Índice de contenidos

Número 501-502

Serie L

Volver
  • Índice

Louis Lachance: una rigurosa filosofía social tomista

 

CUADERNO: EL BIEN COMÚN

1. Louis Lachance

Entre los cultores de la filosofía social que todavía hoy se reconocen deudores de las reflexiones de Santo Tomás de Aquino, el nombre del padre Louis Lachance no resulta desconocido. Tal ha sido el fatum y la posteridad inmediata de este pensador: que su nombre suene, pero que su obra raramente sea investigada y que de ella se tenga corrientemente poco más que vagas referencias, que apenas sirven para ubicarla, genéricamente, en el cuadro de algunas querellas intelectuales de la primera mitad del siglo XX. Aunque la obra de este québécois militante (nacido en 1899 en Saint-Joachim-de-Montmorency y fallecido en 1963 en Montreal) merecía mejor suerte, tampoco es de extrañar su olvido, puesto que –en expresión que el propio autor aplica al aquinatense– “la opción del maestro dominico” no fue la de limitarse a recorrer los trillados caminos de la deducción “geométrica” de unos principios metafísicos pacíficamente acotados. Senda, ésa, que se presentaba fácilmente asequible para el joven Lachance que, una vez terminados sus estudios en el Seminario menor de Québec, se hizo dominico en uno de los bastiones del entonces renaciente tomismo canadiense, en el convento del Santísimo Rosario (en SaintHyacinthe, al este de Montreal), sede de la Revue dominicaine. Su vida investigadora comienza cuando todavía está muy reciente la publicación, en 1914, bajo la autoridad de San Pío X (“por mandato de Su Santidad”), del decreto Postquam sanctissimus, de la Sagrada Congregación de los Estudios, que recoge las veinticuatro tesis tomistas y el impulso al renacimiento tomista propiciado por la Aeterni Patris de S.S. León XIII está en su apogeo.

Lachance mantuvo durante toda su vida una intensa devoción por el Doctor Común y fue precisamente esa fervorosa e inteligente devoción la que le empujó a penetrar en la dinámica profunda del pensamiento tomista.

La obra publicada de Lachance no es demasiado extensa: aparte de sus contribuciones para publicaciones periódicas, en total son ocho títulos, aunque de uno de ellos –quizás el que adquirió más notoriedad–, L’humanisme politique de Saint Thomas d’Aquin. Individu et État (1ª ed. 1939) fue objeto de una profunda reelaboración hasta el punto de que a su muerte el autor había dejado preparada una segunda edición completamente revisada, que apareció póstumamente, en 1964. Su bibliografía refleja la amplitud y profundidad de sus intereses, lo mismo que su estricta fidelidad tomista: metafísica, filosofía del lenguaje, filosofía del derecho y filosofía social, sin olvidar la temática estrictamente espiritual, indisociable de su vocación religiosa dominicana. Sólo tres de sus obras han sido vertidas al español, las tres que tratan sobre temática jurídica y social: El concepto de derecho según Aristóteles y en Santo Tomás (Buenos Aires, 1953); El derecho y los derechos del hombre (Madrid, 1979) y Humanismo político: individuo y Estado en Tomás de Aquino (Pamplona, 2001), todas ellas actualmente agotadas y fuera de distribución comercial.

Lachance fue un exhaustivo conocedor de la obra completa de Santo Tomás y un tomista radical, sin embargo no es tarea fácil la de ubicarlo en ninguna de las corrientes del neotomismo del siglo XX.

2. La opción intelectual

Para comprender en qué sentido el pensamiento de Louis Lachance se distingue del de otros notables tomistas contemporáneos –al menos en lo que al derecho y la filosofía social se refiere– hay que abordar previamente la comprensión de la particular “opción intelectual” de este extraordinario maestro dominico.

De entrada, Lachance reacciona contra un cierto mecanicismo de algunos tomistas modernos que se lanzan a realizar desarrollos especulativos y lógicos sobre los principios asentados por el maestro aquinate, aventura para la cual, precedentemente, han debido operar una reducción, una domesticación de esos mismos principios. Los primeros párrafos de Humanismo político son todo menos una captatio benevolentiae del lector o un mero pie literario para dar arranque a una reflexión científica: están cargadas de fuerza hermenéutica, establecen una guía inicial de la que no deberemos apartarnos en ningún momento, so pena de desvirtuar trágicamente el trabajo que tenemos por delante. En esos párrafos, Lachance reflexiona sobre “la miseria de nuestro espíritu”, que no es otra que la de “permanecer, a veces, indigente en el seno de las más suntuosas posesiones”:

“De todas las riquezas que lo rodean o que encierra en su interior, sólo llega a la posesión total de un pequeño número. El hecho de que las lleve consigo no implica que tenga su entera propiedad. En tanto que no las ha convocado ante su mirada, en tanto que no ha comenzado a representárselas, a escrutarlas, a penetrar en su contenido y extensión, a extraer el rasgo que las discierne, en tanto que no ha conseguido incrustarlas en una fórmula clara y concisa, yacen en él de modo latente, oscuro y confuso, sin más valor inmediatamente útil que un metal bruto”[1].

En particular, Lachance se está refiriendo a todo el tesoro doctrinal que encierra el legado de Santo Tomás. Discretamente hace una llamada de atención ante una comprensión precipitada y deformante: “No se ha sabido comprender toda la significación que encierra el hecho de que él [Santo Tomás), siguiendo a Aristóteles, haya sostenido que el hombre es, por naturaleza, un animal social. No se ha comprendido ni el alcance de esta postura inicial ni los límites que conlleva”[2].

Estamos, pues, ante una de las características más castizas de la producción de Louis Lachance: la morosidad con la que, una y otra vez, vuelve a los principios, medita sobre ellos, con objeto de apropiárselos, de no ceder a la seductora tentación de convertirlos en mera “materia” con la que realizar construcciones silogísticas. Este rasgo da cuenta también de la peculiar anomalía del estilo de Lachance, pues aunque escolástico de estirpe y de pleno derecho, huye de una metodología “escolar” al uso, de una presentación analítica y deductivística, lo cual choca estrepitosamente con el estilo manualista y profesoral que para muchos se ha asociado con el neo-tomismo. Leer a Lachance no es –no puede ser, si queremos degustar los matices que pueblan su obra–, ir predispuesto a encontrar en sus páginas enumeraciones, clasificaciones, divisiones conceptuales articuladas casi geométricamente. Quien se ha dirigido a su obra con esa pretensión rápidamente la ha abandonado, decepcionado, pues para una mentalidad manualista lo que no está presentado de una forma rigurosamente analítica es prácticamente poesía…

Lo cierto es que Lachance se esfuerza por no dar por supuesto nada de lo que afirma y, más si cabe, en no incurrir en reducciones univocistas, en distinguir los órdenes y los matices:

“Es un axioma en el tomismo que las artes y las ciencias tienen su principio en la naturaleza. ¡En qué equívocos no se ha caído respecto de esto! No se conoce, y a menudo no se admite, nada más que una manera metafísica de entenderlo. Se pretende que, supuesto que la operación sea el ser –bien en relación con la existencia, bien en relación con la especificidad–, se llegará a establecer la norma de las actividades de la naturaleza mediante el análisis de sus principios esenciales. Se olvida que una naturaleza una, como por ejemplo la de la inteligencia, puede tener, en razón de su amplitud indefinida, una multitud de funciones diversas y jerarquizadas, y que funciones esencialmente diversas no pueden ser gobernadas por un principio único y rígido”[3].

Lachance insiste continuamente en la debida distinción de órdenes y rechaza una filosofía social que se pretenda tomista pero que a la vez cometa el error metodológico de confundir el orden de los principios inmutables relativos a la sociabilidad de la naturaleza humana con el orden del desarrollo de las virtualidades políticas:

“No hay identidad entre, por una parte, los principios necesarios a la esencia de una facultad, y los que necesita para la puesta en práctica de sus energías, por otra parte. Por ejemplo, una facultad espiritual no depende de la materia en cuanto a su esencia y, sin embargo, puede depender de ella en cuanto a su actuación y su desarrollo”[4].

El dominico quebequés pone la inteligencia y la voluntad humanas como ejemplos de esa disparidad, de esa desigualdad –que exige un tratamiento diferente– entre la esencia de una facultad y el desarrollo de sus potencialidades. En ambas facultades, “unas son las causas de su constitución y otras las causas de su evolución”. En lo que hace a su esencia, inteligencia y voluntad están libres de toda materialidad, pero cuando se trata de realizar su actividad propia, ambas “son tributarias de la materia”[5]. Entonces, “para saber a qué normas obedecen no basta considerar lo que son. Hace falta, sobre todo, verlas actuar”[6]. Recuerda nuestro autor que el axioma tomista (las artes y las ciencias tienen su principio en la naturaleza) se refiere a los modos de adquisición y a los hábitos prácticos, por lo que se aplica al plano del desenvolvimiento de los seres de la naturaleza, no al de su esencia metafísica. Llegamos, pues, a un principio metodológico crucial en la obra de Lachance, al que él se mantiene fiel:

“Las construcciones eruditas deben reposar sobre lo nativo […] Todas las disciplinas deben empezar por la observación, el experimentum y la inducción”[7].

3. El peligro de la “tentación metafísica”

Aun a riesgo de aparecer reiterativo, Lachance profundiza en ese peligro de una “tentación metafísica” para la filosofía social, pues constituye una tentación preliminar, al principio de toda reflexión sobre el actuar político, y si se cede a ella los ulteriores desarrollos deductivos de ese primer error no pueden sino distanciarnos cada vez más de la realidad propia del orden político. Se lamenta nuestro autor de la insuficiente claridad en este terreno entre los filósofos incluso de cuño tomista, lo que lleva a desastrosas confusiones de inicio que impiden la adecuada comprensión del orden político-moral (en sentido amplio):

“El orden moral no tiene los mismos principios que el orden ontológico. No son las leyes de no-contradicción y de identidad las que le sirven de criterio propio, sino la definición del bien. Además, esta definición no debe ser especulativa, sino práctica. […] Para comprender esto basta con representarse que hay, al menos, tres maneras de definir el bien. La primera –experimental, física, históricamente anterior a todas las otras– sostiene que el bien es lo que todos los seres desean (bonum est quod omnia appetunt). Es un hecho de experiencia. La segunda, metafísica ésta, expresa que el bien es el acto perfectivo, la perfección misma de la inclinación afectiva. Ninguna de estas dos definiciones es principio de la acción. No son imperativos, sino que se contentan con constatar y enunciar con desinterés lo que hay. La tercera, por su parte, señala en qué consiste prácticamente el bien. No lo considera como objeto de análisis, sino como objeto y término de la acción, como perfección realizable por ella (ut operabile); declara que el bien es lo que debe hacerse (bonum est faciendum). La ley fundamental de la acción es tender al bien”[8].

La disciplina de la filosofía social debe buscar, a modo de germen, “sus orientaciones o principios que le sirvan de regla suprema” en el dato que resulta del “juego natural de nuestras facultades”, un dato elaborado “mecánicamente”, naturalmente: “pues la inteligencia que funciona a modo de instinto es una guía más infalible que la que discurre mediante el cálculo”[9]. Si la inducción siempre debe tener un papel relevante en nuestra investigación de la realidad, cuando se trata de algo tan relacionado con la contingencia como las consecuencias de la naturaleza social del hombre parece claro el primado de la inducción sobre la deducción en el desarrollo de una reflexión adecuada.

4. Inducción y dedución

El dominante papel que ocupa la inducción en el pensamiento filosófico práctico de Lachance da a su obra un sentido humano y vital ausente en los encadenamientos de deducciones típicas de una filosofía práctica de influjo racionalista, que reduce “toda la vida del espíritu a la sola deducción”[10]. Papel que, si no se advierte suficientemente, hace incomprensible la investigación lachanceana leída desde presupuestos “deductivistas”. Esos presupuestos, dicho sea de paso, son dominantes en la reflexión moderna sobre las realidades prácticas (y por eso mismo contingentes), lo que nos hace toparnos con completos edificios intelectuales (sistemas) que pretenden deducir de las esencias metafísicas las virtualidades prácticas, por ejemplo, en la filosofía social y política.

El método inductivo “comporta dos pasos esenciales cuya articulación original es, por lo demás, lo propio de la inducción: la formación de la hipótesis a partir de los hechos y la verificación de la hipótesis volviendo a los hechos”[11], explica el P. M.-L. Guérard des Lauriers.

Esa misma inducción le hace señalar que la primacía y la prioridad del bien común sobre el individual, si bien se enmarca en el impulso del apetito natural, se concreta realmente en el apetito electivo, mediante el juicio de la razón[12]:

“Lo que constituye al hombre y le dota de una dignidad inusitada en el universo es el brillo de la razón. De modo que todas las fuerzas inferiores que estallan en él se ennoblecen y reciben su perfección propiamente humana del hecho de que se iluminan a través del prisma de aquélla. Esta facultad tiene el timón de todo nuestro ser. Una de las prerrogativas del hombre consiste en que éste no es solamente realizador por las fuerzas vivas de su naturaleza, sino también por la virtud operadora de su razón (agunt per intellectum). La naturaleza da el impulso, el espíritu proporciona los principios que constituyen la vida”[13].

“Lo natural, lo espontáneo... encuentra su fin en las claridades de la deliberación”[14].

“Así que, cuando afirmemos la primacía del orden, nos referiremos al orden de la razón, y de una razón que no se ha vuelto puramente formal (vaciándose de su contenido), sino que, por el contrario, ha adquirido peso por todos los valores implicados en el querer natural, así como por los incrustados por una infinidad de factores en la carne y en la sangre del individuo; y también de una razón en la que los principios inculcados ulteriormente por la educación y la cultura han sido vitalizados hasta el punto de convertirse en una espontaneidad de un género superior”[15].

5. Contra el personalismo

Lachance, que se posiciona neta y vigorosamente contra los personalistas –en particular contra los autodenominados “personalistas tomistas”: para esa doctrina, dice, “nos fue imposible encontrar fundamentos serios en los escritos de Santo Tomás” – , se distancia también con firmeza –en una rara referencia personal, como de pasada– de uno de los más conspicuos tomistas antipersonalistas, Charles de Koninck, que “comete sobre este particular algunas lamentables imprecisiones. Pues no sólo no diferencia el bien común del universo del de las asociaciones políticas, sino que, sin prevenir de ello al lector, salta del orden natural al de la caridad, lo que da a entender que la sociedad política es tan necesaria como la sociedad religiosa, es decir, como el esse de los individuos. Además, al confundir el bonum in communi con el bonum commune, convierte a éste último en objeto del apetito natural, cuando en realidad lo es del apetito electivo”[16].

En cuanto bien común temporal, Lachance afirma que, como todo bien común (como también el bien común del universo) “es deudor, en cuanto a sus elementos materiales, de los bienes propios. Él es su acuerdo, su concierto, su todo. Luego un todo real no se concibe sin partes reales (totum non est praeter partes)” [...] Toda parte es para el todo”[17]. Para Lachance el dilema maritainiano sobre la primacía de la persona sobre la sociedad y la supuesta subordinación del individuo a aquélla es el resultado de un planteamiento erróneo. Está claro que, comparados sustancialmente, la persona es superior a la comunidad política, al Estado, al menos considerada desde el punto de vista puramente entitativo. Estamos en pleno dominio metafísico. Sin embargo, Lachance insiste en que incluso, sin abandonar la metafísica, la persona tiene una dependencia constitutiva respecto de la comunidad política, lo cual problematiza hasta circunscrita al terreno puramente metafísico la afirmación de la superioridad de la persona sobre el Estado[18]. Pero no es eso lo que principalmente quiere resaltar. Fiel a su determinación de estudiar la filosofía social sin disociarla de la realidad contingente que le es propia, afirma que no hay manera de entender el bien común si no éste no significa ordenación de la actividad de las personas en función de aquél. Eso determina una subordinación en el orden práctico de la persona a la sociedad, sin que quepa hacer distingos entre persona e individuo en este sentido, pues no hay más persona que la individuada. O hay bien común temporal o hay primacía de la persona sobre la sociedad en el orden práctico-político, pero ambas cosas son imposibles a la vez (y la segunda es imposible absolutamente, puesto que, de darse, destruiría el orden mismo de la acción humana, el orden de la política). En esa misma línea resulta interesante el papel que Lachance atribuye a la ley en la obtención del bien común. Es precisamente la realidad de la falibilidad humana la que exige la mediación de la ley para secundar la exigencia natural del bien común:

“La subordinación al bien común de los bienes particulares a los que tienden los individuos o los diferentes grupos reclama su intervención [de la ley]. Sin duda, repugna a la recta razón estimar que el bien de uno solo sea mejor que el bien común, pero también es necesario que el que posea esta rectitud de miras esté en una situación que le permita juzgar las exigencias del bien común. Pero como no todos tienen esa ventaja, la ley la suple. Por lo demás, son bastante pocos los que se conforman espontáneamente a las luces de la recta razón y que consienten en renunciar a su egoísmo en presencia de las reclamaciones del bien común: ‘Los hombres, en gran parte, no siguen estrictamente los dictados de la recta razón, homines ut in pluribus, a ratione recta deficiunt’. De modo que sólo la ley, por su potencia coercitiva, es capaz de refrenar el egoísmo y de salvaguardar el bien común”[19].

Así pues, la dirección que regula a la multitud es una función eminente de la comunidad, lo cual no sólo se realiza en virtud de la potestas coactionis, sino antes todavía, por la función pedagógica, acumulativa de las fuerzas racionales de la comunidad, heredadas y contemporáneas, que opera la elucidación práctica de lo que debe hacerse para el bien del conjunto.

6. Conclusión

La obra de Lachance es extremadamente rica en matices y sugerencias, por lo que no se presta a resúmenes sintéticos. Es probablemente una voz a contracorriente en el coro de la reflexión tomista contemporánea, pero lo es, sobre todo, por haber hecho una “opción intelectual” tan arriesgada como necesaria: devolver la consistencia propia a los saberes prácticos, en particular a la filosofía social y al derecho, consistencia que no consiste en despreciar la aportación de otras disciplinas como la metafísica –al contrario, pues sin la imprescindible aportación de la metafísica y de otras ciencias previas la filosofía social y la política no conocerían a los sujetos con los que tratan[20]–, sino en la afirmación de un objeto, un método y unos principios propios y distintos de los de la metafísica, la psicología o la física. Sirva esta superficial aproximación como invitación a la lectura del genial dominico quebequés.

 

[1] Louis Lachance, Humanismo político: individuo y Estado en Tomás de Aquino, Pamplona, Eunsa, 2001, pág. 11.

[2] Humanismo…, pág. 12.

[3] Humanismo…, pág. 47.

[4] Humanismo…, pág. 48.

[5] Ibid.

[6] Ibid.

[7] Ibid.

[8] Humanismo…, pág. 55.

[9] Ibid.

[10] “L’induction”, Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques, 1941- 1942, vol. I, págs. 5-27.

[11] Loc. cit.

[12] En el número inmediatamente anterior de Verbo (n.º499-500) se publicó un trabajo mío (“El tesoro de la tradición hispánica frente al Nuevo Orden Global”, págs. 957-972) en el que afirmaba exactamente lo contrario (pág. 967). Sin embargo, la afirmación de Lachance me parece incontestable y llena de sugerentes implicaciones: el impulso lo da la voluntad ut natura, pero es el juicio de la razón, que desarrolla la ley natural, el que determina la prioridad en el apetito electivo. Es precisamente una cierta obsesión por llevar “demasiado lejos” y a un orden completamente seguro la primacía del bien común lo que explica mi ofuscamiento que, paradójicamente significaría hacer ininteligible la situación de facto en la que nos encontramos (pues muchos, en su elección, no ceden a esa prioridad natural, que no deja de ser real y natural por el hecho de que deba ser esclarecida por la razón, cosa que puede no suceder, o puede suceder en diferentes grados de claridad). Dejo, pues, constancia ante los mismos lectores de Verbo de mi error y ruego me disculpen.

[13] Humanismo…, pág. 50.

[14] Humanismo…, pág. 51.

[15] Humanismo…, pág. 51.

[16] Louis Lachance, El derecho y los derechos del hombre, Madrid, Rialp, 1979. págs. 128-129 (nota).

[17] El concepto de Derecho según Aristóteles y Santo Tomás, Buenos Aires, 1953 (sin referencia editorial), pág. 158.

[18] “El individuo [...] no realiza convenientemente su desarrollo personal, su perfección de hombre, sino comunicándose con el bien humano [...] su fin de hombre es imposible de alcanzar si no está incorporado a un organismo social”. El concepto... pág. 159.

[19] El concepto..., pág. 160.

[20] “Estamos lejos de profesar desprecio hacia los servicios prestados a las disciplinas prácticas por la física, la psicología y la metafísica, pero mantenemos que las ciencias prácticas parten de la experiencia, extraen de ella un objeto autónomo y, para aclararlo, principios propios. Mantenemos también que éstas deben adoptar un método ceñido al material que quieren organizar; mantenemos, por último que sólo deben pretender el grado de certeza posible en el dominio de lo contingente”, pág. 63.