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Número 351-352

Serie XXXVI

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Paleoconservatismo U.S.A.

PALEOCONSERVATISMO U.S.A.
POR
MIGUEL AYUSO
La muerte, en Dallas, no hace mucho, del profesor Frederick D.
Wilhelmsen, me
ha hecho poner los ojos, después de años, en el com­
plejo conservatismo americano. Porque en el llamado Comervative
Movement estadounidense hay, a no dudarlo, muchas estancias. De
manera que no sólo disponemos de la separación, más o menos tajante,
entre «paleoconservadores» y «neoconservadores», con términos que
claramente connotan, incluso por vía de reflejo condicionado lingüís­
tico, de quién proceden y en beneficio de quién actúan, sino que, en
cada una de las estirpes, el árbol genealógico se presenta enmarañado,
con interacciones e influencias múltiples y las más de las veces cruzadas.
Dejando de lado por esta ocasión al poderoso y campante neocon­
servatismo, más próximo a los signos de los tiempos de una post­
modernidad política presidida por el despliegue de la «hegemonía
liberal» en versión de la «ideología americana», quisiera centrar­
me hoy en los motejados de conservadores antiguos, precisamente
cuando su generación con toda probabilidad más brillante nos está
dejando a borbotones. Porque si el malogrado Wilmoore Kendall,
por citar un nombre cimero, entre los primeros en levantar la «afir­
mación conservadora» en una época a contrapié
-su colectánea
más celebrada se llama precisamente Wi!moore Kenda!!, contra mun­
dus-, ya hace años que nos dejó de puntillas, en los últimos años
hemos perdido a Melvin Bradford, a Rusell Kirk y ahora a Frede­
rick Wilhelmsen. Sobrevive,
en pleno vigor intelecrual, el traste­
rrado Thomas Molnar,
húngaro naturalizado americano hace casi
cuarenta años, pero nunca «americanizado».
Verbo, núm. 351-352 0997), 113-116 113
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Melvin Bradford representaba los eternos ideales del sur embu­
tidos en ropaje tejano. De gran tonelaje, físico e intelectual, son
muchos los palenques
y niveles de conocimiento que se descubren
en su obras. Destaca, en primer lugar, la exquisitez de sus estudios
literarios, siguiendo el surco abierto
por sus maestros Donald Da­
vidson y Andrew Lytle, donde conviven los ensayos sobre Faulkner
--que le dieron merecida fama-con el análisis de viejas caocio­
nes y baladas de las que exhuma la visión tradicional del sur. En
segundo término, aparece como un historiador de raza en la debe­
lación
de la interpretación igualitarista de la historia americana
-recuérdese su resonante polémica con Harry Jaffa, el discípulo
de Leo Strauss y uno de los < a propósito de la creación de América y los ·orígenes de la guerra de
secesión. Finalmente, unía a lo anterior un sólido armazón teórico
y conceptual en defensa de
la civilización «contra los bárbaros»,
según
la rúbrica en absoluto contemporizadora de uno de sus li­
bros. Disponía
para ello -provocación de nuevo estampada en ca­
beza
de otro de sus volúmenes-de «un arma mejor que la razón»:
de la tradición corporeizada en costumbres e instituciones. Porque
creía
que la sociedad no se fabrica por la razón humana, sino que
crece fundada
en la sangre, la tierra y la historia.
Russell Kirk, mucho mejor conocido en España, donde algu­
nos de sus libros más celebrados hallaron eco por vía de traducción
en los cincuenta,
ha sido el verdadero campeón de la reviviscencia
del conservatismo contemporáneo. Hubo quien, a su muerte, no
dudó en calificarlo de «Mr. Conservative». Su batalla, al margen
de la Academia -pues abandonó la docencia universitaria muy
pronto para esparcir impetuosamente su vocación intelectual en
libros, artículos y conferencias
por todo el mundo-, fue verdade­
ramente la «batalla
de los libros» contra los «enemigos de las cosas
permanentes». Fundador de revistas--desde la imprescindible Modern
Age a la personalísima The University Bookman-, orgaoizador de
una auténtica escuela de pensamiento --en su casa de Mecosta,
peqlleño pueblo de Michigan, no era infrecuente encontrarse con
toda suerte
de escritores, profesores, estudiantes y curiosos de cual­
quier parte del mundo-, su obra excede con mucho de la ingente
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producción bibliográfica que ha dejado. El «sabio de Mecosta» le
llamó
Wilmoore Kendall, el «duque de Mecosta» fue la carta de
presentación que utilizó un amigo para franquearle el paso a la ópe­
ra de Viena. El, en la estela del whig Edmund Burke, de quien fue
su
gran rehabilitador en la aventura de la unbought grace of lije, pre­
fería definirse como
a Bohemian Tory.
Mi entrañable Frederick Wilhelmsen, tan unido a nuestra pa­
noplia cultural de los años sesenta, alguno de los cuales vivió entre
nosotros, y de los siguientes, ya
que nunca se marchó del todo de
España, han sido un filósofo de raza auroleado por un no se qué de
aventurero y de caballero del ideal. Su filosofía tomista no de repe­
tición sino de genial integración y aplicación a los problemas de
hoy, y
su percepción política comunitarista y libérrima, le condu­
jeron al carlismo, al
que se entregó con celo y devoción desconoci­
dos en
este nuestro mundo indigente. Y es que en España adquirió
la
luminosa comprensión de que la civilización española o del Ba­
rroco habría supuesto la pro!ongación del fervor por la Ciudad cris­
tiana de los siglos medios, y conservada luego a través de la escuela
tradicionalista o contrarrevolucionaria.
Por todo ello, el profesor
Wilhelmsen ocupa una posición peculiarísima, algo heterodoxa,
dentro del movimiento conservador estadounidense, a cuenta de su
intento de injertar en él el elemento católico e hispánico. En el
preliminar de su The Mataphysics of Love (1962) se definió como
«un hombre que cree que
el "ágape" yace en el corazón de todo
ser», mostrando a continuación su íntimo convencimiento de que
«la mejor manera de alcanzarlo está en la teología de la Santísima
Trinidad o en la ontología de la existencia humana dentro de la
historia». Por donde teología, metafísica, historia y política se fun­
den en un abrazo de vida.
Finalmente,
en cuanto a Molnar, felizmente en activo, la am­
plitud de su visión panorámica de temas y culturas le han dotado
de una singular permeabilidad hacia la tradición europea al tiempo
que le han protegido del reduccionismo «americano». Bajo la rú­
brica
de la «hegemonía liberal», encarnación hodierna de la peren­
nal herejía del utopismo, el profesor
Thomas Molnar, siempre ana­
lista agudo
y sugerente, ha silueteado últimamente la fluida situación
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cultural, política y religiosa de nuestro mundo, que años atrás ha­
bía visto presidida
por el despuntar de lo que llamó el «socialismo
sin rostro».
En un tiempo en que la mayoría de los pensadores
continuaban denunciando
-y no sin razón-el Estado tentacular,
Molnar descubría las líneas
de evolución futura en el debilitamien­
to del Estado y de las instituciones originado por el liberalismo.
Así como describía
que el mundo no evolucionaba hacia la conver­
gencia de los sistemas liberal-democrático
y marxista, sino hacia la
monoli tización del Estado sobre los elementos basilares del E jérci­
to,
un nacionalismo celoso y un socialismo sin teoría precisa e in­
cluso sin ideología. Tal vez pudiera pensarse que
un cuadro como
el anterior contiene elementos entre sí difícilmente encajables, cuando
no netamente contradictorios. En puridad creo, sin embargo, que
resultaba correcto en sus trazos maestros, si bien cabía percibir dos
partes diferenciadas en función de dos experiencias sin
duda alguna
diversas. Por un lado,
la primera parte del diagnóstico, precedida
por
su comprobación geográfica, en el mundo estadounidense, y
temática, en sede de la cuestión de la autoridad,
es la que se ha
cumplido sin dificultad, prolongándose hoy en sus últimos análi­
sis. Mientras que la segunda, deudora de una situación geopolítica
e ideológica
por el momento superada, y avistada desde la realidad
del llamado tercer
mundo, distaba de ser generalizable.
He aquí, pues, un acercamiento un tanto impresionista a algu­
nos de los paleoconservadores norteamericanos más cotizados del
último medio siglo. Sin embargo, un trato frecuente -ya en per­
sona, epístola o
lectura-siempre me ha conducido a un idéntico
interrogante: ¿quiénes son los antiguos? ¿qué es lo antiguo? Y
es
que muchas veces lo antiguo, lo que se llama antiguo, parece ser lo
necesario.
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