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Número 341-342

Serie XXXV

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España, la Iglesia y la Revolución en la historia de la guerra: John Keegan. Historia de la guerra

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
por ello los plácemes más sinceros. Aunque quienes de. verdad
estamos de enhorabuena
somos todos los que, a los dos lados del
océano y por todo el universo mundo, compartimos tales ideales.
Somos nosotros.
MIGUE!. AYUSO
ESP.Ml'A, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIONEN LA
HISTORIA DE LA GUERRA:
John Keegan: HISTORIA DE
LA GUERRA <•)
Aparece traducido al castellano el libro Historia de la guerra
del historiador militar británico John Keegan, profesor civil de la
Academia de Sandburst.
Se trata de un libro de coronación de carrera; una síntesis,
muy atractiva y equilibrada, de toda
la historia bélica de la hwna­
nidad en sus grandes trazos: una serie de reflexiones sobre los
grandes cambios en la guerra y en
la milicia, sus causas y conse­
cuencias, y no de un breviario de nombres y fechas.
Como obra de síntesis original, no se apreciará rii se gustará
sin un cierto conocimiento del tema, que también sería necesario
para poder discutir o criticar cada una de sus conclusiones sin
tener que darlas por buenas. Hay que
añadir que toda la biblio­
grafía manejada, de ningún modo exhaustiva, es de lengua inglesa.
Ahora bien,
si desde el Pecado Original la historia del mundo
ha sido una historia henchida de contiendas, forjada por las armas
y dirigida sobre todo por guerreros, esta síntesis de historia
mi­
litar mundial ofrece un buen marco de comprensión de la His­
toria Universal, aunque el orden de exposición no
sea rigurosa­
mente cronológico, pues lo rige la atracción de temas análogos.
Se da la particularidad de que, haciendo justicia a la Antigüe­
dad, no se prima en extensión a los modernos y contemporáneos,
de igual modo que no es eurocéntrica.
Los nombres de
sus diversas partes, muy originales, preten­
den destacar
los hitos que han marcado segón su criterio el
desarrollo de la guerra:
- Piedra. Con el que se remite a la guerra de los pueblos
primitivos «bajo el horizonte militar», y a la forma ritual
de abordarla, que sólo en ocasiones excepcionales llegaba
(•) Editorial Planeta, Barcelona, 1995, 499 pilgs,
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lNFORM.AClON. BlBLlOGRAFICA
a causar grandes pérdidas humanas. Período que se ha de
dar por terminado cuaudo las obras de fortificación ates­
tiguan
la existencia de ataques en regla, que sólo pueden
ser emprendidos «sobre
el horizonte militar»: ha apare­
cido
el armamento de bronce y los ejércitos netamente
organizados, cuyo primer paradigma será
el asirio.
-Carne. Con el que se remite al papel militar del caballo
plataforma de arqueros (primero tirando de carros de
guerta,
y luego cabalgando) que confiere la movilidad
estratégica -aparte de la ventaja táctica-necesaria para
la aparición de grandes movimientos de pueblos conquis­
tadores procedentes de las estepas.
Se agrupan ahí desde
los hicsos y. hurritas a los hunos, musulmanes, tu~os y
mongoles.·
-Hierro. Que se refiere al papel revolucionario del arma­
mento de híerro, metal
más duro y afilado, y todavía más
abundante y barato que el bronce, en multiplicar la exten­
sión y mortandad de las guerras.
Pero, sobre todo, se centra en el salto cualitativo que
supusieron la forma de ha= la guerra de los griegos, bus­
cando la batalla decisiva en
el choque de falanges; la apor­
tación romana del ejército pedectamente estructurado con
cuadros profesionales y tácticamente versátil por la inte­
gración de unidades menores (centuria, manípulo,
coharte)
en la legión; y la constitución del régimen feudal cuando,
a
la caída del Imperio Romano, Europa se convirtió en un
continente sin ejércitos.
-Y, finalmente, fuego. Donde se refiere a la repercusión
de la pólvora, que produjo una súbita modificación de las
modalidades de
la fortificación, el dominio de la artillería
y el mosquete en el campo -y en el mar--, de batalla, y
luego al impacto de la revolución industrial en la fisono­
mía de
fa guerra, aumentando al mismo tiempo la mor­
tandad
y las exigencias logísticas.
Como interludios, Keegan hace una serie de reflexiones sobre
los límites naturales que se imponen a la guerra o las diferentes
formas de reclutamiento de los ejércitos y de fortificación.
El libro entero
consiste en una polémica constante contra la
idea clausewitziana de la guerra, culpable de teorizar la guerra
total
y a ultranza que hemos visto en nuestro siglo. Pero relacio­
na la idea de esta
guerra hasta sus últimas consecuencias con la
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INFORM.ACION BIBLIOGRAFICA
que denomina forma de guerra occidental, que contrapone a la
de los primitivos
y orientales, y que, a partir de las falanges grie­
gas, consistiría en la ética de no rehuir el choque buscando la
acción decisiva: ética que reaparecería en la caballería medieval
y los combates de galeras y navíos. De este modo, desvía en parte
la responsabilidad de las mortandades de
la reciente guerra abso­
lutivizada hacia dicho modo occidental de hacer la guerra, exis­
tente desde el principio de la historia europea.
Pensamos que en este punto el énfasis anti-clausewitziano le
lleva demasiado lejos, pues destaca más en la guerra popular
pro­
longada de Mao (pág. 452) el abolengo oriental de su táctica
(evasiva o dilatoria) que la determinación estratégica de extender
la guerra a toda la población
y proseguirla hasta la aniquilación
del contrario en nombre de la revolución.
El mismo Keegan fa­
cilita en su libro tres consideraciones al respecto: el interés en
provocar las represalias por parte de
la guerrilla titoísta para for­
zar a la población a tomar partido
(pág. 78); el hecho de que
desde
el lanzamiento de la segunda bomba atómica han muerto
en guerra decenas de millones de personas por obra de armas
baratas
más que en grandes encuentros (pág. 83}; y la inmensa
proporción de muertos que ha costado esa forma de guerra pro­
pagada con el triunfo de Mao, hasta
el punto que donde hubo
guerra popular «su coste en vidas desafía a la imaginación» (pág.
81)
y, por los datos que aporta de Yugoslavia o Argelia, es, siem­
pre en proporción a la población, incluso superior a las sangrías
de
la Gran Guerra (cfr. págs. 79, 81-82 y 435). En nuestro siglo,
sin que el armamento marque la diferencia, más que
el choque
ha sido
la abolición deliberada de restricciones la mayor respon­
sable de muertes.
Y
el final, pretendidamente alentador, resulta decepcionante
por cuanto no hace ninguna apelación moral, y menos cristiana,
y se limita a afirmar que los hábitos de los primitivos merecen
reaprendizaje: la restricción, la convención,
y hasta el ritual, por­
que
el triunfo del modd occidental de hacer la guerra, irresistible
frente a las otras culturas militares, vuelto contra
sí mismo en
luchas intestinas, nos lleva
al borde de la autodestrucción (págs.
458 y 465-466 ).
Uno se pregunta si, además de un esfuerzo cristiano por la
paz, y puesto que la tecnología no se puede desinventar, no de­
bería buscarse más la solución en la renuncia a la guerra total
de
ra!z ideológica, inspirándose para hacerla en modelos mucho
má·s pr6:ximos que los de culturas primitivas, como los anteriores
a la Revolución Francesa.
• * •
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INFORMACION. BIBLIOGRAFICA
Pero el libro, aparte de lectura interesante pata los aficiona­
dos a la historia en su faceta más militar, se presta a algunas
consideraciones patrióticas y políticas.
No
es falso afirmat que la Península Ibérica se encuentra en
la periferia de Europa, lo cual se refleja en la historia universal,
en cuyo eje apenas
se han situado las naciones hispánicas durante
siglo y
medio. Pero, de todos modos, duele el comprobat hasta
qué punto las gestas hispánicas, en este caso militares, son igno­
radas (giro que posee en castellano uo doble sentido) fuera de
nuestras fronteras. Y, más aún, cómo luego consumimos, tradu­
cidos, libros de historia sin la menor perspectiva española, cuando
sí la tienen en cambio, y muy acusada, anglosajona o francesa.
Es deber de las letras españolas, cuando tanto se habla de
cultura, procurat producir estudios dignos de interés universal
como el que reseñamos, en cualquier caso, hacer justicia a nuestra
rica historia nacional y, los traductores y editores, no limitarse
a traducir, admitiendo sin más cuanto dice el autor, sino com­
pletando o polemizando con el mismo, mediante las hoy olvida­
das notas del traductor o del editor, o los apéndices exprofeso
para españoles,
que. son uoa forma de diálogo cultural en que
el puotualizat demuestra la capacidad
de seguir al autor, y de
alternar
con él a su misma altura.
En la obra de Keegan, hasta la Edad Moderna sólo se hace
alusión a España para afirmat que «los reyes de la Reconquista
luchaton contra
el islam con una crueldad que el propio Gengis
Khan habría aplaudido. La guerra
a outrance arraigó realmente
en España, y no es una fantasía apuntar que d atroz destino de
incas y aztecas -estos últimos inmersos aún en el entrañable
pero inapropiadd ceremonial de las batallas floridas-- a manos
de los conquistadores españoles debe su origen
al propio Gengis
Khan» (pág. 264
).
No se comprende cómo, ante opiuión tan injusta y ofensiva,
ni traductor ni editor se sienten llamados a anotar que, cuando
interviuieron cruzados europeos en la Reconquista, más de uoa
vez casi nos acusaron de connivencia con los musulmanes ; que
resulta escandaloso considerar aquí «entrañable» a la crueldad
de las costumbres aztecas, culminadas en el «inconcebíble mat­
tirio» que ha descrito con gran detalle en páginas anteriores
(142-151),
y, en cambio, olvidar que el destino «atroz» que brin­
daton a
los amerindios los españoles no fue comparable al de los
«pieles rojas», pues condujo a una asimilación, no al exterminio;
que «la diseminación de enfermedades es más letal que la guerra»
-principio que él mismo recuerda (pág. 274) y a· nada es de
mayor aplicación que
al Nuevo Mundo--; y que, por último, en
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la inmediata y abundante fundación de ciudades y misiones cuesta
reconocer la obra destructiva del «precursor» mongol ( 1
).
Podemos comprender que Keegan considere más trascendente
la imitación del ejemplo T emplatio y Hospitalatio
por la Orden
Teutónica
-que está en el origen de la Prusia moderna-que
a las órdenes militares españolas (págs. 357-358)
y hay que reco­
nocer que hace justicia a la infantería española y su innovación
del Tercio
--que no nombra-en la época experimental de tran­
sición
del combate al arma blanca al de fusileros (págs. 391-400).
No ocurre lo mismo cuando omite toda referencia a las gue­
rras transmediterráneas de las repúblicas marítimas italianas y de
la corona de Aragón. Menos aún el refetirse a los barcos
coldm·
bines como «del tipo de los existentes en el norte de Europa»
(pág. 405), confundiendo atlántico con septentrional, e ignorando
el progreso naval propio de portugueses y andaluces durante el
siglo xv.
La conquista de América, proeza no menos extensa y rápida
que la de los mongoles,
pero con medios insignificantes, acome­
tiendo lo desconocido, y de resultados mucho más positivos y
perdurables, no merece más
comentario que afirmar que «des­
truyeron» las civilizaciones azteca, maya e inca, porque el estilo
ritualizado de combate no era adecuado para enfrentarse a
los
«europeos» que luchaban para vencer, y con la ayuda de unas
docenas de caballos, a los que atribuye la ventaja decisiva
(ibi­
dem), sin aludir ahora a la «fuerza de la idea» por la que explica
el éxito de los ejércitos árabes que tacha de mediocres (págs. 239-
244
), y más tarde a los independentistas de las dos américas o a
los revolucionarios franceses. La mayoría de los historiadores
antes habrían sostenido
el contagio en la Reconquista de la guerra
de ideal, religiosa, santa, que el de la remota crueldad mongola.
Y su pretensión de una visión global conduce a frases tan
equívocas como «. . . [los navegantes europeos}
se vieron inmer-
(1) En realidad, el traductor parece ignorar que el río Scheldt es el
Escalda, teatro de una gran hazafia de la ingeuiería militar española (pág.
392); que Newfoundlaud es, simplemeute, Terranova (pág. 432); que a los
primeros emperadores romanos se les conoce en españ.ol por dinastía Julio-,
Oaudia y no julioclaudiana (pág. 336); mayor dislate es que el caballero
francés Bayard o Bayardo, reconocido como personaje individual en la pág.
399, aea convertido antes (pág. 61) eo un genérico y absurdo «caballero
boyardo francés» del ·que, sin embargo, se cuenta idéntica anécdota. Sin
duda suena más la pelfcula de Eiseostein. Para traducir no sólo hay que conocer la otra lengua, sino la propia, y
tener una amplia cultura de la materia de que se trata para manejar el
acervo de términos específicos con que en castellano se denominan los
lugares de la geografía y los sucesos de la historia.
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sos en conflictos unos con otros en mares lejanos ... Los holande­
ses fueron los primeros
en llegar a la costa de Coromandel al
este de la India en 1601, alcanzadas por los ingleses ocho años
después ; ambos
no tardarían en enfrentarse en el Indico a los
portugueses
... ». Los reyes lusitanos llevaban cien años señorean­
do «la conquista, comercio y navegación de Etiopía, Persia y
la
India» cuando los holandeses fueron los primeros. . . en llegar a
disputárselo. Finalmente,
es otra injusticia decir que la táctica de convoyes
con que Inglaterra salvó
la crisis marítima de la Primera Guerra
Mundial fue «un retomo a la práctica del siglo
XVIII» (pág. 433).
España mantuvo una larga, y además exitosa, Batalla del Atlán­
tico
en que las Flotas de Indias eran verdaderos convoyes escol­
tados, justo durante los dos siglos anteriores al XVIII.
Los convoyes transatlánticos, con los Tercios de infantería,
los conquistadores de América y la guerrilla antifrancesa son po­
siblemente las mayores contribuciones españolas a la historia de
la guetra.
Pero, por otra parte, si España no aparece destacada en esta
historia global de la guerra tal vez sea porque el protagonismo
en ella se reserva a los innovadores que, con sus triunfos milita­
res, han construido sus imperios. Y la unidad española, como in­
mediatamente después el imperio español de los Austrias, tuvo
un origen mucho más
pacífico que los demás. Un mapa histórico
de la construcción de
la Francia o la Prusia modernas es una
sucesión de franjas coloreadas indicando las conquistas de cada
guerra, lo cual no sirve para las Españas: si los reinos españoles
se forjaron
en la Reconquista, la unidad nacional y la hegemonía
europea no fueron fruto de conquista (salvo las campañas de
Nápoles
}, sino del matrimonio y de la herencia. El Imperio Es­
pañol, conquistador en ultramar, observó en el Viejo Mundo un
planteamiento eminentemente defensivo frente a tuteos
y pro­
testantes; siendo la conquista de presidios africanos, o la varias
veces intentada empresa de Inglaterra,· mera devoluéión de la
guerra a territorio enemigo.
* • •
En cambio, otros aspectos de trascendencia más universal
quedan suficientemente apuntados en el libro que comentamos:
los papeles respectivos de la Iglesia
y Ia Revolución respecto de
la guerra.
Refiriéndose a la Edad Media, Keegan
afirma. sin ambages
que «una Europa postomana sin la Iglesia de Cristo habría sido
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INf.OR}.!ACIOI:{ BIBLJ(}GR.AFICA
un mundo bárbaro; los restos de las instituciones civiles romanas
eran demasiado
débiles. para constituir un marco reconstructor
del orden
y, al faltar un ejército discir,linado, todo el continente
habria vuelto a caer por debajo del 'horizonte militar" en con­
flictos endémicos terri.toriales y de derechos tribales» (pág. 350 ).
Y, como principal fruto de las Cruzadas, encuentra que los
caballeros medievales «cada vez asim.ilaron más el código gue­
rrero que los motivaba al llamamiento de servicio a la cristian­
dad», de modo que para ser caballero
ya no bastaba con tener
armas, caballo
y señor, sino que el jutamento de lealtad, del mero
refrendo de un ~ontrato de interés .recíproco, pasó a compromiso
de «actuar de modo caballeresco, lo que significaba llevar una
vida honorable e incluso virtuosa».
Si a esto añadimos que «en la fundación de las órdenes mili­
tares puede percibirse el origen de los ejércitos regimentados que
surgieron en Europa en el siglo
XVI» debemos concluir que, a los
ojos de un reputado historiador militar, Europa no sólo debe a
la Iglesia la predicación y extensión de la paz, o la dilucidación
de la cuestión de la guerra justa, sino incluso el propio instru­
mento militar: una ética exigente específica de los guerreros,
el
mantenimiento de ejércitos «sobre el horizonte militar», e incluso
el ejemplo de disciplina y uniformidad de las órdenes militares.
La verdad es que cuando afirmamos que la Iglesia es la madre
de Europa lo
creemos muy insuficientemente, y no apreciamos
hasta qué punto el cristianismo inspiró sus realizaciones en todos
los aspectos, hasta las que puedan parecer más extrañas, produ­
ciendo bienes superiores a toda esperanza humana (2) .
• • •
Keegan se refiere ampliamente a los medios mecarucos que
han multiplicado exponencialmente la logística y el poder des­
tructivo de los ejércitos contemporáneos, pero no cae en la tram­
pa determinista: los ferrocarriles y los alimentos enla41dos han
posibilitado la movilización masiva para la guerra, pero
el origen
de la conscripción universal
es ideológico y se remonta claramen-
te a la Revolµción Francesa, algo anterior.
.
La Revolución Francesa trajo consigo la militarización de .la
sociedad eutopea, que en veinte años hizo que las grandezas y
servidumbres de la vida
del. soldado, reservadas a unos pocos,
se convirtieran en experiencia común de la mayoría en una ge­
neración (pág. 417). Y no fue un resultado casual: la levée en
(2) Según la frase de León XIII en Immortale Dei§ 9.
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INF-ORMA.CION-BIBLI0<1RAFICA..
masse obedecía tanto al propósito de extender militarmente la
Revolnción por Europa, cuanto a un «frenes! de igualdad» por
el que conceder a la mayoría el privilegio hasta entonces minori­
tario de llevar armas, que
significaría la plena libertad legal aso­
ciada a la condición aristocrática de guerrero (págs. 434435).
El propio Keegan reconoce que Clausewitz fue el arquitecto
de
la Primera Guerra Mundial sólo en la medida en que existió
un estado de ánimo, sin precedente en Europa, que admitió
el
derecho del Estado a hacer de todo varón un soldado. Hasta el
punto de que la implantación de la conscripción universal en los
Estados progresistas europeos quedó equiparada al derecho
al
voto (pág. 286 ).
Liberalismo y nacionalismo ideológicos militarizaron Occiden­
te, asumiendo
la lógica de llevar las guerras basta sus últimas
consecuencias, que fueron (Secesión Americana, Gran Guerra y
Segnnda Mundial) más mortíferas que ningnna otra conocida, no
sólo en la millonaria cantidad de bajas mortales, que podría atri­
buirse
al armamento, sino en proporción a la población y por su
impacto social en la inmensa mayoría de las familias de los
con­
tendientes.
Asi, también
la historia de la guerra viene a ser nna corrobo­
ración
más de la maldad de la Revolución, patente en sus frutos
más sangrientos.
LUIS MARÍA SANDOVAL
Andrés Caso Sanz: UN JCTLO DE VERSOS<•>
Acaba de publicarse el libro Un kilo de versos, del doctor
Andrés Caso
Sanz.
El doctor Caso, colaborador permanente de esa querida re­
vista, el quincenal navarro Siempre p' alante, nos ofrece aquí una
recopilación de sus versos.
Los que ya conocemos su estilo no podernos sorprendernos de
esa habilidad suya como versificador, como cronista de actuali­
dad, e incluso como humorista, pues lleva
ya muchos años ayu­
dándonos a reir en vez de llorar ante el caos político y religioso
en que
se ve sumida España, poniendo siempre el dedo en la
llaga social de manera certera, con ironía, y también con un pro­
fundd sentimiento que se deja traslucir en todas sus composicio-
(*) Ansoain, Navarra, 1994.
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