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Número 345-346

Serie XXXV

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La representación política en la obra de José Pedro Galvão de Sousa

 

1. Presentación

La figura de José Pedro Galvão de Sousa supone, fuera de toda duda, una de las cimas de la filosofía jurídico-política y del derecho público hispánicos de este siglo. Concretamente, podemos situarlo dentro del grupo de pensadores que, adscritos a la escuela del pensamiento tradicional, han realizado una tarea cultural y política coherente y muchas veces conjunta en los últimos cincuenta años. Su nombre, así, se nos presenta inescindible de otros grandes maestros coetáneos como Francisco Elías de Tejada, Juan Vallet de Goytisolo, Rafael Gambra, Francisco Canals, Eugenio Vegas Latapie, Álvaro d'Ors o Vicente Marrero, entre los españoles. Con su prolongación americana en Frederick D. Wilhelmsen, Gonzalo Ibáñez, Juan Antonio Widow, Bernardino Montejano, etc. Así lo he visto, siempre, y así lo he querido presentar con detalle en mi libro sobre el maestro Elías de Tejada, por tantos conceptos el más ligado en lo dilatado del tiempo y lo estrecho del afecto al profesor paulista[1].

Fue precisamente Francisco Elías de Tejada, quien, en un ensayo aparecido póstumamente en las páginas de la revista madrileña Verbo, que dirige Juan Vallet de Goytisolo –otro entrañable amigo de José Pedro Galvão de Sousa–, nos ha dejada su caracterización más completa y polícroma: «[…] Aparece con enérgico vigor presente la señera figura de José Pedro Galvão de Sousa, en cuya personalidad hay que distinguir dos rasgos: el primero, a valía del pensador y jurista; el segunda, su extraordinaria significación de abanderado de Ia Tradición en una de los momentos más difíciles de la trayectoria brasileña, en los tristes tiempos que corren en esta segunda mitad del siglo XX […]. Al lado de la egregia significación de sus estudios y talento, habrá de tenerse en cuenta lo que sus saberes y esfuerzos significan dentro del marco de su pueblo […]. Los hombres mirados en la perspectiva de la posteridad; en una posteridad en la cual este José Pedro Galvão de Sousa, herido de injusticias y de silencios, habrá de ser tenido por aquello que de veras es: la encarnación de la Tradición brasileña en un Brasil que pugna por encontrarse a sí Mismo, superando las extranjerizaciones de la moda pasajera en el hallazgo de la verdad íntima que es su propia Tradición»[2].

En 1992, en el estudio necrológico que dediqué al inolvidable amigo, estampado también en la revista Verbo, daba cuenta de las innúmeras enseñanzas que esconden sus obras para una reorientación de los estudios iuspublicísticos con el sano realismo filosófico; al tiempo que formulaba el deseo de hallar aliento en el futuro para desarrollar algunos de sus aportes capitales. Pues –decía– no son muchos los autores que han cultivado esas disciplinas del derecho político y constitucional desde un tal ángulo –prácticamente, en lo que hace a un tratamiento sistemático, quedan reducidos a Enrique. Gil y Robles en el siglo pasado y a Marcel de la Bigne de Villeneuve en el presente–, lo que agranda más si cabe la figura del catedrático brasileño[3].

La invitación a participar en esta colección de ensayos dirigidos a su memoria me da la ocasión de cumplir, siquiera en una pequeña parte, lo que prometía en esa nota. Para lo cual he escogido el tema de la representación política, al que José Pedro Galvão de Sousa consagró sesudas investigaciones y que explayó en valiosos estudios y monografías[4].

2. La representación política: aproximación general

El problema de la representación política, en una visión general, puede ser enfocado desde el derecho constitucional –tanto en su vertiente metódica normativa como en la sociológica–, la teoría del Estado y la filosofía política. El profesor Galvão, en su aproximación; por más que hable de teoría del Estado –de la que la representación política constituye uno de los tres grandes ejes en torno, de los cuales gira la disciplina, constituyendo junto con los otros dos, la sociedad y el poder, los tres grandes capítulos de la misma[5]– se instala en un palenque filosófico político. Es cierto que maneja con precisión el dato técnico-jurídico, así como que desenvuelve sus análisis en el entorno sociológico adecuado. Pero lo que destaca es el arraigo en el suelo metafísico, con la ayuda de la captación histórica. Así pues, sobre todo en la monografía de 1971, nos, encontramos ante una comprensión cabal del problema, más allá de programas reformistas coyunturales, desnudas comparaciones de la mecánica presidencialista o parlamentaria o de los laberínticos esquemas de organización práctica del, sufragio universal y del examen aséptico de las distintas doctrinas existentes sobre la, naturaleza de la representación política[6].

Reducido a un esquema lineal, su acercamiento a la representación política se produce del siguiente modo: a) examinando el significado del término en el lenguaje vulgar y en el técnico jurídico-político; b) analizando la de la sociedad política; c) recorriendo su funcionalidad en el Estado de partidos y en la sociedad de masas; d) relacionándola con el poder; e) captando su valor simbólico en la manifestación de un orden trascendente y f) recorriendo la historia de las instituciones representativas, con el fin de extraer de la misma un modelo teórico.

 

II

3. La representación de la sociedad política

Tras comprobar la pluralidad de significados de la palabra representación, bien –en un nivel general– aplicándose a los sectores más variados de la actividad humana, donde manifiesta la relación del hombre con los objetos que le rodean y las personas que conviven con él, bien –en un nivel más concreto– referido al mundo jurídico, donde es preciso distinguir entre el derecho privado y el público, y centrado ya en éste, distingue Galvão tres diferentes aspectos de la representación política: la representación por el poder; la representación ante el poder y la representación en el poder.

a) La representación de la sociedad por el poder –que le confiere su unidad–, tiene lugar cuando los dirigentes actúan en nombre de la sociedad que gobiernan, y no implica que existan órganos representativos del pueblo junto al gobierno –aunque no los excluya–, sino que requiere siempre un mínimo consenso sin el cual no es posible gobernar. Se trata de la representación inherente al poder, que dimana de la propia articulación de la sociedad, sin la cual ésta resultaría acéfala[7]. Es la realidad insuperablemente aprehendida por Eric Voegelin, cuando escribe que «las sociedades políticas en forma para la acción» deben poseer una estructura interna que permita a algunos de sus miembros –el Jefe, el Gobierno, el Príncipe, el Soberano, el Magistrado, etc., según la variable terminología de las distintas edades– contar con una obediencia habitual a sus actos de mando, a cambio de servir las necesidades existenciales de la sociedad, tales como la defensa del territorio y la administración de la justicia[8].

b) La representación de la sociedad ante el poder implica la existencia en aquélla de «instituciones representativas». En este caso, la representación forma el ligamen, entre la, sociedad y el poder: el poder representa a la sociedad y ésta se representa ante aquél, elevándole las conveniencias y necesidades sociales. El poder representa a la sociedad política, en cuanto ésta constituye una «unidad»; la sociedad se representa ante el poder en cuanto «multiplicidad», es decir, en la pluralidad de grupos que la componen y las diversas aspiraciones de sus miembros, con sus diversos intereses y opiniones: reales en la representación corporativa, predominantemente ideológicos en el régimen de partidos. Cuando el poder es asumido por la asamblea representativa, se confunden la representación por el poder y la representación ante el poder, lo que implica a su vez la confusión entre representación y poder político[9].

c) La representación de la sociedad en el poder conduce al «gobierno representativo», característico de las sociedades organizadas. Los órganos representativos colaboran con el poder en el gobierno, colaboración que presenta diversos módulos y se efectúa de diferentes maneras, que oscilan de lo meramente consultivo hasta la participación efectiva en el poder. Ejemplos suficientemente expresivos de este modelo son el pactismo de la Cataluña clásica –estudiado por Vallet de Goytisolo[10], el llamado por Elías de Tejada «Estado de justicia» de la Tradición de las Españas –en oposición al «Estado legalista» que el constitucionalismo liberal apoda «Estado de Derecho»[11]—, en el fondo concreciones históricas —lo observa el profesor Galvão— del régimen Mixto del tomismo[12].

En relación con este último aspecto, nuestro autor distingue la participación del pueblo en el gobierno –en los términos que acabamos de ver– de la idea moderna de gobierno representativo, originada a consecuencia de las transformaciones constitucionales de Inglaterra –que condujeron al parlamentarismo– y de la experiencia política americana –que fraguó el presidencialismo–, alumbrando la moderna democracia representativa. Ahora bien, comenta juiciosamente nuestro autor, «cuanto más amplia sea la representación de la sociedad ante el poder, tanto más perfecta podrá ser»; «pero, la representación de la sociedad en el poder; para compartir la dirección de la cosa pública, tiene que ser restrictiva, y cuanto más rigurosa sea la selección, tanto más perfecto será el gobierno»[13].

4. Confusión de gobierno y representación

En lo anterior ya se ha apuntado la evolución que conduce de los viejos sistemas representativos a la democracia moderna, así como la confusión que en ésta se produce entre gobierno y representación. Dado que éste es uno de los temas fundamentales de la teoría de la representación, no estará de más que extendamos su consideración, tanto en el orden histórico como en el teorético.

En el régimen histórico representativo del Bajo medievo, poder y representación se distinguen perfectamente y –como explaya Vallet– pactan entre sí, sin alienación alguna de las libertades correspondientes a las familias, municipios y demás comunidades. En las monarquías absolutas, con el comienzo de la centralización del Estado moderno, se produce una paralela decadencia de las instituciones representativas, que quedan así mutiladas o desnaturalizadas. El poder, pues, suprime la representación. Con la revolución liberal –el que, en la convención de la escuela tradicionalista, podríamos llamar «absolutismo democrático»[14]– se trató de que la representación absorbiera el poder, al tiempo que ésta sufría una transformación radical, pues dejaba de serio del pueblo en concreto, en su multiplicidad, para alienarse a la voluntad –más o menos manipulada– de la mayoría. Finalmente, en la fase de crisis de la democracia, con el fortalecimiento del ejecutivo y el marasmo parlamentario, vuelve a iniciarse un proceso de alejamiento de la representación o, mejor, de que una manipulada representación facilite la mayoría parlamentaria al partido que posee los resortes del ejecutivo[15].

En recta teoría política es preciso «que el gobierno sea capaz de gobernar» y «que los ciudadanos sean representados para que no sean oprimidos». La salud del sistema está en función de las relaciones trabadas entre ambos factores, pues si uno absorbe o destruye las funciones del otro queda desajustada la vida política y social, tanto del Estado como del pueblo que lo sufre. En ambos casos, además, la verdadera participación del pueblo en la vida pública se esfuma. Sí es el gobierno quien rompe el equilibrio con su predominio, entonces enseñorea la máxima del despotismo ilustrado: «todo para el pueblo, pero sin el pueblo». Si, por el contrario, el poder es anegado, el pueblo corre el riesgo de ser representado tan sólo de manera nominal y precisamente por sus manipuladores –los representantes elegidos mayoritariamente a quien en verdad representan es al partido del que forman parte y a cuya disciplina están sujetos–, en tanto que las élites –sin las que no hay sistema auténticamente representativo– se apartan o son apartadas de la política[16].

5. Cotejo entre la representación tradicional y la moderna

Una vez que hemos trazado un cuadro muy general sobre las distintas realidades que se esconden bajo la rúbrica de representación de la sociedad, y seguidas las líneas maestras de la evolución del problema, estamos en condiciones de comparar el viejo sistema representativo, a que en varias ocasiones ya nos hemos referido, con el moderno gobierno representativo.

En resumen, el profesor Galvão de Sonsa encuentra que en el sistema representativo tradicional: a) la representación se basa en los grupos, porque la sociedad es un conjunto jerárquicamente entrelazado de grupos; b) el representante es un mandatario de un estamento o categoría social; e) el mandato ha de ser, pues, imperativo; d) la asamblea representativa tiene una función genérica consultiva, siendo deliberativa solamente en materia de leyes fundamentales e impuestos; e) la representación es dependiente del poder, que la convoca a su arbitrio.

Por su parte, el gobierno representativo moderno responde a los siguientes caracteres: a) la representación se basa en los individuos, porque la sociedad política es una suma de individuos; b) el representante lo es de toda la nación; c) el mandato es representativo solamente, esto es, ilimitado o ilimitable; d) la asamblea tiene una función deliberativa, usufructuando el poder legislativo; e) la representación es independiente –separación de poderes–, llegando incluso a la postre el gobierno a depender de la representación en los supuestos del parlamentarismo[17].

La primera diferencia –que es dado extender a la segunda– arraiga propiamente en la filosofía social. El modelo tradicional se sitúa en estrecha dependencia de una filosofía comunitarista, lo mismo que el moderno responde fielmente al designio individualista. De ahí que, incluso, de acuerdo con un entendimiento muy querido al profesor Elías de Tejada, y con él a su conmilitón brasileño José Pedro Galvão de Sousa, podamos decir que en el fondo la diferencia es propiamente una cuestión de antropología filosófica. De un lado, el hombre abstracto, salvaje carente de tradiciones y por definición bueno sobre el que, a través del «contrato social», se crean las nuevas instituciones. De, otro, y enfrentado, el hombre real, concreto, de carne y hueso, que en la tupida red de sus relaciones nos ofrece una auténtica constitución orgánica[18]. Quizás ha sido Rafael Gambra quien, ilustrando la base filosófica de la explicación según la cual la individualidad resulta irrepresentable, más ha calado sobre la labor destructora de la vida social que ha acompañado a la revolución. Pues significa la sustitución de un régimen surgido de la historia y adaptado a las necesidades concretas de los grupos, por un apriorismo ideológico forzosamente débil y extraño a la vida real humana[19].

La tercera diferencia, tras el surco de las que acabamos de examinar, se instala propiamente en el mandato. Enseña Galvão que hay dos clases de mandato político: el «mandato imperativo» y el «mandato representativo». En el primero cada diputado representa una, circunscripción electoral o un determinado grupo que lo ha elegido, del que, por ello, recibe instrucciones especiales y precisas. De acuerdo con el segundo, en cambio, se considera que el diputado representa a la «nación», sin estar vinculado por ninguna directriz que previamente le hayan marcado sus electores concretos. La doctrina política moderna, como es sabido, se ha opuesto sistemáticamente al primero, alegando que una representación de su clase sólo tiene sentido en el plano jurídico, pero no en el político. Galvão de Sousa, frente a este prejuicio, sostiene la politicidad estricta del mandato imperativo, demostrando que en verdad existen dos sistemas diferentes de representación política. En uno el mandato es amplio y en el otro restringido, pero ambos son representativos. Más allá todavía, es posible afirmar que la representación está implicada de un modo más pleno en el mandato llamado imperativo, al trabar una vinculación más estrecha entre el diputado y sus electores[20]. La realidad de las cosas nos ha mostrado sobradamente cómo las modernas fórmulas, por la vía del sucedáneo, buscan también el control inherente al mandato imperativo: piénsese en la disciplina de voto y en las dificultades que levanta el transfuguismo, etc.

Los dos últimos caracteres también nos ofrecen materia bastante para proseguir con la comparación. En cuanto a las funciones de las asambleas, las reformas más recientes acreditan la necesidad de considerarlas en su pura función representativa de la sociedad ante el poder, desde el momento en que cada vez es más aneja al ejecutivo la función legislativa y gubernativa. Y es que, como quiere el régimen tradicional, las Cortes no deben gobernar, sino tan sólo ayudar a gobernar, auxiliando al poder de dos modos: positivamente, al mostrarle las reales necesidades y aspiraciones de la nación; y negativamente –al legislar en materia de leyes fundamentales, impuestos y contrafuero–, impidiendo o aminorando al menos sus abusos de poder. Es que, como antes teníamos ocasión de sentar, gobierno y representación deben ser independientes. A la representación cumple el manifestar la variedad del cuerpo social, reuniendo elementos procedentes de todas las estructuras que constituyen la nación –económicas, profesionales, regionales, espirituales–, de modo que refleje lo mejor posible la realidad de la vida nacional. Al gobierno cabe la tarea de realizar la unidad social mediante la supervisión de dicho conjunto. Las relaciones entre la asamblea legislativa y el gobierno, manteniéndose aquella independencia, podrán ser de armonía y equilibrio. Así, encontrándose el movimiento ascendente de la representación con la expresión descendente del poder, brotará la solución al conflicto libertad-autoridad[21].

Finalmente, en cuanto al último aspecto, es el único en el que el sistema tradicional presenta mayores debilidades que el moderno, pues al depender del gobierno la convocatoria de las asambleas representativas, bastó con que los monarcas absolutistas dejaran de reunir Cortes, para que quedara seriamente dañado el principio. No obstante lo cual, el ejemplo catalán –también podría exhumarse el inglés– es buena prueba de cómo podrían atajarse tales problemas, pues preveía constitucionalmente por vía de fuero la periodicidad de reunión[22].

6. Un escolio sobre los partidos políticos

Enseña a este respecto el profesor Galvão de Sousa algo que se olvida en demasía y que toca a la propia naturaleza y función de los partidos políticos: que su origen radica en la necesidad de llenar el vacío dejado con la arbitraria supresión de los cuerpos sociales básicos. Quizá por ello sólo han funcionado cuando de algún modo respondían a una tarea semejante a la cumplida por la representación por cuerpos intermedios: en Inglaterra, articulando los intereses de los nobles y las ciudades; en la Europa continental, los de los burgueses y proletarios. En los demás casos, la agresividad en el procedimiento político y la utopía de los programas –o al menos la discordancia entre los programas y la acción en el poder– han reflejado inequívocamente la imposibilidad de que funcione este tipo de representación. Por eso, no es de admirar –concluye– que los partidos se conviertan en cuerpos extraños, instrumentos de grupos parasitarios o de jefes políticos acompañados de su clientela. Ni que se tornen instrumentos en manos de demagogos con pretensiones de jefes carismáticos, que quedan abocados a pasar de la partitocracia a la democracia de masas, y del pluripartidismo al partido único. Ni que, en fin, el organismo social, defendiéndose instintivamente, procure eliminar a tales cuerpos extraños: al igual que los partidos pretendieron suplir a los cuerpos sociales básicos, hoy asistimos al despliegue de los grupos de presión, que quisieran expulsar del horizonte político a los propios partidos[23].

Nuestro inolvidable amigo y maestro, pues, ante uno de los grandes problemas conceptuales que se alzan hoy ante los cultivadores del pensamiento tradicional[24], esto es, el de dilucidar si es compatible, o en qué grado lo es exactamente, la constitución inorgánica y partidista con los principios de la tradición política española –y aun de la doctrina social de la Iglesia–, responde contundentemente de manera negativa. Lo que nos lleva a la importancia que la teoría de la representación tiene desde el ángulo de la filosofía política tradicional, como de hecho le han atribuido autores de la relevancia de José Pedro Galvão de Sousa.

7. Una ojeada sobre el pensamiento tradicional contemporáneo

Las tesis expuestas por nuestro autor sobre la representación política, con especial detalle en la monografía que he ido siguiendo en lo anterior, son sustancialmente coincidentes con las que otros caracterizados autores del pensamiento tradicional sostenían en los años por los que José Pedro Galvão desgranaba su magisterio. No me parece ocioso, por tanto, incluir aquí un florilegio de tales juicios, al objeto de ofrecer un panorama más completo en el que la ubicación el autor tratado resulte más ajustada.

Francisco Elías de Tejada, en un conjunto de textos en los que la influencia de Vázquez de Mella resulta fácilmente perceptible, nos ofrecía este elenco de los caracteres de la representación política tradicional. El primero es que lo representado son situaciones concretas y hombres concretos. El segundo surge de recoger las dos dimensiones de la vida colectiva, lo permanente y lo momentáneo, lo duradero y lo transitorio: la primera es la representación que corresponde a la Corona y la segunda la que conviene a las Cortes. El tercero reside en su organicidad, que lleva a la libertad. El cuarto, resultante del anterior, consiste en ser una representación social y no individual. El quinto, finalmente, es que se halla encauzada en las legislaciones concretas de los fueros, lo que incluye, por ejemplo, la garantía del mandato imperativo[25].

Juan Vallet de Goytisolo, considerando con amplitud los requisitos extrínsecos para el buen funcionamiento de los cuerpos sociales, y para la consiguiente defensa de las libertades sociales y políticas, menciona la «representatividad», que, a su vez, reclama «organicidad» (los representados no son los individuos sino los intereses objetivos y colectivos de las agrupaciones humanas), «autenticidad» (no deben existir interferencias en el proceso de parte de las autoridades estatales o gubernativas), «mandato imperativo» (el procurador no representa a toda la nación, sino a los que le han designado) y «colegialidad» (referida a la representación de cada uno de los cuerpos integrantes de uno superior)[26]. Concibe Vallet la participación –concepto indisolublemente unido a la representación, como la interacción entre lo múltiple .y lo uno, interacción que confiere a la multiplicidad un cierto sentido de unidad funcional superior, produciendo una armonía que, sin romper la unidad, tampoco destruye la multiplicidad[27]. El mayor error, desde esta perspectiva, consiste en olvidar la necesidad de diversas competencias en la unidad superior y de cada elemento de la, diversidad. Cuando esto ocurre, en lugar de participar cada uno en su propia esfera de competencia, se genera una participación de todos en todo que resulta funesta para la funcionalidad y aun la esencia del fenómeno representativo. Y que, junto con la difuminación de la diferencia entre gobierno y representación, preside los sistemas llamados democráticos[28].

Álvaro d'Ors, finalmente, con su bien cortada distinción entre «poder» y «autoridad», manifiesta que la representación sólo puede darse en la potestad, nunca en la autoridad, ya que sólo el poder es delegable, en cuanto expresión de la voluntad,: alienable en la medida en que se puede incorporar a la propia voluntad una determinación ajena. El saber, sin embargo, es personal e indelegable. En una exposición en la que desmenuza, todos los sentidos del concepto, introduce una serie de consideraciones interesantes para añadir a las de los autores precedentes. Así, reconoce que la falta de mandato imperativo ofrece el riesgo de que «el imperativo se introduzca en la representación establecida, pero por la voluntad de una persona distinta de la aparentemente representada». Es lo que ocurre en los partidos políticos. También defiende que el «gobierno no gobierna por una representación jurídica ni por una representación abreviativa o estética, ni tampoco lo hace como símbolo, pues no lo es», sino que la idea de representación es, pues, «inservible para justificar el hecho del gobierno»[29].

 

IV

8. El Estado de derecho

Toda la construcción representativa del profesor Galvão de Sousa, que hemos repasado someramente en este ensayo, se inscribe en un orden de preocupaciones más amplio, pues milita al servicio de toda una entera restauración del orden político, ajustado al derecho natural y captado desde el ángulo histórico de la Tradición de las Españas.

Por eso, cuando se enfrenta con el juego de las limitaciones de poder en la concepción cristiana y en la moderna, acoge bajo el nombre equívoco de Estado de derecho todo un armazón doctrinal. Para que pueda hablarse, en su significación más honda, de sometimiento del Estado al Derecho, han de darse las siguientes condiciones:

a) El reconocimiento de un concepto objetivo de justicia; superior al Estado –a la comunidad política–, por encima de la voluntad del legislador, que tanto excluye el principio «quod principi placuit legis haber vigorem», como su versión democrática de la ley «expresión de la voluntad general».

b) La aceptación de que el Estado está sometido al orden jurídico, que impone sus reglas generales tanto a gobernantes como a gobernados, y que excluye la máxima absolutista del «princeps legibus solutus».

c) La existencia de suficientes garantías para todos contra la arbitrariedad, y procedimientos adecuados para hacer efectiva la responsabilidad de los gobernantes por sus transgresiones del orden jurídico, juzgadas por una magistratura independiente.

d) La no confusión de la sociedad y el Estado, que, al elaborar sus leyes, debe respetar las ordenaciones jurídicas de los cuerpos intermedios existentes, sin suprimir su justa autonomía, y las del derecho históricamente instituido en la sociedad politica[30].

9. Coda

Por eso, sin negar toda la trascendencia de la aportación del profesor Galvão de Sousa sobre la representación política, no haríamos justicia ni a su obra ni a su figura intelectual si perdiéramos de vista su empeño cabal dé sabiduría cristiana y piadosa.

No parece que corran buenos tiempos para tales ideales, por más que los signos de los tiempos se nos muestren de una ambigüedad tal que permiten vislumbrar una restauración de los mismos mientras seguimos presenciando su exterminio más sañudo. En el modesto terreno de este ensayo me parece indudable, palpables como son las quiebras de la representación partitocrática y el avance de elementos ligados a la organicidad social. Por decirlo con palabras de Gonzalo Fernández de la Mora: «El neocorporativismo es ya una poderosa realidad occidental y pone de manifiesto el decisivo papel que los llamados regímenes democráticos terminan reconociendo a la representación orgánica para resolver algunos de los más graves problemas sociales. El actual renacimiento del corporativismo es un trascendental punto de inflexión en la evolución del Estado demoliberal hacia la convergencia entre el formalismo y los hechos sociales. Los organicistas –krausistas, tradicionalistas, socialcristianos, etc.– son mucho más actuales de lo que sugeriría una visión superficial de las Constituciones occidentales vigentes. En suma, la representatividad orgánica de los cuerpos intermedios puede ser postergada o negada por la ley; pero resulta indestructible porque es una inmensa realidad social de probada eficacia»[31].

 

[1] Cfr. Miguel Ayuso, La filosofía jurídica y política de Francisco Elías de Tejada, Madrid, 1994.

[2] Francisco Elías de Tejada, «José Pedro Galvão de Sousa y la cultura brasileña», Verbo (Madrid), n. 221-222 (1984), pp. 49-88.

[3] Cfr. Miguel Ayuso, «José Pedro Galvão de Sousa, filósofo del derecho y iuspublicista», Verbo (Madrid), n. 305-306 (1992), pp. 529-540.

[4] Concretamente vamos a seguir, sobre todo, la parte tercera de su Política e Teoria do Estado, São Paulo, 1957, pp. 133 y ss. y su libro Da representação política, São Paulo, 1971.

[5] Cfr. José Pedro Galvão de Sousa, Política e Teoria do Estado, cit., p. 133.

[6] Cfr. Francisco Puy, recensión al libro de Pedro Galvão de Sousa, «Da representação política», Verbo (Madrid), n. 109-110. (1972), pp. 1036 y ss.

[7] Cfr. José Pedro Galvão de Sousa, Da representação política, cit., pp. 17-20.

[8] Cfr. Eric Voegelin, New Science of Politics, Chicago, 1952, pp. 36 y ss.

[9] Cfr. José Pedro Galvão de Sousa, Da representação política, cit., pp. 21-23.

[10] Cfr. Juan Vallet de Goytisolo, «El derecho a participar en la vida pública mediante un auténtico sistema representativo», Verbo (Madrid), n. 195-196 (1981), pp. 585 y ss.

[11] Cfr. Francisco Elías de Tejada, «El Estado de Derecho desde la Tradición de las Españas», Hora Presente (São Paulo), n. 24 (1978), pp. 159 y ss.

[12] Cfr. José Pedro Galvão de Sousa, Da representação política, cit., pp. 23-26; Id., Política e Teoria do Estado, cit., pp. 149 y ss.

[13] Cfr. Id., Da representação política, cit., p. 30.

[14] Cfr. Miguel Ayuso, «El totalitarismo democrático», Verbo (Madrid), n. 219-220 (1983), pp. 1165 y ss.

[15] José Pedro Galvão de Sousa, Da representação política, cit., pp. 80-83.

[16] Cfr. Id., Da representação política, cit., pp. 88-89. Juan Vallet glosa muy pertinentemente estas páginas en loc. cit., pp. 108.

[17] Cfr. Id., Da representação política, cit., p. 132.

[18] Cfr. Id., «Atualidade do tradicionalismo», en el volumen Memoria del Primer Congreso de Estudios Tradicionalistas, Madrid, 1964, pp. 9-10; Id., A historicidade do direito e a elaboração legislativa, São Paulo, 1970.

[19] Cfr. Rafael Gambra, Le monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional, Madrid, 1954, pp. 21 y 182-189.

[20] Cfr. José Pedro Galvão de Sousa, Da representação política, cit., pp. 45 y ss.

[21] Ibid., pp. 83 y ss.

[22] Ibid., p. 132.

[23] Ibid., pp. 57 y ss.

[24] Cfr. Luis María Sandoval, «Consideraciones sobre la contrarrevolución», Verbo (Madrid), n. 281-282 (1990), p. 288.

[25] Cfr. Francisco Elías de Tejada, «La representación política a la luz de la Tradición», Hoja Informativa de la Comunión Católico-Monárquica-Legitimista (Madrid), diciembre-enero 1973-1974, p. 3.

[26] Cfr. Juan Vallet de Goytisolo, «Diversas perspectivas de las opciones a favor de los cuerpos intermedios», Verbo (Madrid), n. 193-194 (1981), pp. 349-350.

[27] Cfr. Id., «La participación como interacción de lo múltiple con lo uno», en el volumen Algo sobre ternas de hoy, Madrid, 1972, pp. 217 y ss.

[28] Cfr. Id., «El derecho a participar en la vida pública mediante un auténtico sistema representativo», loc. cit., pp. 627 y ss.

[29] Cfr. Álvaro d’Ors, «El problema de la representación política», en el volumen Ensayos de teoría política, Pamplona, 1979, pp. 234 y ss.

[30] Cfr. José Pedro Galvão de Sousa, Da representação política, cit., pp. 35 y ss.

[31] Cfr. Gonzalo Fernández de la Mora, «Neocorporativismo y representación política», Razón Española (Madrid), n. 16 (1986), p. 178.