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Número 405-406

Serie XLI

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José Luis Molina Martínez: Anticlericalismo y literatura en el siglo XIX

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Hegel-Straus. Lo que es determinante, en la fe, para la primera
posición
no es el Cristo histórico, real, sino su idea" (ibídem).
En el Crista de la fe, lo importante na es Crista, sino la fe del
hombre.
Es, pues, puro inmanentismo. De ahí que prácticamen­
te termina la exposición filosófica, pasa a documentarla
en el
periodo esrudiado
en Del Noce -Gnasis y modernidad en
Augusta del
Nace (págs. 183 y sigs.)-y excurso sobre la tran­
sición
culrural en la cristiandad, Erasma: error de perspectiva
(págs. 139 y sigs.). Interesante, pues indica el nacimiento de algo
bueno en sí, pero que comportaba el peligro de desequilibrio
con las fatales consecuencias que se han seguido: el humanis­
mo cristiana con la doble tentación de materialismo o de un
espirirualismo desencarnado, la fuga platónica de la locura del
mundo (págs. 194 y sigs.) que terminan con el fracaso de una
perspectiva (págs. 194 y sigs.) a la que terminará oponiendo un
diálaga can Massima Cacciari: O una Presencia a la mística
(págs. 200-final).
ANTONIO SEGURA FERNS
José Luis Molina Marünez: ANTICLERICALISMO
Y LITERATURA
EN EL SIGLO XIX'''
Se ha puesto de moda el esrudio del anticlericalismo. Recien­
temente he leído el tomito
de Ayer, a cargo de Rafael Cruz (1997),
el todavía de menos páginas del jesuita Revuelta (1999) y el ya
más voluminoso coordinado por Emilio La Parra López y Manuel
Suárez Cortina (1998).
Y, ahora, el que paso a comentar. Parece
mucho anticlericalismo para
tan pocos años. ¿Será una epidemia?
¿De lo que hay en el corazón habla la boca?
No tenía noticias de este autor que
por la bibliografia veo
tiene varias publicaciones literario-religiosas de carácter. local.
C--) Universidad de Murcia, Murcia, 1998, 402 págs.
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Concretamente murciano. Este libro es general pues se refiere
a toda España. Y sus presupuestos ideológicos son claros. "De
no haberse llevado a cabo esta alianza (entre el Altar y el
Trono), ni la connivencia del clero con los opresores del pue­
blo, ni la oposición de la Iglesia al progreso, no se habrfa pro­
ducido elanticlericalismo moderno" (pág. 15). Pues
empeza­
mos bien.·
Bastantes de los anticlericales fueron curas renegados que al
no poder _conciliar concubina y ministerio optaron por dejar la
Iglesia y arremeter contra ella. Sin duda, la culpable debió ser
también
la Iglesia por empeñarse en el dichoso celibato. También
contribuyó a ello
la existencia de los frailes, "quienes gozan de
mayor impopularidad y son criticados por todos los estamentos
desde tiempos inmemoriales" (pág. 22). Clara culpa de la Iglesia
por no haber suprimido a los frailes. Que, a mediados del si­
glo XVIII ya no los aguantaba nadie (pág. 23). Pues no son esos
los datos
que nos suministra la historia. Ni tampoco los que nos
da Molina. Claro que si tenemos en cuenta que "coincidiendo con
la subida al solio pontificio de León XIII, el mismo clero intensi­
fica la campaña
en contra del celibato sacerdotal iniciado desde
la prensa masónica y librepensadora" (pág. 30), podemos escri­
bir cualquier historia.
"La primera novela anticlerical que circula en el siglo XIX es
Cornelia Bororquia" (pág. 57). Una deleznable novela antiin­
quisitorial escrita
por un clérigo renegado que terminó siendo
ejecutado
por los patriotas en la guerra contra el francés. Como
obra literaria es pésima y
ni siquiera Molina se atreve a ensal­
zarla mucho. Después se
ocupa de Blanco White, también clé­
rigo renegado.
Es persona demasiado conocida como para que
insistamos en él. Y Juan Antonio Ilorente, de quien podemos
decir lo mismo. Asi como de Gallardo. Los comentarios del
autor
son elementalitos. Algo más elaborados los de Gutiérrez y
Gallardo.
El reinado de Fernando VII lo comienza con una afirmación
pasmosa: "fue
una revolución liberal la que repone al monarca"
(pág. 88). Desde luego,
una revolución tan liberal que lo prime-
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ro que hizo, cuando Femando llegó a España, fue reponerle en
sus derechos absolutos. En medio de un clamor popular indes­
criptible. Pero el autor encontró
un folleto de un periodista anó­
nimo
que decía lo contrario y se lo creyó. Menéndez Pelayo está,
naturalmente, muy superado, pero ese periodistilla es el oráculo
de Delfos.
De la época femandina -también fue femandina la anterior
desde el motín de
Aranjuez pero no haremos de ello casus beJJJ-,
estudia a Bernabeu, otro clérigo jansenista; a Villanueva, !dem de
!dem; a Miñano, cura renegado y amancebado; a Clararrosa,
!dem
de !dem; a Puigblanch, jansenizante también, siempre al modo
del jansenismo hispano magistralmente definido
por el egregio
santanderino
al que estos mindundis se empeñan en vano en
minusvalorar; a Valentín de Llanos, el segundo seglar de esta
nómina; a Matías Vinuesa, clérigo tradicional
que no sabemos
qué pinta en esta historia y al absolutista Ostolaza que tampoco
de anticlerical
ten!a nada.
El reinado de Isabel II prácticamente se inicia con la "matan­
za de frailes". Y este genio nos descubre que tal hecho "tiene
un significado anticlerical" (pág. 134). Confieso que no me
habla dado cuenta de ello hasta que Molina me lo descubrió.
¿Y yo que me crefa que era un grandioso acto de culto sólo
comparable a la procesión del Corpus
de Toledo? De esta
época se ocupa de Vicente Salvá, Joaqu!n del Castillo Mayone,
Juan Garda de Villalta, Eugenio de Ochoa y Antonio Gil de
Zárate. Todos glorias insignes de nuestra literatura. Balmes,
Donoso y Aparisi Guijarro comparecen para llenar páginas
pues
nada tienen que ver con el anticlericalismo. José Somoza, que
algún mérito sí había contraído, es apenas citado como Roballo,
Rodríguez, Riera y Comas, Baralt, Fernández Cuesta, Pastor
de
la Roca, Bofarull, Letamendi y algún otro. También casi todos
glorias de nuestras letras.
La "Gloriosa" le da ocasión de rozar el krausismo, con men­
ción de nuevos curas renegados: Fernando de Castro, Hernández
Ardieta, Barnés, García de Mora, Miras, Sala y Villaret. Barnés,
por sus orígenes murcianos, es el estudiado con más deteni-
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miento. Mención, de refilón, a Aguayo, el Padre Cabrera, Alonso
Marselau, Simó y Soler, Fernández Chacón, Sánchez Meneses,
Palomares, Celedonio Martínez, Fray Pablo Sánchez, Calderón
...
Los abarraganados no son la excepción.
El antijesuitismo de Miguel Mir y de Pey-Ordeix, común en
ambos no autoriza a hacer jesuitas a los dos. Porque Pey nunca
la fue pese a lo que asegura Malina (pág. 249). Clúes, Lozano
(Demófilo),
Odón de Buen y Nakens son ya la culminación del
anticlerismo más grosero. Baste citar como
prueba irrefutable Las
Dominicales del Libre Pensamiento y El Motín. La referencia es
superficial.
El P. Corbató nunca fue anticlerical sino todo lo con­
trario, aunque algún libro suyo terminara
el el Índice.
López Bago, Amorós (Silverto Lanza), Sawa, Ruiz Contreras,
Blasco Ibáñez, Pérez Gutiérrez y
Fe1Tándiz -el estudio sobre
este último, otro cura abarraganado, es lo mejor del
libro-, cie­
rran el elenco del anticlericalismo encontrado
por Malina en el
siglo
XIX. Pobre elenco. Triste elenco.
A las reservas que
ya hemos señalado debemos añadir gro­
seros errores en el autor a lo largo de todas las páginas. Hemos
encontrado, y seguro que habrá más, los siguientes: A Luis Gutié­
rrez, autor
de Cornelia Bororquia, lo hace exdominico (pág. 67),
el Diario de Sesiones de las Cortes (VII, Madrid, 1870, 5.276) nos
dice
que era trinitario calzado. Confunde al obispo de Segovia,
José Antonio Sáenz
de Santa María, con su sobrino, que lo fue de
Lugo y Cartagena, José Antonio Azpeitia y Sáenz de Santa María
(pág.
78). Hace al diputado gaditano Simón López, obispo de
Orihuela, cuando no lo será hasta 1814, una vez disueltas las
Cortes (pág. 79). Parece
que no es mucho su conocimiento sobre
los diputados
de Cádiz pues a Manuel Freire Castrillón le llama
Antonio (pág. 79) y dice
que "Villanueva se habla dado a cono­
cer
por las Gaitas de D. Roque Leal' (pág. 96). Joaqum Lorenzo
Villanueva se había dado a conocer
por muchas cosas cuando
llegó como diputado a Cádiz pero
no por esas Cartas que son del
Trienio.
Es de aurora boreal afirmar del mismo diputado que "los
ilustrados y los josefrnos del exilio tampoco lo acogen, al princi­
pio, con mucha simpatía, al recordar sus posturas conservadoras
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en algunos puntos en el inicio de las Cortes de Cádiz" (pág. %).
Fue una de las principales cabezas del partido liberal en las
Cortes
por lo que sus veleidades ultra-absolutistas anteriores esta­
ban más que perdonadas. Sus discrepancias con algún otro ilus­
tre exiliado
eran personales y literarias y no políticas. De Clara­
rrosa dice
que fue encarcelado "a finales de 1821" (pág. 120) y "a
comienzos
de 1822" (pág. 109), si bien parece que sólo lo fue en
una ocasión. Llama a Natanael Jomtob, Natanael Jombton (pág.
121),
aunque en la página 59 habfa escrito correctamente el nom­
bre. Dice
que Valentm Llanos nació en 1785 y murió en 1885
(pág. 123). Llegar a centenario
no es común, pero posible. Sin
embargo,
Janke dice que nació en 1795, con lo que moriría nona­
genario, edad a la que tampoco llegaba todo el mundo. No quie­
ro decir con esto que el acertado sea Janke, sólo señalo la dis­
crepancia.
Afirma que el cura Vinuesa fue fusilado (pág. 126). cuando
las historias no narran de ese modo su asesinato en las cárceles
liberales.
Al "significado anticlerical" de las matanzas de frailes
(pág. 134),
ya nos hemos referido. ¿Cuál es el derrocamiento de
Luis Felipe Napoleón? (pág. 143). Llama al conde de Mon­
temolín,
conde de Miramolfn (pág. 171). ¿Seria el hijo de Don
Carlos un invasor musulmán? Por aquello del Miramamolín.
Llama al egregio
obispo de Lérida y Barcelona y arzobispo de
Tarragona, José Domingo Costa y Borrás, J. Domingo y Costa
(pág. 174),
con lo que no es arriesgado pensar que nada sabía
de uno de los obispos más ilustres del siglo. Hace a Aparisi y
Guijarro "representante del tradicionalismo carlista" (pág. 175),
antes de serlo. Dice
que Alguacil fue obispo de Murcia en 1877
(pág. 177), y
es de la región de la que más sabe, cuando cree­
mos
que lo fue en 1876. Afirma que en la "Gloriosa", González
Bravo "aplica la ley
de fugas" (pág. 192), cuando todo el mundo
sabe que dicha revolución le arrojó del poder. Llama a Lloréns
y Barba, Llore! y Barbá (pág. 203) y creemos
que, además, se
equivoca en sus fechas. Dice que Antonio Sánchez Meneses
abjuró
en 1877 (pág. 239). Ciertamente abjuró en 1871. ¿Volvió
a hacerlo
en 1877 o es otro error? Nunca había oido hablar del
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"intento de implantar a Carlos VII a la fuerza en el trono por el
obispo de Oviedo Martínez Vigil" (pág. 244).-El ovetense era un
dominico más bien dinástico como fiel discipulo de su herma­
no de Orden fray Ceferino González. Era además creatura de
Alejandro Pida!. Nada le
hace sospechoso de carlista. Y menos
por la fuerza.
Llama a Carlos
Luis Alvarez, Cándido, Luis Alvarez, Cándido
(pág. 244). Afirma que "los liberales del
XIX hacen lo mismo (que
los absolutistas del
XVIII, expulsando a los jesuitas) en 1820, a tan
sólo doce meses de su regreso de Italia" (pág.
247), cuando ha­
blan regresado bastante antes. Y como los jesuitas no son su fuer­
te añade
que "regresan al final del Trienio y vuelven a ser expul­
sados
en 1868" (pág. 248). Como si Toreno no hubiera existido y
no los hubiera expulsado en plena minoría de Isabel 11. Y ya
hemos dicho
que hizo jesuita a Pey Ordeix, que nunca lo fue
(pág.
249). También afirma que el P. Miguel Mir reingresó en la
Compañía de sus odios (pág. 252). Con lo
que me imagino que
se habrán revuelto
en la tumba los huesos de Mir y los de todos
sus ex-hermanos
de entonces. Como al afirmar que la Historia
interna del ex-hijo de San Ignacio
no e.s una obra antijesuítica
(pág. 252).
Fecha la Historia
de la masonería de Vicente de la Fuente en
1933 (pág. 256), cuando hay una edición muy anterior. Asegura
que El Siglo Futuro "fue amonestado e incluso anatematizado en
ocasiones" (pág. 296). Ciertas las amonestaciones, hubo obispos
que lo prohibieron en sus seminarios o a sus sacerdotes, pero
más
por la vía indirecta de no nombrarlo entre los periódicos que
podía leer su clero, sin embargo, el anatema es algo mucho más
serio
que no tengo noticia se hubiera producido. Desde luego, en
el Índice no estuvo nunca. Hace a Pozuelo y Herrero, obispo de
Plasencia, de donde nunca lo fue y le llama Pedro, cuando se lla­
maba José (pág. 313).
Son muchos errores. Y bastantes, garrafales. Creemos
que por
todo lo expuesto, el lector podrá hacerse idea del libro.
FRANCISCO JOSÉ FilRNANDEZ DE LA CIGORA
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