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Número 337-338

Serie XXXIV

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Androginia

ANDROGINIA
POR
THOMAS MoLNAR
Hay un mito en el diálogo de Platón El Banquete en el que
uno de los asistentes explica la atracción entre el hombre
y la
mujer. Hubo
un tiempo en que ambos eran uno, pero los dioses
separaron el todo en dos mitades. Desde entonces las mitades
quieren unirse. Un significado del mito
es que separados los dos
están incompletos, atrayéndose mutuamente.
La Biblia cuenta
una historia distinta, por supuesto: Dios creó
al hombre y a la
mujer, aunque Adán jugó un papel esencial en la creación de Eva.
El Génesis, y toda la tradición de hebreos y cristianos, da por
supuesto que el hombre y la mujer son diferentes, como diferen­
tes son sus funciones; y cuando se unen en matrimonio, la unión
es indisoluble, pero no es una fusión, en modo alguno. Es un
sacramento.
Esta tradición es igual en todo el mundo, y tuvimos que es­
perar a este triste siglo para que se pusiera en duda, se negara
y se jugara con ella. Sin embargo, la androginia ( de andros, en
griego
varon, y gyne, hembra) es también una tradición, digamos
que una tradición zurda.
La unión que esta tradición nos enseña
no
es meramente entre el hombre y la mujer, ni siquiera esencial­
mente así; su fusión
es un símbolo de otras clases de unión.
Desde
el priocipio de los tiempos, tanto en China como en Grecia
y otros lugares, los representantes de esta tradición sostuvieron
que puede alcanzarse la unidad mediante la unión de los opues­
tos,
y que el mundo, en un determinado nivel, muestra muchos
de estos opuestos que aspiran a juntarse para
así poner fin a
esa oposición, o sea, al conflicto y a la disensión. En consecuencia
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la división en dos se considera algo así como un pecado cósmico,
que sólo la reunificación puede curar. Un ejemplo llamativo de
división/unidad
se encuentra en la ttadición alquímica. No es del
todo cierto lo que se nos cuenta de que los alquimistas busca­
ban oro.
Si ese hubiera sido el caso, a los alquimistas se les habría
tenido por una clase más de artesanos, a la manera de los orfe­
bres. Pero ese no era el caso. Los alquimistas, que se encuentran
en todas las civilizaciones arcaicas, experimentaban con dos me­
tales distintos, generalmente azufre y mercurio -los dos «polos»
del mundo
material-, y ttataban de obtener su fusión de forma
que el resultado fuese
la «piedra filosofal», el signo de la sabi­
duría absoluta: en lenguaje religioso, la
salvaci6n. Los alquimis­
tas eran sectarios impacientes, insatisfechos por
la lentitud de la
marcha del mundo hacia su plenitud, la totalidad espiritual; y
su labor consistía en acelerar su realización con la ayuda de la
piedra filosofal. Esta, producto del azufre
y del mercurio, la
reconciliación de los contrarios, era el primer símbolo de la hu­
manidad que habría de venir, en paz
y sin conflictos.
Los alquimistas cristianos querían acercar la segunda venida
de Cristo: sólo pretendían acelerarla,
y entretanto alcanzar la
subiduría ulttaterrena que Cristo había supuestamente prometido
al hombre. En otras palabras: la acción alquímica en el athanor
(receptáculo, horno) buscaba la maduración de las fuerzas del
universo, de manera que acercase en tiempo y sabiduría el reino
de Jesucristo.
Esta
y no otra es la razón por la que se consideraba hetero­
doxos a los alquimistas; en gran medida
la misma raz6n por la
que en nuestto tiempo
se condena y prohíbe enseñar en escuelas
y universidades católicas a muchos teólogos de la Iglesia: porque
dicen haber enconttado la fórmula mágica con que puede
alcan­
zarse el fin de la historia y la salvación universal, y todo mañana
mismo. Su «alquimia» es verbal, pero no por ello menos peligrosa.
Si la división del mundo, en dos sexos entte ottas cosas, es
una especie de pecado oculto, entonces cualquier clase de unifi­
cación
es virtuosa y digna de alabanza. Con semejante perspec­
tiva,
el verdadero sabio es aquel que restaura la unidad original,
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que tiene simbólicamente el valor del oro, lo contrario de los
metales viles. No debería sorprendemos encontrar en todo este
discurso una gran presencia
de símbolos. A nuestra civilización,
tan empobrecida y mecanizada en comparación con todas las
culturas pasadas, la separa de aquellas que
ya no reconoce ni
usa el rico simbolismo del pasado. Siempre
en la historia la hu­
manidad poseyó, respetó e interpretó los símbolos; sólo
la edad
moderna se ha privado a sí misma del significado de la vida, y
por eso es incapaz
de orientarse en el impersonal universo que
ha creado. Sólo entendiendo la simbolización del pasado conse­
guiremos salir de nuestra ignorancia y confusión,
y alcanzar el
nivel que era moral para el hombre antiguo.
La alquimia y
otras formas de búsqueda de la unidad también
se hallan detrás de las especulaciones sobre la androginia. Esto
no
es positivo en absoluto, así que no dejaba de ser razonable
tener a los alquimistas
por sospechosos de herejía. La Providen­
cia hace las cosas a su ritmo, ni rápido ni lento; los simples
humanos no deben intentar intervenir y hacer que
la Cristiandad
alcance más rápido la «madurez».
En cualquier caso, es evidente
que el andrógino puede verse como una especie de piedra filoso­
fal, la realización del viejo sueño de la unidad de los contrarios.
Sin embargo, las consecuencias son desastrosas, tanto en lo es­
peculativo como en lo práctico. Porque a los ideólogos de la
androginia les preocupa poco esa antigua
y venerable herencia,
u
otros usos de la tendencia hacia la unidad y la integración,
descienden directamente al nivel de lo grotesco
y lo obsceno. Su
objetivo (que probablemente desconocen) de hace unos pocos
años
y aún de hoy en día era el estilo unisex en peinado y ropa,
considerado una moda inofensiva. Hoy sabemos que el unisex
daña la identidad del hombre y de la mujer,
y su inmediata con­
secuencia es la feminización del hombre y la masculinización de
la mujer; a más largo plazo, la homosexualidad y el lesbianismo.
La gente suele reírse cuando
no puede distinguir un hombre de
una mujer por su corte de pelo, sus pantalones
y sus chaquetas,
o por su forma de andar. No
es cosa de risa: esta intencionada
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confusión conduce a hombres jóvenes a los brazos de otros va­
rones, y a mujeres jóvenes a los brazos de otras.
Esta confusión está siendo aumentada por nuestras leyes ( 1)
(por ejemplo, la absurda ley sobre «acoso» y homosexualidad en
las fuerzas armadas) y por nuestras
escu~s. En nombre de la
igualdad democrática, en
las escuelas se realizan experimentos
-suena tan cientifico, ¿verdad?-con el fin de abolir las di­
ferencias entre los sexos: los niños pequeños reciben muñecas
para que jueguen;
se enseña a las niñas a arreglar coches. Hasta
el momento, las diferencias creadas por Dios han sido
más fuertes
que la locura de los pedagogos; pero con la manipulación bioge­
nética y otras formas de demoler la familia, quizás no estemos
lejos de la meta que la alquimia
se ha impuesto. El último avance
de la androginia fue propuesto hace pocos
años por Elisabeth
Badinton, esposa del entonces Ministro de Justicia de Francia.
En nombre de la igualdad de los sexos, propuso en un libro que
a los cinco o seis meses de gestación se transplante el embrión
al cuerpo del marido (
¡ ! ), quien de esta forma experimentaría
una mayor intimidad con el futuro hijo, y que luego vuelva a
transplantarse a la madre, quien finalmente da a luz. No hace
falta decir que mujeres con ideas
parecidas a las de la señora
de Badinton figuran hoy en importantes puestos del gobierno
norteamericano y de la jerarquía de Washington, y que sus decre­
tos son
más eficaces que la «modesta sugerencia» de la Badinton.
Las propuestas y leyes andróginas, la ética andrógina,
con­
tradicen el orden de la creación en uno de sus aspectos más de­
licados: la relación entre el hombre y la mujer. Puede llegar el
día en que volvamos la vista a las horribles ideologías de este
siglo y
nos parezcan relativamente inofensivas, en comparación
con lo que lleven a cabo los gobiernos a medida que nos acerca­
mos al año 2000. Ellos tienen, por supuesto, una forma de pro­
ceder fácil y cómoda: a pesar
dé que la mayoría silenciosa se
escandafua ante cada nueva etapa de la degeneración, carece de
(1) Se refiere a los Estados Un.idos de Norteamérica; aunque empieza
a ser aplicable a España. (N. del T.).
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la memoria o del conocimiento necesarios para enlazar cada uno
de estos fenómenos, en apariencia independientes, como la moda
unisex. y las generales lesbianas en el Ejército. Para cnando esa
mayoría silenciosa despierte (lo cnal
es nna expectativa poco
realista), los hábitos sociales
habrán integrado las leyes ahsúr­
das e ido mucho más lejos. Fijémonos sólo en lo que ya hemos
aceptado como parte de
nuestra estúpidamente glorificada forma
de vida: aborto pagado por el Estado,
sin consentimiento pater­
no; matrimonio homosexual,
legalizado por lo menos en un país,
Holanda; reparto del condón;
la imagen favorable de este o aquel
«estilo de vida»;
la familia de un solo progenitor; y la eutanasia
está al
caer. En un país puritano como Estados Unidos, donde
la sexualidad o se silencia o se proclama a gritos (no existe tér­
mino medio como en las naciones católicas), la ciudadanía y las
autoridades quieren que los temas de sexo
se traten como temas
fiscales de tipo
mínimo .. Se supone que no debemos admitir que
los asuntos de sexo nos afectan a todos individualmente y tam­
bién colectivamente: porque una sociedad donde el libertinaje
más extremo se acepta, se legaliza y se glorifica, se convierte en
una sociedad enferma en todos y cada uno de
sus. componentes,
no sólo. en el que se lleva a cabo la agresión. Un amigo médico
cuenta que al
dar clase a estudiantes .de medicina se ve obligado
a insistir en la necesidad de tocar
al paciente para nna práctica
correcta de la medicina, ¡porque los estudiantes tienen miedo de
ser denunciados por
acoso. sexual!
* * *
Aseguro al l.ector que el mito en el diálogo de Platón al que
me refería al principio no contiene nada ideológico o indecente.
Los comensales están discntiendo
acerca del amor, y las distintas
teorías. sobre su origen ayudan a que
el lector disponga sus pen­
samientos y experiencias. Una vez más: el escenario no es 1no­
derno, pertenece a los tiempos de la simbolización, cuando los
símbolos resultaban familiares. Los grandes acontecimientos y
cosas
de la existencia se concebían en forma simb6lica, y con esa
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visión lo que lo andrógino significaba para ellos no tenía nada
de obsceno o peligroso. Significaba plenitud, perfección, en el
orden divino y en el humano.
Se entendía que el mundo mismo,
al menos en su origen, era como un
huevo cósmico (la teoría del
Big Bang también lo expresa, sólo que en un lenguaje diferente,
científico, no simbólico) del cual salió todo cuanto existe.
Algu­
nos dioses de la India y Egipto etan también una combinación
de los dos sexos o principios, el mascnlino y
el femenino; en
otras palabras, etan hetmafroditas (Hetmes y Afrodita), con
el
sentido de que el ser divino tenía que estar formado por la
coincidencia de los contrarios.
De qué otra forma podría set di­
vino, si no eta petfecto; y la petfección suponía la reconciliación
de
los conflictos, tanto cósmicos como humanos.
Así pues, el ser andrógino no
es una deformación de la na­
turaleza, no es algo anatómico. Las culturas simbólicas, todas
las que precedieron a la nuestra tan mecánica e inhumana, veían
claramente lo antinatural, la malformación; pero a diferencia de
nosotros petcibían
la intervención de los dioses en tales situa­
ciones. Por eso miraban a los malformados con asombro, a medias
entre
el miedo y el respeto. En todo caso el deforme era algo
extraño: enanos, gigantes, gemelos idénticos, tontos, hermafro­
ditas. Ellos representaban algún mensaje divino que debía estu­
diarse e interpretarse. Incluso suprimirse o sacrificarse, cuando
les parecía evidente que aquellos monstruos eran perjudiciales,
un mal agüero para
la comunidad, para la cosecha o para el éxito
en la caza.
Estos son los fundamentos del mito y de la mitología, y como
tales contribuyeton a los juegos de la imaginación y a través de
ellos al arte. Pero
los mitos, en palabras de Mircea Eliade, tienen
su propio ritmo: pueden dejar de cumplir su propósito y no
ne­
cesariamente morir, sino convettirse en algo cada vez más grosero.
En otras palabras: deformarse, no expresar ya cosas nobles, sino
vulgares. Eso
es lo que ha ocurrido con la androginia.
Hemos recalcado la estrecha relación entre lo andrógino y
el concepto de totalidad. Esto lo percibió el psicólogo suizo Car!
Gustav Jung, que elaboró
sus enseñanzas y su tetapia a partir
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del ideal de totalidad, de la reconciliación de los contrarios.
Observó, por ejemplo, que si se deja a una persona sola con pa­
pel
y lápiz, empieza a hacer garrapatos, casi siempre círculos y
cuadrados, que son espacios cerrados y simétricos. Cuando se
inscribe la circunferencia en un cuadrado o el cuadrado en una
circunferencia, la impresión de totalidad
se hace aún más eviden­
te, porque de esta forma los contrarios encuentran su fusión. Es
cierto que en las civilizaciones simbólicas el cuadrado representa
la Tierra y el círculo los Cielos. Los garrapatos de Jung son pues
con frecuencia símbolos del universo
y de sus principales reali­
dades opuestas. Es como
si el· paciente lo sacara de su incons­
ciente colectivo: siente su propia división
y busca, lápiz en mano,
la totalidad.
Jung
todavía saca una sana utilidad de estos símbolos bási­
cos
y eternos: y tienen otras muchas utilidades que ignoramos
o que, cuando sabemos de ellas, despreciamos con
la arrogancia
miope del hombre moderno. Sin embargo, como dijimos más
arriba, el mito, por supuesto tambiéu el de la androginia, puede
volverse grosero
y dársele un mal uso. El unisex es un ejemplo
típico: ahora, tras este viaje por
el reino de los elementos cons­
titutivos del
alma y su dinamismo, lo entendemos mejor. El
dios/diosa andrógino no
es un eunuco; el sexo en él no se niega,
más bien nutre: el campo y los demás esfuerzos del hombre.
Nosotros hemos convertido este mito en un moda,
en un mon­
taje comercial, últimamente en una actitud
y una pol!tica anti­
familiar y antisocial. Detrás del unisex y sus ramificaciones se
esconde la intención de crear un nuevo ser humano, no ya an~
drógino sino más bien neutro, para que el hombre y la mujer
sean unidades intercambiables. Nuestras recientes leyes de
igua­
lación claramente tienen este objetivo: en una sociedad industrial
que
se ha deshecho del sentido común a la vez que de los símbo­
los,
el valor supremo es la productividad industrial. Es más fácil
dirigir
y administrar una empresa moderna, universidad o cual­
quier otro organismo si los dirigentes tienen a su disposición
simples unidades productivas, ya no seres humanos de carne,
sangre y alma. Como todo se subordina a la sociedad industrial,
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también hay que romper la familia, que ha sido el principal
núcleo de resistencia a esta presión totalitaria. La sociedad in­
dustrial soviética destruyó
. la familia mediante técnicas como el
gulag; la sociedad industrial occidental

está destruyendo la fa.
milia mediante medios más sutiles: leyes sobre el acoso, matri­
monio homosexual, .lenguaje inclusivo,
política! co"ectness (2),
reevaluación moral de las insrituciones. Cuando
José Fernández,
el zar de la enseñanza
en Nueva York, introdujo en las escuelas
los métodos «políricamente correctos», el «libro de
texto» con­
tenía historias cortas en que el niño deda cosas como «el ma­
rido · de mi .padre» y «la esposa· de mi madre». El daño hecho a
los niños
es inintaginable; sus mentes han· sido intencionadamen­
te sumidas en la confusión. Eso sin contar el hecho de que el
niño nunca aprenderá que
.hay firmeza y también suavidad en la
estructura de
la familia, . la una · simbolizada por el padre, la otra
por la madre.
El fomento de familias «monoparentales» no es
más que otro truco de la sociedad industrial, que considera a la
mujer como. una unidad de mano de obra, no
como esposa, no
como madre.
La conclusión que saquemos de este pequeño
estudio debe
ser válida al margen del
asllllto que nos ocupa, la androginia.
Todas solemos estar predispuestos contra la
idea de detectar
trucos y deformaciones en los métodos y manejos de nuestra
propia sociedad.
¿ Por qué va a influir la publicidad comercial
de
la· moda unisex en las leyes sobre la homosexualidad, en la
educación sexual, en el asunto de las lesbianas en el Ejército?
¿Qué riene eso que ver con un antiguo mito como la androginia?
Sin embargo, es nuestra
diaria tarea el analizar estas «cosas cu­
riosas» como si, tal vez, fueran menos inocentes de lo que pa­
recen. La educación consiste en la percepción de las correlacio­
nes,
y asimismo en el discernimiento de las cosas que guardan
relación y las que no.
Una segunda conclusión. Es esencial que no llevemos a cabo
el examen
como si fuéramos a desenmarañar los hilos de una
(2) Cfr. Verbo, núm. 327-328 (1994), págs. 795 y sigs.
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conspiración. Las teorías conspiratorias son las favoritas de las
personas demasiado perezosas para pensar y que
dan por supues­
to que los demás son tan perezosos como ellos. El asunto
unisex/
destrucción de la familia expte$a el ,viejo sueño de la unidad del
género humano, pero en lenguaje basto y aplicado erróneamente.
Una tercera y
más importante conclusión. Debemos estar
agradecidos a las Escrituras y a la Iglesia por no dejar nunca de
enseñar las verdades del sexo y de los sexos.
El sexo es un asunto
extraordinariamente importante, y
por eso no puede tratarse en
público, como desgraciadamente se hace en las llamadas «socie­
dades
abiertas» como la nuestra .. Debe estar protegido por la
discreción y el tacto, y preferiblemente por el silencio. Sobre
este tema, la religión católica y sus portavoces hasta hoy
. sólo
habían dicho cosas sabias. La esencia de estas
cosas. sabias ha
sido la distinción muy clara entre el hombre y la mujer, sobre
la que descansa la estructura de la familia
y la normalidad de la
infancia.
(Traducción de
Luis INFANTE ·nE AMolÚN).
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