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Número 351-352

Serie XXXVI

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Dignidad humana y bien común como referencias sociales

DIGNIDAD HUMANA Y BIEN COMÚN COMO
REFERENCIAS SOCIALES
POR
EUDALDO FORMENT (*)
l. La vulgaridad
Dado que nos encontramos en la Universidad, introduciré el
tema hablando de ella, o mejor de lo que dijo sobre la institución
universitaria,José
Ortega y Gasset. En un célebre escrito, Misión de
la Universidad, afirmaba el filósofo madrileño que el «mal radical»
de la Universidad puede situarse en diferentes causas, pero: «Si se
busca el ápice de esa raíz, aquello de que todo lo demás brota y
emerge, nos encontramos con algo que tolera sólo un nombre ade­
cuado: la chabacanería. De lo alto a lo ínfimo penetra toda nuestra
existencia nacional, la anega, la dirige
y la inspira». Precisaba que:
«El abandonarse, el 'de cualquier manera', el 'lo mismo
da', el 'poco
más o menos', el '¡qué importa!', eso
es la chabacanería» (1).
Esta insubstancialidad
y banalidad, en que consiste lo que de­
nominaba «chabacanería», es también una «falta de decoro mínimo,
de respeto a sí mismo, de decencia» (2). Lo que es más grave es su
dificultad para superarla, porque la ordinariez: «Se acostumbra a sí
(*) Texto de la Ponencia del Dr. Eudaldo Forment, Catedrático de Metafísica
en la Universidad Central de Barcelona
y Académico de la Pontificia Academia
de Santo Tomás (Roma), en el «Ciclo especial Persona
y Sociedad», del !ESE de
la Universidad de Navarra, el
día 20 de noviembre de 1995.
(1)
J. ÜRTEGA Y GASSET, Misión de la Universidad, Madrid, Revista de Oc~
cidente, 1936, págs. 21-22.
(2) [bid., pág. 20.
Verb,, núm. 351-352 (1997), 83-105 83
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EUDALDO FORMENT
misma, se encuentra cómoda a sí misma y tiende a generalizarse y
eternizarse» (3).
La vulgaridad que, según Ortega, es «el mal radical de lo espa­
ñol» (4), puede identificarse con la
medianía, de la que habla Caturelli.
E~ eminente profesor universitario la describe del siguiente modo:
«Hay un estado común, o mejor aún, propio del hombre medio, de
la medianía o mediocridad( ... ) Esta medianía implica un encadena­
miento,
un estar esclavizado (sin saberlo) a la inmediatez de los
entes»
(5 ).
Los hombres mediocres son los que: «Están situados en la servi­
dumbre de la inmediatez, como los hombres del mito platónico de la
caverna, esrán 'atados
por las piernas y el cuello' y deben mirar siempre
adelante 'pues las ligaduras les impiden volver la cabeza'. Esto
es un
no poder ver sino las 'sombras' de sí mismo y de las cosas proyectadas
por la luz del fuego sobre la pared, que está frente a los hombres; por
eso, para este hombre de la medianía lo real es, precisamente, lo no
real, la sombra; la verdad,
la no verdad; el ser, el no-ser» (6).
La medianía, que, como también afirma Caturelli: «es el máximo
peligro para la vida del espíritu» (7),
es un vicio del que debe liberarse
todo hombre, pero
también debe ayudar a la posible liberación de
todos los demás, al igual que el hombre del mito de la caverna de
Platón. Para ello,
es preciso tener en cuenta la siguiente observación
del filósofo tomista R.
Garrigou-Lagrange: «La mediocridad consiste
( ... ) en tomar como reglas las opiniones existentes verdaderas o falsas,
en aceptar cualquier cosa por medio de un eclecticismo arbitrario y
en hacer una elección o compromiso oportuno entre todas. La esencia
del oportunismo. Pero hay muchas maneras
de ser mediocre. Se
puede ser de una manera vulgar; es también a veces una actitud
maduramente reflexionada, estudiada, que supone un talento real,
(3) !bid., pág. 21.
(4) /bid., pág. 22.
(5) A.
CATUREW, La Universidad. Su esencia, su vida, su ambiente, Córdoba,
Argentina, Universidad Nacional
de Córdoba, 1963, págs. 17-18.
(6) /bid., pág. 18.
(7) [bid., pág. 56.
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y bajo esta segunda forma, la mediocridad puede llegar a ser un
aspecto engañador del mal más sutil y más profundo» (8). Hay una
vulgaridad vulgar,
no querida directamente, y otra vulgaridad que­
rida, porque se busca el ser vulgar para conseguir unos fines útiles,
como ser aceptado por los demás o conseguir la popularidad o el
éxito social.
Además de este peligro, para luchar contra la vulgaridad, hay
otro, quizás más dañino. Lo advirtió claramente el celebre escritor
francés Georges Bernanos,
que en sus novelas y ensayos combatió
siempre la mediocridad. Sobre la situación del hombre, en el mundo
actual, escribió en 1947, un año antes de morir, que: «Su pensamiento
ya no es libre. Día y noche, casi sin darse( ... ) cuenta, la propaganda
bajo todas sus formas
Jo trata como un modelador trata el bloque
de cera que amasa entre sus dedos» (9). A los hombres actuales:
«El
Estado los alivia algo más cada día de la preocupación de disponer
de su propia vida, mientras espera el día cercano -llegado ya para
millones de hombres, sí,
para millones de hombres en este mismo
momento--en que los eximirá de pensar» (1 O).
La pérdida de la capacidad de pensar por propia cuenta, de juzgar
o valorar,
es una pérdida de salud espiritual. Esta enfermedad del
espíritu es como una anemia profunda. Sostiene Bernanos que: «El
síntoma
más general de esa anemia espiritual, contestaré con seguridad:
la indiferencia ante la verdad y la mentira. Hoy en día, la propaganda
prueba lo que quiere y se acepta más o menos pasivamente lo que
propone». Añade Bernanos que: «Esa indiferencia oculta más bien
un cansancio, una especie de asco de la facultad de juzgar. Pero la
facultad de juzgar no puede ejercitarse sin cierto compromiso interior.
Quien juzga se compromete. El hombre moderno ya no se compromete
porque ya no tiene nada que comprometer» (11).
(8) R. GARRIGOU-1.AGRANGE, Dieu, son existence et sa nature, París, Beau­
chesne, 1933,
6."
ed., pág. 732.
(9) GEORGES BERNANOS, La libertad ('para qué?, trad. de 0. Boutard,
Buenos Aires, Librería Hachette, 1955, pág. 97.
(10) [b;J., pág. 71.
(11) [b;J., pág. 97.
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La conclusión de Bernanos---que, como la mayoría de sus afirma­
ciones
y tesis, es considerada por algunos como descentrada o como
expresión de una censura
exagerada-, es que: «La humanidad en­
tera está
enferma»; y que, «se debe curar a la humanidad». Para
ello, añade, a continuación, que: «Ante todo y en primer lugar
se
debe 'reespiritualizar' al hombre» (12). Ante esta «des-espirituali­
zación» o «atrofia de la vida interior»
(13 ), en segundo lugar, propone
en este escrito: «Una movilización general
y universal de todas las
fuerzas del espíritu, con el objeto de devolver al hombre la
conciencia
de su dignidad» (14).
2. El hombre
Para que pueda redescubriese esta dignidad del ser humano, de
cuyo olvido
se lamenta Bernanos, puede ser muy útil volver a re­
flexionar lo que
es la persona humana. Para ello, hay que advertir,
primeramente que los términos hombre
y persona, aunque muchas
veces
se empleen como equivalentes, son dos realidades distintas.
En el ser humano coinciden, porque todo hombre
es persona, pero
en
si mismos los conceptos de hombre y persona no son idénticos,
se diferencian formalmente. Podría existir el hombre, sin ser persona,
y pueden existir personas que no sean hombres, sino puros espíritus.
Para determinar
su diferenciación basta preguntarse sobre lo
que significa ser persona.
La comprensión metafísica del hombre se
inició con
el pensamiento griego. Desde Heidegger se habla del
hombre como ser-en-el-mundo, pero, como ha señalado
A. Lobato:
«En la filosofía clásica había dos expresiones
de mucho mayor
contenido para indicar
la inserción del hombre en el mundo. La
más antigua, que recoge Aristóteles y será muy del gusto de los
medievales, designa
al ser humano como microkosmos, mundo menor
(12) lbid., pág. 100. «La humanidad entera está enferma. Se debe anee
todo y en primer lugar 'reespiritualizar al hombre'» (]bid., pág. 87).
(13)
[b;d., pág. 84.
(14) /bid., pág. 99.
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en medio del gran mundo. Todo cuanro se encuenrra disperso en el
mundo, se encuentra reunido y apretado en el hombre. El hombre
es como el compendio y la síntesis de todo el universo, hay en él
elementos
por los cuales tiene una relación de parentesco con todo
el orbe» (15).
Por consiguiente, según esta primera imagen clásica,
el
hombre no es sólo ser-en-el-mundo, sino que también es ser-de/­
mundo.
En su integración de esta descripción, Santo Tomás, como ha
indicado el profesor Lobato, considera al hombre: «Como el mar al
cual van a
dar todos los ríos de las criaturas (In III Sent., Pro!.): unos
ríos vienen en cascada espiritual desde lo alto
y son los portadores
de las crearuras celestes, son los que llamamos espíritus o ángeles,
otros ríos son los
que van contra corriente, en dirección hacia lo
alto, desde los elemenros de
la vida, y de la vida hasta la perfecta
organización
del cerebro humano. El ser humano es el mar al que
vienen a dar todos estos afluentes» (16).
La segunda imagen clásica es neoplatónica. Desde el punto
platónico: «El ho~bre fue concebido como confín de dos mundos,
como
horizonte. Por encima de su cabeza se alza todo el mundo
infinito de los espíritus, de las inteligencias, de las substancias sepa­
radas.
Por debajo todo el universo en cuya composición entra la
corporeidad y tiene el peso de la materia. El hombre es ese punto
de inserción de dos grandes pirámides .invertidas» (17).
Explica
también el profesor Lobato que: «En la unión de los
dos órdenes de
la realidad no hay mera yuxtaposición, no hay absorción
de un elemento en otro, hay una auténtica unidad de las dos esferas
del ser,
y por ello se produce un cierto milagro natural, una sorpresa.
Por medio del hombre surge en el universo escalonado un anillo
( 15) A. LOBATO, La digni4ad del hombre y 101 derecho.r humanoJ, en «Studium»
(Madrid),
XXII/! (1982), págs. 69-105, pág. 86.
(16) IDEM, La antropología de Santo Tomás y las antropologías de nuestro tiempo,
en IDEM (Ed.), El pensamiento de Santo Tomás de Aquino para el hombre de hoy, vol. I,
A. LOBATO, A. SEGURA, E. FORMENT, E/ hombre en cuerpo y alma, México-Bogotá~
Valencia, EDICEP, 1994, págs. 25098, pág. 44.
(17)
Ib;J., págs. 86-87.
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que abraza al mismo tiempo al espíritu y a la materia, en una cone­
xión estupenda:
mirabilis connexio (Cont. Gentes, II, 68)».
Añade, a continuación:
«La sorpresa sube de punto cuando se
piensa que los dos órdenes del ser, unidos y no confundidos en el
hombre, tampoco están en igual peso y proporción, porque en la
balanza tiene mayor peso el espíritu.
Es el alma la que confiere
la especie, la que informa la materia y la constituye en el orden del
ser,
es el espíritu el que le da al hombre su dignidad y su distin­
ción» (18).
Según Santo Tomás:
«No es menor la unidad resultante de la
sustancia intelectual y de
la materia corporal que la unidad de
la forma del fuego con
su materia, sino mayor, porque cuanto más
avasalla la forma a la materia, resulta mayor unidad» (19). Por ello,
como
ha observado Lobato: «Es el hombre 'un poco menor que los
ángeles'
-tal como se dice en el Salmo 8-, pero está situado a
distancia infinita de los animales. El 'puesto del hombre en el cos­
mos', buscado con pasión
por Scheler, es bien concreto en la escala
del ser, pero no
es reductible a un lugar como el mundo de Aristó­
teles, desde el momento en
que el alma espiritual es emergente y
no puede ser encerrada en la cárcel de la materia» (20).
De
ahí que, como ha dicho en otro lugar: «El hombre es un
centro de.rcentrado» (21). Por: «Esta diferencia del peso ontológico de
los dos componentes del ser humano ( ... ) la balanza
se inclina no
por la ley de la gravedad y el peso de la materia, sino por la tendencia
vertical del espíriru que tiende a lo airo y hace que las alas rengan
en el hombre más fuerza que las raíces» (22).
(18) /bid., pág. 44.
·(19) SANTO TOMÁS, Summa Contra Gentiles, 11, 68.
(20)
A. LoBATO, La antropología de Santo Tomás y las antropologías de nuestro
tiempo, op. cit., págs. 44-45.
(21) IDEM, La aportación de los Dominicos en el s. XVI a la defensa y promoción del
hombre, en «Angelicum» (Roma), LXX (1993), págs. 363-415, págs. 410-411.
(22) IDEM, La humanidad del hombreen Santo Tomás de Aquino, en San Tommaso
d' Aquino Doctor Humanitatis, Acci del IX Congresso Tomistico Internazionle,
Pontificia Accademia di
S. Tommaso e di Religione Cattolica, Libreria Editrice
Vaticana, 1991, vol. I, págs.
44-82, págs. 73-74.
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Por su naturaleza espiritual, el alma humana es distinta de la
de los animales, pero también lo
es de los otros espíritus, que no
informan a ningún cuerpo.
No obstante: «Una cierta irradiación
de la naturaleza espiritual irradia sobre todo el ser del
hom­
bre» (23). Por ella, el hombre es superior a los otros seres del cosmos.
Como afirma también Lobato: «El hombre
es un árbol, pero con las
raíces hacia arriba. Es un animal, pero transformado por la presencia
informante del alma espiritual»
(24).
-Sostiene, además, que: «Está a nuestro alcance percibir de algún
modo la belleza espiritual humana, en cuanto se patentiza en las
obras, cuyo origen
es propiamente el espíritu. Por el ordenar, entender
y dirigir los actos de la vida humana captamos la belleza del alma»
(25).
La presencia del alma espiritual se manifiesta en todo el obrar
humano. Incluso en las mismas actividades económicas. Como ha
señalado Millán-Puelles: «Solamente en virtud de que en el hombre
hay espíritu, puede darse en el ser humano una cierta necesidad de
cosas artificiales, o sea, de cosas que no llegan a existir, ni pueden
tampoco ser usadas, sin
que funcione el poder de nuestra ra­
zón» (26).
3.
La persona humana
Estas concepciones racionales del hombre, por ser conformes
con la realidad humana, pueden ser asumidas e integradas en una
antropología completa, que por serlo tiene que referirse a su dimensión
personal, porque el pensamiento griego desconoció completamente
esta última. Fue después completada por la filosofía cristiana, con
sus reflexiones sobre el carácter personal del hombre, suscitadas
por la misma
fe cristiana, cuyos misterios principales, el de la Trinidad
y el de la Encarnación, están centrados en la persona.
(23) [bid., pág. 75.
(24) /bid., pág. 66.
(25) IDEM, Ser y belleza, Barcelona, Herder, 1965, pág. 81.
(26)
A. MILLÁN-PUELLES, Léxico Filosófico, Madrid, Rialp, 1984, pág. 531.
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Santo Tomás, cuya doctrina de la persona es la más profunda y
acabada, para establecer la diferencia entre hombre y persona, y
así determinar a esta última, nota que el nombre «persona» tiene,
desde
una perspectiva lógica y gramatical, un significado uni­
versal, en cuanto que puede suponerse en muchos sujetos y a los
que, por ello, puede predicarse de
cada uno. En este sentido coin­
cide con los demás
nombres comunes, incluido el de «hombre».
Explica el Aquinate que: «Los nombres de los géneros y de las
especies, como hombre y animal, son impuestos para significar
las mismas naturalezas Comunes».
los nombres comunes expre­
san la naturaleza o la esencia universal de las cosas como género o
especie.
la persona, a diferencia de estos nombres, no significa una natu­
raleza universal o general que se diga de muchos.
No significa, por
tanto, la esencia humana, el concepto objetivo del hombre, que
se
puede predicar de cada uno de los hombres, porque lo son realmente,
ya que realizan esta naturaleza universal en su individualidad. El
término persona nombra directamente lo
individual, lo propio y
singular de cada hombre.
Con ello concuerda con los
nombres propios, pero no plenamente,
porque «persona», aun significando siempre lo individual o lo dis­
tinto, tiene la posibilidad de significar indeterminadamente a todos
los individuos personales. A pesar de esta última coincidencia, el
nombre «persona» tiene
un estatuto lógico-gramatical único, porque,
tal como dice seguidamente el autor de este pasaje: «Adviértase,
sin embargo, una diferencia, y
es que algún hombre significa la
naturaleza, o individuo por parte de la naturaleza,
y, en cambio, el
nombre persona no
se impone para significar el individuo por parte
de
su naturaleza, sino para significar una realidad subsistente en tal
naturaleza» (27).
A diferencia de todos los demás nombres, tanto comunes como
propios, la persona no significa la naturaleza humana individual,
sino que significa directamente
el ser personal propio de cada hombre,
(27) SANTO TOMÁS, Summa Theo/ogiae, I, q. 30, a. 4, in c.
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«el estrato más profundo del sujeto humano singular» (28), misterioso
y alcanzable, en alguna medida, únicamente desde la investigación
metafísica. La persona no es algo, sino alguien. No es nombre de
naturaleza, ni abstracta ni concreta, ni común ni individual, sino
del ser personal. De ahí que, como afirma Santo Tomás: «El ser per­
tenece a la misma constitución de la persona» (29).
El principio personificador, el que es la raíz y origen de todas
las perfecciones de la persoha, es su ser propio. La personalidad, lo
que convierte a la naturaleza en persona y hace que ésta sea distinta
de los otros entes substanciales, es el ser. Si el principio personificador,
el
constitutivo formal de la persona, fuese alguna propiedad esencial,
como,
por ejemplo, la racionalidad, la libertad, la.capacidad co­
municativa o relacional, o cualquier otra característica, por impor­
tante
y necesaria que sea, el hombre no sería siempre persona. Todos
los atributos de la esencia individual humana cambian en sí mis­
mos o en diferentes aspectos, en el transcurso de
Cada vida humana.
Pueden incluso considerarse en
algún momento en potencia, o en
hábito,
perq no siempre en acto. Además, como son poseídos
en distintos grados, según los individuos
y las diferentes circuns­
tancias individuales, habría entonces distintas categorías de
personas. Por el contrario, puede afirmarse, en
primer lugar, que la realidad
persona
se encuentra en todos los hombres. Ser persona es lo más
común. Está en cada hombre, lo que no ocurre con cualquiera de los
atributos humanos. Todos los hombres y en cualquier situación de
su vida, independientemente de toda cualidad, relación, o determina-
(28) A. LOBATO, La antropología de Santo Tomds de A.quino y las antropologías
de nuestro tiempo, op. cit., pág. 50.
(29)
IDEM, Summa Theologiae, III, q. 19, a. 1, ad 4. Cf. E. FoRMENT, Ser y
persona, Barcelona, Publicaciones de la Universidad de Barcelona, 1983, 2.ª ed.
Podría considerarse como
una definición de persona exclusivamente propia de
Santo Tomás,
la siguiente: «Persona es el subsistente distinto en naturaleza racional».
En esta definición
tomista quedan expresados todos sus constitutivos, la esencia
o naturaleza individual, constitutivo material,
y el ser propio o proporcionado a
ella,
su constitutivo formal, y además su carácter singular e incomunicable
ontológicamente.
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EUDALDO FORMENT
ción accidental y de toda circunstancia biológica, psicológica, cultural,
social,_ etc., son siempre personas en acto.
En segundo lugar, debe decirse que todo hombre es persona en el
mismo grado. No hay participación en el ser personal humano. En
cuanto personas todos los hombres son iguales entre sí, aun con las
mayores diferencias
en su naturaleza individual, y, por ello, tienen
idénticos derechos inviolables.
Los niños, los ancianos, los enfermos
mentales, el hombre en su
fase embrionaria, todos los hombres en
cualquier condición, son siempre personas humanas.
Nunca son ni
pueden convertirse en «cosas». Y son personas sin diferencias en el
orden personal.
No hay categorías de la persona en cuanto tal. Como
hombres somos distintos en perfecciones, como personas, absoluta­
mente iguales en perfección y dignidad.
Por expresar directamente el ser, en tercer lugar, en la noción de
persona
se alude al máximo nivel de perfección, dignidad, nobleza
y perfectividad,
muy superior a la de su naturaleza. Santo Tomás
afirma simultáneamente las tesis de que el
hombre posee una natu­
raleza humana, con unos fines e inclinaciones propias y de que el
hombre
es una persona. Tanto por su naturaleza como por su persona,
el hombre posee perfecciones, pero su mayor perfección y la más
básica
es la que le confiere su ser personal.
La persona indica lo más digno y lo más perfecto. «La persona es
lo más perfecto que hay en toda la naturaleza» (30). La persona, por
significar esta perfección suprema, básica y fundamental, y no genérica,
el ser participado de
un modo inmediato, sin concurso de la natu­
raleza o esencia
-tal como, sin embargo, ocurre en todos los de­
más
seres-es 'más' ser, y, por lo mismo, lo más unitario, lo más
verdadero y lo más bueno.
En cuarto lugar, tal como ha observado Lobato: «La persona es el
concepto
más completo de cuantos poseemos, porque además de las
estructuras del ser categorial y del ser trascendental dice referencia
al ser en acto de ser».
La persona expresa la totalidad humana,
todos sus constitutivos, los esenciales, los accidentales, y el ser,
como constitutivo formal. La persona
es una totalidad entitativa.
(30) SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, 1, q. 29, a. 3, in c.
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Además, y precisamente, por ello, en quinto lugar, como también
nota el eminente tomista: «La persona
es siempre singular, concreta.
De suyo la persona no tolera un discurso genérico, ni abstrac­
to» (31). Las cosas no personales, son estimables por la esencia que
poseen.
En ellas, todo se ordena, incluida su singularidad, a las
propiedades y operaciones específicas de sus naturalezas.
De ahí
que los individuos únicamente interesan en cuanto son portadores
de ellas. Todos los de una misma especie son, por ello, intercambiables.
No ocurre así con las personas, porque interesa su individualidad,
que
intenta expresar el nombre de persona, que no es así ni un
nombre común, en sentido estricto, ni propio. A diferencia de todos
los demás: la persona
humana es un individuo único e irrepetible.
Cada persona o individuo humano es único e insustituible. Merece,
por ello, ser nombrado no con un nombre que diga relación a algo
genérico o específico, sino con
un nombre propio, que se refiera a él
mismo.
Un nombre que indica su carácter individual y valioso por
sí mismo. Sólo las personas tienen nombre propio. Si se da también
a otras realidades es por su relación directa con personas. El nombre
propio
se puede extender de la persona, su objeto directo, a su entorno,
que tiene
un nombre propio no por sí mismo, sino por estar referido
a las personas.
Con el término persona
se expresa esta individualidad o «distin­
ción», que
es mucho mayor que lade las esencias de las cosas, incluida
la esencia
humana individual. La persona es mucho más inefable
que cualquier otra cosa individual y hasta que
el individuo humano.
La individualidad personal incluye, por una parte, la de su naturaleza
substancial, individualizada, como las otras substancias compuestas
por sus principios individuantes de orden
también esencial; por
otra, la mayor singularización que le proporciona la posesión de un
ser propio y proporcionado a esta esencia.
Este ser personal hace
que la persona se posea a sí misma, por
medio de su entendimiento y por medio de su voluntad. Tal posesión
intelectual
y amorosa revela una suprema individualidad. Precisa,
(31) A. LOBATO, La antropología de Santo Tomás y las antropologías de nuestro
tiempo, op. cit., pág. 50.
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BUDALDO FORMBNT
por ello, Santo Tomás que: «De un modo más especial y perfecto se
encuentra lo particular e individual en las substancias racionales,
que tienen el dominio de
sus actos, y no sólo son movidas, como las
demás, sino que
también obran por sí; y las acciones están en los
singulares. Por tanto, de
entre las otras substancias, los singulares
de naturaleza racional tienen
un nombre especial; y este es perso­
na» (32). En ella todo está atravesado
por esta singularidad. En
cualquier persona tal individualidad tiene siempre supremacía sobre
todo lo
es})ecífico o genérico.
El ser propio de
la persona, en un nivel de mayor participación,
le confiere la autoposesión,
que puede considerarse en sexto lugar,
otro de los caracteres propios de la persona. Esta posesión personal
se realiza por medio de la autoconciencia intelectiva o experiencia
existencial de la facultad espiritual inteligible e intelectual. Gracias·
a ella, aunque
en un grado limitado, la persona se posee intelectiva­
menre a
sí misma (33). La posesión propia de la persona se lleva a
cabo
también por su facultad espiritual volitiva. Con esta autopo­
sesión, la persona
se ama a sí misma, de un modo natural y necesario,
pero no desordenadamente,
porque entonces este «amor de sí» se
conveniría en egoísmo (34). Por su autoposesión, o por ser dueña
de
sí misma -con sus facultades superiores, aunque en el grado
indicado, como corresponde a la limitación de la inteligencia y de
la voluntad del ser
humano--, la singularidad de la persona es más
plena que la de los demás emes substanciales.
Por último, en séptimo lugar, la persona, por su bondad indivi­
dual,
es «un ente capaz de ser fin en sí mismo», y, por tanto: «el
ente capaz de ser amado por
sí mismo». Sólo la persona puede despertar
un amor pleno, el amor de donación recíproca, que se constituye por
una unión afectuosa y origina una comunicación de vida personal.
(32) SANTO ToMAs, Summa Theologiae, I, q. 20, a. 1, in c.
(33) Véase: F. CANALS VIDAL, Sobre la esencia del conocimiento, Barcelona,
PPU, 1987, págs. 483 y ss.
(34) Véase: SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, 1-11, q. 77, a. 4, in c. Véase:
E.
FORMENT, La persona humana, en A. LOBATO (Ed.): El hombre en cuerpo y alma,
op. cit., vol. I, págs. 685-954, págs. 805 y ss.
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Puede decirse que la persona es «un ser capaz de amar y ser amado
con amor de donación», o como lo
que es sujeto y objeto de amor
no posesivo (35).
Las personas, a diferencia de los otros vivientes, tienen
una vida
personal, una vida biográficamente descriptiva, de la cual merece la
pena ocuparse
y comprenderla en lo posible. Son las únicas que
tienen biografía, porque tienen
una vida individual, única, una vida
como proceso unitario que no se explica únicamente por
las caracterís­
ticas o propiedades de la naturaleza
humana en general. En efecto,
en las biografías no se determinan características o propiedades
universales del hombre, sino
que se intenta explicar de alguna manera
la vida del hombre individual, la vida de
una persona. La vida personal
es la que se comunica en las relaciones de amor de donación desintere­
sada. En
la donación recíproca amistosa, los que se aman se inter­
cambian los pensamientos, las voluntades, los afectos
y todo aquello
que pertenece a
la propia intimidad personal, y que son sus mejores
bienes propios
(36).
4. Primacía de la persona
Todas estas siete características de la persona, explican la si­
guiente tesis personálista,
que formula Santo Tomás, al inicio de
una de sus obras, del modo siguiente: «Todas las ciencias y las artes
se ordenan a una sola cosa, a la perfección del hombre, que es su
felicidad» (37). Unicamente a las personas, a cada una de ellas en
su concreción
y singularidad, tal como significa el término persona,
se subordinan todas las ciencias, teóricas y prácticas, las técnicas, las
(35) J. BDFILL, Autorida,d, jerarquía, individuo, en Obra filosófica, Barcelona,
Ariel, 1967, págs. 11-23, pág. 19.
(36) Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, incluso da una definición del
amor de donación por esta comunicación de vida, al decir que la amistad es
«mutua benevolencia y comunicación en las operaciones de la vida personal»
(SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, 11-11, q. 25, a. 3, in c.).
(37) IDEM, ln Metaphysicam Aristote/is Commentaria, P_roem.
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bellas artes, toda la cultura y todas sus realizaciones, en definitiva.
Siempre y todas están al servicio de
la persona humana. A la felicidad
de las personas, a su plenitud
de bien, es aquello a lo que deben estar
dirigidos todos los conocimientos científicos, sean del orden que
sean, e igualmente la misma tecnología, y todo lo que hace el hombre.
La primacía de la persona se da no sólo en el orden natural, sino
también en el cultural o humano.
Si las más geniales creaciones cultu­
rales, cientifico-técnicas, artísticas, o de cualquier otro tipo, no ten­
diesen a la perfección--especulativa, moral, estética, o de otra dimen­
sión-, al bien, de las personas en su singularidad, que son solamente
las que pueden ser felices, carecerían de todo sentido y por tanto de
interés alguno. Todas son siempre relativas a la persona. No hay
nada, en este mundo, que sea un absoluto, todo está siempre re­
ferido a la felicidad de las personas, el único absoluto en el orden creado.
Frente a esta tesis de la supremacía absoluta de la persona, de
cada persona humana,
se podría presentar, tal como hace el mismo
Santo Tomás, la siguiente objeción:
«Lo que es propio de los mejores,
es más digno de lo que es común a todos; como el razonar, que es
propio del hombre, es más digno que el sentir, que es común a
todos los animales» (38). Parece,
por tanto, que el ser persona no
sea lo más digno
d~l hombre,

ya que
es común a todos.
Es un hecho de experiencia que siempre las cosas más perfectas
son escasas. Así, en el universo hay menos hombres que animales;
hay menos animales que plantas; y menos plantas que seres inertes.
Igualmente, en el
mundo cultural, son pocos los grandes investiga­
dores,
anistas, etc. Lo más común que se presenta, por tanto, como
menos valioso y digno de estimación. Santo Tomás da la siguiente
respuesta a esta objeción basada en
que cantidad y perfección se pre­
sentan en relación inversa: «La comparación entre lo más común y
lo menos común ( ... ) no es válida, porque no siempre se cumple
que lo menos común es lo más perfecto. No es la escasez o la menor
cantidad lo que revela una mayor perfección sobre lo abundante,
sino el ser fin respecto a unos medios» (39).
(38) IDEM, Summa Theo/ogiae, 1-11, q. 3, a. 5, ob. 3.
(39) [bid., ad 3.
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DIGNIDAD HUMANA Y BIEN COMUN COMO REFERENCIAS SOCIALES
Lo que descubre una mayor perfección no es la menor cantidad,
sino el ser
fin de otros, sean abundantes o escasos. Si todo se ordena
o está al servicio
de las personas humanas, si todo es un medio para
que consigan la felicidad, es porque es menos perfecto que ellas.
Por consiguiente, cualquiera,
que cultive algún ámbito de la cultura,
está al servicio de las personas,
de lo que son todos los hombres, lo
más común y corriente. Aunque la persona sea como el
común denomina­
dor de todos los hombres -que difieren en salud, biológica o psíquica,
en riquezas, materiales o espirituales, poder, placer,
cultura y en
todas las determinaciones
esenciales-, en ella está la dignidad del
hombre y su mayor perfección. Lo más común, lo más ordinario, es
precisamente lo más noble y perfecto. La persona, en su singularidad,
es lo sumo y lo supremo.
La vida vulgar o mediocre lleva a ignorar esta máxima dignidad
personal, o, en todo caso, impide que la persona viva de acuerdo con
lo
que es verdaderamente, que pueda seguir el imperativo de Píndaro,
el
gran poeta griego del siglo va. de C.: «Llega a ser el que eres».
La vida del hombre ordinario es una vida personal no promocionada.
Es
una vida en la que no se actualiza la capacidad personal de pensar
por sí mismo y de realizar actos plenamente libres.
En la última obra del filósofo Basave, se dice que: « Vivir al día,
como lo hacen los animales, no es,
en rigor vivir humanamente.
No basta percibir impresiones agradables o desagradables, dejarse
llevar
por el flujo de los acontecimientos sin esperar nada. Lo más
desconsolador
para el hombre es no saber jamás por qué vive, por
qué se levanta por la mañana y por qué al día siguiente volverá a
levantarse. Obedecer
al obscuro instinto que nos ata a la existencia
sin
preguntar por qué se vive y por qué se muere, es vegetar pero no
es vivir humanamente. Vivir humanamente es contraer 'relaciones'
con los otros hombres y con las cosas. Con las cosas establecemos
relaciones
de medio, con las personas relación de fin» (40). Lama­
durez de la vida personal se realiza en estas relaciones, principal­
mente en las personales.
(40) AGUSTÍN BASA VE FERNÁNDEZ DEL VALLE, Tratado de Filosofía. Amor a
la Sabiduría
como propedéutica de salvación, México, Limusa, 1995, págs. 142-143.
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Añade el ilustre pensador que: «El ser del hombre tiene la extraña
condición de que en parte resulta afín con
la naturaleza, pero en
otra parte no, que es a un tiempo natural y extranatural, una especie
de
centauro ontológico, que media porción de él está inmersa, desde
luego,
en la naturaleza, pero la otra parte trasciende de ella. Dante
diría que está en ella como las barcas arrimadas a la marina, con
media quilla
en la playa y la otra media en la costa» (41). Cada
hombre
es como un «centauro ontológico», hombre y persona, dos
constitutivos que como los
de los centauros de la mitología griega,
parte humana y parte de caballo, son completamente distintos, pero
están siempre unidos, y que,
por ello, no se pueden ignorar, para
comprendernos
y para vivir como lo que somos.
5. La persona humana y el bien común
La afirmación de la dignidad humana basada en su ser personal
parece ignorada
por el pensamiento contemporáneo. Ultimamente,
sin embargo, ha sido recordada por el Catecismo de la Iglesia Católica,
al ocuparse del hombre. En uno de sus párrafos se declara que: «El
ser humano tiene la
dignidad de persona, no es solamente algo, sino
alguien» (42).
En otros, se explica su dignidad personal, su carácter
de fin, su unidad, su vida personal, su libertad, y su vida moral
(43).
Además, el Catecismo presenta todas estas tesis en un lenguaje muy
parecido, y muchas veces el mismo, que el que se encuentra en la
filosofía cristiana, que
se ha expuesto en los anteriores apartados ( 44).
(41) lbid.,pág. 1216. Véase:JOSÉ ORTEGA YGAS.5ET, Obrascomp/etas,Madrid,
Revista de Occidente, 1946-1969, 11 vols., vol. V (1947), pág. 344.
(42)
CateciJmo de la Iglesia Católica (Versión en español), Madrid, Asociación
de Editores del Catecismo, 1992, n.
357, pág. 86.
(43)
a. E. FORMENT, «LapersonahumanaenelNuevoCatecismo Universal»,
en
IDEM (Ed.), Dignidad personal, comunidad humana y orden jurídico. Actas de las
Jornadas de
la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA), Barcelona, Editorial
Balmes,
1994, 2 rom., págs. 407-417.
(44) Véase: FRANCISCOCANAI.S VIDAL, «Testimonio de agradecimiento por
el Nuevo Catecismo», en Cristiandad(Barcelona), 1/743-745 (1993), págs. 3-6,
pág.
4.
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DIGNIDAD HUMANA Y BIEN COMUN COMO REFERENCIAS SOCIALES
La «defensa y promoción de la dignidad humana», que la Iglesia
siente como misión confiada
por Dios (45), se advierte claramente
en los textos dedicados al bien común. Aunque en el
Catecismo no se
ofrece una exposición completa de la doctrina del bien común, ni
aborda todos los problemas que comporta en el orden social
--como
tampoco expone íntegramente las enseñanzas sobre la justicia social
o sobre la
sociedad-, no obstante, se encuentra en el mismo una
precisa caracterización de su esencia, que en muchos aspectos puede
considerarse una novedad.
En uno de los párrafos del apartado que
se le dedica, se lee: «Por bien común, es preciso entender 'el conjunto
de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos
y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su
propia perfección' (GS 26, 1;
cf GS 74, 1)» (46).
De esta definición, que tienen su origen en la
Comtitución pastoral
sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II, se pueden
destacar dos notas esenciales: el
carácter social del bien común y su
relación con el hombre individual, la
persona humana, y, por tanto,
con su bien singular. Ambos aspectos
se señalan en el siguiente
párrafo del
Catecismo, que antecede inmediatamente al anterior.
«Conforme a la naturaleza social del bombre, el bien de cada cual
está relacionado con el bien común. Este sólo puede ser definido
con referencia a la persona humana» (47).
La subordinación del bien particular al bien común, por la superio­
ridad de este último, no implica la anulación del bien propio de la
persona, ni muchos menos la
de su dignidad. Como se dice en otro
párrafo siguiente:
«La sociedad debe permitir a cada uno de sus
miembros realizar
su vocación» (48). Por otra parte, también cada
uno de ellos debe procurar el bien común. El
Catecismo designa con
el término de «participación» a esta promoción del bien de todos.
«La participación es el compromiso voluntario y generoso de la
persona en los intercambios sociales.
Es necesario que todos participen,
(45) Catecismo, n. 1929.
(46) Ib;d., n. 1906.
(47)
[bid., n. 1905.
(48)
lbid., n. 1907.
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cada uno según el lugar que ocupa y el papel que desempeña, en
promover
el bien común. Este deber es inherente a la dignidad de
la persona humana» (49).
El deber primordial de la procuración del bien común puede
concretarse en la familia y la profesión. «La participación se realiza
ante tocio con la dedicación a las tareas cuya responsabilidad personal
se asume: por la atención prestada a la educación de su familia, por
la responsabilidad en su trabajo, el hombre participa en el bien de
los demás y de la sociedad» (50). El mismo deber que impone a la
persona humana el buscar su propia pe_rfección, le obliga a procurar
el bien común (51). «La participación de todos en la promoción del
bien común implica, como todo deber ético, una conversión, reno­
vada sin cesar, de los miembros de la sociedad» (52).
6. El bien común y los bienes naturales
Los párrafos del Catecismo citados determinan la estructura del
bien común o lo que podría considerarse su forma. En los restantes
dedicados al
mismo se establece lo que sería su contenido material.
Según uno
de estos párrafos, el bien común «comporta tres elementos
esenciales» (53), que son así los bienes que debe proporcionar nece­
sariamente. «Supone, en primer lugar, el respeto a la persona en cuanto
tal. En nombre del bien común, las autoridades están obligadas a
respetar los derechos fundamentales e inalienables de la persona
humana» (54).
Esta inclusión, en el bien común, del respeto a la dignidad
personal, como su constitutivo primario, representa una novedad.
(49) /bid., n. 1913.
(50) /bid., n. 1914.
(51) Cf. E. FORMENT, «La filosofía del bien común», en Anuario Filosófi-
co (Pamplona), 27/2 (1994), págs. 797-815.
(52) Catecismo, n. 1916.
(53) /bid., n. 1925.
(54) /bid., n. 1907.
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DIGNIDAD HUMANA Y BIEN COMUN COMO REFERENCIAS SOCIALES
Con ella, queda destacada la primacía de la persona sobre los demás
bienes y,
por tanto, su carácter de fin con relación a todos los otros,
que están así a su servicio.
De ahí que: «El bien común está siempre
orientado hacia el progreso
de las personas: 'El orden social y su
progreso deben subordinarse
al bien de las personas ... y no al contrario'
(GS 26, 3
). Este orden tiene por base la verdad, se edifica en la
justicia,
es vivificado por el amor» (5 5 ).
Una segunda innovación en el tratamiento del bien común es
la de incluir, en este primer constitutivo del mismo, el respeto de
los derechos humanos, que
queda justificado en el hecho de que
éstos
se fundamentan en la dignidad personal. «El respeto de la
persona
humana implica el de los derechos que se derivan de su
dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y
se imponen a ella» (56). En otro de los párrafos, de los que resumen
los contenidos esenciales del artículo dedicado expresamente al bien
común,
se nombra incluso a este primer elemento mencionando los
derechos humanos, con estos términos: «el respeto
y promoción de
los derechos fundamentales
de la persona» (5 7).
Un segundo constitutivo esencial y básico al bien común es «la
prosperidad o el desarrollo
de los bienes espirituales y temporales
de
la sociedad» (58). Todo aquello que es un bien para el hombre es
considerado conio constitutivo intrínseco material del bien común.
«En segundo lugar, el bien común exige
el bien del grupo mismo. El desarrollo es el resumen de todos los deberes
sociales. Ciertamente corresponde a la autoridad decidir,
en nombre
del bien común,
entre los diversos intereses particulares; pero debe
facilitar a cada
uno lo que necesita para llevar una vida verdadera­
mente humana: alimento, vestido, salud, trabajo, educación y
(55) CateciJmo, n. 1912. Véase: E. FORMENT, «Naturaleza de la doctrina
social católica», en
Verbo (Madrid), 1991, págs. 941-972.
(56)
Catecismo, n. 1930.
(57) /bid., n. 1925. Véase: A. LOBATO, La dignidad d,/ hombre y los dere­
chos humanos, op, cit., págs. 69-105.
(58) Catecismo, n. 1925.
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cultura, información adecuada, derecho de fundar una familia, etc.
(Cf. GS 26, 2)» (59).
Es importante advertir que el Catecismo presenta unidos el bienestar
material
y los bienes culturales y espirituales. Se considera que el
desarrollo de
la sociedad debe consistir en la prosecución de la per­
fecta provisión de los bienes materiales, morales, intelectuales
y
espirituales, es decir, de todos los medios necesarios para la plena
perfección de
las personas bumanas que la constituyen. «El desarrollo
verdadero
es el del hombre en su integridad» (60).
Los bienes espirituales tienen una importancia fundamental.
Sobre ellos,
se precisa que: «Acrecentar el sentido de Dios y el
conocimiento de sí mismo constituye
la base de todo desarrollo
complero de la sociedad
bumana. Este multiplica los bienes materiales
y los pone al servicio de la

persona y de su libertad. Disminuye la
miseria
y la explotación económicas. Hace crecer el respeto de las
identidades culturales y la apertura a la trascendencia (Cfr. SRS 32;
CA 51)» (61).
En este desarrollo pleno de la sociedad, tiene un papel destaca­
dísimo el elemento cultural.
Por «cultura» se entiende todo aquello
que permite desarrollar y perfeccionar las cualidades del hombre,
sean del tipo que sean. Pueden así considerarse como pertenecientes
a la cultura todas las actividades realizadas
por el ser humano. En
este sentido más amplio del término «cultura», que tiene su origen
en otro latino, que significaba
la agricultura o el cultivo de la tierra,
se expresa todo aquello que es necesario para el desarrollo humano.
Con este significado, la
cultural es claramente un efecto de la
naturaleza racional y libre
del hombre. No hay vida humana sin
cultura. Puede considerarse,
por consiguiente, como perteneciente
a
la cultura cualquier realidad en la que ha intervenido el hombre
como creador. Son así hechos culturales desde la agricultura hasta
la organización jurídica, desde la caza hasta los distintos saberes,
(59) [bid., n. 1908. Véase: ANTONIO MILLAN FUELLES, Persona humana y
justicia social, Madrid, Rialp, 1982, págs. 40 y ss.
(60) Catecismo, n. 2461.
(61)
Ibid., n. 2441.
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DIGNIDAD HUMANA Y BIEN COMUN COMO REFERENCIAS SOCIALES
desde el modo de alimentarse hasta el arte, etc. La cultura se basa
también en el carácter temporal y comunicativo del ser humano.
La cultura eS intectual, creativa, histórica y social. Lo que posibilita
la pluralidad de culturas, dado que existen distintos modos de cultivar
las ciencias, las técnicas, las artes, diferentes modos de vivir, de
expresarse
y de organizarse socialmente, e incluso de ordenar los
valores y hasta de practicar
la religión.
7.
La paz
El tercer y último elemento esencial del bien común es, según
el
Catecismo: «la paz y la seguridad del grupo y de sus miembros» ( 6 2).
Como
se indica en otro de sus párrafos: «El bien común implica,
finalmente, la paz,
es decir, la estabilidad y la seguridad de un orden
justo. Supone,
por tanto, que la autoridad asegura, por medios
honestos,
la seguridad de la sociedad y la de sus miembros ... » (63).
La seguridad de la sociedad, procurada por la autoridad pública,
posibilita
la paz. Igualmente los otros dos constitutivos del bien
común, el respeto a la persona
y los bienes materiales y espirituales, la
hacen viable. «El respeto y el desattollo de la vida humana exigen
la paz.
La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar
el equilibrio de fuerzas adversas.
La paz no puede alcanzarse en la
tierra, sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre
comunicación
entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de
las personas
y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad. Es
la 'tranquilidad del orden' (S. Agustín, Civ., 19, 13). Es obra de la
justicia (Cf. Is 32, 17)
y efecto de la caridad (Cf. GS 78, 1-2)» (64).
La paz es un efecto directo de la caridad, porque la causa inmediata­
mente. Por ello, es necesaria
la comunicación de todo tipo de bienes
para el logro de
la paz. Es igualmente efecto de la justicia, tal como
se dice en el versículo, citado en segundo lugar, de Isaías: «La paz
(62) [bid., n. 1925.
(63) /bid., n. 1909.
(64) /b;d., n. 2304.
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será obra de la justicia» (65). Sin embatgo, es un efecto indirecto,
porque la justicia causa
la paz al remover los obstáculos, que impiden
la existencia de la misma (66).
La paz, por consiguiente, no es una
virtud que pueda adquirirse inmediatamente, sino el resultado de
dos virtudes, la justicia
y la caridad.
La justicia que causa indirectamente la paz es la justicia social,
que impone el deber de respetar el derecho de todos los miembros
de la sociedad al bien común,
y, por tanto, la subordinación de los
bienes particulares al bien común, siempre
que ambos pertenezcan
al
mismo género de bienes. «El bien común es mejor que el privado
cuando ambos pertenecen al
mismo género, pero no cuando son de
diversa clase» (67).
Nunca los bienes de orden inferior, aunque
sean del bien común de todos, pueden prevalecer sobre los de orden
superior (68).
Otro texto, que se cita en este párrafo sobre la paz, del Catecismo,
es el de la definición de San Agustín. En La Ciudad de Dios escribe:
«La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden». Un poco
antes había afirmado que: «La paz de una ciudad es
la concordia
bien ordenada en
el gobierno y en la obediencia de sus ciudada­
nos» (69).
Sobre estas últimas palabras comenta Santo Tomás: «San Agustín
habla de la paz que es de hombre a hombre. Y dice que esta paz
es
concordia, no de cualquier manera, sino 'ordenada', a saber: por
concordar uno con otro en lo que a ambos conviene. Pues si uno
concuerda con otro, no de-espontánea voluntad, sino como coaccionado
por el temor de algún mal inminente, tal concordia no es verdadera
paz, porque no guarda el orden de ambos concordantes, antes es
(65) Is. 32, 17. Se dice también en el mismo: «y el fruto de la justicia, la
tranquilidad y la seguridad para siempre».
(66) Cf. SANTO TOMÁS, Surnma Theologiae, II-11, q. 29, a. 4, ad 3.
(67)
lbid., Summa Theologiae, II-11, q. 152, a. 4, ad 3.
(68) Afirma, por ello, Santo Tomás que: «El bien del universo es mayor
que el bien particular de cada uno, si se entienden ambas cosas en el
mismo
sentido. Pero el bien de la gracia de uno es mayor que el bien natural de todo el
universo»
([bid., I-11, q. 113, a. 9, ad 2).
(69) SAN AGUSTÍN, De Civitate, XIX, 13, l.
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DIGNIDAD HUMANA Y BIBN COMUN COMO REFERENCIAS SOCIALES
perturbada por lo que infiere temor. Y por esto escribe un poco
antes que 'la paz
es la tranquilidad del orden', la cual tranquilidad
consiste en que el individuo
tenga apaciguados todos los impulsos
apetitivos» (70).
La concordia implica, por tanto, el mutuo acuerdo en bienes
útiles, entre los miembros de la sociedad, de modo voluntario. Esta
paz exterior o social posibilita una paz más plena, la paz personal o
paz interior. A esta última se refiere la primera definición de paz,
que designa, además de la concordia, la ordenación
y unificación de
todas las tendencias e impulsos de cada persona. La paz personal,
por incluir la paz exterior, es, por tanto, más perfecta que esta última,
pero la necesita como uno
de sus constitutivos. En cambio, para
que se dé la paz social no es absolutamente imprescindible la paz
interior de las personas, pero con ella es más fácil
y duradera.
En consecuencia: «La paz se opone a una doble disensión: la del
hombre consigo mismo y la del hombre con otro. A la concordia se
opone esta segunda» (71 ). La paz remueve toda disensión o discordia.
Las injusticias, el deseo de dominio y el desprecio por las personas
que brotan de la envidia, de la desconfianza, de la soberbia y en
último término del egoísmo impiden la paz individual y, por tanto,
también
la concordia o paz social. La paz es una tarea nunca acabada,
es un continuo quehacer. Dadas las debilidades humanas, incluso
debe cuidarse siempre y, para ello,
es preciso de cada uno un constante
dominio y vigilancia de
sí mismo. El bien de la paz, que tanto es
anhelada en la actualidad, es, en este sentido, el resultado de una
lucha personal.
(70) SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, 11-11, q. 29, a. 3, ad 1.
(71) !bid., 11-11, q. 29, a. !, ad 3.
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