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Número 407-408

Serie XLI

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José García Oro (coord.): Historia de las diócesis españolas: XIV. Iglesias de Santiago de Compostela y Tuy-Vigo

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tal modo que ser fiel a su conciencia no era otra cosa que ser fiel
a lo que su versatilidad,
en cada caso, requería. Menos en una
cuestión, en la que, todo hay que decirlo, no cambió: su defen­
sa
de la abolición de la pena de muerte.
ESTA) José García Oro, O. F. M. (Coord.): HISTORIA
DE
LAS DIÓCESIS ESPAÑOLAS: XIV. IGLESIAS DE
SANTIAGO DE COMPOSTELA Y TUY-VIGO
Acaba de aparecer el primero de los veinticinco volúmenes
anunciados
que pretenden dar a conocer la historia de las dióce­
sis españolas
que vendña a ser Jo mismo que la historia de la
Iglesia de España. Y
Jo que se anunciaba como la gran obra de
actualización de la España Sagrada del P. Flórez parece revelar­
se como el parto de los montes. Porque
si el resto va a ser como
este primer volumen
podían haberse ahorrado esfuerzo intelec­
tual y económico. Pues el resultado es verdaderamente
decep­
cionante.
Todos los defectos de muchos de los diccionarios o enciclo­
pedias
al uso están presentes en este libro. Un coordinador, que
en este caso es el franciscano José García Oro, que no coordina
nada. Cada uno de los autores escribe de lo que quiere y como
quiere.
El tratamiento de las distintas diócesis, en este caso
Santiago y Tuy-Vigo,
no es homogéneo. Faltan demasiadas cosas
y sobran
no pocas. Algunos de los autores no parecen grandes
conocedores del terna. Todo ello da lugar a
un libro verdadera­
mente decepcionante.
Como acostumbro a hacer tampoco voy a comentar
Jo refe­
rente a siglos sobre los
que no tengo muchos conocimientos pero
he de hacer referencia a la tornadura
de pelo de que nos hace
objeto Baudilio Barreiro, autor del epigrafe
La diócesis de Santia-
(') BAC, Madrid, 2002, 745 págs.
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go en _la época moderna al dedicar nada menos que veintiseis
páginas al apasionante tema de la jurisdicción santiaguesa
en
las vicarías de Alba y Aliste, perdido rincón de la frontera his­
pano portuguesa. Debla tener escrito el trabajo, no sabría don­
de publicarlo dado su escasísimo o, mejor, nulo, interés, y lo
metió, pues, con calzador,
en la historia de la archidiócesis com­
postelana.
El estudio de los obispos tudenses está mucho menos traba­
jado que el de los compostelanos.
Es más, salvo el de los últimos,
resulta totalmente insuficiente. A Ofelia Rey Castelao alguien le
debió decir, y
no sin razón, que era importante el estudio de las
bibliotecas de seminarios y monasterios y conVentos, y nos rega­
la una serie de páginas al respecto prácticamente inútiles. Porque
lo interesante
es saber si los libros pertenecían a la escuela de
Suárez, a la de Escoto o a la dominicana, si era probabilistas o
probabilioristas, molinistas o bañecianos, regalistas o ultramonta­
nos, janseniStas o antijansenistas, si abundaban o existían libros
prohibidos ... Porque que abundaran los sermonarios en casas de
frailes dedicados a la predicación,
que hubiera muchos libros de
teologla y pocos o ninguno
de matemáticas o literatura galante
va de suyo. Constatar que las monjas
no frecuentan Pasapoga no
es un dato sociológico. Es una estupidez.
Antonio Hemández Matías coordinó la relación biográfica de
los prelados "recientes" de Tuy.
Que comienza con Telmo Ma­
ceira (1856-1864) por puro voluntarismo. Igual pudo comenzar
por Menéndez Conde o por Arango y Queipo. De los anteriores,
apenas nada. Y se trata de
una historia de la diócesis de Tuy. No
de
Jos últimos años de ésta.
Errores también notables. Y
no me refiero, ya lo he dicho, a
los años más remotos sino solamente a los próximos.
El ya cita­
do Baudilio Barreiro se inventa un arzobispo Vélez de Guevara
(1824-1850) (pág. 280), tal vez
en un afán de ennoblecer con un
apellido más ilustre al celebérrimo fray Rafael de Vélez, quizá
ignorando
que los capuchinos no usaban apellido sino el nom­
bre del pueblo de su nacimiento. Y el fundador del seminario de
Santiago
no habla nacido en Vélez de Guevara, población que ni
siquiera
debe existir.
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El autor del índice onomástico, que tampoco fue coordinado,
distingue perfectamente entre Vélez, Rafael de y Vélez
de
Guevara (pág. 744) como si fueran dos personajes distintos aun­
que al segundo le omite el nombre de pila. Puestos a inventar­
se apellidos también
pudo inventarse un nombre. Pero como
Barreiro cita tres veces más al arzobispo, ahora llamándole Vélez
a secas,
no duda el elaborador del índice en atribuírselos a de
Guevara
en vez de a Fray Rafael. Todo un modelo de coordina­
ción y de exactitud histórica.
El célebre historiador capuchino Ambrosio de Valencina es
para Barreiro Ambrosio de Valencia, sin duda ciudad mucho más
conocida
que la modesta población andaluza (pág. 305). Es evi­
dente el empeño del catedrático
por ennoblecer a sus persona­
jes. Y si de nuevo vamos al Indice, nuevas sorpresas. Como
Barreiro cita la obra de este último capuchino por "M.R.P.
Ambrosio de Valencia", como si se tratara de un Manuel Restituto
Pedro Ambrosio, así se fue al Indice (pág. 743).
El "Muy Reve­
rendo Padre" pasaron a
ser las iniciales de un larguísimo nombre
de pila desconocido. Porque a ningún otro se cita de igual modo.
García Cuesta
no es E. y R. (Eminentísimo y Reverendísimo) ni
López Ferreiro M.I.S. (Muy Ilustre Señor).
Carlos García Cortés también nos depara notables sorpresas.
Así afirma que "la diócesis compostelana estuvo dirigida durante
los siglos
XIX y xx por diecisiete arzobispos (nada que objetar), en
cuyas tareas fueron asistidos por un total de diez obispos, a su
vez asistidos
por once obispos auxiliares" (pág. 412). Realmente
.asombrosa la figura del obispo auxiliar del auxiliar. Y el coordi­
nador sin enterarse.
¿Era tan "limitada" la "experiencia pastoral" de Múzquiz cuan­
do fue nombrado arzobispo de Santiago? (pág. 413). No nos lo
parece. A sus años de arzobispo titular de Seleucia hay
que aña­
dir su paso, aunque breve, por la diócesis abulense. No era cier­
tamente mayor la de Vélez pues Ceuta era
una parroquia y
Burgos
ni lo pisó. Lo que García Cortés dice de los "últimos años"
de Múzquiz, "protegido
por el rey" (pág. 415) se refiere sin duda
a sus penúltimos pues el rey a partir de marzo de 1820 no esta­
ba ya para proteger a nadie y ciertamente el arzobispo de San-
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tiago no notó en nada esa protección. Lo de los hermanos Cuesta
y la denuncia
de Godoy requeriñan más precisiones pero no
vamos a entrar en ellas.
De Vélez dice García Cortés que accedió a importantes car­
gos
en su Orden antes de ser nombrado obispo entre ellos al de
"escritor general" (pág. 418). Confieso que as! como me he
encontrado con guardianes, priores, maestros, custodios, procu­
radores ... , generales o no, no me había tropezado hasta ahora
con "escritores generales". Aunque bien pudiera tratarse de igno­
rancia núa. No me parece
que Vélez regresara del largo destierro
impuesto
por los liberales "escarmentado" (pág. 419). No hay en
absoluto constancia de ello.
Se percibe también en su trabajo un tufillo de antipatía hacia
los arzobispos Suquía y Rouco. Trató de "llevar a cabo
una pas­
toral renovadora" (pág. 438).
Lo que deberla ser un error dado lo
maravillosa que había sido la del cardenal Quiroga y Palacios,
"una de las personalidades más destacadas
de la Iglesia españo­
la en este siglo" (pág. 435). Nada tengo que objetar a la loa de
don Fernando que me parece fue un extraordinario pastor y una
bendición para la archidiócesis, pero parece notarse un desen­
canto cuando afinna que en su sucesor, tan empeñado en reno­
var, "su impulso se fue amortiguando hasta casi desaparecer"
(pág. 438). Vamos,
que no fue el arzobispo progresista que
García Cortés deseaba. La archidiócesis, sin duda, se lo habrá
agradecido. Y lo mismo cabe decir de Rouco que "resultó conti­
nuista de la etapa anterior" (pág. 440).
Es decir casi sin impulso.
No resulta
dificil leer entre lineas. Todo ello va unido al fracaso
del
Concilio Pastoral de Galicía que había convocado el cardenal
Quiroga
pero que, a causa de su muerte, tocó pilotar a Suquía,
que "lo controló de cerca y frenó los movimientos considerados
extremos, provocando una progresiva abstención de las fuerzas
más vivas que habían participado en las campañas previas a cada
sesión" (pág. 452). ¡Qué lastima que el conservador Suquía cor­
tara lo del celibato opcional, lo
de la liturgia exclusivamente en
gallego aunque fuera contra el sentimiento de la gran mayoña de
los fieles, lo de la Iglesia
democrática, que no quiere decir otra
cosa
que sometida a las superrninoritarias, yo diña que casi ine-
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xistentes comunidades de base ... ! No lo dice tan claro pero se
entiende. Parece mentira
que a estas alturas de la película, con el
fracaso absoluto del progresismo, con la inmensa mayoría
de sus
corifeos secularizados, la
BAC encomiende a personas con esas
nostalgias la elaboración
de la historia de aquel momento. "Por
desgracia tantos esfuerzos
-de los movimientos considerados
extremos que eran a su vez las fuerzas más vivas-no cuajaron
en la realización de todo lo que se esperaba del CPG" (pág. 452).
Sin duda podemos decir que afortunadamente para la Iglesia.
"Muchas iniciativas quedaron
en el papel y se olvidaron paulati­
namente" (pág. 453). Pues, qué bien.
También nos dice
Garda Cortés que al arzobispo Rajoy y
Losada (1751-1772) "el ministerio Calomarde" (pág. 458) le pro­
ponía utilizar los edificios dejados
por los jesuitas expulsados
para seminario conciliar. Creemos
que quiere decir el ministro
Calo mar de pues lo de
ministerio resulta demasiado pretencioso.
Tal término se utilizó, ahora
ha caído en desuso, para designar al
Gobierno por el nombre del primer ministro, del presidente del
Gobierno o de la personalidad más destacada del mismo. Vamos,
que se podría decir el
ministerio Aznar pero no el ministerio
Villalobos. Pero es que, además, Don Francisco Tadeo Calomarde
fue ministro casi sesenta años después de la muerte del arzobis­
po Rajoy por lo que resulta imposible que le propusiera nada.
Ya hemos dicho que nos parece muy insuficiente el trata­
miento dado a la diócesis tudense. Y tampoco faltan
en el relato
curiosidades dignas de reseñar,
en este caso atribuibles a Antonio
Hemández Matías, no sabemos si sólo como coordinador o si t:am­
bién como autor. Del obispo Garda Antón (1865-1876) nos dice
que "en 1836 fue nombrado arcediano de la catedral de Orihuela
y rector del Seminario Conciliar de Valencia" (pág. 670). Cabe,
desde luego,
que en tal año fuera nombrado arcediano en la sede
oriolense y que, días o meses después, se lo llevara
el arzobispo
de Valencia para encomendarle su seminario
con renuncia al arce­
dianato. Pero simultanear dignidad y rectorado
en dos diócesis
distintas aunque limítrofes se nos antoja demasiada binación.
El santo obispo Valero Nacarino no pudo publicar una pas­
toral para "desagraviar la profanación de
la sepultura de Pío IX"
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en 1881 (pág. 676) porque nunca se profanó su sepultura. Es
público y notorio, pues está referido en mil libros sobre la época
y en las pastorales de todos los obispos de España, que incluso
protestaron colectivamente contra la profanación,
que el atenta­
do se produjo contra los restos del Papa del Syllabus cuando eran
trasladados para su sepultura definitiva, estando a punto de ser
arrojados
al Tiber por la chusma revolucionaria. Pero el señor
Hemández Matfas ni idea. Y como los restos mortales suelen
estar
en las sepulturas pues ¡hala!, a profanar la sepultura.
Ahora
ya, despropósito tras despropósito: El obispo de Tuy,
Hué, fue consagrado
en Sevilla por el "cardenal Herrero Espino­
sa, arzobispo de Oviedo, asistido
por el cardenal Spinola, auxi­
liar de Sevilla y
Don Ildefonso Martfn Infante y Macia, obispo
dimisionario
de Tenerife" (pág. 678). ¡Que lujo de consagración
episcopal!
Sin precedentes en la España de la época. Nada menos
que dos cardenales. Y uno como asistente. ¿Quién sería este Hué
que concitaba tal congregación de púrpuras? Casi extraña que el
otro asistente
no fuera el cardenal primado. Y, sin embargo la
consagración fue muy humildita. Como era normal. Pues
no
hubo ningún cardenal en ella. Herrero Espinosa, a quien todo el
mundo conoce por Herrero a secas o Herrero Espinosa de los
Monteros
no era cardenal. No recuerdo ahora -podría compro­
barlo pero
no me apetece-si Oviedo tuvo algún cardenal en
tiempos antiguos, en los contemporáneos ninguno. Lo de un
obispo auxiliar cardenal es ya de aurora boreal. Seria el primer
caso
en España y seguramente en el mundo. Y respecto al otro
asistente se equivoca
en el nombre. Su nombre era Ildefonso o
Ildefonso Joaquin. Por lo que
no sabemos a que viene el Martfn.
Y su segundo apellido Macias. No es posible tanto dislate en un
sacerdote con aficiones a la historia. Preferimos creer que pese a
afirmarse que fue el coordinador de este capítulo
no coordinó
absolutamente
nada y ni siquiera leyó lo que algún negro le escri­
biera.
Que tanto Herrero como Spinola recibieran la púrpura car­
denalicia bastantes años después, el primero
en Valencia y el
segundo
en Sevilla, cuando evidentemente ya era titular de la
archidiócesis, después
de su paso por Caria y Málaga, no supo­
ne justificación alguna de la barbaridad.
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El "cardenal Rico y Payá" (pág. 681) es el cardenal Payá y
Rico. Aquí sí que el orden de factores altera el producto. Hacer a
Menéndez Conde, obispo de Tuy (1894-1914) y arzobispo de
Valencia (1914-1916) "líder del episcopado español de su tiempo"
(pág.
683) es puro voluntarismo sin sentido. Cierto que Mones­
cillo estaba
ya en clara decadencia pero las cabezas del episco­
pado estaban, hasta la muerte de Monescillo y después de ella,
en otro lugar: Sancha, Aguirre, Guisasola ... Que Menéndez Conde
fue
un obispo que se hizo notar, sobre todo en Tuy, es cierto
pero ello no autoriza a ir más lejos.
Y otro suspenso en historia de España y en historia de la
Iglesia
en España. Para el indocumentado que redactó las pági­
nas
que el señor Hemández Matias debió coordinar o por lo
menos leer, desde el Concordato de
1851 las relaciones de la
Iglesia
con el Estado fueron "estrechas" hasta que la ideología
"liberar" (errata de imprenta fácilmente salvable
por liberal)
"irrumpió con fuerza" "convulsionando las estrechas relaciones"
en los días de Menéndez Conde (pág. 683). Se ve que para el
negro de Hernández Matías, ni para éste, como avalista del
negro, existieron
el bienio esparterista (1854-1856) ni la "Glorio­
sa"
de 1868. No voy a decir yo que López Domínguez, Moret,
Romanones o Canalejas fueran unos padres de
la Iglesia pero sus
actuaciones,
en los días de Menéndez Conde, fueron juegos de
niños comparadas con las de Alonso, Aguirre, Madoz, Romero
Ortíz o Ruiz Zorrilla. Pues no existió ninguno. Estrechísimas las
relaciones.
No vale la pena seguir. Creo que con lo expuesto compren­
derán los lectores
que califique, hoy tengo un dia bueno, lo que
debería haber sido una obra redonda y espléndida, de decepcio­
nante. Esperemos que los próximos volúmenes mejoren este pri­
mero. Tendrán los lectores de
Verbo cumplida referencia de ellos.
Yo me quedo, como gallego y como vigués, con la pena de que
mi Iglesia metropolitana y mi diócesis de nacimiento hayan sido
tan maltratadas.
Se merecían otra cosa.
FRANCISCO Jos~ FERNÁNDEZ DE LA CIG01"A
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