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Número 341-342

Serie XXXV

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La autoridad y la obediencia

LA AUTORIDAD Y LA OBEDIENCIA
POR
ALBERTO CA.TURELLI
La utilización cotidiana, constante, del término autoridad, y
sobre todo cierta equivocidad que le
es inherente en la sociedad
contemporánea, impone una reflexión serena con
el ánimo de
disipar
los equívocos y las confusiones. Algunos afirman la auto­
ridad ante el desorden
y la anarquía interior del hombre actual,
pero sin discutir su naturaleza ; los
más la niegan o 1a desfiguran
en la medida en la cual todo orden
es signo de algún autorita­
rismo que se rechaza a priori. Por eso, comencemos por el tér­
mino mismo, indaguemos después sus fundamentos últimos e
interroguémonos al fin por su
naturaleza. Es más que posible
que el solo planteo teórico sea considerado «autoritatio» desde
que una pregunta de corte metafísico se
sitóá en las antípodas
de cierta sofística contemporánea que exige
la des -fundamenta­
ción como garantía del pensamiento libre. Claro que
nos queda
el consuelo de que un pensamiento no-viril, no-fuerte, «débil»,
se
tendtá que quedar sin respuesta ; por eso prefiero adherirme al
pensamiento fuerte que tiene el coraje de formular la pregunta
y, sobre todo, de intentar la respuesta.
Nuestro término «autoridad» (de
auctoritas-atis) deriva de
auctor; es decir, menta al autor o creador de algo; es un deri­
vado de
augere que significa aumentar e, igualmente, hacer pro­
gresar. Por tanto, atendiendo solamente al significado del térmi­
no, autoridad
es cualidad propia del que es autor de algo. En
ese sentido,
se le asigna autoridad a quien (auctor) ha escrito el
Fedro porque Platón es su creador; también se le atribuye auto­
ridad en un género de ciencia a quien ha demostrado un saber
más o menos exhaustivo del mismo. Existe, pues, una relación
Verbo, núm. 341-342 (1996), 49-71 49
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ALBERTO CATURELLI
directa entre la realidad producida y su productor ; es decir, entre
la cosa y su auctor: éste tiene auctoritas. Pero este análisis eti­
mológico, siéndonos
muy útil, es notoriamente insuficiente.
También decimos que el Presidente de la Nación tiene la
autoridad h1herente a su cargo, para dirigir a la
sociedad hacia
el bien común.
En análogo sentido, el padre de familia tene auto­
ridad para orientarla hacia su bien propio. Nos percatamos que,
en cada caso,
la autoridad reconoce límites que tendremos que
precisar. Pero, como
ya dije, el análisis etimológico sólo orienta
sÍ11 aclararnos totalmente el tema. No queda otro camino que
acudir
al pensamiento «fuerte» e Ílltemarnos en el problema pro­
piamente metafísico de
la autoridad.
l. Participación y autoridad
Es notable cómo, cada vez que nos referimos a quien tiene
autoridad, conferida por el acuerdo de sus iguales para que go­
bierne un país o una . institució_n ; cuando la reconocemos. en un
padre de familia o en un perito en determÍllada técnica, decimos
que «tienen» autoridad.
·Parece que en el lenguaje cotidiano se
reconoce, casi sÍ11 haberlo pensado, que quien ejerce autoridad
ejerce
algo que «tiene»; es decir, algo que no·se da a sí mismo
por sí mismo, sino que ha recibido; por eso, nadie es estricta­
mente autoridad ( aunque en
el lenguaje común se empleen im­
propiamente
expresiones como «él es la autoridad» u otras se­
mejantes), sino que tiene autoridad. Sea que fa haya recibido por
la actuación de la mera naturaleza como el padre de familia, sea
que la haya recibido por la libre decisión de los· miembros de
una
Íllstitución, la autoridad es sólo «tenida» por modo de par­
ticipación
y es ejercida por modo de ministerio o delegación.
Lo dicho nos abre el camÍllo hacia el' problema. Hasta aliara
sólo me he referido, en· relación con el término «autoridad», a
entidades compuestas de voluntades libres
que requieren de· un
principio
formal para existir y logtar su fm. Pero es posible (y
necesario) excavar más profundamente ert esta indagación para
;o
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LA AUTORIDAD Y LA OBEDIENCIA
que se vea que no sólo la autoridad ejerdda es «recibida»; en
verdad, todo principio constitutivo, toda propiedad, toda _poten,
cia y todo accidente es sólo· «tenido» y no «sido»; más hondas
mente todavía, todo ente que existe, existe en virtud de sll acto
de ser. Dicho de otro modo, si elimináramos todo cuanto cons,
tituye el ente singular que es, no podríamos, en última instancia,
presdndir del ser en cuanto acto que hace que !haya ente. Luego,
el ser no es el ente existente, aunque tod.o ente existente es por
el ser. El acto de ser es, pues, común a todo ente; es, al mismo
tiempo, comunísimo y lo más íntimo de cada ente; por tanto,
no sólo el
ser no es el ente, sino que es sólo «tenido» por él;
no como un continente al contenido, porque la totalidad del ente
singular es ·puramente «tenido»,; es decir, donado, «,recibido».
Decir esto · equivale a sostener que todo ente es por modo de
participación; cada singular, pues, tiene «parte» del ser
O totna
«parte» en él; es decir, participa del acto de ser sin set el ser.
Es realmente impensable un ente que se donara a sí mismo el
acto de ser porque antes del acto de ser, nada. No puedo (por
así decir) pre,existirme. No queda entonces otro camino que afir,
mar la absoluta gratuidad del acto de ser. Luego; todo ente es
ente por
inodo 'de participación y es 'menester afirmar universal,
mente la participación del ser en el ente. De ahí que no sea
pensable el ente sin el ser ; tampoco el ser sin el ente en 'el cual
se participa y se muestra. Ente y ser son realmente diversos y
simultáneamente co,presentes. El todo singular se comporta como
potencia respecto del acto del mismo todo que es el ser o acto
del ser.
El acto de ser -hecho presente o develado en el presente
de mi conCiericia-es, pues~ . lo ábsolutamente primero; nó, es
propiamente concepto
·ni abstracci6Il, sino ·inmediata presencia:
subjetiva porque en la interioridad del sujeto se muestra; obje,
tivá
porque es la perfección última, fundánie de toda otra en el
orden real. Es la aétualidad
de tcidos los actos, como ha dicho
Santo
Tomás, y se compara a todo lo demás «como lo recibido
al recipiente» (S. Tb.; I, 4; 1, ád 3). Es, pues, lo puramente
recibido,
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ALBERTO CATURELLI
En tal caso, es menester admitir con el Aquinate que «si algo
(
el ser) se encuentra por participación ( en el ente) necesariamente
ha de ser causado en _él por aquel a quien conviene esencialmen­
te» (S. Th., I, 44, 1). En efecto, el ser como .acto se encuentra,
es decir, se participa en el ente: en todo ente por el solo hecho
de ser ente y en el ente autoconsciente que es el hombre. Uno
no
es el otro. Pero, sin el acto de ser, el ente es nada. Por tanto,
no sólo el ente, como ya dije, no se dona a sí mismo el acto de
ser, sino ·que es causado en éJ.; lo que, en este caso, equivale
a decir que el efecto es la totalidad del ser del ente. Pero pro­
ducir la totalidad del ser del ente,
es crear el ente de la nada
de sí.
Dos
cosas acabamos de descubrir: que la participación ( tras­
cendental) del ser en el ente nos pone en el horizonte del Ser
subsistente a quien el ser conviene esencialmente ; en segundo
lugar, que todo ser por participación (este ente) es creado. Tanto
la existencia del infinito
Tú ( el Ser imparticipado) como la crea­
tio ex nihilo del ente finito se encuentran implicados en la pre­
sencia primera del ser al ente autoconsciente que es quien sabe
del ser y de sí mismo.
El acto creador, pues, tiene como término la totalidad del ser
del ente y su punto de partida no puede no ser sino la nada total
del ente.
Lo cual equivale a decir que la creación «est emanatio
totius esse, est ex non ente quod est nihil»
(S. Th., I, 45, 1).
Lo que
es donado es el acto de ser a partir del no-ente que es la
nada: es producido el ser mismo del efecto, aquí y ahora. Dios
creador ( el mismo Ser subsistente que no «tiene» el ser sino que
es el ser) es el Ser imparticipado propio del Auctor de todo ente
finito; en ese sentido
no es pensable nada más íntimo al ente
que
el ser-creado: podría decirse que el ser participado en el ente
por el cual es
lo que es, es más íntimo que su propia intimidad.
Y esto no s6lo-es así abstractamente dicho, sino que lo-está sien­
do en su fieri, en todos los instantes del tiempo. Lnego, Dios,
en el orden trascendental, por ser Autor o creador del ser mismo
del ente,
es la suprema y absoluta auctoritas; Él es la autoridad
imparticipada
que, en el orden de la operaci6n del ente finito
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LA AUTORIDAD Y LA OBEDIENCIA
libre, es la fuente y la causa de toda autoridad participada. El
Creador es, absolutamente hablando, el
Auctor del ente Bnito;
es, por eso, la Auctoritas suprema en el orden trascendental.
2. La autoridad participada
Claro es que no solemos emplear el término «autoridad» en
el orden trascendental, annque
allí encuentre su fnndamento. Lo
reservamos para predicarlo no de todo ente sino específicamente
en el orden de
las operaciones libres del ente autoconsciente. No
debemos olvidar que la operación libre
es operación por modo
de participación.
En efecto, el acto creador es operación divina
imparticipada y exclusiva del Agente primero; si ahora miramos
la realidad de los agentes segnndos ( que son entes finitos libres)
podemos concluir que todo agente segnndo opera en cuanto
par­
ticipa de algo añadido a su esencia; es decir, en cuanto participa
del influjo causal del Agente primero que sí obra por su misma
esencia.
No olvidemos que todo (ente) que opera, opera en cuan­
to está en acto pero no se actúa totalmente porque no es el
Agente primero; por tanto, el agente segundo ( este hombre
concreto) opera no en virtud de su esencia sino por participación
(cf. CG., I, 16, 4.º). Análogamente, así podré mostrar que en
las comnnidades humanas que no pueden existir sin autoridad,
quienes son sujetos de la potestad,. precisamente en cuanto no
se actúan totalmente, poseen la autoridad por participación y
que sólo el Agente absoluto que es el mismo Ser subsistente es
la autoridad imparticipada. Vayamos más lentamente. Al menos
ahora vislumbraremos el último fundamento ontológico de
toda
autoridad.
Ya he adelantado que,
si bien en el orden trascendental po­
demos afirmar que-Dios es la autoridad absoluta en cuanto
causa eficiente absoluta del orden del ser, reservarnos el
término
para
predicarlo del orden de lás operaciones libres. En ese sen­
tido, allende la gran división de la autoridad en autoridad impar­
ticipada y autoridad
participada, es claro que esta última debe
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ALBERTO_ CATURlf:LLI
predicarse de las sociedades ·llJlturales _cmµpuestas de.: hombres,
es decir, de voluntades libres ; sin detenerme. por ahora .;n ]:ro
descripción y demostración de la sociabilidad natural del hombre,.
me basta con mostrar que tales sociedades no serían lo que son
sin la autoridad participada (por naturaleza), es decir, sin este
su principio formal intrínseco que le confiere ser
tal sociedad,
Salvo Dios, nadie es la autoridad sino· que la tiene recibida; .;n
tal caso, asumirla como si fuera «propia» es una actitud contra
natura.
Las sociedades hui:nan8.s (familia, comuna, región,' pi'ovin·
da, sociedad civil) conforman cierta jerarquía ascendente desde
las sociedades menores imperfectas ( desde
la familia) hasta la
comunidad política como sociedad perfecta; por eso,
la auctoritas
se participa ( como 1o recibido en el continente) según grados ; y
como
la participación es el fundamento ontológico de la analo­
gía, podemos también decir que la autoridad se predica con ana­
logía de atribución intrínseca: de modo infinito y absoluto de
Dios (autor del orden del ser) y de modo finito de todas las
so-.
ciedades menores hasta la sociedad perfecta que es la sociedad
civil.
No existe, pues, la sociedad como un corpus orgánico, ya
de personas, ya de sociedades menores, sin autoridad, porque así
corno la forma sustancial confiere el
ser tal ente ( el alma confiere
a la materia el ser
tal hombre, Pedro) del mismo modo la auto­
ridad confiere al conjunto de personas y sociedades menores el
ser tal sociedad humana. De modo que la autoridad participada
es el principio formal (intrínseco) de toda sociedad. Dicho de
otro modo,
la autoridad participada proviene ab intra ( como prin­
cipio determinante) de
la misma naturaleza de la sociedad. Tam­
bién podríamos definir a
la autoridad como la potestad de go,
bierno.
3. Los grados de la autoridad participada
En la doctrina anterior se da por supuesta la sociabilidad
del
hómbre; es bueno ·señalar, como en 'el' caso de h autoridád,
que la
sociabilidad se funda en· el mismo orden del ser. En efecto¡
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LA A UTORJDAD Y LA OBEDIENCIA
ya he dicho que el acto de set ( último y fundante acto de todo~
los actos) se revela en el ente que «tiene» el ser participado ; a
la inversa, todo ente manifiesta el acto del ser del que participa.
A su vez, sólo
el hombre es el ente que posee este saber primero
u originario porque su inteligencia no puede no
ver el ser en el
ente; y, simultáneamente, a la luz del ser tiene conciencia de ser.
Por eso, aunque un acto no es el otro, la conciencia .del ser-.tiene
prioridad de naturaleza, aunque co-aparecen en la conciencia hu,
mana la conciencia del ser y la conciencia de ser.
Esto es propio de todo hombre y, en verdad, es lo que nos
hace set hombres.
En cuanto propio del hombre no es común, ya
que nada
es más común que la participación del set en el ente
autoconsciente. Luego, no sólo es el hombre comunicación con-:
sigo, pues nada le es más íntimo que el acto de set, sino que es
comunicación
contigo, es decir, con el otro sujeto (del ser) como
yo. Por eso sostengo que, si bien en el plano ontológico la per­
sona es sustancialmente incomunicable (y no puede no set así)
esta incomunicabilidad sustancial
es el fundamento de la comuni­
cación gnoseológica y moral en virtud, precisamente, de la
parti­
cipación del set. Y si mantenemos que el acto de ser se encuentra
por participación en
el ente y que éste debe set causado por
Aquel que es el Ser, se sigue que la comunicación consigo y con·
tigo (
yo y· tú) se funda y a la vez revela la comunicación con el
supremo
Tú que es Dios Creador. Por eso, hace ya mucho tiempo
que sostengo
la existencia de una interna dialéctica del hombre
como comunicación consigo (yo), contigo (tú) y con Dios, y que,
cuando una sola de estas dimensiones es obstruída o negada, son
negadas las otras dos. Dejando el desarrollo de este tema para
otra oportunidad, puedo afirmar que este
es el fundamento de
la sociabilidad del hombre a la que podemos llamar sociabiliilad
originaría. Dicho de otro modo, el hombre es socius por naru­
raleza,
De ahí que cuando Atistóteles dice que el hombre es social
por
naturaleza, supone un orden ontológico que intento escla·
recer.
Por tanto, el vivir en sociedad no depende de una libre
elección del hombre, ni
es un contrato realizado en el tiempo;
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ALJJERTO CATURELLI
precisamente el hombre es capaz de celebrar contratos (implíci­
tos o explícitos) porque es previamente social
por naturaleza.
Ahora es posible encontrar el sentido tanto de las sociedades hu­
manas como de su principio formal intrínseco que es la auto­
ridad. Veamos lo primero.
En virtud de la participación del ser, prae(s)entia inelimiua­
ble, hemos descubierto la sociabilidad origiuaria como comunica­
ción consigo, contigo
y con Dios; pero el acto de ser, objeto de
la iuteligencia, es también
el bonum, objeto apetecible o amado
por la voluntad. Todo
ente es amado en cuanto bien ; el ser como
tal es amado bajo
la formalidad de bien; de ahí que la comuni­
cación originaria sea también amor de sí, amor del prójimo
y
religante amor de Dios, por más que, en el orden práctico, se
puedan negar estas dimensiones del hombre.
El sujeto humano
que
en el acto primero de conciencia ha descubierto no sólo el
ser sino el espíritu porque nada podría conocer sin la «distancia»
cualitativa, espiritual, sujeto-objeto, también conoce desde
el prin­
cipio que es cuerpo. Este, a su vez, revela su determinación pri~
mera: la sexualidad que, aunque accidental, hace que el hombre
sea varón-varona. Su encarnación sexuada manifiesta
la totalidad
de
la persona, espíritu iucorporado o cuerpo espirituado, unión
sustancial de
alma y ~erpo. En cuanto amor de sí, del tú y de
Dios, éste es
el momento justo de plantearse el problema (riquí­
simo pero que
nó puedo considerar aquí) de los grados posibles
del amor humano. Sólo tendré presente, brevísimamente, aquel
particularísimo, único, que se funda en el ensimismamiento de
dos personas irrepetibles, yo y tú, que responden a esta tensión
a
la trans-fusión yo-tú e inauguran un estado existencial nuevo e
indisoluble: el
matrimonio. En cuanto don, por la unión sexual,
de todo sí mismo en el otro, es un estado nuevo: en cuanto (si
de veras
es total) implica todo mi ser y, por tanto, todo el tiempo
pasado, presente y futuro, es indisoluble. De ahí la triple con­
secuencia de semejante unión: unión inmanente en cuanto don
de sí de uno en el otro, «dos en una sola carne»; unión trascen~
dente inmediata allende los dos y lograda en el hijo ; unión tras-
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LA AUTORIDAD Y LA OBEDIENCIA
cendente mediata en el último fundamento que es el Tú infinito
que
es Dios Creador.
En
el momento de la trascendencia inmediata -aparición de
los hijos que realmente provienen del seno materno
y, absoluta­
mente, del seno de
Dios-se funda la sociedad primera. La fa­
milia, por tanto, no es la mera yuxtaposición de esposos e hijos
(a los que podríamos llamar
la «materia» de la primera socie­
dad); se trata de un todo vivo, de . una realidad nueva que es
esta familia y no otra en virtud del principio formal intrínseco
que la hace ser
tal: trátase de la autoridad participada eri su
cabeza y sin
la cual no habría familia. Se comprueba así que la
autoridad natural a
la familia no sólo no está separada del amor
constitutivo de
la misma, sino que es fruto del amor matrimonial.
La autoridad, en cierto sentido, se sigue del amor y, en oiro
sentido, es productora del amor. La autoridad familiar, en cuanto
autoridad participada,
es autoridad amorosa, sin la cual no podría
lograrse
el fin de la familia, es decir, el bien co1111Ún doméstico.
Porque es participada, la autoridad paterna es «recibida» como
el contenido en el continente; es don y, por tanto, es ministerial.
El Dador imparticipado del acto de ser
y en cuantd tal supremo
fundamento de toda operación participada, con el don de la
na­
turaleza dona la autoridad de la sociedad primera. Como bella­
mente lo dijo Pío
XI en la Divini illius mogistri (núm. 81), los
padres «participan
de la autoridad que Dios les ha dado y de
quien son con toda propiedad
vicarios».
La sociedad originaria, la familia, no existiría sin la autori­
dad ; su acto propio es la ordenación y el mando con vistas
al
bien común doméstico; en cuanto surge de la entrega amorosa
total de los esposos la que constituye propiamente
la familia con
la aparición del nosotros (los hijos), la autoridad no es una
suerte de «mando» extrínseco {lo que sería su caricatura) sino
un ministerio amoroso ; como dice Pío XI, su acto propio es
vicario de la autoridad imparticipada de Dios-amor. En ese sen­
tido la autoridad familiar
supone, en su ejercicio cotidiano, la
unidad total de los esposos al servicio del bien del todo familiar.
Este fin pone los limites de la autoridad · cuyo ejercicio, deseo
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ALBERTO C:ATURELLI
repetirlo, no debe estar jamás al servicio individual del padre o
de los padres, sino al servicio del bien del
. todo. Las consecuen­
cias
son evidentes: los nifíos percibirán infaliblemente la unidad
(nunca debería existir una disposición de .uno de los padres
con­
traria a la del otro) ; percibirán que el ejemplo personal· es el
fundamento inmediato de alguna disposición familiar y, sobre
todo, que un amor sin fisuras ni sentimentalismos es la garantía
de la autoridad ejercida.
La autoridad, en cuanto principio formal intrínseco de
la so­
ciedad doméstica, se ordena, desde la mutua entrega amorosa de
los padres,
al fin primario del matrimonio, porque la generación
de nuevas personas implica su educación o desarrollo hasta su
máxima perfección posible. De ahí que el ejercicio de la auto­
ridad paterna sea
esencial en el cumplimiento del deber y del de­
recho a la educación de los hijos. Nacen así las normas y dispo­
siciones domésticas a las que los niños deben obediencia ; normas
y disposiciones dictadas por la amorosa consideración de los
medios ordenados al fin que es la plena formación de la persona.
En
uná familia en la cual los padres renuncian a ejercer la auto­
ridad (frecuentemente conquistados
-y corrompidos--por una
sofística permisivista y anárquica) ellos mismos ponen la causa
principal de disolución de
la sociedad doméstica y comprometen
gravemente
el futuro de sus hijos. Ciertos sentimeotalismos dis­
frazados de «amor» sensiblero y vano, constituyen
la más trágica
negación del amor verdadero que sabe ser firme
y disciplinado
para que la entrega
sea efectiva.
La experiencia más amarga enseña que 111 carencia de aúto­
ridad o la renuncia a la autoridad ea los padres, engendra el
menosprecio de los hijos por sus padres; y es lógico que así sea
porque la renuncia
al ejercicio de la autoridad equivále a la
renunda al amor familiar desde que no existe autoridad que no
surja (o deba surgir) del amor recto. La autoridad amorosamente
ejercida, engendra
el orden y, con él, el amor reconocido y agra­
decido. Por el otro éxtremo, la autoridad utilizada para el propio
y egoísta servicio de sí mismo, corrompe la autoridad ( ahora ar­
bitraria)· en tiranía dóméstica, engendra el· desorden (abierto o
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LA AUTORIDAD y· LA OBEDIENCIA
encubierto) y, con él, el odio. La, autoridad participada .y, por
eso, vicaria y ministerial, ha de -ser santamente ejercida porque
se trata de una potestad sagrada que exige el amor total al hijo
hasta en
la prohibición y en la sanción. Como enseguida veremos,
no en
. vano la obediencia es altísima virtud moral subordinada
a
la justicia. Precisamente porque el Dador de tcxla autoridad
es Dios Creador, El es, como enseña Santo Tomás (S. Th., II,
104, 1) la norma primera; la autoridad participada en los padres,
encamada en la imperfectísima voluntad

paterna,
es la norma
segunda.
Tanto el que ejerce la autoridad como quien tiene él
deber de la obediencia, deben adquirir conciencia de semejante
grandeza en
ambos co-presente como íntimo lazo del amor domés­
tico. Tal es, pues,
el primer grado de la autoridad participada.
La autoridad encausa la libertad progresiva, engendra el am­
biente de amor de la sociedad doméstica, confiere sentidd a los
gozos cotidianos, modera las pasiones y da la fortaleza en las
desgracias y en las pruebas; no se ago.ta, pero .concluye ·su misióp.
ordenadora en la madurez de los hijos que ejercen su libertad
para decidir
su destino. Después, a los padres ya mayores sólo
les queda
el amor purificado, el don de conse¡o ( especialmente
cuando les
es solicitado), la ayuda pronta cuando les es posible y,
sobre todo, la oraci6n cotidiana por el bien natural y sobrena­
tural de
los hijos y de los hijos de los hijos. El papel de los
padres de
lds nuevos padres es inuy singular, porque su auto­
ridad
ha cesado y el amor a _los hijos (nuevos padres) y. a los
nietos se caracteriza por su plena libertad, escrupulosamente res~
petuosa de la autoridad,de los nuevos padres. Los. abuelos, ahora,
miran el pasado con serenidad
y se miran .a .sí mismos con el
amor mutuo renovadd al infinito.
Pese a su belleza lntrinseca, la familia no se ba:Sta. a sí mismá;
ni siquiera para lograr plenamente el bien común doméstico. No
pueden
los padres procurar por sí mismos todo cuanto 'neéesita
la familia, desde los bienes ótiles más elementales hasta diversos
géneros de bienes. espirituales. Otras familias los procuran· y
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ALBERTO CATURELLI
ell~, a su vez, necesitan de otros bienes producidos por otras;
nace espontánea y naturalmente el ayuntamiento de familias, es
decir, la comunidad o sociedad de familias, que tiene como fin el
bien común del municipio que es más que el bien singular de
cada familia. Esta nneva sociedad de familias, para existir como
tal, pone en acto su principio formal
intrínseco que es la auto­
ridad comunal.
Su sujeto propio ( llámese alcalde, intendente,
jefe comunal, consejo comunal
d cabildo) representa la comuni­
dad de familias que son su norma inmediata, pero su autoridad
sigue siendo delegada, ministerial o vicaria, ya que es un nuevo
grado de autoridad participada. Trátase, pues, de la primera so­
ciedad ínter-media porque media entre la familia y otras socie­
dades maydres y, sobre todo, entre la familia y el Estado.
Como no existen reglas fijas en lo que
se refiere a las socie­
dades menores o intermedias, sobre todo relativas a su número,
sólo
será necesario indicar que, en los grandes centros urbanos
se podrán distinguir lds barrios ; se agregarán las zonas y los
pagos, las provincias y conjuntos de provincias. Todas estas
so­
ciedades, siempre imperfectas porque no se bastan a sí mismas
para lograr su bien común y cada una de ellas regida por una
autoridad delegada naturalmente por modo de
ministerid. Exis­
ten, pues, una serie de grados de participación de la autoridad
que
se predica intrínsecamente de cada sociedad. A su vez, este
principio válido para todas las sociedades de segundo grado
fun­
dadas en el derecho natural de asociación, como los gremios, las
empresas, ciertas asociaciones y los clubes, cuya autoridad {sin
la cual no existirían)
es autoridad participada y ejercida, por eso,
vicariamente, por modo de ministerio.
El corpus orgánico de
todas estas sociedades imperfectas, constituye
el todo de la so­
ciedad civil o sociedad política.
4. La autoridad participada en la sooiedad política
La común-unión de familias y sociedades menores en orden
al bien común, constituye la comunidad política o sociedad civil.
Las sociedades menores, cuerpo integrado de personas, consti-
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LA AUTORIDAD Y LA OBEDIENCIA
tuyen la «materia» de la sociedad; en cuanto sujetos libres son
la causa eficiente inmediata de
la comunidad política, pero el
Autor del orden natural al que mantiene en su ser por la
crea­
ci6n continua, es la Causa eficiente mediata y absoluta y es, por
eso, fuente de la «forma» o principio formal intrínseco (la auto­
ridad) que confiere a la sociedad
el ser tal sociedad. En este
sentido, la autoridad de
la comunidad política es el grado su·
premo temporal
de la participaci6n de la potestad ; dicho de otro
modo, es
la participación suprema-temporal de la autoridad im·
participada. Esta autoridad ordena, dirige, al todo de la comu·
nidad política; de ahí que pueda también definirse como la
po·
testad de gobierno. Y como el fin de esta autoridad vicaria es el
bien común temporal del todo (causa final de la sociedad) puede
decirse que
el fin, causa de la causalidad de todas las causas,
atrae, mueve, dinamiza, todos los constitutivos de la comunidad
política. En su orden, se basta para alcanzar el bien común tem·
poral y es, por eso, la sociedad perfecta.
Creo que ahora puede comprenderse a fondo
la expresi6n de
San Pablo tantas y tantas veces citada y que transcribo aquí no
en sus escuetos seis términos ( non est potes tas nisi a Deo) sino
en la totalidad del argumento: «toda alma, enseña el Ap6stol,
se someta a las autoridades superiores. Porque no hay autoridad
que no sea instituida por Dios ;
y las que existen, por Dios han
sido ordenadas. Así que
el que se insubordina contra la autoridaél
se opone a la ordenaci6n de Dios, y los que se oponen, su propia
condenaci6n recibirán» (Rom. 13,
1-2).
Ante todo es menester destacar que el Ap6stol -que enseña
aquí una verdad natural al alcance de
la razón humana, lo cual
me permite citar libremente el texto-se refiere a toda auto·
ridad;
es decir, «no existe autoriélad» alguna que no sea insti·
tuida por Dios ; en este caso, el acto de instituir se refiere al
acto de poner algo en su ser: es el acto de dar el ser del efecto;
por eso, la creaci6n del hombre como ser
social (y ya dije que el
hombre es socius por naturaleza desde que, originariamente, es
comunicación consigo, contigo y con Dios) implica que el 'Prin­
cipio formal constitutivo de la comunidad humana, depende en
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ALBERTO CATURSLLI
su ser y está dependiendo en su fíeri del ¡¡.cto creador. Indepen­
dientemente de una posible extrema. indignidad del sujeto. de
la
potestad (recuérdese que cuando San Pablo. escribía el precitado
texto a los romanos gobernaba el tirano Nerón) la autoridad es,
para
el Apóstol, potestad vicaria, participada de la Auctaritas
divina. Por eso, abstractamente considerada, el que se opone o
insubordina contra la autoridad «se opone a la ordenación de
Dios»;
y recordemos también que San Pablo, aunque en el texto
se refiera principalmente a la autoridad de )a comunidad política,
dice expresamente que
toda autoridad proviene de Dios; es decir,
todos
y cada uno de los grados de la autoridad, desde la auto­
ridad doméstica a la autoridad política. Todos son modos
y gra­
dos de participación de la autoridad imparticipada que es propia
del Autor del orden real.
Vista la naturaleza de la autoridad (potestad de gobierno), el
sujeto de la misma la pone al servicio del bien común, sea el
bien común doméstico, el bien .común municipal, el bien común
de la provincia, del gremio o de la empresa. Cuando
se trata del
sujeto de la autoridad política, debe
ponerla al servicio del bien
común temporal del todo. En ese sentido, la expresión se refiere
a todos
los bienes finitos ( territoriales, n!ateriales, espirituales,.
culturales)
y ha de conservarlos cuando sean provenientes o here-.
dados del pasado, procurar y defender los del presente y operar
adecuadamente para lograr los bienes futuros.
De modo que se­
mejante todo de orden de los bienes (pasados, presentes y fu­
turos) de la comunidad política es el bien común temp01'al, fin
de la autoridad politica.
No me detendré aquí en este tema, salvo
para señalar escuetamente que tal bien
es superior a todo bien
singular
y a todo bien propio de las sociedades menores, las
cuales ·(manteniendo su autonomía y libertad en su orden según
corresponde por naturaleza) encuentran precisamente en el bien
común del todo su mejor bien propio. Tampoco corresponde que
me refiera 11quí a las formas posibles que adquiere la autoridad
en el tiempo histórico ( regímenes políticos) y a sus funciones
propias.
Se trata de problemas que trato en otro lugar. Porahórá,
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LA AUTORIDAD Y LA OBE.DIENCIA
será mejor preguntarnos por. fa obligación de obediencia a u,
autoridad y por el ámbito propio de la libertad singular en rela,
ción con la autoridad.
5. La autoridad y la virtnd de la obediencia
Si la autoridad corresponde por esencia al Autor del ser fi­
nito que es también el I psum velle subsistens, supremo funda­
mento y motor de toda operación libre, el propio acto creador
y conservador de Dios
es supremo poder de obligar. Sin coac­
ción en las voluntades libres, éstas están libremente solicitadas a
la obediencia del imperio divino, explícita o implícitamente. Así,
la voluntad de proceder con arreglo al orden natural es ya obe­
diencia, al menos implícita, al dictamen del Autor del orden de
la
naturaleza: es querer lo que Dios quiere. Pero se trata de
un acto libre de la voluntad, requerida, tensionada, herida, por
nuestras propias imperfecciones y tendencias negativas; por eso
la obediencia, la verdadera obediencia, es una cualidad, una per­
fección de
la voluntad adquirida frecuentemente con esfuerzo y
con lucha, cuyo objeto propio es el
mandato explícito 9 implícito
del superior;
en este caso, el superior es el Creador y el mandato
se sigue del orden natural creado; por tanto, la obedientill es
virtud moral,
parte. de la justica, desde que el mandato se funda
en lo debido a cada ente en su
_orden (S. Th., 2, 2, 104, 2 ad 2).
Por consiguiente, no
es la obediencia una suerte de compul­
sión extrínseca, tiránica y opuesta a la libertad; por el contrario,
es libre ánimo de cumplir la voluntad del que impera ; es reco­
nocimiento justo y amoroso ( aun en el caso_ de que fuese dolo­
roso) que, en cuanto tal, llega a la renuncia de la propia voluntad.
Semejante renuncia es acto sumamente libre eh cuanto-es elec­
ción del mandato explícito o implícito por reconocimiento y amor
de la voluntad del
que manda o impera.
Así como
la obediencia es virtud moral, la desobediencia es
pecado porque violenta el orden natural y, por tanto, el mandato
del Legislador. La obediencia,
aun en el extremo (a veces heroico
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.ALBERTO CATURBLLI
y sublime) de la renuncia a la propia voluntad, pone al obediente
ante la elección mejor, la
más adecuada para el fin ; y en cuanto
la elección del medio es la médula de la libertad, la verdadera
obediencia
libera, amplía y enriquece la libertad personal. En
cambio, la desobediencia como rompimiento del mandato explí­
cito
d implícito del superior (sea éste el Superior infinito, sea
el superior inmediato como el padre de familia o el gobernante)
corrompe la libertad
y esclaviza la persona singular. Santo Tomás
considera que la desobediencia como violación de los mandamien­
tos
es pecado grave y, por analogía, lo es también la desobe­
diencia a
los superiores (S. Th., 2, 2, 105, 1), porque tales actos
son opuestos a la caridad; esto supuestd, es todavía más grave
despreciar a la persona del que ordena que despreciar su man­
dato (ib., a 2). De todos modos deseo destacar que, tratándose
de la verdadera autoridad que impera y de la libre voluntad que
desobedece, la primera víctima de la desobediencia es, precisa­
mente, la libertad. No
es más libre el que se jacta de desobede­
cer, porque vulnera el orden que es la garantía y el fundamento
de la libertad.
Absolutamente hablando, es claro que me he referido a la
virtud de la ohedencia por relación a quien
es la Autoridad im­
participada. Pero así como la autoridad se predica intrínsecamen­
te de la cabeza de toda sociedad, de análogo modo la obediencia
corresponde a todos cuantos
se subordinan al sujeto de la auto­
ridad
participada. En este caso, el mandato, explícito o implícito,
del
padre de familia es acto de su autoridad participada ; recta­
mente entendido,
y aunque se tratase de algo cotidianamente sen­
cillo, es sacro y respetable y la obediencia acto recto y virtuoso.
Si es recto, el mandato se funda en el amor al hijo y el acto de
obediencia debe fundarse en el
amor al padre. Diálogo cotidiano
de amor mutuo (allende los subjetivos estados del humor), en el
consejo, en el mandato mismo
y en la sanción cuando ésta corres­
pondiera.
De la sola exposición surgen nítidamente los limites, tanto
de la autoridad paterna cuanto de la obediencia. El sujeto de la
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LA AUTORIDAD Y LA OBEDIENCIA
autoridad no puede mandar la comisión de un pecado ( siempre
opuesto a la justicia)
ni el subordinado debe obedecer el mandato
claralllente
opuesto al orden natural; en el fondo (no quizá en
las «formas» exteriores)
el mandato no es tal y la obediencia
tampoco. La voluntad pervertida de quien manda deja de ser
«norma segunda»
de la voluntad subordinada porque se opone
a la «norma primera» que
es la voluntad del Autor del ser
finitd.
Claro
es que en la familia ---que debe ser comunidad de
alllor-cuando se «piensan» con mal ánimo tanto los mandatos
como los actos de obediencia a aquéllos, es ya signo negativo y
anuncid
dralllático de que la farnilia está dejando de ser comuni­
dad de
alllor. Cuando lo es de veras, prescribo un mandato, por
ejemplo, a
un hijo pequeño porque le amo absolutamente en su
ser; él me obedece (aunque todavía no llegue a comprender todos
los motivos del mandato) porque me
allla sin reservas. En tal
caso, este acto de infantil reverencia y de
alllor cae bajo el ám­
bito de la piedad.
Se me dirá, y con plena razón, que frecuentemente es muy
difícil determinar el ámbito justd de
la autoridad y el del deber
de
la obediencia en cada caso; en efecto, he expuesto la doctrina
general que debe iluminar,
aquí y ahora, cada uno de nuestros
actos de autoridad y
de obediencia para procurar mejor el bien
común doméstico. Con qué profunda satisfacción
y reconocimien­
to recuerdo hoy el
haber obedecido a mis padres cuando, siendo
niño, estaba sujeto a su autoridad, porque me ha permitido ser
hombre libre
y, a su vez, capaz de ejercer autoridad; con cuánto
enternecido
!llllor recuetdo el amor cjue mis padres se profesaban
y del cual surgían muchos de su mandatos, porque
ha sido el
fuego
secreto y la gula segura de mi propia familia. Por expe­
riencia os digo que autoridad y obediencia, amor y subordinación,
disciplina y libertad, formaron
un solo haz y un hilo de oro que
utilicé más tarde cuando fundamos, mi ·mujer. y yd, una nueva
e irrepetible sociedad doméstica.
En cuanto a las sociedades menores, desde la
comuna: hasta
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ALBERTO CA.TURELLI
la comunidad perfecta que es la sociedad civil, .autoridad y obe­
diencia siguen los mismos principios. El ciudadano está obligado
a obedecer a la autoridad legitima cuyos mandatos
se ordenan
a procurar, conservar y defender
el bien común tempora1; Santo
Tomás enseña que
«el que obedece ... es movido por el imperio
del que manda por cierta necesidad de justicia»;
por eso surgen
aquí sus limites y, por tanto, los casos en los cuales el ciuda­
dano está eximido de la obediencia: ante todo «en raz6n de un
mandato de una autoridad mayor».
Lo ejemplifica con un texto
de San Pablo en el cual. el Apóstol explica que no se obedecerá
al procurador cuando manda
lo contrario del procónsul, ni a éste
si ordena algo contrario a lo dispuesto por el emperador, y tam­
poco a éste si preceptúa algo contra la voluntad de Dios. Tam­
poco debe obedecerse al superior cuando éste manda
algo fuera
de los limites de su autoridad
(Rom., 13, 2; S. Th., 2, 2, 104, 5).
Obedecer lo injusto es, en verdad, una obediencia
falsa; es, en
cambio, obediencia
suficiente la que cumple con lo que está
prescripto, y es
perfecta «la que obedece en todo aquello que
es licito» (ib., ad 3).
Como
se ve, autoridad y obediencia, que se equivalen a auto­
ridad y libertad ( desde que la obediencia
es un hábito operativo
bueno de la voluntad),
forman un solo tejido, una suerte de malla
que va produciendo el orden social. La autoridad mal ejercida
(injusta, arbitraria o tiránica) y la falsa obediencia o la desobe­
diencia formal, constituyen el motor del desorden social, de la
corrupción generalizada y la senda segura de
la disolución polí­
tica. Este lamentable
fenómeno se extiende por el mundo como
un
despotismo planetario que, lejos de constituir un orden, se
presenta como un desorden esencial resultado de una concepción
autosuficiente de la humanidad.
6. Autoridad, libertad y obediencia a la luz
de la revelación cristiana
Quizá éste sea el momento histórico adecuado para replan­
tear ciertas tesis elementales. Al
comienzo de esta reflexión he
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LA A UTORIDA.D Y LA OBEDIENCIA
fundamentado la noción de autoridad en la patticipación del ser
en el ente
y en la subsiguiente noción de creación ex nihilo. Esto
me ha permitido afirmat que a Dios corresponde la auctoritas
imparticipada. De Él procede, por tanto, toda autoridad: la del
hombre sobre el cosmos ( que
no he considerado aquí), la del
padre sobre
la sociedad familiar, la de quien gobierna sobre la
sociedad civil. Sin embargo, estas verdades de orden natural eran
•apenas vislumbradas, como en penumbra, por el pensamiento
clásico
y, menos aún, por el pensamiento primitivo. Si bien se
reconocía que no era concebible una sociedad sih autoridad, el
origen
y frecuentemente su naturaleza dependía de la aceptación
previa (sin discusión) de mitos primitivos anteriores a la reflexión
crítica.
En un pueblo tan «positivo» como el romano, la actua­
ción de la autoridad o el debate previo, era presidido
por el sa­
crificio, por la consulta de los auspk:ios, sea en las entrañas de
una bestia o en
el vuelo de un pájato; la autoridad, pues, supon!a
un mundo no visible de la necesidad y del destino, ligado siem­
pre a los mitos de origen aceptados, sin crítica, como herencia
de los antepasados. En las sociedades primitivas, esta dependen­
cia
se acentúa hasta adquirir la autoridad un decisivo carácter
mágico.
La fuerza mágica de la potestad requiere la obediencia
absoluta
y la desobediencia equivale a un desafío a la voluntad
de los dioses o
al sino ineluctable.
La revelación bíblica hizo estallar esta visión mítico-mágica
de la autoridad porque la noción de creación ( de un comienzo
absoluto del ser finito) no podía no
desmitificar la potestad:
por un lado, fue despojada de aquellos elementos mítico-mágicos
y, por otro, fue transfigurada en un verdadero ser nuevo que la
clarificó como autoridad. Gracias a la noción de creación, supo
el hombre que la autoridad, esencial en Dios creador, es una
suerte de prolongación, de expansión del mismo acto creador.
La potestad del emperador dejó de estat pre-determinada por
factores mítico-mágicos, para mostrarse en su verdad como la
patticipación ministerial o vicaria de la autoridad de Dios per­
sonal
y providente al servicio del bien común de la sociedad
política. El emperador, cuando llegue
a· convertirse al Cristianis-
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ALBERTO CATURELLI
mo, pasará a ser el primer servidor del bien del todo en cuanto
mero sujeto de una potestad vicaria.
Quizá podamos afirmar que
en Teodosio se llevó a cabo esta revolución fundamental.
Vistas así las cosas, la Revelación no sólo no invalidó a la
filosofía política, sino que fue el factor esencial de un enorme
progreso de la Hlosofía política como filosofía política, del saber
natural como saber natural. Claro
es que los antecedentes doc­
trinales de esta concepción de la autoridad (provenientes de la
tradición bíblica) son remotos. La afirmación paulina
de que toda
autoridad proviene de Dios,
es manifiesta en todo el Antiguo
Testamento. Aquella afirmación
es válida no sólo para el pueblo
de
la promesa que sigue los dictámenes de Y ahvé, sino para todos
los pueblos del mundo ;
el autor del Eclesiástico dice: «En manos
de
Dios descansa el gobierno del mundo, /

y el
gobernante ade­
cuado al momento establece sobre él. / En las manos de· Dios
está el poder de todo hombre /
y a la persona del legislador
con­
fiere su majestad» (Beles., 10, 4-5). Para el pueblo de la Alianza,
la autoridad (que es de Dios) es ejercida en nombre de Yahvé
en cualquiera de sus grados; de ahí que fuese tan importante
el conocimiento de las Escrituras para bien conocer la voluntad
del Señor.
En
los comiemos, el Señor puso todo lo creado bajo el poder
y la autoridad del hombre
(Gén., 1, 28), verdadero vicario, vi­
rrey del orden del mundo ; ordenamientd perdido por el pecado
de autosuficiencia,
restaurado cuando el Pobre de Y ahvé murió
en la Cruz proclamando que todo
se había cumplido (Jn., 19, 30).
La obediencia infinita de Jesucristo a la infinita y salvífica
autoridad del Padre, puede percibirse en
la agonía del monte
de
lds olivos cuando, puesto de rodillas, oraba al Padre: «Padre,
si quieres, quita de mí este .cáliz; mas no se haga mi voluntad,
sino la tuya» (Le., 22, 42). Y fue obediente hasta la Muerte.
Esta obediencia insondable, indecible, inaudita, presupone
la obe­
diencia de María en el momento en el cual el tiempo histórico
llegó a su plenitud (
Gál., 4, 4 ). Las palabras de María: «he aquí
la esclava
del Señor; hágase•en mí según tu palabra» (Le., 1, 38),
no sólo constituyen
el asentimiento solicitado por Dios y espe-
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LA AUTORIDAD Y LA OBEDIENCIA
rado por la humanidad, sino la libre obediencia de María ; asiente
y obedece en nombre de
la humanidad y, en ese instante preciso,
es ya mediadora. Pero también la obediencia de María presupone
la obediencia de San José a la voluntad del Padre. José nada dijo,
guardó silencio, como advierte Juan Pablo
II (Redemptoris cus­
tos,
núm. 4 y 17), pero «hizo como el ángel del Señor le había
mandado»
(Mt., 1, 24). Como ningún otro, José es testigo del
misterio encarnado en María y su matrimonio con Ella «es el
fundamento de la paternidad de José». El Espíritu Santo, no
s6lo confirma su autoridad paterna (Juan Pablo Il, op. cit., nú­
mero 7), sino que el Verbo
se somete a José; el Mesías crece en
su casa, bajo su techo, y el sagrado
silencio de José guarda esa
insondable intimidad del misterio.
El Salvador «les estaba su­
jeto» (Le., 2, 51): estar sujeto significa reconocer su autoridad,
la
autoridad paterna de José. Vid! activa y vida contemplativa
se vuelven indiscernibles de puro unidas en la vida interior dé
José. Obediente al Padre haciendo de inmediato lo que le manda,
a su vez ejerce auténtica autoridad paterna sobre Jesucristo. Con
San José, la obediencia y la autoridad alcanzan la santidad
su­
prema y el mismo Señor que le estaba sujeto durante su vida
oculta, nos muestra claramente su humanidad y cómo
es verdad
que «habit6» entre nosotros.
La autoridad, considerada ahora desde el misterio de la «nue­
va creatura», adquiere una insondable sacralidad: el padre cris­
tiano, el legislador cristiano, el gobernante cristiano no sólo son
administradores de la sacra potestad que está en sus manos, sino
que, por eso mismo, deben orientarla
hacia el Bien Común So­
brenatural de sus subordinados, infinitamente más valioso (por­
que se trata de Dios Uno y Trino) que Dios considerado sólo
como Bien Común Absoluto. Cristo venía preparando a los
dis­
cípulos para la comprensión de su doctrina: el pritner paso es el
reconocimiento
de que la autoridad política temporal proviene de
Dios; si
as! no fuere, San Pablo no hubiese apelado a la autori­
dad del César en ciertas circunstancias
(Act., 16, 37; 22, 25;
25,
12) ni exhortaría a Titnoteo a rezar por los gobernantes (J
Tim., 2, 2). No hada más que seguir fielmente al Señor quien,
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ALBERTO CATURELLI
en el episodio de la licitud del impuesto al César, tramposamente
planteado por los fariseos, reconoce
la autoridad y la jurisdic­
ción del emperador: «pagad, pues, al César lo que es del
Cé­
sar ... » (Mt., 22, 21); y cuando está ante Pilato, expresamente
proclama la autenticidad de su potestad: «No tendrías autoridad
alguna contra
mí, si no te hubiese sido dada de lo alto» (Jn.,
19, 11).
Las consecuencias se imponen por sí mismas: es obligatorio
para todo sujeto de la autoridad temporal, someter su potestad
a la ley de Dios. En la economía de
la salvación, la autoridad no
puede ser autosuficiente y quienes son sus depositarios tienen
la
capacidad y la obligación de rendirla al único Dios verdadero y
a la única Iglesia verdadera. Desde el punto de vista cristiano,
la autoridad está asociada a
la redención del hombre y ningún
cristiano católico puede, sin
pecado, renunciar a esta misión de
la autoridad. El ejercicio de
la autoridad debe ser santificadora
desde el padre de familia al gobernante político, porque en todos
sus grados, debe ser ejercida según el Modelo de todo gobernante
que
es Cristo, Rey de Reyes. No se vea en mis palabras una
suerte de exageración, porque
es lo menos que Dios pide al su­
jeto cristiano de la autoridad. Tampoco nos dejemos impresionar
por
la multitud de ejemplos de corrupción y antitestimonio de
los
su¡etos indignos de la potestad; en verdad, la autosuficiencia
mundana del gobernante se
apropia indebidamente, usurpa y
roba
la autoridad como si fuera absolutamente suya: es el pecado
esencial del totalitarismo, porque se apropia de la potestad
di­
vina, invierte su sentido y la des-orienta poniéndola al servicio
de
sí mismo. Pecado verdaderamente satánico porque es imita­
ción fiel de la actitud del «dios de este mundo» que quiere que
toda autoridad provenga sólo del hombre
y, en el fondo, de si
mismo. Es la reiteración del pecado de los orígenes, porque si el
hombre
es como Dios (Gén., 3, 5) entonces toda autoridad se
vuelve definitivamente secular. Los actuales planes y realizaciones
conducentes a un «nuevo ( en verdad viejo) orden del mundo»,
son satánicos. Debemos proclamarlo y reiterarlo.
Por otra parte, el acontecimiento de la muerte salvadora de
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LA AUTORIDAD Y LA OBEDIENCIA
Cristo, ha liberado al hombre del despotismo del pecado; por
eso, así como la autoridad temporal ejercida despóticamente
con­
tra el hombre oprime o quita su libertad, el ejercicio cristiano
de la autoridad ( que implica orden, disciplina, sacrificio) abre
el ámbito de la libertad verdadera. No sólo no está reñido el
ejercicio de la autoridad (por un sujeto cristiano) con la libertad,
sino que
es la fuente viva y la expansión de la libertad. Cuando
San Pablo dice que hemos sido «llamados a la libertad» ( Gál.,
5, 1 ), es verdad que se refiere a la liberación del pecado por
Cristo,
pero esta liberación incluye a todo sujeto de autoridad,
desde
el padre de familia al gobernante, que pone la potestad
al servicio de la verdadera liberación del hombre.
De todo lo cual
se sigue la sacralidad y necesidad de fa obe­
diencia.
El Modelo es Cristo, el Obediente al Padre; en verdad,
la obediencia de Cristo
es la misma liberación o salvación del
hombre.
Él nos enseña no sólo la obediencia al Padre sino que,
con
ella y por ella, nos enseña también la obediencia a toda auto­
ridad participada legitima: en nombre de Cristo, debemos, pues,
obedecer a los padres, a
los maestros, al superior, al gobernante;
pero también en su Nombre sabemos que, cuando ejercen la auto­
ridad
contra la ley de Dios, tenemos el deber de «obedecer a
Dios antes que a los hombres»
(Act., 5, 29), aunque esa «deso­
bediencia» obediente oonlleve
la gloria del martirio.
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