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Número 407-408

Serie XLI

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¿Debe ser católica la acción política?

¿DEBE SER CATÓLICA LA ACCIÓN POLÍTICA?
POR
JOSÉ MIGUEL GAMBRA (')
La pregunta que da título a este escrito es "si debe ser cató­
lica la vida política". Ahora bien,
cabe entender la pregunta al
menos de dos 1naneras:
1) ¿Deben las acciones del Estado someterse a la ley natu­
ral, reflejo
en la conciencia de la ley de Dios, o no?
2)
El Estado o el gobierno civil, sin perjuicio de la libertad
que
debe tener en materias de su competencia ¿debe
reconocer a la religión católica como única verdadera,
beneficiando su labor y sometiéndose a su autoridad en
las materias mixtas o no?
La primera de estas cuestiones se refiere a los actos de
gobierno como los de legislar o mantener el orden, la segunda al
título o a los principios
por los que reconoce estar regido.
Voy a tratar de enumerar algunas de las respuestas que hoy
daria un bautizado a estas preguntas y a pergeñar las razones en
que se apoyan. Y digo bautizado porque si se hacen estas pre­
guntas al que
no es católico de ninguna manera, ya sabemos cuál
es su respuesta.
e) Publicamos el texto de la intervención inicial del profesor José Miguel
Gambra en la Mesa redonda de igual título organizada por la Fundación San
Pío X, celebrada en el Hotel Velázquez de Madrid el pasado 16 de octubre, y en
la que intervinieron también -bajo la presidencia del editor Carmelo López­
Arias-el profesor Miguel Ayuso y el ex-senador colombiano Pablo Victoria
(N. de la r.).
Verbo, núm. 407-408 (2002), 591-596. 591
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El magisterio ordinario y extraordinario de la Iglesia hasta
hace unas décadas, ha respondido inequívocamente sí a la se­
gunda de esas preguntas y, por tanto, también a la primera: el
gobierno tiene no sólo que cumplir la ley natural, plasmación
en la conciencia humana de la ley eterna, sino que debe ade­
más ser confesionalmente católico. Es decir, debe reconocer en
sus principios o constitución que la religión católica es la única
verdadera y
que es obligación del gobierno favorecer la acción
de la Iglesia e impedir la propagación de otras religiones, sin
obligar por ello a nadie a abrazar la fe católica. Aunque el deber
de procurar esa confesionalidad del Estado y la unidad religio­
sa
es inalterable e incondicionado, su aplicación es prudencial
y
ha de tener en consideración las circunstancias, de modo que,
evidentemente, sólo es aplicable,
en el caso de sociedades cató­
licas,
pero no en aquéllas donde los católicos son minoría. En
ellas el gobernante católico sólo tiene la obligación
de que las
acciones políticas sean conforme a ley natural y a conceder a la
Iglesia la libertad necesaria para
que ejerza su ministerio. El fun­
damento sobre el que se asienta el
deber de la sociedad y del
Estado de "rendir piadosa y santamente culto a Dios", como
decia León
XIII, radica en que la sociedad, tan necesaria y bene­
ficiosa para el hombre, procede como el hombre mismo de
Dios, de
modo que si éste tiene ese deber, no menos los tiene
la sociedad.
La doctrina contradictoria de ésta es la del liberalismo católi­
co: su respuesta a ambas preguntas es negativa. Iglesia y Estado,
religión y política, al igual que la ciencia y la teología son ámbi­
tos disjuntos, esto completamente separados o ajenos el
uno al
otro. Una política católica es para ellos un sinsentido similar a un
razonamiento perfumado o a una piedra sentimental.
Veamos, por someramente que sea, sobre qué bases llegaron
a semejante conclusión. El liberalismo católico, en cuanto doctri­
na política, es uno de los aspectos del modernismo o del pro­
gresismo. Tal ftlosofia viene a ser
una especie de versión cristia­
na de la idea motriz de la mayoría
de las filosofias decimonóni­
cas:
la idea de que la historia dirige a la humanidad hacia cotas
de mayor perfección
en todos los órdenes. Los modernistas con-
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forme a esa inscripción vienen a mantener una especie de gnos­
ticismo evolutivo según el cual el cristianismo, igual que todos
los demás movimientos espirituales confluyen inexorablemente
en un saber religioso superior o gnosis que superará y asumirá a
todos ellos en el futuro.
En consonancia con semejante gnosticismo, piensan que
cualquier filosofia o movimiento espiritual, por muchos males
que produzca o errores
que contenga, siempre ha entrañado una
profundización superadora de la etapa anterior, que pennite ele­
var
un escalón a la humanidad. Y una de esas doctrinas moder­
nas que, según ellos, pennite
una mejor inteligencia del cristia­
nismo es la escisión del hombre mismo en dos aspectos o ver­
tientes que unos llaman individuo y ciudadano y otros individuos
y personas. Podtfamos decir
que el hombre es una suerte de ser
bifronte que obra, según sus caras, en mundos dispares que no
se comunican: una de esas caras es la conciencia privada o inte­
rior, la otra actúa en el mundo de los acontecimientos físicos o
fenoménicos. Pues bien,
según ellos la religión pertenece al
ámbito privado de la conciencia, mientras que la acción política
es cosa del ciudadano o del individuo: el individuo para
la ciu­
dad y la persona para Dios, venía a decir Maritain.
El fondo peor de toda esta concepción reside la reducción
de Dios a la categoria de representación o contenido
de nues­
tra conciencia
que ha llevado a cabo la filosofia moderna. Dios
no es, como para el catolicismo verd3:dero, una cosa individual,
distinta de nosotros mismos, de la cual todo procede y al que
todo debe encaminarse, incluida la sociedad y el Estado. Al con­
trario, Dios
es sólo resultado de un sentimiento surgido del
hombre,
una manifestación de la subjetividad, un valor huma­
no.
La Biblia vendría a ser como un cuento cualquiera, como El
Señor de los Anillos o la Guerra de las Galaxias, y los man­
damientos algo parecido a las reglas de
un juego de rol. Las
reuniones y asociaciones privadas que puedan formar los indi­
viduos
en torno a tales cosas son, desde la perspectiva del ciu­
dadano 9 del Estado, admisibles a condición de que no preten­
dan influir en la sociedad civil que pertenece al ámbito de la
realidad fenoménica.
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Los progresistas o modernistas, en suma, si mantienen la
aconfesionalidad del Estado y han dejado de ansiar que Cristo
reine sobre la sociedad es porque
han perdido la fe, precisamen­
te porque
han convertido a Dios en una opción o en un valor sub­
jetivo de
la conciencia. Para ver eso no hace falta traer a colación
el testimonio de los papas de los siglos
XIX y xx que veían en el
modernismo el compendio de todas las
herejías, sino que basta
con consultar a un pensador tan poco favorable al catolicismo
como Heidegger. Éste,
en una curiosa página de Sendas perdidas,
parece achacar a los clérigos modernistas el asesinato de Dios pre­
gonado
por Nietzsche como culminación de la modernidad:
"El último golpe contra Dios (expresado por la famosa frase
de Nietzsche ·Dios ha muerto y nosotros la hemos matada. ... )
consiste en que Dios, el existente de lo existente, se rebaje a la
condición de valor ... Ese golpe no viene de los profanos que no
creen en Dios, sino de los creyentes y sus teólogos que hablan
del más existente de lo existente (es decir, de Dios), sin ocurrír­
seles pensar en el ser mismo (es decir, sin pensarlo como real,
sino sólo como valor), para percatarse así de que ese pensar y
ese hablar es, visto desde la fe, simplemente sacrílego si se inmis­
cuyen
en la teología del creer".
Finalmente, en nuestros días, se da una clase de católicos que
defiende el deber del Estado de acomodar sus leyes y actuación
a la ley natural, pero niega o calla que deba reconocer
en su
ordenamiento jurídico,
en su constitución, a la religión católica
como única verdadera. Son gente de fe que mantienen como rea­
les los contenidos de la Revelación, en lo cual difieren radical­
mente del catolicismo liberal. Son a veces gente entregada,
que
trabaja con gran esfuerzo por una sociedad conforme a las nor­
mas de moralidad cristiana; luchan
por una legislación contra el
divorcio, el aborto,
por unas leyes que favorezcan la familia y por
la justicia en sentido católico. Lo malo es que, a la hora de expli­
car su lucha, recurren sin reparo a las más variopintas doctrinas
y filosofias, conformándose con bautizarlas con expresiones
como "bien entendidas", '1auténticas" o incluso "cristianas", como
si asl quedara todo claro y arreglado.
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Así, la verdadera declaración de los derechos humanos coin­
cide con los preceptos del Decálogo. La auténtica dignidad de la
persona
no es una doctrina antropocéntrica, sino que es la dig­
nidad manifestada
por la obra redentora de N. S. El humanismo
tampoco implica mal doctrina alguna con tal de
que sea huma­
nismo cristiano. El laicismo de Estado condenado por los papas
del siglo
XIX se torna bueno con tal de que sea un laicismo sano
y la democracia parlamentaria es perfectamente aceptable con tal
de que sea una democracia bien entendida. El resultado de
semejante proceder es
una especie de potaje hecho con sobras
indigerible para cualquier mente medianamente lógica.
El transfondo doctrinal de todo ello parece hallarse en una
especie de inversión del gnosticismo progresista del que antes
hemos hablado. Consiste
en creer que toda filosoffa y religión
está
en cierta medida contenida en la religión católica que, de
esta manera, es concebida como la gnosis en la que concluyen,
aun sin saberlo, todos los otros movimientos espirituales. Toda
teoria -parecen pensar-tiene como en germen una vocación
a la verdad plenamente poseída por la Iglesia Católica y, en cier­
ta medida, siempre contienen algo de su verdad. Aunque esto,
hechas muchísimas precisiones, pueda tener algo de cierto,
en
modo alguno autoriza a substituir la fundamentación católica de
la actuación política por máximas de filosoffas heterodoxas por
muy eficaz que lo creamos o por mucho que añadamos la con­
sabida coletilla de "bien entendido". Y ello
por varias razones:
Primero, precisamente
por razones prácticas: si la lucha por
una legislación antiabortista se fundamenta sobre la vida como
valor supremo, sobre los derechos de la persona humana y su
dignidad, o sobre las declaraciones de derechos humanos y
no
porque así lo manda la ley de Dios, casi diría que es mejor que­
darse
en casa. Porque la introducción de principios de origen
anticristiano es probablemente
un mal mucho mayor que el bien
parcial
que se persigue. En efecto, al hacer tal cosa, de momen­
to quedan como cosa firmemente establecida
que esos principios
son católicos. Mas luego, como desde esos principios puede cole­
girse también
la licitud del aborto, a través de los derechos de la
mujer, el derecho al propio cuerpo o cosas similares, la conclu-
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sión que se queria sacar, esto es, la supuesta ilicitud del aborto
queda
en la duda. A fin de cuentas lo único que se ha ganado
con seguridad es la introducción
de principios erróneos en el
seno de la doctrina católica
que socavan su claridad y su capaci­
dad de guiar nuestra actuación.
Otra razón es que promover obras buenas por amor a la vida,
por humanismo o por respeto a la persona,
es decir, por motivos
humanos y no por amor a Dios puede ser una obra buena en el
orden natural. Pero carece del mérito sobrenatural reservado a lo
que se hace con caridad o
amor a Dios, lo cual supone la verda­
dera fe.
Si repartiese toda mi hacienda y entregase mi cuerpo al
fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha (1 Cor., 13, 3).
Pero lo más grave del indiferentismo o ateísmo del Estado,
admitido tácita o explicitarnente
por estos católicos, es la ofensa
que con ello se hace a Dios y, de rebote, las consecuencias que
se derivan, tal como lo exponía ya León XIII (Nobilíssima Gallo­
mm gens, n. 3) con frases con las que termino y que parecen una
maldición lanzada, 120 años ha, contra nuestra sociedad y que
no puede dejar de estremecemos:
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" ... como no hay bien alguno que no deba ser atribuido cau­
sahnente a la bondad divina, todo Estado que disponga la exclu­
sión
de Dios de la legislación y del gobierno rechaza, en cuanto
de él depende, el auxilio de la bondad divina; y, por tanto, se
hace merecedor de la negación de toda protección celestial. Por
esta razón, aunque
ese Estado parezca poderoso en recursos y
abundante en bienes naturales, lleva, sin embargo, en sus mismas
entrañas
un germen de muerte y no puede prometerse la espe­
ranza de una larga vida".
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