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Número 501-502

Serie L

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El bien común y su primacía

CUADERNO: EL BIEN COMÚN

Bien es aquello a que todas las cosas tienden en cuanto tienden a su perfección. Así, pues, el bien tiene razón de causa final. Por lo cual es la primera de las causas, y por consiguiente, difusivo de suyo. Ahora bien, “cuanto más elevada es una causa, a mayor número de seres se extiende su causalidad. Porque una causa más alta tiene un efecto propio más elevado, que es más común y se encuentra en varias cosas”[1]. “De donde sigue que el bien, que tiene razón de causa final, es tanto más eficaz cuanto mayor sea el número de seres a los que se comunica. Por eso, si una misma cosa es un bien para un solo hombre y para la ciudad, es claro que es mucho más grande y perfecto procurar y defender lo que es bien de toda la ciudad, que lo que es bien de un solo hombre. Ciertamente, el amor que debe existir entre los hombres, tiene por fin conservar el bien, incluso del individuo. Pero es mucho mejor y más divino testimoniar este amor a toda la nación y a las ciudades. Aunque es ciertamente deseable en alguna ocasión testimoniar su amor a una sola ciudad, es mucho más divino que se manifieste a toda la nación en la cual se contienen muchas ciudades. Decimos que esto es más divino, porque se asemeja a Dios, que es la causa última de todos los bienes”[2].

El bien común difiere del bien singular en esta misma universalidad. Tiene razón de superabundancia y es eminentemente difusivo de suyo en tanto que es más comunicable: se extiende todavía más al singular que el bien singular: es el mejor bien del singular.

El bien común es mejor, no porque comprenda el bien singular de todos los singulares: no se daría entonces esa unidad del bien común mediante la cual es en alguna manera universal; sería una mera colección y no sería sino materialmente mejor. El bien común es mejor para cada uno de los particulares que en él participan, en tanto que es comunicable a otros particulares; la comunicabilidad es la razón misma de su perfección. El particular no alcanza el bien común bajo la razón misma de bien común sino en tanto que tiende hacia él como comunicable a otros. El bien de la familia es mejor que el bien individual, no porque todos los miembros de la familia encuentren en él su bien singular; el bien de la familia es preferible porque, para cada uno de los miembros individuales, es también el bien de los otros. Esto no significa que los otros sean la razón de la apetibilidad propia del bien común; por el contrario, bajo esta relación formal, los otros son deseables en tanto que pueden participar de este bien.

Por tanto, el bien común no es un bien tal, que no sería el bien de los particulares, y que no sería más que el bien de la colectividad tomada como cierta suerte de singular. En este caso, sería común por accidente nada más, y propiamente singular, o, si se quiere, diferiría del bien singular de los particulares en que sería nullius. Así, cuando distinguimos el bien común del bien particular, no entendemos que aquél no sea el bien de los particulares, porque si no fuese el bien de los particulares no sería verdaderamente común.

El bien es aquello a que todas las cosas tienden en tanto que tienden a su perfección. Esta perfección es para cada uno de ellos “su bien” –bonum suum– y, en este sentido, su bien es un bien propio. Pero el bien propio no se opone al bien común, porque el bien propio hacia el que tiende naturalmente un ser, el bonum suum, puede ser entendido en varios sentidos, según los diversos bienes en los cuales encuentra su perfección.

Puede hablarse, por de pronto, del bien propio de un ser particular considerado éste como individuo. Es el bien que persigue un animal cuando apetece la nutrición para la conservación de su ser. En segundo lugar, puede tratarse del bien de un ser particular en razón de la especie a que pertenece. Es el bien que desea el animal en la generación, la nutrición y la defensa de los individuos de su especie. El animal singular prefiere, naturalmente, es decir, en virtud de la inclinación inserta en él por naturaleza (ratio indita rebus ab arte divina), el bien de su especie a su bien singular. “Todo singular ama naturalmente el bien de su especie, más que su bien singular”[3]. Es que el bien de la especie es un bien mayor para el individuo que su bien particular. No se trata, pues, de una especie abstracta y exenta de individuos que desea su propio bien contra el deseo natural del individuo; es el singular mismo quien, por naturaleza, tiende hacia el bien de la especie con más vigor que hacia el suyo individual. El apetito hacia el bien común radica en el singular mismo. Por tanto, el bien común no aparece bajo la razón de bien ajeno –bonum alienum– como en el caso del bien de otro, tomado como tal[4]. Esto es lo que, en el plano de lo social, nos separará profundamente del colectivismo, que peca por abstracción, que solicita una enajenación del bien propio en cuanto tal, y, por consiguiente, del bien común, puesto que es el mejor de los bienes propios. Los que defienden la primacía del bien singular de la persona singular se apoyan sobre esta falsa noción del bien común. En tercer lugar, puede entenderse como bien de un particular, el bien que le conviene por razón del género. Es el bien de los agentes equívocos y de las substancias intelectuales, cuya acción puede alcanzar por sí misma no solamente el bien de la especie, sino un bien más amplio y comunicable a varias especies. En cuarto lugar, puede llamarse bien de un particular al que le conviene a causa de la semejanza de analogía de las cosas “principiadas” (que proceden de un principio) a su principio. De esta manera, Dios, bien puro y absolutamente universal, es el bien propio a que todas las cosas naturalmente tienden como a su bien mejor y más elevado, que procura a cada una la perfección de su ser. En suma, “la naturaleza se vuelve sobre ella misma no sólo en aquello que le es peculiar, sino con preferencia en lo que es común: porque cada ser tiende a conservar no sólo su individualidad, sino también su especie. Y mucho mayor es la inclinación natural de cada cosa hacia lo que es bien universal absoluto”[5].

Aquí se ve hasta qué punto la naturaleza es una participación de la inteligencia, y gracias a esta participación toda naturaleza tiende principalmente hacia un fin universal.

En el apetito que sigue al conocimiento, se encontrará un orden semejante. Los seres aparecerán más perfectos en la proporción en que su apetito sea capaz de extenderse hasta un bien más alejado de su mero bien singular. Estando sujeto el conocimiento de los irracionales a lo singular sensible, su apetito estará incapacitado para extenderse más allá del bien privado singular y sensible: la acción explícita por un bien común supone un conocer universal. Para la sustancia intelectual, comprehensiva totius entis[6], que es una parte del universo en la que puede existir, según el conocimiento, la perfección del universo entero, su bien más propio en tanto que sustancia intelectual será el bien del universo, bien esencialmente común. La sustancia intelectual no es este bien, como es el universo según el conocimiento. En efecto, conviene anotar aquí la diferencia radical que existe entre el conocimiento y el apetito: “Lo conocido está en el que conoce, el bien está en las cosas”[7]. Si, como lo conocido, el bien estuviese en el que ama, nosotros seriamos para nosotros mismos el bien del universo.

Por consiguiente, los seres inferiores difieren de los superiores en que su bien conocido más perfecto se identifica con su bien singular, y en que el bien que pueden difundir se limita al bien del individuo. “Cuanto más perfecta es la virtud de un ser, y más eminente en la escala de la bondad, más se universaliza su tendencia al bien, y más lo busca, y lo produce en otros seres alejados de él. Porque las cosas imperfectas tienden nada más hacia el bien del individuo en cuanto tal; las perfectas, al de la especie; las más perfectas, hacia el bien del género; Dios, pues, bondad absolutamente perfecta, hacia el bien del ser en su totalidad. Así, no sin razón se dice que el bien en cuanto tal es difusivo: porque cuanto mejor es un ser, tanto más se extiende su bondad a los seres que están más alejados de él. Y como lo que es lo más perfecto en cada género, es ejemplar y medida de cuantos bajo tal género se comprenden, es necesario que Dios, que es de una bondad perfectísima y la difunde de la manera más universal, sea en la difusión de su bondad el ejemplar de todos los seres que difunden alguna bondad”[8]. El bien común creado, de cualquier orden que sea, es el que más propiamente imita el bien común absoluto.

Se ve, pues, que, cuanto más perfecto es un ser, dice una relación mayor al bien común, y más hace por este bien, que es, no solamente en sí, sino para él también, el mejor. Las criaturas racionales, las personas, se diferencian de los seres irracionales en que están ordenadas con preferencia al bien común y pueden actuar expresamente por él, aunque también es verdad que, perversamente, son capaces de preferir su bien singular y personal al común, agarrándose a la singularidad de su persona o, como se dice hoy, a su personalidad, erigida en medida universal de todo género de bien. Por otra parte, si la criatura racional no puede limitarse enteramente a un bien común subordinado, el de la familia, por ejemplo, o el de la sociedad política, no es porque su bien singular en cuanto tal sea mayor, sino a causa de su ordenación a un bien común superior al cual está principalmente ordenado. No se sacrifica en ese caso el bien común al del individuo en tanto que individuo, sino al bien del individuo en cuanto que éste se ordena a un bien común más universal. La sola singularidad no puede ser la razón per se de esto. En todo género el bien común es superior. La comparación por transgresión de los géneros, lejos de invalidar este principio, lo supone y lo confirma.

En las más perfectas personas creadas, los espíritus puros, es donde mejor se ve esta profunda ordenación al bien común. En efecto, el bien común es preferentemente su bien en la misma proporción en que son más inteligentes. “Como el deseo sigue al conocimiento, cuanto más universal es éste, tanto más el deseo que deriva de él se inclina al bien común, y cuanto más particular, tanto más hacia el bien privado; por eso, en nosotros, el amor del bien privado, nace del conocimiento sensitivo, y el del bien común y absoluto, del conocimiento intelectual. Luego, como los ángeles poseen una ciencia tanto más universal cuanto más perfectos son... su amor tiende sobre todo al bien común”[9]. Y es tan perfecto y tan grande este amor del bien común, que los ángeles aman su desigualdad e incluso la subordinación de su bien singular, el cual es siempre más distante de su bien común, más sometido y más conforme a éste, a medida que son más elevados en perfección. “Por tanto, se aman más entre sí a causa de su diferencia específica, la cual conviene más a la perfección del universo que si fuesen todos de una sola especie, lo cual convendría al bien privado de una sola especie”[10]. Y ello, porque “su amor mira con preferencia al bien común”.

En suma, según los autores que ponen el bien común de las personas en segundo lugar, los ángeles más perfectos serían también los más sometidos y los menos libres. Por razón de sus vinculaciones con el bien común, el ciudadano sería en verdad el esclavo, mientras éste sería el hombre libre. El esclavo también vivía principalmente al margen de la sociedad, y estaba libre de la sociedad como la piedra en el montón está libre del orden de un edificio. “Acontece en el mundo –decía Aristóteles– lo que en una casa. Los hombres libres no están en modo alguno sujetos a hacer una cosa u otra según la ocasión, sino que todas sus funciones o la mayor parte de ellas están reglamentadas; para los esclavos y las bestias, por el contrario, son muy pocas las cosas que dicen relación al bien común, y la mayoría de ellas quedan al arbitrio de la circunstancia”[11]. En el personalismo marxista que se consuma en la última fase del comunismo, el ciudadano no es más que un esclavo al cual se ha concedido, en su condición misma de esclavo, los títulos de una libertad aparente por los cuales se le arrebata incluso la participación en la verdadera libertad[12].

El bien común es en sí y para nosotros más amable que el bien privado. Pero podría quedar un equívoco; porque se puede amar el bien común de dos maneras. Se le puede amar para poseerlo, y se le puede amar para su conservación y difusión. Se podría decir, en efecto: Yo prefiero el bien común, porque su posesión es para mí un bien más grande. Pero esto no es un amor al bien común en cuanto bien común; es un amor que mira al bien común bajo la razón de bien privado, que identifica el bien común con el bien de la persona singular tomado como tal. “No es de buen gobernante amar el bien de una ciudad para apropiárselo y poseerlo, porque así, también un tirano ama el bien de cualquier ciudad a fin de dominarla, lo cual es amarse a sí mismo más que a la ciudad, porque este bien lo desea para sí y no para la ciudad. Amar verdaderamente a la ciudad es amar su bien para que sea conservado y defendido, que es lo que hace el buen gobernante, de modo tal que por conservar o aumentar el bien de la ciudad se ponga en peligro de muerte y abandone su bien privado”. Y Santo Tomás aplica inmediatamente esta distinción a la beatitud sobrenatural, donde la razón de bien común se encuentra de la manera más perfecta. “Así, pues, amar el bien en que participan los bienaventurados por adquirirlo o poseerlo no hace que el hombre esté bien dispuesto para la beatitud, porque también los malos apetecen aquel bien; amar, en cambio, aquel bien en sí mismo, para que permanezca y se propague y nada atente contra él, esto dispone rectamente al hombre con relación a la sociedad de los bienaventurados; y esto es la caridad: amar a Dios por sí mismo y al prójimo capaz de beatitud como a sí mismo”[13]. No es posible, entonces, amar el bien común sin amarlo en su participabilidad por otros. Los ángeles caídos no rehusaron la perfección del bien que les era ofrecido; rehusaron su comunidad y despreciaron esta comunidad. Si verdaderamente el bien de su persona singular viniese por delante, ¿cómo hubieran podido pecar ellos contra el bien común? Y, sobre todo, ¿cómo la criatura racional, la más digna por naturaleza, hubiera podido eludir el bien más divino que existe?

Una sociedad constituida por personas que aman su bien privado por encima del bien común, o que identifican el bien común con el privado, no es una sociedad de hombres libres, sino de tiranos –”y así el pueblo entero será como un tirano”[14]–, que se conducirán unos a otros por la fuerza, y donde el jefe eventual no es sino el más astuto y el más fuerte entre los tiranos, y los súbditos mismos, tiranos fracasados. Esta negación de la primacía del bien común procede en el fondo de la desconfianza y el desprecio de las personas.

Se ha pretendido apoyarse en la trascendencia absoluta de la bienaventuranza sobrenatural para sostener que el bien de la persona singular es pura y simplemente superior al bien común, como si esta bienaventuranza no fuese, en su trascendencia y por ella misma, el bien común de máxima universalidad que debe ser amado por él mismo y por su difusión. Este bien último no se distingue de los bienes comunes inferiores en que sería el bien singular de la persona individual. Se puede jugar, en efecto, con la ambigüedad de los términos particular, propio y singular. “El bien propio del hombre debe ser entendido de diversas maneras. Porque el bien propio del hombre en cuanto hombre, es el bien racional, ya que para el hombre ser, es ser racional. El bien del hombre, en cambio, en cuanto artífice, es el bien del arte; y así también, en cuanto político, su bien es el bien común de la ciudad”[15]. Luego así como el bien del hombre considerado como ciudadano no es el bien del hombre en cuanto hombre solamente, de la misma manera el bien de la bienaventuranza no es el bien del hombre como hombre sin más, ni el bien del hombre como ciudadano de la sociedad civil, sino en cuanto miembro de la ciudad celestial. “... Para ser buen político hay que amar el bien de la ciudad. Ahora bien, si el hombre en cuanto es admitido a participar en el bien de una ciudad y es hecho ciudadano necesita ciertas virtudes para cumplir cuanto a los ciudadanos compete y para amar el bien de la ciudad, de igual manera el hombre que es admitido por la divina gracia en la participación de la bienaventuranza celestial, que consiste en la visión y la fruición de Dios, se hace en algún modo ciudadano y miembro de esa bienaventurada sociedad, que es llamada Jerusalén Celestial, según las palabras de San Pablo a los Efesios, II, 19: Sois ciudadanos de la ciudad de los san - tos, y miembros de la familia de Dios”[16]. Y lo mismo que las virtudes del hombre puramente hombre no bastan para orientarnos con relación al bien común de la sociedad civil, de igual modo serán necesarias virtudes peculiares muy superiores y nobilísimas para ordenarnos a la beatitud, y ello bajo la relación formalísima de bien común: “De donde en el hombre así admitido a la vida celestial son necesarias ciertas virtudes gratuitas; éstas son las virtudes infusas; cuyo ejercicio propio exige precisamente el amor al bien común de toda la sociedad, que es el bien divino en cuanto es objeto de beatitud”[17]. Es entonces cuando Santo Tomás hace la distinción más arriba citada (nota 15) entre el amor de posesión y el amor de difusión. Sois ciudadanos, sobre todo en esta beatitud donde el bien común tiene más que nunca razón de bien común.

La elevación al orden sobrenatural no hace sino aumentar la dependencia de un bien más alejado del bien de la persona singular tomado como tal. Si una virtud monástica no puede ejecutar un acto ordenado al bien común de la sociedad civil sino en cuanto es elevada por una virtud superior que mira propiamente este bien común, todavía menos lo podrá en presencia del bien propiamente divino, “... como ningún mérito cabe sin la caridad, el acto de la virtud adquirida no puede ser meritorio sin caridad... Porque una virtud ordenada hacia un fin inferior, no ejecuta un acto ordenado hacia un fin superior, sino mediante una virtud superior; por ejemplo, la fortaleza tomada como virtud del hombre en cuanto hombre, no puede ordenar la acción del hombre al bien político, sino por medio de la fortaleza en cuanto virtud del hombre considerado como ciudadano”[18]. La fortaleza del hombre en tanto que tal, por la que defiende el bien de su persona, no es suficiente para defender racionalmente el bien común.

Muy corrompida está la sociedad cuando no es posible hacer una llamada al amor del difícil bien común y a la fortaleza superior del ciudadano en cuanto tal ciudadano, para la defensa de este bien, sino que ha de presentar su bien so color del bien de la persona.

No tratemos las virtudes del político como complementos accesorios de las virtudes del hombre puramente hombre. Se las considera más profundas y, en cambio, se querría al mismo tiempo que un hombre malo en su vida monástica o doméstica, pudiese ser buen político. Esto es un signo del desprecio en que se tiene a todo lo que mira formalmente al bien común. Y, sin embargo, “... alcanzarán un grado eminente de beatitud celestial los que cumplan digna y laudablemente el ministerio de los reyes. Porque si la felicidad que procura la virtud es una recompensa, se sigue que a mayor virtud, mayor grado de felicidad es debido. Ahora bien, la virtud por la cual un hombre puede, no sólo dirigirse a sí mismo, sino dirigir también a los demás es una virtud superior, y tanto más superior cuanto mayor número de hombres pueda dirigir; así como respecto de la fuerza corporal se dice de alguien que es tanto más forzudo cuanto mayor es el número de adversarios a los que puede vencer, o más grandes los pesos que pueda levantar. Así, pues, se requiere una virtud mayor para regir la familia que para gobernarse a sí mismo, y mucho mayor todavía para el gobierno de una ciudad y un reino... Por eso uno es tanto más agradable a Dios cuanto más le imita: por lo que el Apóstol exhorta a los Efesios, V, 1: Sed imitadores de Dios, como hijos amantísimos. Ahora bien, según el dicho del Sabio: Todo animal ama a su semejante, en la medida en que los efectos tienen una cierta semejanza con su causa, de donde se sigue que los buenos reyes son agradabilísimos a Dios y recibirán de Él una grandísima recompensa”[19].

La posición según la cual el bien de la persona singular sería, en cuanto tal, superior al bien de la comunidad, llega a ser abominable cuando se repara en que la persona es ella misma el principal objeto del amor de su bien singular. “... Como el amor tiene por objeto el bien, según la diversidad del bien es la diversidad del amor. Hay, pues, un bien propio del hombre en cuanto éste es persona singular, y por lo que respecta al amor que se orienta hacia este bien, cada uno es para sí el principal objeto de su amor. Existe luego un bien común que corresponde a éste o a aquél en cuanto es parte de un todo, como al soldado en cuanto es parte del ejército o al ciudadano en cuanto es parte de la ciudad; y por lo que toca al amor que tiene este bien por objeto, su principal objeto es aquello en que ese bien existe principalmente, como el bien del ejército en el jefe y el bien de la ciudad en el rey; por donde entra en el deber del buen soldado incluso desdeñar su propia conservación para conservar el bien de su jefe, igual que el hombre, naturalmente, expone el brazo para conservar la cabeza...”[20]. En otros términos, el bien más elevado del hombre le conviene, no en tanto que es en sí mismo un cierto todo en el cual el yo es el objeto principal de su amor, sino “en tanto que es parte de un todo”, todo que le es accesible a causa de la misma universalidad de su conocimiento. ¿Se dirá que la razón de parte no conviene al hombre considerado en su relación al fin último? He aquí la continuación inmediata del texto que acabamos de citar: “... y es de esta manera como la caridad tiene por objeto principal al bien divino, que es el bien de cada uno en cuanto cada uno puede participar de la bienaventuranza”[21]. Estamos, por tanto, ordenados como partes de un todo al más grande de los bienes, que sólo puede ser el más nuestro en su comunicabilidad a las demás personas. Si el bien divino fuese formalmente “un bien propio del hombre en cuanto persona singular”, seríamos nosotros mismos la medida de este bien, lo cual es sencillamente una abominación.

Ni siquiera el amor del bien propio de la persona singular puede ser sustraído al amor del bien común. Se alberga en nosotros, en efecto, tan perfectamente la razón de parte, que la rectificación por relación al bien propio no puede ser verdadera más que si es conforme y subordinada al bien común. “... La bondad de una parte se considera en proporción a su todo: por lo que San Agustín dice... que es mala toda parte que no es conforme a su todo. Y dado que todo hombre es parte de la ciudad, es imposible que un hombre sea bueno si no está perfectamente proporcionado al bien común; ni el todo puede existir convenientemente sino mediante las partes a él proporcionadas”[22]. Esta ordenación es tan integral que los que persiguen el bien común persiguen su bien propio ex consequenti: “Primero, porque el bien propio no puede existir sin el bien común de la familia, de la ciudad o el reino. Por eso Valerio Maximo dice de los antiguos romanos que preferían ser pobres en un imperio rico que ricos en un imperio pobre. En segundo lugar, porque como el hombre es parte de la casa y de la ciudad, es preciso que juzgue de lo que es bueno para él a la luz de la prudencia que tiene por objeto el bien de la multitud: porque la buena disposición de la parte se toma de su relación al todo”[23]. Y esto se destaca sobre todo en el bien común que es la bienaventuranza, donde la universalidad misma del bien es principio de beatitud para la persona singular. En efecto, en razón de su universalidad, puede beatificar a la persona singular. Y esta comunicación en el bien común funda la comunicación de las personas singulares entre sí extra verbum: el bien común en tanto que tal, es la raíz de esta comunicación, que no sería posible si el bien divino no fuese ya amado en su comunicabilidad a otros: praexigitur amor boni com - munis toti societati, quod est bonum divinum, prout est beatitudinis obiectum[24].

Si se concede que las personas singulares están ordenadas al bien último separado en tanto que aquél tiene razón de bien común, no se concederá con tanta facilidad que, en el universo mismo, las personas no son queridas sino por el bien del orden del universo, bien común intrínseco mejor que las personas singulares que lo constituyen materialmente. Se querría más bien que el orden del universo no fuese sino una superestructura de personas que Dios quiere no como partes, sino como todos radicalmente independientes; y sólo secundariamente, estos todos serían partes. En efecto, ¿no difieren las criaturas racionales de las irracionales en que son queridas y gobernadas por sí mismas, no sólo en cuanto a la especie, sino también en cuanto al individuo? “Los actos... de la criatura racional son dirigidos por la divina providencia, no sólo en razón de su pertenencia a la especie, sino también en cuanto son actos personales”[25]. Luego, se concluirá, las personas individuales son en sí mismas bienes queridos directamente, por sí y en sí superiores al bien del todo accidental que constituyen por vía de consecuencia y complemento.

Entonces, ¿qué fin se propone Dios en la producción de las cosas? “Dios no ha producido el ser de las cosas por necesidad natural, sino por su inteligencia y su voluntad. Su inteligencia y su voluntad no pueden tener por fin último otra cosa que su propia bondad, lo cual hace comunicando esta bondad a las cosas. Las cosas participan de la bondad divina por modo de semejanza en tanto que ellas son buenas en sí mismas. Luego lo mejor entre las cosas creadas es el bien del orden del universo, que es lo más perfecto, como lo dice el Filósofo (XII Metaph., c. 10); lo cual concuerda también con la Sagrada Escritura, donde dice: Y Dios vio todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno (Gen. I, 31), cuando de las obras tomadas por separado había dicho simplemente que eran buenas. Por consiguiente, el bien del orden de las cosas creadas por Dios es también el objeto principal del querer y de la intención de Dios (praecipue volitum et intentum). Ahora bien, gobernar un ser no es otra cosa que imponerle un orden...”.

“Además todo lo que tiende hacia un fin, se ocupa con preferencia (magis curat) de aquello que está más cerca del fin último, porque éste es también fin de otras cosas. Ahora bien, el fin último de la voluntad divina es su propia bondad, de la cual lo más próximo (cui propinquissimum) entre las cosas creadas es el bien del orden universal: puesto que a éste se ordena como a su fin todo bien particular de esta o aquella cosa concreta, como lo menos perfecto se ordena a lo que es más perfecto; por donde se ve que toda parte existe en función de su todo. Por tanto, aquello que Dios cuida especialmente entre las cosas creadas es el orden del universo...”[26].

¿Por qué quiere Dios la distinción de las cosas, su orden y su desigualdad? “La distinción de las cosas y su multitud pertenece a la intención del primer agente que es Dios. Porque ha dado el ser a las cosas para comunicar su bondad a las criaturas y manifestarla, y como mediante una sola criatura no puede ser suficientemente representada, produjo muchas y diversas, para que lo que falte a una para manifestar la bondad divina sea suplido por otra. Porque la bondad que en Dios es absoluta y uniforme aparece en las criaturas múltiple y repartida; por ello, el universo en su totalidad participa más de la bondad divina y la representa con más perfección que cualquier otra criatura”[27].

“... En todo efecto, aquello que es fin último es propiamente querido por el agente principal, como el orden del ejército por el jefe. Es así que lo más perfecto entre las cosas existentes es el bien del orden universal... Luego el orden del universo es propiamente querido por Dios, y no es un producto accidental de la sucesión de los agentes... Sino que... este mismo orden universal es de suyo creado y querido por Dios...”[28].

“El fin por el que es producido un efecto es lo que hay en éste de bueno y de mejor, Ahora bien, lo bueno y lo mejor del universo consiste en el orden de sus partes entre sí, el cual no podía darse sin la distinción; en efecto, este orden constituye el universo en su razón de todo, lo cual es lo más perfecto de él. Luego el orden mismo de las partes del universo y su distinción es el fin por el cual ha sido creado”[29].

Con toda seguridad se sublevará contra esta concepción quien considere a la persona singular y su bien singular como primera raíz, como fin último intrínseco y, por consiguiente, como medida de todo bien intrínseco al universo. Esta rebelión puede provenir o de una ignorancia especulativa o de una ignorancia práctica.

Es ignorar especulativamente el bien común considerarlo como un bien extraño, como un bonum alienum opuesto al bonum suum: se restringe entonces el bonum suum al bien singular de la persona singular. En esta posición, la subordinación del bien privado al bien común significaría subordinación del bien más perfecto de la persona a un bien extraño; el todo y la parte serían ajenos el uno al otro: el todo de la parte no sería “su todo”. Este error rebaja a la persona en su capacidad más genuina: la de participar en un bien más amplio que el bien singular; niega la perfección más resplandeciente del universo: la misma que Dios quiere principalmente, y en la que las personas pueden hallar su máximo bien creado. Este error rechaza el bien común creado, no porque no sea más que bien creado, sino porque es común. Y aquí yace la gravedad de este error: tiene que rechazar también el bien común más divino, que es esencialmente común.

Con una recta inteligencia especulativa del bien común puede, sin embargo, coexistir una perniciosa ignorancia práctica. Se puede rehusar la primacía del bien común porque él no es en primer lugar el bien singular de la persona singular, y postula una subordinación de éste a un bien que no es el nuestro en razón de nuestra personalidad singular. Por un amor desordenado a la singularidad, se rechaza prácticamente el bien común como un bien extraño, y se le juzga incompatible con la excelencia de nuestra condición singular. Uno se sustrae así al orden, y se refugia en sí mismo como en un universo para sí, universo enraizado en un acto libre personalísimo: uno abdica libremente su dignidad de criatura racional para establecerse como un todo radicalmente independiente. “Incluso la aversión a Dios tiene razón de fin en cuanto es deseada bajo la razón de libertad, según las palabras de Jeremías (II, 20): “Desde antiguo quebraste tu yugo, rompiste tus ataduras, y dijiste: ‘¡No serviré!’”[30]. No se rehusaría el bien común si tuviese en el propio yo su principio, o debiese su excelencia a una libre elección nuestra: se concede la primacía a la libertad misma. Se quiere ser antes que nada un todo tan radicalmente independiente que no necesite de Dios más que para ser tal, después de lo cual sería el momento de juzgar sobre un derecho de someterse al orden o no someterse. Y cuando pluguiere someterse, esta sumisión sería un acto que emanaría por añadidura de un puro “para sí” y de la conciencia de su propia generosidad, tan grande que no le repugna extenderse y difundirse; por el contrario, la personalidad podrá dilatarse y verter hacia fuera el bien que ya ella poseía en sí; se expansionará, es decir, que su bien mismo vendrá de dentro; al exterior no tendrá que agradecer sino la generosidad del espacio. Reconocerá ella de buen grado su dependencia de la materia informe, como el escultor reconoce su dependencia del mármol. Incluso se dejará regir por otro, reconocerá un superior, con tal que él sea el “fruto” de su elección, y vicario, no de la comunidad, sino ante todo y principalmente del yo. Cualquier otro bien que el que nos es debido en razón de nuestra naturaleza singular, cualquier otro bien previo a éste y al que debamos someternos libremente so pena de hacer el mal es aborrecido como un insulto a nuestra personalidad.

Uno se subleva contra la idea misma del orden sin ver que una criatura es tanto más perfecta cuanto más participa del orden. Las sustancias separadas son más perfectas que nosotros, porque están más ordenadas, y porque participan por naturaleza más profundamente de la perfección del universo, cuyo esplendor revisten gracias a esta ordenación. “Las cosas que son de Dios son ordenadas. Ahora bien, es necesario que las partes superiores del universo participen más que las otras del bien del universo, que es el orden. Las cosas donde el orden existe per se participan más perfectamente de él que aquellas en las cuales se encuentra sólo per accidens[31]. ¿Por qué ese desprecio del orden que es la obra de la Sabiduría divina? ¿Cómo podrían los ángeles amar su desigualdad si no estuviese enraizada en el bien común, y este bien común no fuese su mayor bien? Si, por el contrario, el ser mismo de su persona fuese para ellos el máximo bien intrínseco del universo, la desigualdad sería principio de discordia, tanto entre los ángeles como entre cada persona individual, y el bien común sería un bien extraño; esta desigualdad procedería entonces no de la sabiduría divina, sino del libre albedrío y la contrariedad entre el bien y el mal, o de una primacía concedida a la distinción material[32].

El hecho de que las partes principales que constituyen materialmente el universo sean ordenadas y gobernadas por sí mismas, no hace sino destacar la eminentísima perfección del conjunto, que es la razón intrínseca primera de la perf e c c i ó n de las partes. Y “cuando decimos que las sustancias intelectuales son ordenadas por la divina providencia para sí mismas, no entendemos que estas sustancias no tengan ninguna relación ulterior con Dios y con la perfección del universo. Decimos que son así regidas para ellas mismas y que las otras criaturas lo son para ellas porque los bienes que reciben de la divina providencia no les son dados para la utilidad de otras criaturas y, al contrario, los bienes concedidos a estas últimas están ordenados por la divina providencia al uso de las sustancias intelectuales”[33]. Es, pues, una cosa muy distinta decir que las criaturas racionales están gobernadas y ordenadas por sí mismas, y decir que son para sí mismas y para su bien singular: Las criaturas racionales están ordenadas por sí mismas al bien común. El bien común es para ellas, pero es para ellas como bien común. Las criaturas racionales pueden alcanzar ellas mismas explícitamente el bien al que todas las cosas están ordenadas; en eso difieren de las irracionales, que son meros instrumentos, útiles nada más, que no alcanzan explícitamente el bien universal al que están ordenadas. Y en esto consiste la dignidad de la naturaleza racional.

 

[1] “... quanto aliqua causa est altior, tanto ejus causalitas ad plura se extendit. Habet enim causa altior proprium causatum altius quod est communius et in pluribus inventum”. S. THOMAS, In VI Metaph., Lect. 3, n. 1205.

[2] “Manifestum est enim, quod unaquaeque causa tanto prior est et potior quanto ad plura se extendit. Unde et bonum, quod habet rationem causae finalis, tanto potius est quanto ad plura se extendit. Et ideo, si idem bonum est uni homini et toti civitati: multo videtur majus et perfectius suscipere, idest procurare et salvare illud quod est bonum totius civitatis, quam id quod est bonum unius hominis. Pertinet quidem ad amorem, qui debet esse inter homines, quod homo conservet bonum etiam uni soli homini. Sed multo melius et divinius est, quod hoc exhibeatur toti genti et civitatibus. Vel aliquando amabile quidem est quod exhibeatur uni soli civitati, sed multo divinius est, quod hoc exhibeatur toti genti, in qua multae civitates continentur. Dicitur hoc autem esse divinius, eo quod magis pertinet ad Dei similitudinem, qui est ultima causa omnium bonorum. Hoc autem bonum, scilicet quod est commune uni vel pluribus civitatibus, intendit methodus, idest quaedam ars, quae vocatur civilis. Unde ad ipsam maxime pertinet considerare finem ultimum humanae vitae: tamquam ad principalissimam”. In I Ethic., Lect. 3, n. 30.

Compárese ese texto con el siguiente pasaje de De Voluptate de Lorenzo Valle, en que responde a la cuestión An moriendum sit pro aliis (L. II, c. 2): “En modo alguno tengo yo la obligación de morir por un ciudadano, ni por dos, ni por tres, y así hasta el infinito. ¿Cómo podría estar obligado a morir por la patria, que es la suma de todos ellos? ¿Cambia la cualidad del deber el hecho de añadir uno más?”. Apud P. MONNIER, Le Quattrocento, 8.ª ed., París, 1924, t. I, pág. 46. “Los humanistas, dice Cino Rinuccini, no saben nada de la economía doméstica. Viven alocadamente sin cuidarse de lo que sea el honor paternal ni el beneficio de los hijos. Desconocen cuál sea el Gobierno mejor, si el de uno o el de varios, o si el de muchos o el de pocos. Evitan la fatiga, afirmando que quien sirve la comunidad a nadie sirve, ni defienden la República con la toga ni la defienden con las armas. En resumen, olvidan que el bien, cuanto más común, tanto más tiene de divino. (Nè el ricordano che quanto il bene è più comune, tanto à più del divino)”. Ibid., pág. 332.

[3] “Quodlibet singulare naturaliter diligit plus bonum suae speciei quam bonum suum singulare”. I, q. 60, a. 5, ad 1.

[4]Nec obstat fundamentum P. Suarez, quia videlicet nutritio ordinatur ad propriam conservationem in se, generatio autem in alieno individuo; magis autem inclinatur unumquodque in bonum proprium quam in alienum, quia amicabilia ad alterum oriuntur ex amicabilibus ad se. Respondetur enim, inclinatur aliquid magis in bonum proprium, ut distinguitur contra alienum, non contra bonum commune. Ad hoc enim major est ponderatio quam ad proprium, quia etiam proprium continetur sub communi et ab eo dependet, et sic amicabilia ad alterum oriuntur ex amicabilibus ad se, quando est alterum omnino alienum, non quando est alterum quasi bonum commune et superius, respectu cujus haec maxima non currit”. JUAN DE SANTO TOMAS, Curs. Phil., t. III (Reiser), p. 87 a.

[5] “... natura reflectitur in seipsam non solum quantum ad id quod est ei singulare, sed multo magis quantum ad commune: inclinatur enim unumquodque ad conservandum non solum suum individuum, sed etiam suam speciem. Et multo magis habet naturalem inclinationem unumquodque in id quod est bonum universale simpliciter”. I, q. 60, a. 5, ad 3.

[6] III Contra Gentes, c. 112.

[7] Q. D. de Veritate, q. 2, a. 2, c.

[8] “Quanto aliquid est perfectioris virtutis et eminentius in gradu bonitatis, tanto appetitum boni communiorem habet et magis in distantibus a se bonum quaerit et operatur. Nam imperfecta ad solum bonum proprii individui tendunt; perfecta vero ad bonum speciei; perfectora vero ad bonum generis; Deus autem, qui est perfectissimus in bonitate, ad bonum totius entis. Unde non immerito dicitur a quibusdam quod bonum, inquantum huiusmodi, est diffusivum: quia quanto aliquid invenitur melius, tanto ad remotiora bonitatem suam diffundit. Et quia in quolibet genere quod est perfectissimum est exemplar et mensura omnium quae sunt illius generis, oportet quod Deus qui est in bonitate perfectissimus et suum bonitatem commissime diffundens, in sua diffusione sit exemplar omnium bonitatem diffundentium”. III Contra gentes, c. 24.

[9] “Cum affectio sequatur cognitionem, quanto cognitio est universalior, tanto affectio eam sequens magis respecit bonum commune; et quanto cognitio est magis particularis, tanto affectio ipsam sequens magis respicit privatum bonum; unde et in nobis privata dilectio ex cognitione sensitiva exoritur; dilectio vero communis et absoluti boni ex cognitione intellectiva. Quia ergo angeli quanto sunt altiores, tanto habent scientiam magis universalem..., ideo eorum dilectio maxime respicit commune bonum”. Q. D. de Spir. creat., n. 8, ad 5.

[10] “Magis ergo diligunt se invicem, si specie differunt, quod magis pertinet ad perfectionem universi ... quam si specie convenirent, quod pertineret ad bonum privatum unius speciei”. Íbid.

[11] XII Metaph., c. 10, 1075a5.

[12] “Mientras dura el tiempo en que los hombres se encuentran en la sociedad natural, mientras dura el tiempo en, que el interés particular y el interés general divergen, y, por tanto en que la actividad no está distribuida voluntariamente, sino naturalmente, el quehacer propio del hombre se le convierte en fuerza extraña y hostil, que en vez de estar dominada por él le subyuga. Sobre todo desde el momento en que comienza la división del trabajo, cada cual tiene una esfera de actividad definida, exclusiva, que le está impuesta, y de la que no puede salir: es cazador, pescador, pastor o crítico, y debe permanecerlo, si no quiere perder sus medios de existencia. En cambio en la sociedad comunista, donde cada cual no tiene una esfera de actividad exclusiva, sino que puede desenvolverse en las ramas que le agraden, la sociedad regula la producción general, permitiéndome así hacer hoy esto, mañana...” Karl MARX, Morceaux choisis, ed. N. R. F., pág. 203.

[13] “Amare bonum alicujus civitatis ut habeatur et possideantur, non facit bonum politicum; quia sic etiam aliquis tyrannus amat bonum alicujus civitatis ut ei dominetur; quod est amare seipsum magis quam civitatem; sibi enim ipsi hoc bonum concupiscit, non civitati. Sed amare bonum civitatis ut conservetur et defendatur, hoc est vere amare civitatem; quod bonum politicum facit, in tantum quod aliqui propter bonum civitatis conservandum vel ampliandum, se periculis mortis exponant et negligant privatum bonum. Sic igitur amare bonum quod a beatis participatur ut habeatur vel possideatur, non facit hominem bene se habentem ad beatitudinem, quia etiam mali illud bonum concupiscunt; sed amare illud bonum secundum se, ut permaneat et diffundatur, et ut nihil contra illud bonum agatur, hoc facit hominem bene se habentem ad illam societatem beatorum; et haec est caritas, quae Deum per se diligit, et proximos qui sunt capaces beatitudinis, sicut seipsos”. Q. D. de Carit., a. 2, c.

[14] “... sic enim et populus totus erit quasi unus tyrannus”. De Regno, c. 1.

[15] “Proprium autem bonum hominis oportet diversimode accipi, secundum quod homo diversimode accipitur. Nam, proprium bonum hominis inquantum homo, est bonum rationis eo quod homini esse est rationale esse. Bonum autem hominis secundum quod est artifex, est bonum artis, et sic etiam secundum quod est politicus, est bonum ejus bonum commune civitatis”. Q. D. de Carit., a. 2, c.

[16] “... ad hoc quod aliquis sit bonus politicus, requiritur quod amat bonum civitatis. Si autem homo, inquantum admittitur ad participandum bonum alicujus civitatis, et efficitur civis alicujus civitatis, competunt ei virtutes quaedam ad operandum ea quae sunt civium et ad amandum bonum civitatis, ita cum homo per divinam gratiam admittitur in participationem coelestis beatitudinis, quae in visione et fruitione consistit, fit quasi civis et socius illius beatae societatis, quae vocatur coelestis Jerusalem secundum illud, Ephes. II, 19: Estis cives sanctorum et domestici Dei”. Ibid.

[17] “Unde homini sic ad caelestiam adscripto, competunt quaedam virtutes gratuitae, quae sunt virtutes infusae, ad quarum debitum operationem praeexigitur amor boni communis toti societati, quod est bonum divinum, prout est beatitudinis objectum”. Ibid.

[18] “... cum nullum meritum sit sine caritate, actus virtutis acquisitae non potest esse meritorius sine caritate.... Nam virtus ordinata in finem inferiorem non facit actum ordinatum ad finem superiorem, nisi mediante virtute superiori: sicut fortitudo, quae est virtus hominis qua homo, non ordinat actum suum ad bonum politicum, nisi mediante fortitudine quae est virtus hominis in quantum est civis”. Q. D. de Virtut., a. 10, ad 4. “Dicit ergo primo (Philosophus), quod neque etiam fortitudo est circa mortem quam aliquis sustinet in quocumque casu vel negotio, sicut in mari vel in aegritudine; sed circa mortem quam quis sustinet pro optimis rebus, sicut contingit cum aliquis moritur in bello propter patriae defensionem ... (…) … quia mors quae est in bello est in maximo periculo, quia de facili ibi moritur homo; etiam est in periculo optimo, quia homo pericula sustinet hic propter bonum commune, quod est optimum.... Virtus autem est circa maximum et optimum....” In III Ethic., lect. 14, nn. 537-8.

[19] “... eminentem obtinebunt coelestis beatitudinis gradum, qui officium regium digne et laudabiliter exequuntur. Si enim beatitudo virtutis est praemium, consequens est ut majori virtuti major gradus beatitudinis debeatur. Est autem praecipua virtus qua homo aliquis non solum seipsum, sed etiam alios dirigere potest; et tanto magis, quanto plurium est regitiva; quia et secundum virtutem corporalem tanto aliquis virtuosior reputatur, quanto plures vincere potest, aut pondera levare. Sic igitur major virtus requiritur ad regendum domesticam familiam quam ad regendum seipsum, multoque major ad regimen civitatis et regni.... Tanto autem est aliquid Deo acceptius, quanto magis ad ejus imitationem accedit: unde et Apostolus monet Ephes. V, 1: Estote imitatores Dei, sicut filii charissimi. Sed si secundum Sapientis sententiam: Omne animal diligit simile sibi, secundum quod causae aliqualiter similitudinem habent causati, consequens igitur est bonos reges Deo esse acceptissimos, et ab eo maxime praemiandos”. De Regno, c. 9.

[20] “... cum amor respiciat bonum, secundum diversitatem boni est diversitas amoris. Est autem quoddam bonum proprium alicujus hominis in quantum est singularis persona; et quantum ad dilectionem respicientem hoc bonum, unusquisque est sibi principale objectum dilectionis. Est autem quoddam bonum commune quod pertinet ad hunc vel ad illum inquantum est pars alicujus totius, sicut ad militem inquantum est pars exercitus, et ad civem, inquantum est pars civitatis; et quantum ad dilectionem respicientem hoc bonum, principale objectum dilectionis est illud in quo principaliter illud bonum consistit, sicut bonum exercitus in duce, et bonum civitatis in rege; unde ad officium boni militis pertinet ut etiam salutem suam negligat ad conservandum bonum ducis, sicut etiam homo naturaliter ad conservandum caput, brachium exponit ...” Q. D. de Carit., a. 4. ad 2

[21] “... et hoc modo caritas respicit sicut principale objectum, bonum divinum, quod pertinet ad unumquemque, secundum quod esse potest particeps beatitudinis”. Ibid.

[22] “... bonitas cujuslibet partis consideratur in proportione ad suum totum: unde et Augustinus dicit ... quod turpis est omnis pars quae suo toti non congruit. Cum igitur quilibet homo sit pars civitatis, impossibile est quod aliquis homo sit bonus, nisi sit bene proportionatus bono communi; nec totum potest bene existere nisi ex partibus sibi proportionatis”. I-II, q. 92. a. 1, ad 3.

[23] “Primo quidem, quia bonum proprium non potest esse sine bono communi vel familiae vel civitatis aut regni. Unde et Maximus Valerius dicit de antiquis Romanis quod malebant esse pauperes in divite imperio quam divites in paupere imperio. Secundo quia, cum homo sit pars domus et civitatis, oportet quod homo consideret quid sit sibi bonum ex hoc quod est prudens circa bonum multitudinis: bona enim dispositio partis accipitur secundum habitudinem ad totum; quia ut Augustinus dicit ... turpis est omnis pars suo toti non congruens”. II-II, q. 47, a. 10, ad 2.

[24] Q. D. de Carit., a. 2, c.

[25] “Actus ... rationalis creaturae a divina providentia diriguntur, non solum ea ratione quo ad speciem pertinent, sed etiam in quantum sunt personales actus”. III Contra Gentes, c. 113.

[26] “Unumquodque intendens aliquem finem, magis curat de eo quod est propinquius fini ultimo: quia hoc etiam est finis aliorum. Ultimus autem finis divinae voluntatis est bonitas ipsius, cui propinquissimum in rebus creatis est bonum ordinis totius universi: cum ad ipsum ordinetur sicut ad finem, omne particulare bonum hujus vel illius rei, sicut minus perfectum ordinatur ad id quod est perfectius; unde et quaelibet pars invenitur esse propter suum totum. Id igitur quod maxime curat Deus in rebus creatis, est ordo universi”. III Contra Gentes, c. 64.

[27] “Distinctio rerum et multitudo est ex intentione primi agentis, quod est Deus. Produxit enim res in esse propter suam bonitatem communicandam creaturis, et per eas repraesentandam; et quia per unam creaturam sufficienter repraesentari non potest, produxit multas creaturas et diversas; ut quod deest uni ad repraesentandam divinam bonitatem, suppleatur ex alia. Nam bonitas quae in Deo est simpliciter et uniformiter, in creaturis est multipliciter et divisim; unde perfectius participant divinum bonitatem, et repraesentat eam totum universum, quam alia quaecumque creatura”. I, q. 47, a. 1, c.

[28] “In quolibet effectu illud quod est ultimus finis, proprie est intentum a principali agente sicut ordo exercitus a duce. Illud autem quod est optimum in rebus existens, est bonum ordinis universi.... Ordo igitur universi est proprie a Deo intentus, et non per accidens proveniens secundum successionem agentium ... Sed ... ipse ordo universi est per se creatus ab eo, et intentus ab ipso...”. I, q. 15, a. 2, c.

[29] “Id quod est bonum et optimum in effectu, est finis productionis ipsius. Sed bonum et optimum universi consistit in ordine partium ipsius ad invicem, qui sine distinctione esse non potest; per hunc enim ordinem universum in sua totalitate constituitur, quae est optimum ipsius. Ipse igitur ordo partium universi et distinctio earum est finis productionis universi”. III Contra Gentes, c. 39.

[30] III, q. 8, a. 7, c.

[31] Manifestum est enim quod duplex est bonun universi: quoddam separatum, scilicet Deus, qui est sicut dux in exercitu; et quoddam in ipsis rebus, et hoc est ordo partium universi, sicut ordo partium exeratus est bonum exercitus. Unde Apostolus dicit Rom. XIII, 1: Quae a Deo sunt, ordinata sunt. O portet autem quod superiores universi partes magis de bono universi participent, quod est ordo. Perfectius autem participant ordinem ea in quibus est ordo per se, quam ea in quibus est ordo por accidens tantum”. A. D. de Spir. creat., a. 8, c.

[32] I, q. 47, a. 2.

[33] Per hoc autem quod dicimus substantias intellectuales propter se a divina providentia ordinari, non intelligimus quod ipse ulterius non referantum in Deum et ad perfectionem universi. Sic igitur propter se preocupari dicuntur et alia propter ipsas, quia bona quae propter divinam providentiam sortiuntur, non eis sunt data propter alterium utilitatem; quae vero aliis dantur, in earum usum ex divina ordinatione cedunt”. III Contra gentes, c. 112.