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Número 405-406

Serie XLI

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Discurso de Antonio Sánchez [San Fernando 2002]

CRÓNICAS
Santo Domingo, o la protección de los desvalidos, como de San
Nicolás.
Y, naturalmente: los ojos de la fe cristiana de los musulmanes
que
él atrajo a la Iglesia; como aquel rehén hijo del rey de Baeza,
que
se bautiza con el mismo nombre del Rey, tal vez su padrino,
Fernando Abdelmón, que
es luego uno de los pobladores de
Sevilla.
¡Pescador de hombres! También a nosotros
nos sigue pescan­
do, año tras año, que, con su protección, emulamos su vida, y
dedicamos también
este aspecto de nuestra vida a tan preciosa
actividad. Abrimos vistas, damos luz, defendemos principios sobre
los que se asientan con firmeza piedras y piedras, también
vivas,
de esa civilización cristiana, que es, con San Pío X la Ciudad
Católica que propulsamos.
Ese es nuestro afán. ·speiro", sembrar
es nuestra obsesión.
Y como
"si el Señor no edifica la casa en vano se afanan los
que la edifican", desde
aquí clamamos al Cielo un año más, para
que Dios tenga consigo a los amigos que
ya nos deyaron, y llene
de bendiciones a los que aquí nos animan, nos ayudan, nos oyen
y conviven en esta tarea con nosotros.
Siga siempre protegiéndonos Cristo, que es nuestra piedra
angular, por los megos de nuestro glorioso Patrono que es San
Fernando.
DISCURSO DE ANTONIO SÁNCHEZ
l. Las palabras que voy a dirigiros han sido escritas con la
negra tinta del
dolor, y van a ser pronunciadas con el metal
broncíneo
de la pena. La vida, que, preñada de bienes, con
tantas alegrías nos envanece, se encarga también de hacer bro­
tar en las márgenes
de nuestra vía espinosos abrojos que nos
recuerden Jo penoso y fugaz de nuestro tránsito, solo aligerado
por el prado ameno
-la Santísima Virgen en la celebrada ima­
gen de Berceo-en que el romero viador encuentra algún solaz
y esparcimiento.
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CRÓNICAS
Me permitiréis la licenda de comenzar mil humildes palabras
de este modo, hoy. el día en que conmemoramos la muerte de
Fernando III el Santo, a quien tenemos por patrón
de nuestras
actividades y afanes apostólicos, cuando apenas
han transcurri­
do veinticuatro horas desde que se Je diera tierra -tierra que,
tomando la sentencia latina, ha de serle leve-a una madre da­
risa franciscana, madre Sagrario, monja andaluza y santa de
blanca toca y sonrisa de eternidades, que, entre los geranios y
jazmines
de la dausura, ha sido lumbre espiritual de toda mi
familia y de mí mismo durante los últimos quince años -y que
vosotros, amigos de la Ciudad Católica, y más que amigos fami­
lia, familia en la verdad romana y única,
me permitiréis de segu­
ro que llore con cariño,
coniiado en vuestra comprensión y vues­
tra benevolencia.
Y
es que ayer; cuando sonaban en mi imaginación a duelo
las conventuales campanas de Baeza, dando sin duda entrada
en
el coro de los bienaventurados a la monjita de que os hablo,
me sonaron también en el magín los agudos timbres del viático y
aun el golpe seco con que cayó de hinojos nuestro Santo Rey
Fernando cuando, sintiéndose
morir; hace hoy setecientos cin­
cuenta años, saltó del
Jecho para adorar al Rey de Reyes, dicien­
do con profundo acento: "estoy en presencia de Dios, y ante Él
sólo cabe una actitud, postrarse y adorarle". Así nos Jo ofrece el
célebre cuadro de Al(jandro Ferrant, Última comunión de Fer­
nando III el Santo, despojado de los emblemas reales, vestido con
grosero saco y con una cuerda atada
al cuello, el crucifijo entre
las manos, pudiendo afirmarse con
Jorge Manrique que, acatan­
do en esto como en todo la divina voluntad, dió el alma a quien
se la dió.
2. Permitidme que me extienda un punto en estas reJJexto­
nes. En un enjundioso cuento de juventud, el granadino Pedro
Antonio de Alarcón nos presenta a la muerte personificada,
mas
no ya con la guadaña igualadora y la cruel sonrisa con que la
dibuja Quevedo en
Los sueños, sino que se trata de una muerte,
por católica, serena; una muerte que forma parte
de la vida, y
que
no decide su actuación por sí, sino que obedece al divino
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CRÓNICAS
Criador, que, como dice el psaimo, es quien da la muerte y da la
vida, / hunde
en el abismo y levanta; / da la pobreza y la rique­
za, / humilla y enaltece. Mueite tranquila y consolada, ansiada
y esperada
de Teresa de Jesús, vencida y humillada por el leño
levantado de la cruz. ¡Qué
l(ljOS de ese otro dejar de ser, en la sole­
dad teIIible del existencialismo, cantado por Sartre y por Camus!
Muerte buena y santa la de San Fernando; y la de
mi monji­
ta madre Sagrario, par(lja a la que del de Loyola nos relata Rlva­
deneira; como la de
mi Cristo de la Buena Muerte, que muere
entre púrpura en la villa baezana que el Rey Santo cobró
al in­
fiel; o como la de aquel otro, escurialense y lívido, de escurridas
guedejas, escondido en
una de las capillas del monasterio que
Felipe II quiso para centro de su Católica Monarquía; o felicísima
muerte, en
fin, como la del Crucificado navarro que al morir son­
ríe, como triunfando sobre los esqueletos murales de la capilla
donde el
divino impaciente, como nos Jo pinta Pemán, se propu­
so conquistar un continente para Cristo, de remotas y selváticas
regiones.
La Iglesia necesita muertes santas. No sólo porque, en virtud
del dogma de la comunión de los santos, la Iglesia militante de la
tierra recibe de Dios la gracia multiplicada por las oraciones de
aquella otra Iglesia triunfante y
celeste, sino también porque, en
último término, la muerte recapitula
Jo vivido, y una mueite
santa suele ser, en fin, el galardón y el testimonio de una vida
santa. La Iglesia necesita ancianidades ilusionadas. Ilusionadas
como la vejez de
mi monjita, que tanto esperó el último impulso
al proceso de beatificadón de su hermano, y que tanto sonrió al
escuchar mi humildísimo ofrecimiento de ayuda, ayuda que su
muerte, Dios mediante, no ha de impedir. Vejez ilusionada como
la de San Fernando, que
no contento con ganar para Cristo y
para España gran parte
de la tierra más cara a María, que es la
Andaluda, se ocupaba en los preparativos de una campaña para
cruzar el azulado Estrecho y conquistar África, cuando
Je atacó
la hidropesía de que habría de morir, enfermedad que
ya Je habla
postrado en otras ocasiones pero que
no Je impidió soñar con tan
ambicioso apostolado. Ilusionada senectud,
en fin, desgastada en
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CRÓNICAS
Cristo, la del Papa. La de nuestro Papa santo de Roma, Juan
Pablo
IL dispuesto a seguir espardendo la semma de la Fe verda­
dera
en nuevos e insólitos viajes para que el orbe sea uno. Presto
aún a llegar induso hasta la Rusta, incomprendido de los hom­
bres pero agradable al Padre, ante quien ha de presentar por
prendas de amor, como
un nuevo San Frandsco Javier, sus pies
llagados por las sandalias de Pedro
y sus brazos fatigados de
cristianar.
3. Y es que a la tarde seréis juzgados en el amor, escribe San
Juan
de la Cr.uz desde los claustros de Úbeda, ganada también
por San Fernando,
una docena de años antes de derribar la
media
luna y de erigir la cr.uz sobre la arrogante montaña que se
enseñorea sobre mi Santo Reino de Jaén. Y a ese juicio de amor
hemos de encaminarnos todos cuantos formamos, aunque indig­
namente, para restaurar su reinado social en los reales
de Nuestro
Señor, Quien nos exhorta a través de San Ignacio: "Mi voluntad es
de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar
en la gloria de mi Padre; por tanto quien quisiere venir conmigo
ha
de trabajar conmigo, porque siguiéndome en la pena, también
n1e siga en la gloria".
Este es el trabajo de la Ciudad Católica al que somos llama­
dos, y en relación al cual seremos examinados en el amor cuan­
tos compartimos
una especial vocación intelectual de apostolado;
y ello, porque hemos recibido el don de permanecer erguidos en
la defensa de la doctrina tradicional y auténtica de la Iglesia,
frente a cualesquiera ataques, proclamando con Pío XI que
"cuanto mayor es el indigno silencio con que se calla el dulce
nombre de nuestro Redentor
en las conferencias internacionales
y
en los Parlamentos, tanto más alta ha de ser la proclamación de
los fieles y la energía
en la afinnación y defensa de los derechos
de su real dignidad
y poder".
Y repitiendo sin cesar con León XIII que, frente al inma­
nentismo democrático, "los que en el gobierno del Estado pre­
tenden desentenderse de las leyes divinas desvían
el poder polí­
tico de su propia institución y del orden impuesto
por la misma
naturaleza".
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CRÓNICAS
Y obedeciendo muy particularmente la exhortación apostóli­
ca
d_e Juan Pablo IL para quien "nuevas situaciones, tanto ecle­
siales como sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman
hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos", de
modo que,
"si el no comprometerse ha sido siempre algo ina­
ceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie
le es licito permanecer ocioso".
Quizá no resulte impertinente transcribir aquellas palabras
de San
Pío X. que inauguran como pórtico las páginas de Verbo,
y que se encuentran en el centro de nuestra vocación. En efecto,
se trata de "instaurar y restaurar sin cesar la civilización cristiana,
la ciudad católica, sobre sus fundamentos naturales y divinos,
contra los ataques siempre nuevos de la utopia malsana de la
revolución y
de la impiedad". Batallar con la pluma bajo el lába­
ro constantíniano, in hoc signo vinces, es el servicio a la Iglesia
que los jóvenes hemos aprendido del magisterio de Eugenio Vegas,
de Gambra, de Vallet, y de cuantos, con injustillcada confianza,
nos lanzan al combate, ignorantes de nuestros deméritos. Y en la
memoria, el San Fernando de Murlllo,
la espada en su diestra y
los ojos hacia el cielo.
4. Por conclusión de estas breves líneas no puedo sino retor­
nar al inicio para solicitar, una vez más, ruestra indulgencia.
Con Jesús en Getsemanf puedo decir
hoy que mi alma está
muy triste hasta el punto
de morir. Imagino aquellas palabras
hebreas, susurradas a los apóstoles, y como balanceadas
por la
brisa suavísima del anochecer entre los olivos casi en flor. No los
olivos que cubren
ya, en pobre huerto de geranios y jazmines, el
cuerpo yerto de
mi monjita, madre Sagrario, reconquistados al
moro por el Rey Santo, sino aquellos otros olivos de la Jerusalén
celeste, cuyo atardecer de eterna primavera recorren una y otro,
blanca túnica
vestidos, de la mano del Esposo; olivos que han de
trocar el dolor en esperanza y alegria; mientras se oyen las cam­
panas recias del convento y los reales timbres del viático.
Glorioso Rey
San Fernando, rogad por nosotros.
ANTONIO SANCHEZ D!Az
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