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Número 405-406

Serie XLI

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Mario Soria: Chateaubriand o un espíritu incorrecto

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Mario Soria: CHATEAUBRIAND O UN ESPÍRITU
INCORRECTO(')
El cuarto volumen de la sección "Biographica" de la Editorial
Criterio,
en la que Carmelo López-Arias está prestando un extra­
ordinario servicio a la cultura y a la religión, aunque lamenta­
blemente pase
aún bastante desapercibido, presenta ahora la
inmensa y discutida figura
de Fran~ois René de Chateaubriand,
vizconde de Chateaubriand (1768-1848), cumbre cimera del
Ro­
manticismo y testigo y protagonista de una de las épocas más agi­
tadas y apasionantes de la historia universal. Y de cuyas aporta­
ciones aún somos deudores.
Felicísimo el encuentro del biografiado con su biógrafo. Que
evidentemente no se ha producido cuando este último tomó la
pluma para escribir las largas páginas que ahora presentarnos.
Tan oceánico personaje bien se merecía un oceánico estudio.
Lo ha encontrado. Porque es dificil tropezarse con alguien de tan­
tos conocimientos y tan bien estructurados como Mario Soria.
Históricos, filosóficos, religiosos, literarios, artísticos ... Casi nada
le es ajeno. Quien ha leído sus enjundiosos estudios sobre diver­
sos temas bien lo sabe.
Y, sobre todo, quien ha conversado con
él sobre casi todo lo divino y lo humano. Porque
un punto de
abulia displicente le hace rehuir llevar al papel todos sus inmen­
sos saberes.
Con excelente acuerdo ha rehusado escribir una biografia al
uso del vizconde francés. Son vaiias las que existen y poco apor­
tarla una nueva. Aun así la escribió. En apenas quince páginas,
las de
una tabla cronológica, modelo de síntesis y de saber. Esa
es la biografia de Chateaubriand.
Las páginas restantes son una
inteligente interpretación de su pensamiento y de su vida, de sus
éxitos y sus fracasos, de sus creencias y de sus lealtades.
Y, al
mismo tiempo, de la época, de la religión, de la política, de la
(•) Criterio Libros, Madrid, 2001, 484 págs.
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literatura ... Por eso el estudio excede con mucho a la persona.
Mil lecturas, mil saberes, afloran en las páginas del trabajo, esci­
tas además en un castellano espléndido. Veinticuatro páginas de
indice onomástico
dan cumplida referencia de lo exhaustivo de
la investigación, refrendada con innumerables notas a pie de
página.
La consideración sobre el catolicismo del vizconde me pare­
ce definitiva. Pecados, sí
-quien esté libre de pecado que tire la
primera piedra, y no lo estaban Courier, Bourget o Saint-Beuve--,
pero profundamente, convencidarnente, católico. Lás observacio­
nes de Soria son, una vez más, acertadísimas: "Porque a veces se
cuidan mucho los incrédulos de la consecuencia religiosa y se
arrogan
la función de expedir credenciales de cristianismo. Excu­
sado es decir
que la coherencia es lo debido; pero la vida se pre­
senta a menudo como batiburrillo
de contradicciones" (pág. 43).
Porque "pretender que tienen los cristianos
que ser perfectos por
el mero hecho de creer, de modo que, si no lo son, cabe tachar­
los
de hipócritas, de falsos creyentes, sin ténnino medio" (pág.
44) sí
que es utópica hipocresía. No fue un santo, ciertamente
-"Soy cristiano sin ignorar mis debilidades" (pág. 33)-, pero no
cabe dudar de su catolicismo. El no dudaba: "Me sentaré al borde
de la fosa y descenderé audazmente, crucifijo en mano, hacia la
eternidad" (pág.
57).
No podemos dar cuenta de todos los testimonios que Soria
aduce a este respecto.
El lector los hallará en las páginas del libro.
Concluyamos este punto
con las siguientes palabras del biógrafo:
"No fue pecador intelectual el vizconde, sino carnal, consciente de
sus culpas, de que debía arrepentirse y necesitaba
la intercesión
delante de Dios, como le recordó la abnegación
de su sobrino
Cristián, jesuita
en Italia. No transformó sus pecados en virtud, ni
se jactó de ellos, ni intentó cohonestarlos. Contradictorio, como
todos los hombres, o más
que la mayoría de ellos precisamente a
causa de su genio, exaltó el cristianismo y fue adalid de
una liber­
tad que él quería sometida
al primero, que no fuera fin en sí
misma, sino medio para lograr el bien, tal como siempre la
ha
considerado la Iglesia, y lo es por naturaleza" (pág. 73).
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Gran viajero, por obligación unas veces y por devoción otras,
dedica Soria bastantes páginas a esta andadura de Chateaubriand.
Perfectamente, y cultamente, analizados esos viajes, confieso
que
es lo que menos me ha interesado del libro. En algún punto se
notan las preferencias o los desamores del comentarista. Y en
Tierra Santa el catolicismo del vizconde (págs. 111-113).
El genio del cristianismo es, sin duda, la obra que le elevó a
la cumbre de
la gloria y en ella vio la Iglesia, que acababa de salir
de las burlas ilustradas
-Voltaire, Diderot, D'Alembert ... - y del
baño de sangre de la Revolución, la exaltación de su ser y sus
valores. Ella le incluyó, entonces· nemine discrepante, entre los
católicos,
en un puesto de honor entre los apologistas de la
Iglesia. Mario Soria la analiza cual
un biólogo ante el microsco­
pio (págs. 131-227). Cien páginas minuciosas
que rebosan los
múltiples saberes del analista.
El juicio es totalmente positivo
teniendo
en cuenta la personalidad y los saberes del vizconde, la
época en que se escribió, los gustos de entonces ... Como dice el
comentarista, "obtuvo extraordinario éxito una obra que demos­
traba a la vez la belleza y la verdad del cristianismo, llegándose
a recomendar su lectura junto a
la de los Evangelios y del Kempis.
Casi universal se levantaba, pues,
la alabanza. Se citaba al autor
desde el púlpito,
en compañía de los Padres de la Iglesia, y la
Academia Francesa lo comparaba con Pascal, Bossuet y San
Agustín" (pág. 135). El mismo Pío VII quedó encantado, y de ello
dio pública muestra,
con la obra de Chateaubriand (pág. 136).
Aunque, como muy bien dice Soria,
no fue El genio del cristia­
nismo flor ocasional en el jardín del vizconde, porque "defensor
del cristianismo es Re nato en muchas de sus obras, por no decir
en todas, se preocupa de patrocinar la religión, sea expresa y
extensamente, sea de paso, cuando se ofrece la oportunidad de
romper una lanza
por aquélla" (pág. 131). ¡Ay si la Iglesia hubie­
ra tenido muchos Chateaubriand! Aquella primavera que se augu­
raba con las Restauraciones habría dado muchos más frutos. Pero
no se puede culpar por ello a aquel noble en todos los sentidos
de la palabra, que había nacido
en Saint-Malo hacía poco más de
treinta años.
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No se crea, por lo expuesto, que el comentarista suscribe to­
das las afirmaciones del vizconde. La crltica, artística o literaria, es
constante y, a mi entender, acertada. Pero ello no obsta al juicio
fundamentalmente positivo
de la obra cimera de Chateaubriand .
. Concluida la lectura de este extenso e intenso capítulo a
uno
le cabe la duda de cuántos españoles de hoy podrán leerlo
sabiendo a quién se refieren autor y comentarista. Aunque
la
ignorancia reinante no debe hacer que sólo se escriba para igno­
rantes. No digo yo
que sobren las obritas que desde un nivel ele­
mental se dirijan a elementales. Sobre todo
si levantan algo la
cota intelectual del ignaro lector y mejoran su estulticia. Pero es
preciso advertir que aquel
que no sabe nada se enterará muy
poco del
libro de Soria. Lo disfrutará, en cambio, quien tenga
algunos conocimientos
de la época. Y los aumentará muy consi­
derablemente. Uno termina esta lectura abrumado
por los conocimientos del
comentarista y con deseos de saber más. Tendré que preguntar­
le
por la "pestilencia" que deriva del cardenal Cayetano y de
"ciertos teólogos de la Compañía de Jesús" a partir del siglo
XVI
(pág. 225). Estoy seguro que me dará una respuesta inteligente y
brillantísima. ¿También convincente?
Menéndez Pelayo
no le entendió. Pero tampoco vamos a
defender aquí, desde nuestra inmensa admiración
por el santan­
derino, la infalibilidad de aquel otro
gran apologista que fue
nuestro egregio historiador. Sin el menor problema estamos dis­
puestos a reconocer su equivocación.
No voy a entrar en el comentario a las novelas de Chateau­
briand. No
he leído ninguna y mucho me temo que, por mucha
vida que Dios quiera concederme, no las leeré. Tampoco es un
capítulo extenso en el libro de Soria (págs. 229-280). Valga,
pues, lo que él dice. Que lo ha estudiado. Nunca me ha preo­
cupado la cñtica literaria, aun reconociendo su iinportancia, por
lo que lo que pudiera añadir a su comentario seria pura osadía
por mi parte.
Si el vizconde fue un más que notable literato no ocupa un
puesto inferior en la política de su época. Soria, que omite sus
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puestos iniciales y de aprendizaje en la diplomacia napoleóni­
ca,
de la que le apartó el asesinato del duque de Enghien, nos
da esta relación: "ministro en Suecia, caballero de San Luis,
ministro del Interior provisional,
par de Francia, miembro del
consejo privado del rey y caballero de la legión de honor, ple­
nipotenciario
en Berlín, embajador en Londres, delegado en el
congreso veronés, ministro de Asuntos Exteriores, embajador
en Roma. En agosto de 1829, cuando se forma el gobierno del
príncipe Julio de Polignac, deja Chateaubriand la embajada
romana. Un
año más tarde, para no jurar fidelidad a Luis
Felipe,
abandona su sitial vitalicio y hereditario del senado"
(pág. 289).
Y
como bien dice, "tal enumeración (. .. ) de cargos no su­
pone un tranquilo cursus honorum, sino, a la inversa, actitudes
a menudo díscolas por patte del escritor y la hostilidad de la
corte: discrepancias
con el gabinete correspondiente, criticas
en la prensa, destitudones1 renuncias, enemistades, celos, anti­
patías, suspicacias, oposición sistemática
al ministerio gober­
nante, lo mismo en tiempos de Luis XVIII que de Carlos X"
(pág. 289).
Soria califica al político como "conservador
critico" (pág.
289) y
pasa a estudiar sus actuaciones y, sobre todo, su pensa­
tniento, en base a las obras de carácter específicamente político
que escribió o a los discursos que pronunció en el Senado. Su
antinapoleonismo, su fidelidad a la rama primogénita de los
Boróones, por encima de la personalidad de sus príncipes, acre­
ditada
en los dos exilios, el napoleónico y el de Luis Felipe, y a
costa de la pobreza personal, su importante intervención
en el
Congreso
de Verana, tan favorable a la España de los Barbones,
su decidido apoyo a la aventura militar francesa
de los Cien Mil
Hijos de San Luis ... Fue una estrella de primera magnitud en la
Europa de la época, respaldando siempre, como Metternich, las
políticas conservadoras,
si bien en Chateaubriand se aprecia
mucho menos absolutismo y más vigor de pensamiento. Su carta
a Guilleminot ante el cerco
de Cádiz, insistiendo en el bombar­
deo de la ciudad, revela perfectamente su concepción de la
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Monarquía: "Espero que no os asuste la necia idea de que pueda
una bala alcanzar al rey. Deseo que no le pase nada malo; pero
después de todo, se trata de la realeza y un rey no es más que
un general en tiempo de guerra. El debe aniesgar su persona, ya
que uno no consiente en morir por él, sino a condición de que
también él morirá por el bien de sus súbditos cuando hiciere
falta. Con tales temores y pusilanimidades
no se hace nada"
(pág. 330).
El "liberalismo" de Chateaubriand fue aducido por algunos
-muchos más -le llamaron "reaccionario", "ultramontano", "cleri­
cal" ... -y Soria analiza extensamente la cuestión llegando a una
conclusión totalmente negativa. Con la que estoy de acuerdo. El
excurso que hace sobre Maurras parece excesivo. Excesivo sobre
todo por el espacio que le dedica. Que el mediterráneo no sim­
patizaba con el atlántico resulta evidente.
Que la influencia del
provenzal condicionara a algunos de sus influenciados es muy
posible y
en algún caso parece irrebatible. Pero sorprende dar
tanta cancha
en este tema al político y escritor de Martigues. Si
bien, una vez más, con derroche de erudición polifacética. Sola­
mente
una levísima matización respecto a la condena de la Ac­
ción Francesa. Cierto que en tiempos de San Pio X se había con­
siderado, pero el Pontifice
no la creyó conveniente. Y Pío XII la
levantó. Pero se trata de una cuestión accesoria que ciertamente
se pudo dilucidar en muchas 1nenos líneas. Esa es, al menos,
nuestra opinión. Reconociendo, por supuesto, que todo escritor
da importancia a lo que cree que la tiene y escribe lo que le da
la gana.
Lo verdaderamente importante es la conclusión de Soria
exculpando absolutamente al vizconde de la tacha de liberal.
Suscribo íntegramente -o casi, pues calificar a Rosmini como
"uno de los mayores filósofos europeos" excede a mis elemen­
tales conocimientos filosóficos-la tesis del autor a este respec­
to encerrada
en tres páginas brillantes (págs. 362-364). Brillantes
como todas las del libro.
Las relaciones, malas, de Chateaubriand con los dos monar­
cas de
la rama primogénita, Luis XVIII y Carlos X, son estudiadas
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con detenimiento y la erudición acostumbrada asi como su exo­
neración
--expulsión-del ministerio. Todo lo que dice de nues­
tro Villaurrutia me parece acertadisimo. Y otra leve reserva. Piensa
Soria
que tal vez se equivocara nuestro hombre al no aceptar las
ofertas de
Luis Felipe y al separarse irremisiblemente de la nueva
situación. Porque cree que hubiera podido influir decisivamente
a favor de la causa católica
que estaba por encima del rey derro­
cado. Co1no no ocurrió, no lo sabemos. Pero no veo yo a Luis
Felipe, rey de los franceses, propicio a dejarse influenciar por las
ideas católicas de Chateaubriand. Según Maurois, como
en 1804,
volvió a elegir
en 1830 "el honor y la pobreza" (pág. 416). Es al
menos un her1noso epitafio.
Y el libro de Soria es un hermoso libro. Quizá su título más
adecuado fuera
el de Consideraciones sobre Chateaubriand. Eru­
ditas y amplisimas consideraciones sobre Chateaubriand.
Que
nos aproximan a un personaje que no merece ser olvidado.
Como católico, como político, como literato, como historiador ...
Quien lo lea terminará sabiendo mucho más. Sobre la persona y
su época. Y sobre otras muchas cosas.
FRANCISCO FERNÁNDEZ DE LA ÜGONA
Álvaro d'Ors: BIEN COMÚN Y ENEMIGO
PÚBLICO<')
¡Deslumbrante! Tal es el calificativo primero que me vino a la
cabeza al terminar la lectura de este nuevo y breve trabajo de
Álvaro d'Ors. Deslumbrante
por la precisión y encadenamiento
lógico de los razonamientos;
una lógica a la que bien cabe defi­
nir como la definió don Antonio Maura en su Discurso de ingre-
(+) Colección "Prudentia Iuris", Ed. Marcial Pons, Madrid-Barcelona, 2002,
100 págs.
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