad de conciencia (que no es la libertad de la conciencia), la subordinación del Estado a todas las instancias en lugar de al fin objetivo de la persona, ¿no son quizás frutos de la ideología del personalismo contemporáneo que, poniendo entre paréntesis la realidad, y negando cualquier referencia a la experiencia real, termina por ser ya utopía? ¿Y no es quizá ésta una forma de racionalismo más radical que la denunciada por Rosmini en el siglo pasado? La pretensión, en efecto, de modelar la realidad de los entes, e incluso la propia esencia actualizada según los propios, designios o los propios sueños representa una forma de racionalismo que va más allá de la indebida exaltación –ya de por sí grave– de la naturaleza humana, considerada inmune de cualquier vicio original y reducida sin residuos a razón que se autoenmienda en un proceso de liberación.

La cristiandad contemporánea, además, ha acogido acríticamente el relativismo del liberalismo político y el voluntarismo de la democracia política, que ha llevado a Kelsen a exaltar la figura de Pilato. Esto ha influido de forma notable en el mismo pensamiento teológico y ha condicionado la interpretación de los documentos oficiales de la Iglesia católica. Lo cual es «natural» si se piensa –como ha observado por ejemplo Marcel De Corte– que el «modernismo religioso y el modernismo social nacieron del mismo error constitutivo del mundo moderno»[21]. En este sentido es emblemática la polémica sobre el Vaticano II interpretado, erróneamente, como un concilio de «ruptura» frente a la tradicional doctrina católica.

5. Pero la Iglesia católica, ¿qué actitud asume frente a la Revolución, entendida en sentido teorético y difundida también en la cristiandad? La iglesia es anti-revoludonaria no simplemente porque se opone a la Revolución (en este caso, efectivamente, podría ser simplemente conservadora), sino porque ésta es: a) la negación de la verdad, b) la persecución de un espejismo, c) la afirmación del ateísmo, d) la vanificación de la escatología. En otras palabras, es la Revolución la que se opone a la Iglesia, no la Iglesia a la Revolución. De lo que se deduce –necesariamente– el rechazo de la utopía. Incluso cuando un Papa hizo aparentemente su elogio en realidad exaltó el papel del ideal y no el de la utopía.

La Iglesia, por lo tanto, «resiste», en la época caracterizada por las Revoluciones, a la Revolución. Resiste sobre el plano teológico, bíblico, filosófico, ético y político. Resiste, en resumidas cuentas, en 360°. Incluso cuando sus documentos adoptan la terminología usada (y abusada) por los revolucionarios (por ejemplo, derechos humanos, libertad, democracia, etc.), sustentan tesis tradicionales conformes al depósito que está llamada a custodiar y que puede ser profundizado (y por lo tanto puede crecer y ha creado pero eodem sensu), nunca superado.

La Iglesia «resiste» a pesar de las tentaciones, y su «resistencia» representa la roca segura también para el auténtico humanismo; un humanismo objetivamente abierto a la auténtica esperanza y no cerrado en inmanentistas horizontes históricos que son causa a su vez, en un último análisis, de desesperación.

 

[1] Antonio Rosmini, Il razionalismo che tenta insinuarsi nelle scuole teologiche, Padua, Cedaqi (Edizione Nazionale delle Opere edite e inedite di A. Rosmini-Serbati), 1967, p. 1.

[2] Para la polémica antirrosminiana cfr. Cornelio Fabro, L'enigma Rosmini, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1988; Ennio Innocenti, «Pensiero cattolico ed ontologismo: la prospettiva di Augusto del Noce», en Aa.Vv., Augusto del Noce. Il pensiero filosofico, Danilo Castellano (ed.), Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1992, pp. 83-97.

[3] Antonio Rosmini, Frammenti di una storia dell'empietà, Turín, Borla, 1968, pp. 63-64.

[4] La literatura sobre este tema es amplísima. Me limitaré a señalar el volumen de Actas de un congreso celebrado en la Universidad de Pavía en 1992 que recoge algunas contribuciones específicas sobre el tema: Aa.Vv., Esperienza giuridica e secolarizzazione, D. Castellano e G. Cordini (eds.), Milán, Giuffrè, de próxima publicación.

[5] Cfr. Aa.Vv., Eutanasia del Cattolicesimo?, Nápoles, Edizione Scientifiche Italiane, 1990.

[6] Gianni Baget Bozzo, Chiesa e utopia, Bolonia, Il Mulino 1971, p. 199.

[7] Ibíd., pp. 199-200.

[8] Ibíd., p. 200.

[9] Milán, Rusconi, 1974.

[10] Cornelio Fabro, La svolta antropologica di Karl Rahner, cit., p. 16.

[11] Hans Urs von Balthasar, Punti fermi, Milan, Rusconi, 1972, p. 298.

[12] Giuseppe Siri, Getsemani. Riflessioni sul Movimento teologico contemporaneo, Roma, Fraternità della SS. Vergine Maria, 1980, p. 47.

[13] Ibíd., pp. 48-49.

[14] Augusto del Noce, Il problema dell'atesimo, Bolonia, Il Mulino (1964), 1965, 2ª ed., p. 89.

[15] Leonardo Boff, Chiesa: carisma e potere, Roma, Borla, 1984, p. 31.

[16] Cfr. Ibíd., p. 17.

[17] Ibíd., p. 199.

[18] Cfr. Ibíd., p. 196.

[19] Cfr. Danilo Castellano, La razionalità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1993, pp. 189-196.

[20] Cfr. Danilo Castellano, La «contestazione»; una via cattolica al radicalismo?, Udine, La Nuova Base, 1977, y Aa.Vv., Eutanasia del Cattolicesimo?, cit.

[21] Marcel De Corte, La grande eresia, Roma, Volpe, 1970, p. 34.

 

Publicamos con muchó gusto el texto de la intervención de nuestro ilustre colaborador: Danilo Castellano, profesor de Filosofía moral y política de la Universidad dé Udine, y director de la revista Instaurare, en la mesa redonda que sobre el tema que la rubrica tuvo lugar en julio de 1993 en el curso de verano de la Universidad Complutense «La contrarrevolución Iegitimista», con coordinación de los profesores Joaquím Verissimo Serrão, Alfonso Bullón de Mendoza y Miguel Ayuso.