Índice de contenidos

Número 405-406

Serie XLI

Volver
  • Índice

A propósito de un libro de Hilari Raguer sobre la Iglesia y la guerra de España

A PROPÓSITO DE UN LIBRO
DE HILARI RAGUER
SOBRE
LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPAÑA
POR
FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA C!GOl'IA
El benedictino de Montserrat Hilari Raguer (Madrid, 1928),
especialista
en los aspectos religiosos de la segunda República y
de la Guerra civil, acaba de publicar la que seguramente es su ver­
sión definitiva sobre las mismas recogiendo y reelaborando sus
trabajos anteriores
('). Es una versión sesgada, partidista y falsa
que pretende llevar agua a un molino que no da harina como
intentaremos demostrar.
Sin e1nbargo, estamos seguros de su
éxito editorial
con lo que se contribuirá a que sigan tergiversán­
dose unos años y
unos hechos que si, afortunadamente, ya no
pesan como una losa sobre nuestros días, son historia de España,
trágica y gloriosa historia
de España. Aunque la gloria estuviera
donde Raguer no quiere reconocerla. La tragedia, en cambio,
estuvo repartida.
El libro lleva un prólogo de Presten, lo que ya en si no dice
nada a favor del libro. Es como todo lo de este historiador, sec­
tario, banal y hasta contradictorio. No vale la
pena que nos ocu­
pemos de él aunque podamos asombramos de que califique el
trabajo del benedictino
de "impecable investigación, exquisita
imparcialidad, profunda humanidad y elegante lucidez".
La inves­
tigación es importante
pero no impecable y la parcialidad noto­
ria.
Lo de la profunda humanidad y la elegante lucidez son dos
(") La p6lvora y el Jndenso. La Iglesia y la guerra civtl española (1936-
1939),
Ediciones Península, Barcelona, 2001, 2.ª ed., 478 págs.
Verbo, núm. 405-406 (2002), 449-473. 449
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO ]OSE FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA
sandeces sin sentido. Es totalmente cierto que la Iglesia "apoyó a
la causa Nacional en la guerra y legitimó la dictadura que insti­
tucionalizó la victoria de la derecha". Y eso fue una constante
aunque esa constante no fuera "absoluta", en el sentido de que
lo absoluto es el cien por cien. Pero en el modo habitual de
hablar bien
puede calificarse de absoluto un respaldo del 99,99"/o.
Cifra de adhesión en la que seguramente nos quedamos cortos.
Aunque en esa centésima o tnilésima hubiera algunas personas
de prestigio o de solvencia. Y lo de que Andalucía nunca fue
conquistada totalmente por la Iglesia es
una majadería que sólo
puede ocunirsele a un extranjero con muy escasos conocimien­
tos sobre la realidad española.
El "pluralismo teológico e ideológico del catolicismo español"
es otra extrapolación absurda.
La unidad era monolítica aunque
hubiera algunas, mínimas, voces discordantes. Y lo de
que "los
religiosos y religiosas que se ocupaban del enfermo, instruían al
ignorante, alimentaban
al hambriento, vestfan al desnudo o visi­
taban al preso se comportaban de modo subversivo a los ojos
de
la jerarquía eclesiástica" es de aurora boreal. Ese era el compor­
tamiento habitual de infinidad de congregaciones religiosas sos­
tenidas y bendecidas
por la jerarquía. Si a lo que se quiere refe­
rir es a algunas dificultades
de Palau, Gerard, Gafo o Arboleya la
proposición está pésimamente expresada y resulta "absolutamen­
te" falsa. ¿Es necesario nombrar a Molas, Vedruna, Sacramento,
Montal, Menni, Oviedo, Magas, López Vicuña, Sancho de Guerra,
Casariego, Ráfols ...
Menos mal
que Prestan reconoce que "el alzamiento de julio
de 1936 fue llevado a cabo
por conspiradores militares sin moti­
vos religiosos".
Causa finita. Como si Roma hubiera hablado. Si
tenemos que pedir perdón ya no será por el 18 de julio sino, con
mucho, por el respaldo posterior al 18 de julio. De eso, al menos,
nos hemos librado. También
podrian salvarse, si no objetiva­
mente al menos subjetivamente, "muchos de los voluntarios
navarros y castellanos del
bando nacional (que) creían que lucha­
ban por Dios y por la Iglesia". Pobrecillos, estaban muy equivo­
cados pero así lo creían. Y ello merece alguna indulgencia
por
aquello de la conciencia individual, aunque errónea. Y, aunque
450
Fundaci\363n Speiro

HILARE RAGUER: SOBRE LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPANA
Prestan no lo diga, podríamos incluir en la benevolencia para con
los
equívocos a los gallegos, a los canarios, a muchos andaluces,
a
no pocos de los de las Islas Baleares, a vascos, bastantes desde
el primer día y muchos otros cuando se liberó el resto de aquellas
provincias, a la mayor parte de los aragoneses, a los catalanes que
con riesgo cierto de su vida pasaron a Francia para incorporarse a
la
España nacional, a los asturianos de Oviedo, a bastantes extre­
meños ... Creían, tristes equivocados, que luchaban
por Dios y por
la Iglesia. Si Prestan y Raguer hubieran podido ilustrarles ...
Y, por supuesto, en el rizo de la incongruencia, la censura al
Papa por llevar a los altares a los mártires -víctimas, dice
Prestan para ser políticamente
correcto-de la guerra civil. "La
polémica provocada por el presente movimiento en tomo a la
beatificación de las víctimas de los incontrolados -el eufemis­
mo, subrayado, es
de Preston, como si no hubiera debido haber
un poder que los controlara-, una resolución polémica ya que
implica la parcialidad del Papa (en el texto por supuesto con
minúscula) contra las víctimas republicanas de
un régimen mili­
tar que se proclamó a sí mismo como guardián de los valores
católicos". Todo
es un puro dislate. Al "régimen" más que auto­
proclamarse lo proclamaron. Notables figuras de la Iglesia,
nacionales y extranjeras. Y
en cuanto a la parcialidad del Papa al
no proclamar mártires a las víctimas del franquismo, que las
hubo, y algunas también vilmente asesinadas, sólo podemos
decir
que la ignorancia de Prestan es portentosa. Mártires, tal
como
puede proclamarlos la Iglesia católica, sólo son aquellos
que mueren por odio a la religión. Y así murieron muchísimos en
la España republicana y ninguno en la nacional. En ésta, muchos
fueron ejecutados
por graves crímenes cometidos, y bastantes
asesinados, por otros motivos muy distintos. Yo no me opongo a
que alguien, evidentemente no el Papa, les proclame, en sentido
analógico, mártires del socialismo, del anarquismo, de la Repú­
blica, del comunismo, del libre pensamiento, de
la masonería o
de
la sífilis. Que les proclamen lo que quieran y les hagan las
estatuas que juzguen oportuno, aunque quisiera que
no fuera
con mis impuestos, pero el Papa en eso no pinta nada. Si Prestan
no lo sabe bueno sería que el monje Raguer se lo explicara.
451
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA C/GONA
Comienza su obra el benedictino con un somero análisis de
las que juzga obras fundamentales sobre el tema que estudia. Al
citar a Montero, al que en medio de alabanzas hace objeto de
alguna crítica, le llama obispo de Badajoz, cuando hace
algun
tiempo que es arzobispo de Mérida-Badajoz. Pero como los
conocimientos de
que presume y le alaban son de medio siglo
antes, pasemos
por alto ese desliz. Al hablar de María Luisa
Rodríguez
Aisa le reprocha, aun elogiando su texto, su identifi­
cación con Gomá, lo que, según él, viene a ser con Franco. Con
lo que inmediatamente le viene a uno a la mente aquello de la
viga y la paja porque no es menor la identificación de Raguer con
Vida! y Barraquer. Calvo Serer queda muy malparado y no seré
yo quien rompa la más mínima lanza
por él. Me parece un ser
absolutamente mediocre y capaz de cualquier indignidad.
Que le
defiendan los suyos, si es que hay suyos.
En estas primeras
páginas hay un testimonio sobre el canó­
nigo Cardó, importante en el relato, que creemos importante.
Cuando, salvada la vida, podía marchar de aquella Barcelona,
inundada de sangre de los asesinados y humeante de las iglesias
incendiadas, confesó a
un amigo que le acompañaba en el barco
que partía del puerto barcelonés: "Desengáñate, Albert. Nos ha­
bíamos equivocado".
Su catalanismo antiespañol le remordía la
conciencia ante tanta tragedia. Luego volvió a sus posiciones
anteriores pero esa confesión angustiada
en unos días trágicos
nos parece importante.
El mismo Raguer, a quien no le queda
más remedio que reconocer ciertos hechos, afirma: "co1no ..Cata­
luña había triunfado•, muchos catalanistas burgueses o simple­
mente de derechas tenfan
que huir (si podían)".
El análisis que hace de las guerras civiles, tres en el siglo XIX
y una en el xx es simplista, voluntarista y parcial. Y, por tanto,
falso. Hubo más guerras
civiles que las carlistas. Pero, aun en el
caso de que sólo hubieran existido éstas, decir que en las del XIX
una izquierda generosa trató con "gran generosidad" a la derecha,
mientras que
en la del xx, en la que triunfó la derecha tuvo un
comportamiento muy contrario, causa verdadero asombro. Ya me
parece mucho llamar izquierda a los últimos gobiernos de la
Reina Gobernadora, pero calificar de tal a Antonio Cánovas del
452
Fundaci\363n Speiro

HILARE RAGUER: SOBRE LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPAÑA
Castillo habrá, sin duda, conmovido a la izquierda y al mismo
Cánovas. Sigamos
con las contradicciones. "En el curso del Concilio
Vaticano
II, el sector más franquista del episcopado español se
mostró anacrónico defensor
de la confesionalidad del Estado".
Entonces era franquista prácticamente la totalidad
de los obispos,
incluido el mismo Tarancón. Pero el que
va a elegir como repre­
sentante genuino
de la oposición a la libertad religiosa, y no dis­
cuto la elección
porque está bien hecha, fue precisamente al
obispo
de Canarias, Antonio Pildain, del. que el mismo Raguer
reconoce que era "vasco, antifranquista y socialmente muy avan­
zado". Aunque cabría matizar el antifranquismo de entonces del
canariense
parecen demasiado evidentes otras cosas. La oposi­
ción al decreto sobre libertad religiosa
no era por franquistas sino
por integristas y el totum revolutum responde mucho más a una
caracterización simplista de buenos y 1nalos, avanzados y reac­
cionarios, izquierda
y derecha, franquistas y demócratas, partida­
rios
de la dictadura y de la libertad, asesinos y bondadosos des­
tinado a
que los lectores hagan su opción, determinando previa­
mente cual es la buena.
El gran especialista en cuestiones religiosas de la época sabe
muy poco de obispos. Entonces, ¿de qué sabe? Según él, entre
ellos, "el integrismo había ganado posiciones al amparo de la Dic­
tadura
de Primo de Rivera". Se refiere al integrismo como ideo­
logía antiliberal
porque como adhesión a las posiciones políticas
de Ramón Nocedal apenas existió entre los obispos
con algunas
excepciones como Lagüera y Casas y Souto.
El integrismo era la
ideología
común del clero y del episcopado español por lo que
no se incrementó con la Dictadura sino que permaneció cons­
tante.
¿Es necesario citar nombres como los de los cardenales
Spínola y Aguirre o de obispos como Lago, López Peláez o
Martínez Núñez? Durante la Restauración, el Patronato, "al mar­
gen de sus innegables inconvenientes, había tenido al menos la
ventaja
de que se designaran prelados ciertamente monárquicos,
pero isabelinos o alfonsinos". De nuevo asombro y pasmo.
¿Prelados isabelinos designados
en la Restauración' Ni uno. "No
pocos
de ellos eran integristas de formación y corazón, pero te-
453
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSJ! FERNÁNDEZ DE LA C/GOflA
nían que contenerse". No se contenían nada. Ni el Gobierno les
pedía esas contenciones. Simplemente que no fueran carlistas
pues lo de republicanos era impensable. Y que guardaran las for­
mas
en sus criticas al Gobierno. Que se lo digan si no a Roma­
nones.
Y a partir de ahora el odio a Segura y sobre todo a Gomá.
Que llega a extremos de esperpento. Como, por ejemplo, cuan­
do dice que al primero, Alfonso XIII "lo había sacado de una
parroquia de las Hurdes y lo había encumbrado hasta la más alta
dignidad eclesiástica
de España". Confundir el obispado de Caria,
hoy Coria-Cáceres, con una parroquia hurdana parece demasiada
confusión. O utilizar
una falsedad con evidente mala intención.
El advenimiento de la República fue una alegría para el Vati­
cano llegando monseñor Tardini a calificarla
de benedetta rivolu­
zione, aunque no dejó de suscitar algún temor. ¡Vaya vista la del
"astuto" monseñor Tardini! La quema de conventos, a menos de
un mes de la proclamación de la República seguramente redu­
ciría sus entusiasmos iniciales.
La interpretación benévola de la
famosa frase
de Azaña, "España ha dejado de ser católica", no
descubre ningún Mediterráneo. Pero es que esa frase no fue el
catalizador que movilizó al catolicismo español
en contra de la
República. Sólo fue
un factor más y de escasa importancia ante
la gravedad de muchos otros sucesos.
La reiterada quema de con­
ventos e iglesias, los asesinatos de sacerdotes
en la Revolución
de 1934, la expulsión de los jesuitas, la secularización de escue­
las y cementerios
con la retirada del crucifijo de las aulas, las
amenazas constantes al clero y a los católicos, el clima de inse­
guridad reinante ... Y tampoco se entiende bien el que, si a Azaña
le fue lícito usar esa frase y la
de la trituración del ejército para
engañar a los más radicales
pero sin proponerse la extinción del
catolicismo ni la desaparición del Ejército,
no pudieran sus adver­
sarios utilizarlas
para combatirle. Ahora, desde la serenidad de un
cuarto de estudio pueden analizarse circunstancias conductas y
contextos. En plena batalla se recurre a todas las armas al alcan­
ce
de la mano y no hay tiempo para muchas sutilezas. Yo no sé
si tenía verrugas y si éstas
eran muy llamativas pero le llamaban
"el Verrugas" los que
no le terúan gran afecto. Y seguramente era
454
Fundaci\363n Speiro

HILAR/ RAGUER, SOBRE LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPAÑA
una pura calumnia la de sus desviaciones sexuales. Pero se las
achacaban. Evidentemente para
un católico no es lícito cualquier
procedimiento para derrotar al adversario. No se
puede usar de
la mentira y de la calumnia. Pero es que la mayor parte de los
católicos que recurrieron a esos procedimientos, subjetivamente
no mentían ni calumniaban aunque lo hicieran objetivamente.
Les dijo alguien que era así y así lo propalaron. Convencidos de
que serla verdad porque en Azaña todo lo malo era posible.
Pues lo mismo cabe decir
de la famosa frase que, aunque tuvie­
ra otro propósito, también fue utilizada
por los católicos espa­
ñoles como arma arrojadiza contra el enemigo. Y decir
que
Gomá, su odiado Gomá, vino a decir lo mismo a.iandólamen­
taba la falta de convicción católica y la inoperancia e inactividad
apostólica de muchos españoles es de traca.
De esa constatación
pastoral a la desdichada y desafortunada frase media
un abismo.
Que hiciera mención de ella era hasta obligado dada la perso­
nalidad política de quien
la profirió. Que lamentara la situación
actual comparada
con los años de esplendor católico recordados
con nostalgia a nadie puede extrañar. Constataba la desvincula­
ción de muchos con
la religión que unánimemente profesaron
sus mayores. Y lo
que en uno fue afirmación tajante y orgullosa
en otro era lamento dolorido y acicate de reconquista. Una
España muy importante, muy numerosa, seguía siendo católica,
orgullosamente católica y de ella iba a dar cumplida muestra
muy
pocos años después. En los frentes de combate hasta derro­
tar a la España que había dejado de ser católica
y, sobre todo,
en las cunetas y en los descampados de España donde dio un
ejemplo portentoso, glorioso, dinamos que casi hasta increíble,
de su
hondo catolicismo. Hay alguna diferencia. Que el régimen
nacido
de la victoria no satisfaciera por entero las expectativas
del cardenal al ver
en el gérmenes peligrosos de totalitarismo
anticristiano por mimetismo hacia sus protectores extranjeros
sólo quiere decir que Gomá quena algo más católico y menos
nazi. Pero nada más. Era mil veces mejor esa situación para la
Iglesia, aunque en el horizonte asomaran negros nubarrones que
la de exterminio y holocausto que acababan de superar. Y eso
lo sabía perfectamente Gomá.
455
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA
El epígrafe sobre la actitud de los católicos hacia la República
es pésimo.
El sectarismo de Raguer le hace falsear los hechos o
no se ha enterado de nada. En primer lugar todo español, católi­
co o no,
puede legítimamente preferir la monarquía a la repúbli­
ca y hacer todo lo legítimo para restaurarla. Como
un católico
podía, y algunos
-Miguel Maura, Niceto Alcalá Zamora ... -, lo
hicieron, podían preferir la república
en días de la monarquia y
procurar su instauración. Otra cosa cabria decir sobre su
poca
vista política al no darse cuenta de lo que esa República podía
suponer para
el catolicismo. Una vez producido el cambio de
régimen la nostalgia monárquica se dio en muy pocos y el nuevo
régimen se aceptó
por la inmensa mayoria de los católicos ani­
mados, además,
por las pastorales de los obispos. Que no tenían
por qué ser entusiastas. Sólo hubieran demostrado la ceguera de
los pastores. Acepto incluso
que alguna, concretamente la del pri­
mado Segura, fuera inoportuna
en sus elogios al régimen caído.
No decía nada falso
pero en ese momento pudo callar agradeci­
mientos históricos.
El gran periódico católico, El Debate, acató
inmediatamente el
poder constituido y embarcó a la gran mayo­
ria católica en el nuevo régimen. Y la mayor parte de los católi­
cos se agrupó
en la CEDA que fue un partido republicano. Pero
prácticamente al dia siguiente de la proclamación comenzaron las
agresiones republicanas contra los católicos. No contra los mo­
nárquicos, que también, contra los católicos. Y esas agresiones
fueron
de tal calibre que llegó un momento en el que, hasta por
puro instinto de supervivencia, ya no fue posible la paz. Y eso
fue asi. Los grandes responsables del alzamiento militar del 18 de
julio de 1936
no fueron los militares, fueron los republicanos que
habían hecho imposible
una España para media España.
Yo no voy a defender aquí a José María Gil Robles. Pero
achacar su giro antisistema tras la victoria del Frente Popular a
un
simple deseo de volver al poder perdido me parece una vileza
del monje Raguer.
Las celebraciones del triunfo "popular" hacían
prever a todo el que
no estuviera ciego un mañana estremecedor.
Pero el benedictino
no ve nada. Y así se escribe la historia. Digo
que allá las vilezas monacales contra Gil Robles. Me es igual que
le tenga simpatía o antipatía.
Las que comete con los mártires,
456
Fundaci\363n Speiro

HILAR! RAGUER.-SOBRE LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPAÑA
con sus hermanos religiosos asesinados por odio a Cristo y a la
religión me parecen de tal indignidad
en un sacerdote que le
retratan moralmente.
Existían, al parecer, algunos sacerdotes canallas que, olvida­
dos de su sagrado carácter se dedicaron a engañar a unas pobres
monjitas haciéndoles creer que aquellas buenas y honradas
masas populares, que sólo ansiaban la regeneración moral de los
pobres, oprimidos
por una absurda monarquía que les chupaba
la sangre,
en sentido metafórico y en el real, pues para vencer la
hemofilia del
prfncipe de Asturias todos los días se mataba a un
obrero para que pudiera beber su sangre, que aquellos obreros
que amaban a sus hijos, respetaban a sus mujeres, honraban a los
sacerdotes y adoraban a la República estaban persiguiendo a la
Iglesia. Y como las monjitas,
por definición, eran tontas, se cre­
yeron semejante infamia y en vez de elevar sus puras e ingenuas
oraciones a ese Dios bueno que nos había traído, por fin, la
República, le tomaron a ésta un odio africano. Y como todo el
mundo sabe lo peligrosas
que son las monjitas cuando se empe­
ñan en odiar a alguien, engañadas por aquellos esbirros de
Satanás, que prostituían su sacerdocio, desencadenaron la catás­
trofe. ¿Qué tal? Pues muy parecido.
"Algunos sacerdotes inculcaron a los católicos, y
en particu­
lar a las monjas, una mentalidad de Iglesia perseguida".
Los cató­
licos eran idiotas, y las monjas también, y
no pensaban que las
iglesias incendiadas, las congregaciones religiosas expulsadas y
vejadas,
el crucifijo erradicado de las escuelas, los sacerdotes ase­
sinados
... eran una persecución a la Iglesia. Tuvieron que venir
"algunos sacerdotes" a explicárselo. Y media España
que no
había dejado de ser católica se lo creyó contra toda evidencia.
Parece de broma
si no fuera demasiado trágico y demasiado vil.
Y esas pobres monjitas no sólo se lo creyeron sino que se dis­
pusieron, no a armarse, a resistir, a animar a las pocas personas
a las que pudieran llegar a sublevarse contra la república, no, se
dispusieron shnplemente, enamoradamente, al martirio. Sin más,
sin una protesta, hasta con la ilusión del encuentro con el
Esposo. Raguer, renuente ante toda glorificación de los mártires,
sus mártires son otros, cree llevar agua a su molino con el testi-
457
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA
monio de las tres cannelitas de Guadalajara, las primeras que
subieron a los altares de la tierra que en los del cielo ya estaban,
al frente de
una inmensa procesión de palmas que atravesó las
nubes para encontrarse con los brazos amorosos de Jesús.
El
decreto de Juan Pablo II que reconoció el martirio de aquellas
tres pobres mujeres cazadas como alimañas
por las calles de
Guadalajara estaba equivocado. No fueron víctimas del amor a
Cristo sino del odio que profesaban a la República. Bien ejecuta­
das estaban
por enemigas de la Santa república ¡Qué alma más
invertida! ¡Qué indignidad
de clérigo!
Juzgue el lector de la lógica del entendimiento del monje
y,
sobre todo, de su solidaridad sacerdotal con las mártires. Una de
las tres monjas asesinadas, la
hennana Teresa del Niño Jesús,
recibe
un día una carta de algún pariente que venía encabezada
por un "¡Viva la República!". El comentario ya se las trae. "Estas
palabras, escritas desde luego
con toda naturalidad y sin la
menor intención provocativa, reflejan
la amplia popularidad que
la República tenía al proclamarse". Desconocemos, porque
Raguer
no lo dice, la fecha de la carta. Suponemos que no sería
del
15 de abril de 1931 pues entonces ni "algunos sacerdotes"
habían tenido tiempo de aleccionar a las monjas sobre lo mala
que era la república ni estas se habrían dado cuenta, en el reti­
ro de su convento, de lo
que les esperaba. Si es posterior al 10
de mayo de aquel año ya había dado la República señal de sus
bondades con la quema
de conventos, algo que a aquellas
pobres monjas debió parecerles doblemente espantoso. Primero,
por lo que suponía de odio a la religión y, segundo, por la ame­
naza directa hacia su propia casa, donde habían querido vivir y
en la que, normalmente, debieran tranquilamente morir cuando
se agotaran sus días.
El caso es que la buena monja, motu pro­
pio seguramente o tal vez aconsejada por "algunos sacerdotes",
que no lo creo, escribe a su familiar: "A tu ¡Viva la República!
Contesto con
un ¡Viva Cristo Rey! y ojalá pueda un día repetir
este viva
en la guillotina". Esta respuesta admirable, premonito­
ria del martirio
que le esperaba, aceptado no con resignación
sino
con júbilo, hace decir a Raguer: "Lo que en este caso, y en
el de tantos otros que en los procesos de beatificación se alegan,
458
Fundaci\363n Speiro

HILAR[ RAGUER, SOBRE LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPA!IA
significaba el "¡Viva Cristo Rey!" era en realidad, "¡Muera la Re­
pública!". ¡Qué rniserable!
Por último aduce una serie de testimonios del "nacionalcato­
licismo" antirrepublicano
que demostrarían el odio hacia la nueva
institución del catolicismo hispano. Una vez más es
un testimo­
nio sesgado
que precisa comentario. Y creo que estoy en dispo­
sición de hacerlo dada
rni anústad con Eugenio Vegas, siendo yo
la persona a la
que encargó la redacción de sus Memorias, que
me contaba en largas conversaciones, recogidas en magnetofón,
y que yo luego le sometía para las correcciones oportunas. Creo
que, muerto recientemente José
Luis Vázquez Dodero, sólo
queda
un superviviente de aquella época, mi queridísimo anúgo
Eugenio Hernansanz, ejemplar secretario muchísmos años de
Don Juan de Boibón y después, hasta su muerte, de Doña Maña,
por lo que seguramente sea yo quien tenga más testimonios de
primera mano de lo que fue Acción Española y de lo que en su
momento significó.
Ya es parcial que los cuatro testimonios que recoge Raguer
--Castro Albarrán, Montes, Vigón y Vegas-- procedan del mismo
sector.
Los cuatro estaban empeñados en la misma aventura inte­
lectual y política y lógicamente sus tesis tenían muchas coinci­
dencias.
Acción Española era monárquica y, por tanto, no cabía
buscar
en ella simpatías republicanas. Lo que era perfectamente
legítimo.
Ni políticamente ni católicamente es obligatorio ser
republicano. Aunque, política y católicamente se pueda serlo.
El libro de Castro Albarrán era una actualización de la vieja
doctrina del derecho a
la rebelión frente al tirano. Los ecos del P.
Mariana son evidentes. Y hasta es una doctrina más democrática
que el acatanúento al poder constituido haga lo que haga tal
poder.
Que a Vida! y Barraquer, embarcado en una política de
conciliación
que era y resultó imposible le irritara el libro se com­
prende. Que Tedeschini y el cardenal de Tarragona
no consi­
guieran la condena de Roma, partidaria también de la conci­
liación, sólo dice a favor
de que las tesis del libro no eran con­
trarias a la doctrina de la Iglesia.
El apóstrofe de Montes a Gil Robles hay que entenderlo
desde
la lucha política entre los que queñan derribar la República
459
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGONA
y quienes la aceptaban. Las masas estaban detrás del jefe de la
CEDA y otros las querían en posiciones antirrepublicanas.
El nazismo en 1933 no se habla manifestado en todo su
horror y despertaba simpatías
en muchos sectores. Algunas en
Acción Española. Pero no fue nunca la revista una publicación
nazi.
Su hondo catolicismo se lo impedía. Además sus raíces esta­
ban en otros lugares. En ese sentido debe entenderse la frase, por
otra parte no demasiado hiriente, de Jorge Vigón.
No voy a entrar en los desengafios monárquicos de Eugenio
Vegas, de los que bastante sé. Sólo diré que aun en el trato más
íntimo, como el
que con él tuve, se percibía mucho más la falta
de entusiasmo hacia las personas
que la crítica a las mismas. El
enorme afecto que profesó a "Don Juanito" le vedaba la crítica
aunque a veces se percibiera la tristeza. Y siempre fue antifran­
quista aunque posiblemente ningún régimen político
moderno
fuera más próximo a sus ideas. Al menos en cuanto al catoli­
cismo oficialmente profesado
que para él era todavía más
importante
que la monarquía. Su "desengaño" de los Papas creo
que no es una expresión acertada. No le gustó la reforma litúr­
gica: el abandono del latín, creía
que "consustancial" expresaba
el dogma católico mucho mejor
que "de la misma naturaleza",
no comulgaba en la mano, lamentaba la pérdida de la sotana ...
Pero nunca dejó de acudir a. su misa diaria, todos los días reza­
ba el rosario, en mayo el mes de Maria ... Y, sobre todo, no
siguió a monseñor Lefebvre, al que conocia y con el que coin­
cidfa en muchas de sus opiniones. Siempre fue absolutamente
romano, aunque hubiera Papas: el beato Pío
IX, san Pío X, con
los que sintonizaba 1nás. Curiosamente, sus favoritos hoy están
en los altares.
Yo comprendo que si hoy a cualquier español se le dice que
hay alguien dispuesto a entrar
en La Zarzuela para asesinar al rey
o
en La Moncloa para hacer lo mismo con Aznar piense que se
trata de
un loco peligroso. Olvidándonos de ETA pues ese es otro
asunto. Y lo mismo
si está dispuesto a hacer igual con todos los
diputados de la Cámara. Y esto
es precisamente lo que busca
Raguer.
El descrédito de sus adversarios ideológicos sacando los
hechos de su contexto. Y ello, históricamente,
es reprobable.
460
Fundaci\363n Speiro

HILAR/ RAGUER: SOBRE LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPAÑA
El ambiente era irrespirable, los muertos diarios, de asaltos,
atracos, incendios, ya ni se hablaba pues eran cosa acostumbra­
da, la conspiración militar estaba en marcha y media España la
esperaba como la única salvación, los balances de la situación
que Calvo Sotelo y Gil Robles habían hecho en el Parlamento
eran sobrecogedores. Entonces es asesinado Calvo, líder de una
minoría parlamentaria. No fue Vegas sino un grupo de oficiales
de
El Pardo los que querían intentar el magnicidio como única
fórmula
que ellos entendían salvadora de la patria. Era un senti­
miento compartido
por muchos aunque hoy, en otras circunstan­
cias, parezca una barbaridad e incluso un acto moralmente repro­
bable. Vegas se brindó solamente a consultar el propósito con
quien él creía, y con razón, que estaba preparando algo de más
entidad.
El alzamiento.
Lo de los locos es más pintoresco y tampoco se le ocurrió a
él. Era
un sentimiento generalizado, en media España, que había
que terminar, como fuera, con aquella situación de caos. Los días
eran tan malos y el abatimiento tanto que todo podía venir a la
imaginación. A
él le vino lo de la iperita y lo consultó con su
amigo Fernando Sanz. Tan buena persona y tan católico que
todos le llamaban San Fernando Sanz. Todos estaban de acuerdo
en que había que hacer algo, aunque fuera una barbaridad.
Eugenio Vegas
no desistió de la idea por no comprometer a su
hermano Florentino, "y sólo por ello". La idea, que no pasó de
eso, era imposible y, además, no hubo horas. Y digo horas, que
no días. Sólo hay que consultar las fechas. Instrucciones de que
abandonen Madrid y el 18 de julio en Vitoria. Calvo Sotelo había
sido asesinado
el 13. La ironía de Raguer sobre "sus sentimientos
patrióticos y religiosos"
no debemos tomarla demasiado en serio
porque,
por todo lo dicho, y lo que se dirá, esos sentimientos
parecen no existir en el benedictino.
También
es pintoresco el relato que hace Raguer del alza­
miento militar. "Era un secreto a voces que no sorprendió a
nadie". Al Gobierno, sí. En otro caso sería culpable de no haber­
lo abortado. Otra cosa era
el descontento generalizado que todos
percibían. En cambio, es cierto, con matices, lo que a continua­
ción dice: "Es una visión demasiado simplista la que desde el
461
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO ]OSE FERNÁNDEZ DE LA CIGONA
lado republicano, entonces y más tarde, quiso presentar el con­
flicto como
una lucha entre el ejército y el pueblo. En ambos
bandos hubo ejército y
hubo pueblo. La diferencia -decisiva
diferencia-estriba en que en el bando de los sublevados los
civiles voluntarios o movilizados se integraron disciplinadamente
en la estructura militar del ejército profesional, mientras que en
la zona republicana los numerosos y excelentes militares profe­
sionales que se mantuvieron fieles a la legalidad vigente tuvieron
que disolverse
en unas columnas desorganizadas". Menos mal
que reconoce que hubo también pueblo
en la zona nacional.
Respecto a los militares de la zona republicana, "numerosos y
excelentes"
-¿no habda ninguno también excelente en la nacio­
nal?, la querencia es omnipresente-1 habría que distinguir entre
los que cordialmente prestaron su adhesión a la república y
muchos a los que
no les quedó otro remedio porque, no com­
prometidos con la sublevación aunque estando de corazón
con
ella, se encontraron en una ratonera de la que les era imposible
salir. Alguno, heroicamente, se negó a combatir contra sus ami­
gos y fue fusilado, otros se pasaron en la primera ocasión pero
hubo bastantes, su número no se sabrá nunca, que no pudieron
abandonar
un bando que no era el suyo. Les costó la carrera y a
algunos
el exilio o la vida. Pero mucho más que mártires de la
República lo fueron de las circunstancias. Y a su pesar. No digo
yo
que entre los nacionales no hubiera alguno que viviera la
situación contraria. Pero fueron 1nuclúsimos menos.
Tampoco es exacta la consideración de que los sublevados
sólo tenfan Marruecos y Navarra, que el alzamiento habia fraca­
sado y
que sólo la intervención extranjera salvó la desesperada
situación. Galicia y Castilla
la Vieja fueron muy importantes. Y
también las capitales andaluzas sublevadas. Y el Norte de Extre­
madura. Y Zaragoza y Huesca. Y Vitoria
... Y, ahora sí, una con­
fesión importante de Raguer:
El Alzamiento no se hizo en defen­
sa de la religión. Nadie duda
que entre los militares sublevados
había católicos convictos y confesos. Pero
no hubo profesión
explícita de catolicismo
en la sublevación. E incluso podriamos
señalar algunas reticencias en las relaciones previas de Mola con
los carlistas o en el primer bando de Franco. No hostilidad pero
462
Fundaci\363n Speiro

HILAR! RAGUER: SOBRE LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPAÑA
tampoco comunión. Sl nos parece acertada la siguiente conside­
ración: "no fueron los sublevados quienes solicitaron la adhesión
de la Iglesia, sino que fue ésta la
que muy pronto se les entregó
en cuerpo y alma". Y la explicación es sencillísima para todo
aquel que
no esté ciego de prejuicios. En un lugar se les exter­
minaba,
en otro se les respetaba, honraba y apoyaba. La elección
no era dudosa. Y, aunque Raguer reconoce que "la Iglesia no
había tenido parte como conspiradora en la preparación del alza­
miento" como ello desbarata sus tesis enseguida comienza a des­
ba1Tar. No conspiró pero "como hemos expuesto en el capitulo
dedicado a los años de la República,
la mayoría del episcopado
y
de las derechas católicas tuvieron una gran responsabilidad en
la crispación creciente que desembocaria en el conflicto bélico".
Tal vez
si ellos mismos incendiaran sus propias iglesias y en
su mayoria hubiesen colgado los hábitos y se hubiesen amance­
bado, la crispación hubiera descendido mucho. Y si todos los
monárquicos se hubiesen
hecho republicanos, los propietarios
hubiesen entregado sus propiedades, los católicos hubiesen
apostatado, el ejército
no hubiese sofocado la sublevación de la
Generalitat catalana
... Tal vez. Pero ¿no le parece mucho pedir al
1nonje Raguer? Como eso no había ocurrido, acierta cuando afrr­
ma: "No es temerario decir que, en el ambiente tenso de la pri­
mavera del
36, la casi totalidad de los obispos deseaban una
intervención del Ejército que pusiera fin a aquel estado
de cosas".
Claro que la deseaban. Porque estaban seguros de que, de
no
producirse, les esperaba lo peor. Y ahora el infundio, el hacer de
la anécdota categoria ... "Hubo algón eclesiástico próximo a mili­
tares que alentaba a los golpistas que pensaban sublevarse". Pues
claro
que algón sacerdote con un tío o sobrino militar le diria en
alguna ocasión: "asl no se puede vivir, tenéis que hacer algo". Y
como
el obispo mártir lrurita, al que el clero separatista catalán
nunca aceptó, es con Gomá y Segura la trinidad de lo rechaza­
ble, y de la opinión de
no pocos parece deducirse hasta alegría
por su asesinato, bien podemos echarle sobre sus espaldas algo
que pueda disculpar a sus verdugos. Y, si no podemos sobre él,
sobre alguien de sus proximidades:
"y hasta hubo alguno (ecle­
siástico)
que recogía fondos para los gastos de la preparación
463
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGONA
(era el caso de alguien del entorno del obispo lrurita, de Barce­
lona".
La bajeza es notable. Yo no sé si tal clérigo existió. Me
cuesta trabajo creerlo, entre otras cosas
porque no iba a saber
qué hacer con los fondos recogidos pues los militares llevaban su
conspiración en absoluto secreto. En Madrid, personalidades
importantes
de la política no sabían nada de la conspiración o,
como mucho, suporúan
que algo se estaría tramando y un cléri­
go ignoto
de Barcelona, eso sí, del entorno de lrurita, iba por las
casas de los ricos, supongo que serla de los ricos, pidiendo dine­
ro para la sublevación militar como quien lo pide para el con­
vento de las adoratrices. Sólo ha faltado decir que hacía la cues­
tación
por encargo expreso del obispo al que el general Goded,
con quien conspiraba todos los días, había recabado dinero para
la sublevación.
La "gravedad del gesto de Gil Robles", que sí ofreció dinero
para la conspiración que suponía,
aunque los militares se lo
negaban, se encuadra también en el escenario que hemos refle­
jado y que todo el mundo entiende menos Raguer. El alzamien­
to era necesario y había
que apoyarlo. La paz ya no era posible.
O, mejor dicho, ya
no había paz. No era que "el partido de
los católicos había tratado de entrar en el juego democrático de
las elecciones, pero al ver que perdían rompieron la baraja".
Entraron, sufrieron mil feos
porque dudaban de su adhesión a la
República, y cuando la baraja ya estaba rota por los otros y de
juego democrático no quedaba ni casi la apariencia, convencidos
de que esa República era imposible, al menos con ellos vivos,
vieron
con inmenso alivio la sublevación militar. Los que la
pudieron ver porque a muchos les habían cerrado los ojos defi­
nitivamente.
Y no fue sólo que en una España pudiesen vivir y en la otra
los matasen.
Los católicos vieron desde el primer momento que
todas las disposiciones republicanas contrarias a la Iglesia eran
derogadas y sustituidas por otras basadas en la doctrina de la
Iglesia.
Por todo ello no es de extrañar que los obispos de la zona
nacional bendijeran al Ejército y desearan su victoria. En la otra
zona,
doce de ellos y un administrador apostólico habían sido
464
Fundaci\363n Speiro

HILAR! RAGUER: SOBRE LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPANA
asesinados. Raguer da cuenta de los documentos episcopales del
año 1936. Reseña veintidós, obra
de dieciocho obispos. El pri­
mero de ellos, suscrito
por los obispos de Vitoria y Pamplona,
Múgica y Olaechea, lleva la temprana fecha del 6 de agosto.
No vamos a seguir detalladamente los testimonios de los
obispos o de otros eclesiásticos.
El clima que se respiraba en la
España nacional era de "guerra santa".
Lo reconoce el mismo
Raguer aunque los calificativos
no dejan de ser reveladoress,
"borrachera de cruzada", "confesionalización de la Guerra
Civil",
"movilización de las Virgenes" Oa frase es de Alvarez Bolado pero
el benedictino la recoge encantado) ... Era lógico. Y el apoyo de
los obispos también.
Ya les había llegado la noticia del asesinato
de sus
hemianos y de miles de sacerdotes.
El capítulo que dedica a la "Actitud inicial del Vaticano" es
interesante, confuso y sesgado. Una vez más se prescinde de
datos
que es necesario manifestar. E importantísimo era el recelo
justificado de Pío
XI ante nazis y fascistas. Hay que tenerlo en
cuenta para entender las cosas como pasaron. Y no cabe duda de
que no faltaban en España quienes querian nazificar el alza­
miento. También pretensiones excesivas del Gobierno nacional
que tropezaban con la tradicional cautela Vaticana. Y, sobre todo,
el deseo de Raguer
de privar a nuestra guerra del calificativo de
Cruzada. Cómo con los obispos españoles no encuentra campo
abonado intenta buscar
en Roma reservas, cautelas y oposicio­
nes. Con escaso resultado. Y
con apostillas típicas y ya tópicas en
el benedictino. Así cuando L 'OsseIVatore romano denuncia la
"salvaje devastación" a la que se entregaban los "comunistas" en
la zona roja, lamenta que no distinga entre "las responsabilidades
de los gobernantes y las atrocidades de la chusma incontrolada".
Sin duda el periódico debía haber
infomiado del siguiente modo:
"Las dignísimas autoridades de España, democráticamente elegi­
das,
son objeto de un golpe de Estado llevado a cabo por unos
militares facciosos. Una chusma incontrolada está asesinando a
cuanto sacerdote encuentra
pero ello no debe ir en menoscabo
de las
dignísinias y democráticas autoridades que tanto sufren
ante el doble embate
de la chusma asesina y del ejército golpis­
ta y también muy asesino".
465
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGONA
El discurso de Pío XI en Castelgandolfo a un grupo de refu­
giados españoles es objeto de
un detenido análisis pretendiendo
echar agua al fuego. Y el texto
de Raguer contiene informaciones
interesantes. Casi todas ellas
en su línea habitual. Comienza por
una disquisición sobre los muertos que es por lo menos pinto­
resca. Hay cadáveres de primera y de tercera clase.
"El de un
obispo, un aristócrata, un etnpresario o tlll general abultan n1ás
que el de un obrero, un campesino o un pobre diablo. Estos, por
lo demás, no tenían escapat01ia, porque nadie les facilitaba un
barco para salir de la zona rebelde y llegar a Roma". Sólo que un
obrero o un campesino no eran asesinados por ser tales en la
zona rebelde y muchos obreros y campesinos de la zona rebel­
de se alistaron
en las filas rebeldes. Mientras que los obispos, los
aristócratas, los empresarios
y los generales eran asesinados en la
zona roja por ser tales. Y ni que decir tiene que los obreros y
campesinos
que sí encontraron barcos en Gijón, en Bilbao en
Valencia o en Alicante para huir de aquellas ciudades confonne
avanzaba el ejército nacional,
no huían por ser obreros y campe­
sinos sino
por otros motivos, algunos de ellos muy graves. Y no
emprenderían rumbo a Roma sino a Moscú. Algo tendenciosillo
resulta nuestro monje. Bueno, pues los huidos de la España roja
no rojos encontraron en Roma ''una gran caja de resonancia" para
sus cuitas. Imagen de la que se debe sentir orgulloso pues la uti­
liza varias veces. Y
que es significativa. Porque las tales cajas
aumentan los sonidos.
Algo así como que lo que debería ser una
leve queja por unos cuantos miles de asesinatos se convierte en
protesta sonora. ¡Qué desagradable!
Y esto sí que nos parece interesante, el gran cardenal de
la
paz o de la pau, como se quiera, aquel hombre providencial que
intentó
una conciliación que, a nada que le hubieran apoyado los
malvados Gomá, Segura e lrurita, empeñados
en la guerra, la
hubiera conseguido, iba a presidir la peregrinación de los refu­
giados de España. Y hete aquí que
en aquellos refugiados, que
pienso serían catalanes
en buena parte pues fueron al fin presi­
didos
por los obispos de Tortosa, Vich, Urge! y Cartagena, "era
tal la animosidad de
la mayoría de los eclesiásticos contra él
(Vida! y Barraquer) que el
Papa le hizo decir que juzgaba más
466
Fundaci\363n Speiro

HILAR! RAGVER: SOBRE LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPAÑA
prudente que no asistiera". ¡Vaya con el cardenal de la paz! Y eso
que aún no habían comenzado las insidiosas campañas franquis­
tas contra él. Estamos
en el 14 de septiembre de 1936. Más que
paz parece que lo que
producía era odium plebis. Y nada menos
que de una plebs sacerdotal en su rnayoria.
Las palabras del Papa fueron medidas y cautas y seguramen­
te a algunos les parecerian escasas pero habló "de heroísmos y
de martirios; verdaderos martirios
en todo el sagrado y glorioso
sentido de la palabra", condenó el comunismo y bendijo al ejér­
cito de Franco: "Por encima de toda consideración política y
mundana, nuestra bendición se dirige de modo especial a cuan­
tos
han asumido la dificil y peligrosa misión de defender y res­
taurar los derechos y el
honor de Dios y de la religión, que es
tanto como decir los derechos y la dignidad de las conciencias,
condición primera y la más sólida de todo bienestar humano y
civil".
Que deplorara una guerra civil, exhortara al perdón y
pidiera que el ejército no se excediera en su acción nos parece
propio de su carácter de Vicario de Cristo. Que la propaganda
nacional omitiera perdones y rezos para
que los asesinos se con­
viertan
no pasa de la anécdota y de las censuras de guerra. La
intervención de Vida! para que el Papa no se excediese en su
acogida a los refugiados me parece penosa aunque
en aquellos
días pensara
en evitar todo lo que pudiera ser irritar más a los
rojos para intentar que no le asesinaran a más de sus sacerdotes.
Tarea inútil pues el odio era tanto que no se podía exacerbar más.
La famosa Carta colectiva del Episcopado español de 1 de
julio de
1937 es tratada exhaustivamente por Raguer. Que da
muchísima importancia a algo que nosotros creemos
que es cues­
tión menor:
¿de quién partió la iniciativa de la Carta! Porque lo
importante es el contenido
de la misma y no si la sugirió Franco
o no. Hubo unos antecedentes
y, ¿cómo no?, no desaprovecha la
ocasión para algún puntazo a Goma: "Ante la petición de Franco,
desaparecen inmediatan1ente todas las dudas del cardenal,
que se
muestra tan propicio ahora a la iniciativa de Franco como antes
reacio a las sugerencias del papa o de algunos obispos". La fina­
lidad es clara: inventarse
un obispo sometido al poder politico y
que actúa al margen de Roma. Pero del relato del benedictino no
467
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGONA
resulta ninguna desobediencia ni reticencia ante la voluntad del
Papa.
Las autoridades franquistas querían una condena de Roma
a
la conducta de los vascos separatistas que, confesándose cató­
licos, colaboraban
con el Gobierno rojo. El Papa no quiso inter­
venir
en ello, por las razones que fueran, y dijo que si se queria
algo de ese tipo lo hicieran los obispos españoles pero
no como
una orden sino queriendo quedar al margen. Todo lo demás res­
ponde, otra vez,
al partido previo tomado por Raguer.
El número de obispos que no firmaron es cuestión intere­
sante
que Raguer trata extensamente. Por supuesto que su inte­
rés sería el de
que fueran muchos los que negaran la firma. A los
casos, universalmente conocidos
de Múgica y Vida!, añade el del
de Menorca, anciano prisionero de los rojos con quien era impo­
sible la comunicación, el de Segura,
que por su renuncia de
Toledo era obispo español
pero no de España y en su misma
situación habría otros varios en misiones a los que tampoco se
les pidió la firma, si bien en el caso del exprimado no era dudo­
sa su aprobación, y el extraño caso de lrastorza, ausente de
España
por turbios motivos y con un administrador apostólico
nombrado por la Santa Sede para gobernar la mitra de Orihuela,
no Orihuela-Alicante que es denominación posterior. Lo de que
el obispo de Urge! "casi no firmó" no pasa de ser un deseo de
buscar más compañia a
Vida!. Porque las cartas se firman o no se
firman. Y Guitart la firmó. Las demás cuestiones, su catalanismo,
su amistad con Vidal, su renuencia a entrar en la España fran­
quista a la que no vino hasta 1938, la escasa simpatfa hacia él de
los nacionales ... son cuestiones interesantes pero irrelevantes a la
firma. Pues dan a ésta mayor importancia ya que,
si pese a todo
ello, firmó o era
un pobre hombre o aceptaba el contenido.
Las reservas al contenido de la Carta colectiva que toma de
Alvarez Bolado nos parecen de desigual valor y mucho más fáci­
les de establecer desde la serenidad del historiador
que cuando
la sangre de los mártires era la tinta con la que se escribfa. La "tri­
vialización del conflicto social" nos parece un argumento manris­
ta. La Iglesia hacía lo que podía a favor de los pobres y jamás
sostuvo que era derecho y obligación de los ricos explotarles,
predicaba la caridad y
la justicia y muchísimos pobres estaban
468
Fundaci\363n Speiro

HILAR! RAGUER: SOBRE LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPAÑA
con ella. Pobres eran, y muy pobres, la mayoría de los campesi­
nos navarros
que acudieron como un solo hombre a la plaza del
castillo de Pamplona. Y lo mismo cabe decir de castellanos y
gallegos.
Las masas obreras eran otra cuestión. Se habían alejado
de la Iglesia porque otros supieron venderles
una mercancía a la
que ella no supo o no pudo contraponer la doctrina de Cristo. Es
un hecho sobre el que se han escrito miles de libros. La guerra
española
no fue una guerra de los ricos contra los pobres. Y la
Carta colectiva
no era el lugar para escribir la Rerum novarum
bis. El "problema vasco" que según el jesuita y el benedictino la
Carta simplificó, fue una vergüenza de unos católicos que ante­
pusieron su nacionalismo a la sangre de sus hermanos. "La falta
de sensibilidad para los valores de orden democrático", una
broma pesada de los dos sacerdotes ¿Qué valores democráticos
había
en la zona roja e, incluso, en los últimos días de la Re­
pública? Las reservas ante las influencias nazis acreditan que los
obispos
no daban por bueno todo lo que ocurría en la España
nacional. Queda,
por último, lo de la represión. Siempre me pa­
reció
un hecho lamentable que ensombrece la victoria nacional.
Creo sinceramente que en muchos casos las ejecuciones de la
zona franquista fueron actos de pura justicia para con asesinos
sin piedad. Pero hubo otros muchos casos que también fueron
verdaderos asesinatos. No
se puede matar a una persona porque
fuera alcalde o concejal socialista
de un pueblo o de una ciudad.
O a
un militar por no haberse sublevado. Los "paseos" de los
primeros
días en la zona nacional son tan reprobables como los
ocurridos
en la zona roja. Pero no hubo un silencio generalizado
en una España como lo hubo en la otra. Cita Raguer la alocución
del obispo Olaechea: Ni
una gota de sangre de venganza. Podrían
multiplicarse los casos.
El obispo de Canarias, Pildain, acabó con
los asesinatos
en una trágica sima presentándose él mismo ante
los ejecutores.
El que luego seña cardenal de Santiago, Quiroga
Palacios, entonces párroco de Orense fue el protector de muchos
que veían sus vidas amenazadas. Y así podríamos multiplicar los
casos
de eclesiásticos que perdonando a los asesinos de sus her­
manos o a los correligionarios de esos asesinos intentaron, y en
muchos casos lograron, salvar innumerables vidas. La Carta
469
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGOJIA
colectiva reconoció excesos. Y los reprobó. Aunque hay que
tener
en cuenta que era un documento destinado a dar a cono­
cer al episcopado
de todo el mundo la barbarie y el martirio de
la zona roja y la legitimidad del esfuerzo nacional para salvar a
España del comunismo
por lo que se comprende que no hiciera
hincapié
en otros hechos también trágicos. Lo de la semejanza
del lenguaje de la
Carta con el del discurso de Hitler el 1 de
febrero de
1933 para recabar los poderes absolutos no pasa de
ser
una estupidez de una estúpida alemana.
De Batllori
ya he dicho en alguna otra ocasión bastante y no
quiero insistir. De Carrasco y Formiguera, un politico catalán de
tercera división y católico convencido, creo que el estudio de
Raguer es lo mejor del libro. Investigó seriamente al personaje
y,
su proceso y ejecución posterior en la España franquista, me
parecen lamentables. Y como nunca
he canonizado todas las
actuaciones nacionales no tengo el menor reparo en reconocer­
lo. El juicio sobre el beato Polanco, obispo de Teruel, es mucho
más tendencioso. Llamar Ripio a su vicario general,
hoy beato
con él
en los altares, quiero creer que es un error tipográfico. Su
asesinato no es que estuviera justificado, era obligado. Publicaba
pastorales "incendiarias", financiaba guerrillas contra los rojos,
permaneció en Teruel, no para correr la suerte de sus fieles sino
para animar
la resistencia militar ante los sitiadores ... Cuando
hecho prisionero se le preguntó si había firmado la
Carta colec­
tiva,
respondió que sí, aunque la encontraba poco enérgica y tar­
día.
Qué benevolencia y mansedumbre la de los republicanos
cuando
no le fusilaron sobre la marcha. Porque "aquella carta era
una evidente incitación a la rebelión". Palabra de honor que es
cita literal de Raguer
en la página 236. ¡Una incitación a la rebe­
lión cuando ya hacía más
de un año que estaba todo rebelado y
ya una buena parte reconquistado! Así se escribe la historia ...
El capítulo de Luis Lucia no tenninó trágicamente como el de
Carrasco. Católico como
él, su adhesión a la causa republicana el
18 de julio nos parece más un medio de intentar salvar la vida
que un convencimiento. Porque sus antecedentes le colocaban
inequívocamente
en el otro bando. Afortunadamente no fue eje­
cutado.
470
Fundaci\363n Speiro

HILAR/ RAGUER.-SOBRE LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPAÑA
Las relaciones del Vaticano con la España nacional se van
estrechando.
El terna está bien estudiado aunque desde la par­
cialidad.
Los roces se magnifican y los acuerdos se lamentan. Con
Antoniutti es claramente reticente.
Las grandes figuras para el
benedictino son personajes auténticamente de tramoya aunque
algunos hubieran tenido algún nombre
en otro momento o por
otros motivos. A los españoles de hoy, y me refiero a los que tie­
nen un núnimo de estudios, apenas le dirán nada los nombres de
Joan Vilar Costa, Leocadio Lobo, José Manuel Gallegos Rocafull,
David García Bacca,
José María Semprún Gurrea, José Bergamín,
Angel Ossorio y Gallardo o Ramón Sugranyes de Franch.
Es interesante el estudio de los católicos extranjeros que apo­
yaron la causa de la República
en una actuación mucho más tes­
timonial
que efectiva y que no se contrapone con la mucho más
1nayoritaria de los
que respaldaron la causa nacional. Porque la
Iglesia estuvo, con contadísitnas excepciones con quien tenía que
estar. Por mucho que le pese a Raguer.
Los bombardeos de Barcelona, con su secuela aún no fijada
definitivamente de víctimas, era cuestión que no iba a ser desa­
provechada. Pero la causa roja estaba ya perdida. Y las nego­
ciaciones de paz ya eran imposibles. Como el intento republi­
cano
de reconciliarse con la Iglesia. Que más bien parecía un
sarcasmo. San Manuel de !rujo, al que no le niego catolicismo
personal, era verdaderamente el abogado de una causa perdida.
Y Salvador
Ria!, vicario general de Vida! y Barraquer, persona de
una eclesialidad indudable, tenía sobre sus espaldas dificultades
insuperables. Sobre su actuación suministra Raguer datos intere­
santes.
También sobre la proscripción de Vida! y Barraquer. Pero el
cardenal arzobispo
de Tarragona estaba ya an1ortizado. No voy a
negar yo su
categoría personal y eclesiástica. La tuvo. Y fracasó.
Sus intentos conciliadores, al alimón con Tedeschini, un tipejo de
mucha menos categoria, no consiguieron evitar el desastre. Sus
motivaciones personales, creo que siempre sinceras
y eclesiales,
estaban lastradas por el intento de justificar su conducta anterior
fracasada. Y
por sus recelos, justificados, ante el peligro totalita­
rio y
por el miedo a agravar más la suerte de sus sacerdotes, caza-
471
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO ¡os-P FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA
dos como alimañas en toda Cataluña. Habia pasado su hora. No
es que el cardenal de la
Paz hubiera hecho imposible la paz. Es
que la paz era imposible. No por culpa de Vida! sino porque era
imposible.
Su error, por otra parte comprensible, era haberla que­
rido, estar dispuesto para elloa
no pocas concesiones y silencios,
sin darse cuenta de que eso
no iba a conducir a nada.
No había la menor duda
de dónde estaban sus simpatías. Los
testimonios son irrefutables aunque no proliferen en el libro de
Raguer. Nunca fue
un cardenal rojo. Su catalanismo es otra cues­
tión. Pero tampoco era
un separatista. Sin embargo, las circuns­
tancias le
hablan hecho imposible para Cataluña. Los vencedores
no le iban a admitir. Y seguramente debieron hacerlo. Porque así
como es falsa la imagen del cardenal republicano y conciliador
con los rojos, sobre todo después del
18 de julio, difundida por
los antifranquistas, también lo es la que desde la España nacional
se difundió sobre su persona.
El último capítulo, La Iglesia de la victoria, encierra una gran
verdad por encima del sarcasmo. Claro que la victoria nacional fue
la victoria de la Iglesia. Por una parte dejó de ser exterminada a
sangre y fuego. Y estas palabras
no son una figura literaria sino el
exacto reflejo, que
por otra parte se deduce del mismo libro de
Raguer, de la realidad vivida. Además fue honrada
en las personas
de los sacerdotes y de los obispos, los templos incendiados fueron
reconstruidos, los seminarios volvieron a llenarse, las procesiones
salieron de nuevo a la calle, su doctrina se consideró inspiradora
de la legislación nacional
... Por supuesto que, como toda realiza­
ción hwnana, con imperfecciones. La situación venía condiciona­
da por dos hechos, uno de inmenso peso y, otro, de considerable.
El primero fue el salir de una espantosa guerra civil, cruelísima, en
la que la sangre había corrido a raudales no ya en las trincheras
sino sobre todo
en la retaguardia. Por supuesto que hubiera sido
deseable
un abrazo de perdón entre vencedores y vencidos
-Gomá y otros obispos lo reclamaron-, pero los vencedores
eran hombres y
no ángeles. La represión en muchos casos fue pura
justicia. Con los métodos y las soluciones que entonces
se consi­
deraban de justicia
en todos los países civilizados. En otros fue
pura barbarie injustificada e injustificable.
La mayor parte de sus
472
Fundaci\363n Speiro

HILAR/ RAGUER: SOBRE LA IGLESIA Y LA GUERRA DE ESPANA
responsables habrán dado ya cuenta a Dios de sus pecados. Y no.
deben olvidarse circunstancias atenuantes. No es lo mismo la
represión nacional
de la retaguardia en las zonas en las que triun­
fó en el primer momento el alzamiento: Castilla, Galicia, Navarra,
Canarias
... , donde se asesinó al alcalde por el simple hecho de
haber sido socialista, que la de aquel joven que llegaba a su pue­
blo, o que salía de
un escondrijo donde pasó muchos meses
temiendo por su vida, y se encontraron que· su padre, su madre,
sus hermanos, sus amigos
... habían sido asesinados, en no pocos
casos con honibles muertes. Si, con honibles muertes que fueron
mucho más allá de lo honible que es toda muerte.
El otro hecho que condicionó la victoria, y con aspectos pre­
ocupantes, fue el mimetismo de los vencedores, o de
una parte
significativa de éstos, con los totalitarismos nazifascistas.
Que iba
mucho más allá que el gesto anecdótico e inofensivo de levantar
el brazo.
La Iglesia pronto se preocupó por ello. Y no se puede
hablar, la mejor prueba es que no se habló, de una Iglesia falan­
gista. No la hubo salvo contadas y pintorescas excepciones como
las de
un Fermin Izurdiaga, un padre José Maña de Llanos o un
fray Justo Pérez de Urbel. Mirados con gran desconfianza por los
obispos. Curiosamente el obispo que se manifestó más falangista
fue el joven prelado de Solsona que
terminarla sus años eclesia­
les como cardenal de la Iglesia y paradigma de la ruptura
con el
sistema: Vicente Enrique y Tarancón.
Lo que es indudable es la inmensa alegria de la Iglesia por la
victoria y su identificación
con la misma. ¿Qué queñan? ¿Tristeza
por haber salvado la vida? ¿Pena porque aun hubiera religión en
España? ¿Olvido de los mártires? Era demasiado pedir humana­
mente.
Y, sobre todo, era demasiado pedir eclesialmente. El
mismo Pio XII felicitó a Franco por la "deseada victoria católica
de España". Porque esa fue la realidad
por mucho que le pese a
Hilario Raguer, benedictino, hermano de los benedictinos asesi­
nados de Montserrat, hermano
de los siete mil sacerdotes asesi­
nados de
la zona roja. Que concluya el libro con el desdichado
párrafo de la Asamblea Conjunta es natural
en un sacerdote inso­
lidario con su Iglesia. Con la Iglesia de los mártires y de la victo­
ria. Con
la Iglesia de España.
473
Fundaci\363n Speiro