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Número 205-206

Serie XXI

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El hombre de Dios, contra Dios

EL HOM'BRIE DE DIOS CON'J1RA DIOS (*)
POR
MARCEL DE CORTE
Nuestra época difiere de todas las precedentes por numerosos
aspectos, entre los cuales es necesario citar:
el socialismo, la
ciencia y la técnica. Se diferencia aún más, y esencialmente, por su dar
la espalda a la realidad de la existencia de Dios. Esta
característica se
manifiesta de mil maneras despectivas, con que
el hombre moderno mira todo aquello que está por encima de
su razón, y, particularmente, la trascendencia divina. Esto es
tan manifiestamente de nuestro tiempo, tan característico de él,
que casi nadie se da cuenta de ello; al igual que al aire que res­
piramos no le damos importancia, así
el olvido y la negación de
Dios impregna de tal suerte los comportamientos de nuestros
contemporáneos. Estas actitudes han llegado hasta a infiltrarse en
el acto fundamental por el que el hombre se distingue de todos
los animales, y en la religión misma. Tras dos o tres siglos de
esta actitud, vemos surgir religiones «sin Dios», religiones secu­
lares, dedicadas a la exaltación de entidades profanas, tales como
el Pueblo, la Raza, la Clase, el Proletariado, la Humanidad, etc.
El fenómeno no precisa demostración, ya que se manifiesta con
evidencia ante nuestros ojos con una virulencia monótona que
va sumergiendo los últimos islotes de resistencia a su furor.
(*) El estudio que sigue, de nuestro admirado amigo el profesor Mar­
ceI de Corte, es el texto de una conferencia pronunciada en 1968 y· publi­
cada en su idioma original en
Itineraires. El hecho de que su. relectura,
catorce años después,

muestre
gue ha

resultado
proféticat nos
mueve a
pu­blicarla, con expresa autorización del autor, a quien cordialmente rendimos
homenaje de admiración
y agradecimiento,
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Fundaci\363n Speiro

MARCEL DE CORTE
Ha terminado por penetrar en el cristianismo núsmo, cuyo
núcleo más duro, el catolicismo, se ablanda e impregna. Después
del último decenio, los desbordamientos de esta locura en la religión católica, no se pueden ya contar. Con las formas más
diversas, con una arbitrariedad que ya no se esconde y que los
medios planetarios de comunicación social multiplican al infini­
to, una religión católica nueva se predica al hombre, religión
que va precisamente dirigida contra Dios. Este diagnóstico de la presencia del ateísmo en el seno mis­
mo del cristianismo no tiene nada de paradójico; el Papa Pa­ blo VI dijo: « Vivimos en tiempos de contestaciones, y es la
más radical la de la
fe en la existencia de Dios». A los adeptos
d~ las

religiones temporales se añaden hoy los predicadores de
un cristianismo nuevo, «el de los teólogos de la muerte de Dios», cuyas ideas se propagan en
el mundo católico. Estas ideas, pro­
seguía Pablo VI, sumergen como olas pavorosas la
fe de nume­
rosos hombres ... , con nuevas y extranjeras palabras se denomiM
nan hoy: secularización, desmitificación, desacralización, contes­
tación global, y, finalmente, ateísmo o anti teísmo.
Si consideramos la boga extraordinaria de estos y parecidos
vocablos en círculos cada vez más amplios del catolicismo con­ temporáneo, y basta en el mismo seno de los seminarios, donde
su edulcoramiento sólo produce mayores y más profundas devas­
taciones; si Observamos cómo se propagan por todos los medios
eclesiásticos llamados progresistas, con mentalidad posconciliar, ni por un instante puede dudarse que
el catolicismo está en tran­
ce de virar, finalmente, como dice el Papa, hacia el ateísmo o al
anti teísmo. Esta «mutuación» será de toda evidencia mortal, como toda
mutuación
biológlca, como

lo prueba el ternero con dos cabezas,
o el cordero con cinco patas. Esta subversión dentro del catoli­
cismo es tal que, por primera vez después del Concilio de Nicea donde el arrianismo vencedor universal fue contenido, un Papa
ha debido recordar a los fieles el conjunto de los artículos
fundamentales de la
fe católica. Por lo cual tuvo que sufrir las
críticas

sardónicas
de ciertos teólogos y sacerdoies progresistas,
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EL HOMBRE DE DIOS CONTRA DIOS
que, según las palabras duras y exactas dd Padre Daniélou, son
estrictos asesinos de la fe, Hubo también de aguantar igualmente
d silencio

cómplice de buen número de obispos, avergonzados
de profesar un Credo tan poco conforme con
d espíriru

de nues­
tro tiempo.
No es inaudito constatar que ni uno solo de los artículos de
esta profesión de
fe pontificia deje de sufrir d asalto de lo que
es rigurosamente necesario llamar «jacobinismo clerical», y
que
su

negación total haya ganado progresivamente, después de
la
muy discutida resurrección de los muertos y la vida perdurable,
convertida en un Reino de Dios puramente terrestre, a la cima
misma de nuestra creencia:
Credo in unum Deum, Patrem om­
nipotentem.
¿No ha sido acaso relegada al rango de represen­
taciones «neolíticas» por Teilhard y sus acólitos?
He aquí dónde nos encontramos:
d hombre

de Dios, se le­
vanta contra Dios. Con una ingenua credulidad que, a la vez,
nos avergüenza y nos honra, suponíamos inconcebible que pu­
diera haber clérigos que no creyeran en Dios. Pero si hubiéramos
abierto los ojos, habríamos visto que esto es lo normal, como siempre lo ha sido;
d Evangelio

da testimonio en
el caso de
Judas; en la Historia de la Iglesia no faltan tampoco abundantes
ejemplos. Al contrario.
* * *
Péguy lo señala con fuerza a principios de. siglo: Algunos
curas no creerán en nada, cosa que irá aumentando con el tiempo;
hoy es lo corriente en la inmensa mayoría. Uno ignora el nú­
mero de modernistas, quizás unos cinco séprimos, quizás más.
Dicen ellos que es la «desgracia de los tiempos acruales»; puro
convencionalismo y muy cómodo por cierto; cómodo para dis­
frazarse
la pereza, para sustraerse al servicio dd prójimo, quizás
para engañarse a sí mismos y no ver su espantosa responsabili­
dad ... , no hay tiempos desgraciados o desventurados, hay clé­
rigos desgraciados. Todos los riempos pertenecen a Dios, todos
los clérigos desgraciadamente no le pertenecen; uno se espanta
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MARCEL DE CORTE
de las enormes responsabilidades que les serán pedidas; serán los
únicos que cargarán con responsabilidades extremas, esto es lo que. ellos no quieren ver ...
; mas

esto ya no es un secreto para
nadie y en la enseñanza misma no lo pueden ocultar, si no es, quizás, en la enseñanza de los seminarios; mas es claro que esta
descristianización
ha venido del clero. Toda la podredumbre del
tronco, toda la descomposición de la ciudad espititual, ciertamen­
te que no viene de los seglares: viene exclusivamente de los clé­
rigos. Ellos quieren hacer progresar el cristianismo, que el cris­
tianismo progrese, mas que desconfíen de tales progresos, pues
puede costarles caro: les costará indudablemente. El cristianismo
no es en modo alguno una religión de progresos, ni ( quizás me­
nos todavía) del progreso; es la religión de la salvación.
Lo que Péguy decía del modernismo, que había perturbado
profundamente en su tiempo la
fe de los clérigos, podemos decir­
lo hoy con toda razón de este neo-modernismo que hace estragos en la Iglesia contemporánea y que el Papa
ha llamado con rigor
modernismus redivivus. Sus devastaciones no se extienden a la
mayoría de los seglares más que por mediación de los clérigos
que difunden su poder destructivo en todos los dominios de la religión: dogma, liturgia, apostolado, incluso en la articulación
de lo espiritual y lo temporal. No nos sorprenda esta vesania en los clérigos. La función
sacerdotal, por ser la más alta que existe, se ve perpetuamente
amenazada de perder su equilibrio. El abismo flanquea siempre
a la
cima, y el riesgo de caída acompaña en todo momento a la
ascensión. No ha de olvidarse nunca que el sacerdote está ten­
tado sin tregua por el ansia de poder a causa de la elevada
posición que ocupa. Jesucristo Nuestro Señor, él mismo, el
sacerdote por excelencia, quiso sufrir esta prueba terrible: el An­
gel de las Tinieblas le conduce
in montem excelsum valde desde
donde pudo contemplar todos los reinos de la tierra cuyo esplen­
dor se le ofrecía:
Haec omnia tibi dabo, si CADENS adoraveris
me. Conocemos la respuesta de nuestro Salvador: Vade, Satane,
scriptum est enim: Dominum Deum tuum adorabis, et illi soli
servies.
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. EL HOMBRE DE DIOS CONTRA DIOS
En una época en que vemos a los clérigos elaborar las teolo­
gías más aberrantes, desde la teología
.de un
mundo promovido
a la

apoteosis por gracia
de. la
evolución
y de la socialización
hasta

las teologías de la violencia, de la revolución
y del sexo,
rechazando deliberadamente

la única teología que existe: el dis­
curso sobre

Dios tal cual El se
ha revelado y en el que la Igle­
sia define

las normas
-en esta época de oprobio y de núseria
en que estamos-, resulta convenientísimo recordar a quienes
tienen encomendado el cuidado de nuestra salvación que sólo
existe un medio de afrontar la tentación de poder: creer en
Dios, adorarle, es decir, someter radicalmente su ser al Ser tras­
cendente,
y servir sólo a El, i/li solí, en una santa y completa
hunúldad.
Por ello mismo, es ahí donde está la negación; la gran nega­
ción del mundo moderno, cuyas consecuencias no se agotarán
más que en el fuego y la sangre y el horror del «fin».
Si se quiere definir al mundo moderno en relación con los
que le han precedido, se descubre que su característica se resume
en el hecho de que el hombre rechaza ya el someter su pensa­
miento y su voluntad a las exigencias de
lo real y por consecuen­
cia al Principio de lo real y a Dios.
Cabe
interpretar de
mil modos los tres grandes fenómenos
,que inauguran la época moderna: el Renacimiento, la Reforma
y la Revolución, pero todos conducen a una sola y única dife­
rencia: el subietivismo. Kant no hizo sino consagrar esta sub­
versión radical del espíritu humano al denominarla «revolución
<:apernicana». La

inteligencia no ha de conformarse ya a la rea­
lidad de los seres
y las cosas que pueblan el universo: corres­
ponderá a la realidad de los seres y de las cosas el acoplarse a
las formas que la inteligencia imprime en ella para hacerla in­ teligible. No es ya el objeto
lo que hace concordar a las inteli­
gencias en la recepción de una
núsma realidad
independiente de
ellas: será la inteligencia quien, presente en cada sujeto pensan­
te, proyecte en el mundo exterior sus exigencias racionales y se
--reconozca idéntica a sí misma en cada objeto que -ella misma
estructura
y construye.
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MARCEL DE CORTE
Así, el hombre se convierte, según la fórmula de Protágoras,
en
la medida de todas las cosas porque trata de introducir en
todo su racionalidad y porque expulsa de ello cuanto no con­
cuerda con su designio. Resulta de esto que todo
lo que no es asequible a la razón
así definida no existirá a sus ojos. Dios no es un ser cuya exis­
tencia pueda descubrir la inteligencia en su tentativa de conocer
el universo
y de conooerse así mismo. Caeli NON enarrant glo­
riam Dei. «No he encontrado a Dios en los espacios siderales»,
declaró con satisfacción no disimulada Gagarin, el astronauta
soviético que giró por vez primera en tomo a la tierra.
¿Qué
sabios, qué filósofos o teólogos salen de su pensamiento para
contemplar la bóveda
cdeste? El noverim me, noverim te de
San Agustín no es, de modo semejante, más que una ilusión:
el sujeto humano, replegándose sobre sí,
sólo encuentra la propia
imagen que él mismo introduce en
los seres y en las cosas. Dios
sólo podrá ser así la imagen del hombre quiméricamente agrandada.
Es así cómo el hombre moderno, al erigirse en centro del
mundo
y al subordinar todas las cosas a su subjetividad, incurre,
del modo
más fulminante,

en el juicio que a San Pablo merecía
el hombre pagano de su época: «En electo, la cólera de Dios
estalla desde el cielo contra toda impiedad
y toda injusticia de
los hombres que, por su culpa, retienen cautiva a la verdad. Porque lo que puede conocerse de Dios está manifiesto entre
ellos (
quia quod notum est Dei, manifestum est in illis). Dios
se lo ha manifestado (Deus enim illis manifestavit). En electo,
sus perfecciones invisibles, su eterno poder
y su divinidad es­
tán, desde
la creación del mundo, visibles a la inteligencia a tra­
vés de sus obras
(per ea quae /acta sunt intellecta conspiciuntur).
No tienen excusa (ita ut sint inexcusabiles), puesto que, ha­
biendo conocido a Dios, no lo han glorificado ni le
han dado·
gracias; antes bien, se
han envanecido de sus pensamientos (sed
evanuerunt in cogitatibus suis)
y su corazón sin inteligencia se
ha envuelto en tinieblas (
et obscuratum est insipiens cor eorum).
Presumiendo de sabios se han convertido en locos, y han tro­
cado la majestad de Dios incorruptible por imágenes que repre-
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EL HOMBRE DE DIOS CONTRA mos
sentan al hombre corruptible, a pájaros, a cuadrúpedos y a rep­
tiles»
(Ad Rom., 1,18-23 ).
El proceso que San Pablo nós describe y que lleva al hom­
bre a separarse de Dios se ha agravado hoy considerablemente.
El hombre pagano cuya razón natural
paralizada no

conocía ya
la realidad ni, en ella, a Dios manifestándose, extraía incons­ cientemente de su subjetividad representaciones de lo divino a
las que tributaba un culto idolátrico. Pero el hombre moderno rechaza deliberadamente por un acto positivo de su inteligencia y
de su

voluntad
el someter su razón a la realidad y a cuanto no
proceda de ella misma. Ni siquiera puede extraer de su sub­
jetividad representaciones antropomórficas de su ser, dioses de
carne y hueso que se le parezcan o que se asemejen a realida­
des del mundo exterior: a las fuentes, a los árboles, a los ani­
males ... El único ser al que su instinto religioso -que, sin em­ bargo, no cesa de actuar- puede llevarle, es él mismo
y él solo,
ipse solus. Por efecto de la orientación que él mismo se ha dado,
el hombre moderno se ve determinado a sustituir a Dios por su
propio
YO.
Tal es EL PRINCIPIO DEL ORDEN NUEVO: no hay más dios
que el hombre; el hombre es el único ser digno de la adoración
del hombre.
En tanto que el hombre pagano fabricaba ingenuamente ído­
los que creía, en su simplicidad, formalmente distintos de él, el
hombre moderno no posee ótro Dios que sí mismo. Entre
él y
su ídolo no existe
ya distancia.

El es Narciso contemplando, mag­
nificando y acariciando su propia imagen en el espejo de sus
obras.
· Mediante

una toma de conciencia cada vez más radical
de su poder creador,
el hombre moderno se deifica. Desde el
discurso de Pico de la Mirandola sobre la dignidad del hombre
situado en el centro del inundo y creador de su mansión terre­
nal según las reglas que se da a sí mismo, hasta
la declaración de
Marx, que reconoce en la conciencia humana «la más alta divi­
nidad» y afirma que «el hombre es para el hombre el ser su­
premo» que se forja a sí mismo transformando
el mundo, el pro­
ceso ha sido ininterrumpido.
Es siémpre el hombre separándose
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MARCEL DE CORTE
de Dios y volviéndose hacia sí mismo. Es siempre el hombre que,
en vez
de gravitar en torno a Dios, -se mueve, según otra fór­
mula de Marx, «alrededor de sí mismo como en torno a su ver­
dadero sol». No hubiera podido suceder de otra manera. Desde que
el
hombre

abandona
el camino austero del realismo y de la obje­
tividad que conduce a Dios, nada tendrá ante sí más que a
él
mismo: el puro sujeto que quiere ser, el yo que se erige en fin
supremo de todos sus actos, el yo que será necesario divinizar.
La lógica del tentador es implacable: si os volvéis sobre vosotros
mismos, si os dirigís una mirada nocturna de complacencia, se­
réis como dioses, eritis sicut dei. El yo es el único ídolo con que
el hombre puede sustituir a Dios. Los demás no son sino exte­
riorizaciones del yo proteiforme bajo las que el yo se encubre.
Se necesita, ciertamente, una fuerza de carácter poco común
para que el yo pretenda proclamarse Dios. Nietzsche hizo la te­
rrible experiencia. Nadie puede declararse Dios sin naufragar en
la locura. El absoluto que se introduce en lo relativo hace esta­
llar a éste como un embutido. Por ello
el yo
se vale de un sub­
terfugio que ya Platón denunció: el
yo se embosca detrás del
nosotros, el hombre detrás de este «inmenso animal» que es el
mundo, el individuo detrás de
la colectividad, el agitador de­
trás de la masa cuyo comportamiento maneja. No creamos que esta manipulación del
nosotros por el yo
sea· una anomalía ocasionalmente visible en los regímenes tota­
litarios bajo la jefatura de un Stalin, de un Hitler o de un Musso­
lini. El fenómeno se está hoy extendiendo al mundo entero en
la medida en que el arraigo del hombre en las comunidades na­
turales del nacimiento y de la vocación se va deshaciendo, y
abandonando al hombre en soledad frente a otros humanos en­
tregados al mismo designio y cuya unificación no puede ya obte­
nerse más que
por el artificio.
* * *
No se comprenderá nada del mundo llamado moderno mien­
tras no se compruebe que
el Antiguo Régimen, fundado sobre
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EL HOMBRE DE DIOS CONTRA DIOS
comunidades naturales como la familia, la profesión, la región,
etcétera, mundo que el estallido de la Revolución francesa des­ truyó, no ha
sido reemplazado por

ningún otro. Desde hace cer­
ca de trescientos años, el hombre occidental no vive en sociedad,
sino en la disociaci6n. Y ha propagado su enfermedad sobre
la
tierra habitada.
* * *
Los restos, todavía compactos a pesar de la terrible prueba,
de las comunidades naturales que subsisten aún como oasis de
fertilidad en el desierto social, nos han ocultado durante mucho
tiempo
la magnitud del desastre. Hoy están ya en camino de
completa desaparición. La comunidad natural más vigorosa,
la
familia,
se desmorona por doquier bajo los golpes hoy concer­
tados de la ley, del erorismo
y de la «píldora».
El juicio de Tocqueville: «La Revolución francesa recomien­
za, y es siempre
la misma», permanece en su verdad. Estamos
de lleno en
la Revolución permanente que propugnaba Trotski.
Este principio de disolución social no ha agotado todavía sus
consecuencias. De guerra en guerra, de revolución en revolución,
extiende sus destrucciones y las impulsa hasta el extremo o ápice
de la
raíz terrestre
-¡y de
la raíz celeste!- del hombre. Llega la
época, si no es ya llegada, de lo que V aléry llamaba
«la multi­
plicación de los solitarios». Pero el hombre no puede
vivir sin

sociedad. Sería para él
la muerte física, moral, intelectual, ontológica. Por ello se pre­
cipita, para sobrevivir, en comunidades artificiales, construidas
de grandes dosis de sueños, de utopías, de espejismos, de pala­
bras, de saliva, de tinta, en fin, de los medios innumerables de
los ilusionistas para engañar a las masas y pasarles el oropel por
el oro. Las técnicas de propaganda bajo todas sus formas han
alcanzado en este aspecto una cota inaudita de perfección. Nues­ tros contemporáneos están persuadidos de que
la «reforma de
las estructuras», como dicen en su jerga, les hará entrar en un
nuevo Paraíso terrenal. Nunca la fórmula de Tácito, eum in
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MARCEL DE CORTE
servitutem, ha sido más verdadera. El esclavo llega así no sólo a
querer .su esclavitud, sino a abrazar con entusiasmo otra aún más
pesada. El Estado moderno, este Leviatán de que hablaba Pío XII,
inmensa
y prodigiosa máquina, es el resultado de este proceso.
El Estado moderno, a diferencia del Estado de tipo antiguo que
coronaba la aspiración a la nnidad de las diversas comunidades naturales reunidas por la historia, es un Estado sin sociedad sub­
yacente que engloba sus resortes en una especie de molde gigan­
tesco que integra una red de leyes y de reglamentaciones cada
vez más estrechas y que no dejan escapar a su mecanismo nada
de la vida humana, desde la cuna hasta la sepultura.
Se concibe que el poder inaudito y virtualmente ilimitado
de! Estado moderno, a cuya expansión no oponen ya resistencia
ni las comunidades naturales ni los individuos, suscite fantás­ ticas codicias. Toda la historia del mundo, desde la Revolución
francesa, es una lucha sin cuartel por la posesión de este poder desmesurado, en comparación al cual los poderes más absolutistas
del pasado nos patecen liberales. Baste comparar los poderes de
un Luis XIV, física y moralmente limitados, con los de la ma­
yoría de los Estados contemporáneos.. . El poder del Estado mo­
derno -se olvida a
menud0;--alcanza

hasta a modelat un hom­
bre nuevo, una nueva sociedad, un universo que surgirá de su
volnntad como la creación de las manos del Creador. Es la pro­
mesa que hace a los hombres el comunismo, donde alcanza la cumbre de su poderío. El Estado será, en adelante, el Demiurgo
del
Timeo y de las más viejas cosmogonías que modela el mundo
a su gusto. Péguy preveía:
El dinero, convertido en dueño en el
lugar de Dios.
Diríamos ahora: El Estado, hecho dueño en lugar
de Dios,
cuya ubicua presencia percibimos ya hoy. Quien posea
la sala de máquinas del Estado y sus palancas tan perfecciona­
das -que penetran hasta sustituir a las decisiones humanas, posee
un poder absoluto. Las comunidades naturales contenían antaño
la expansión del poder. Nada de esto existe ya: el ciudadano, re­
ducido a su subjetividad, rotos los lazos que le unían a realida-
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EL HOMBRE DE DIOS CONTRA DIOS
des sólidas y resistentes del universo y de la sociedad, es el ser
más débil, más maleable que pueda imaginarse.
La experiencia lo manifiesta. Basta con persuadir al hombre
de que se aliena en todo lo que no es
él mismo para hacerse su
dueño. Marx,
Lenin, Stalin, Mao y tantos más son en esto vir­
tuosos. Despojan radicalmente al ser humano de
cuanto tiene
y
de cuanto es. Aniquilan todo aquello que serviría de apoyo al
hombre para oponerse a su acción. Mao ha comprendido, con la agudeza de su genio, que el hombre ha de ser reducido a
la nada
para ser disponible. Es lo que
él ha llamado la ravolución cul­
tural. Cincuenta millones de niños y de adolescentes han sido
lanzados al asalto de cuanto recuerde de alguna manera
la civi­
lización china. Esta masa enorme destruye todo a su paso. Sólo
queda ante ella la omnipotencia de aquel que la dirige y la en­
cierra en
la trampa del Estado totalitario.
El hombre pasa así de la desorganización total a la completa
organización. Renuncia absolutamente a todo acto de inteligen­
cia y de voluntad. Se adhiere por completo a la inteligencia y la
voluntad de Mao. Se convierte en una materia infinitamente obe­
diente entre las manos del dueño que se ha dado. Es
la in­
versión monstruosa y la caricatura diabólica de la experiencia
mística cristiana en la que el desposeerse por completo de sí
mismo, bajo el fuego de la gracia divina, coincide con la presen­
cia total de Dios en el alma. César ha reemplazado a Dios. No es exagerado suponer que los tumultos que estallan por
doquier en el mundo y que lanzan impetuosamente contra los
últimos restos de orden social a masas cuya INMADUREZ CONS­
TITUTIVA --como los estudiantes-- o HISTÓRICA, como los hom­
bres de color,
naufraga en una crisis de adolescencia que peligra
de perpetuarse indefinidamente,
son el preludio de una situación
general, planetaria. Llegamos así a un punto de decadencia de
las fuerzas vitales que sostieneii una civilización cuyo carácter
mortal describió Tito Livio con una fórmula trágica: «no pode­
mos ya soportar ni nuestros males, ni sus remedios». A pesar
de treguas posteriores, era, proféticamente, la condena del Im­
perio. Es nuestro caso.
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MARCEL DE CORTE
Con dos diferencias, sin embaxgo, que no deben desdeñarse:
ante todo, que la presión que ejercieron los
bárbaxos sobre el
mundo

romano, debilitado por sus disensiones internas, se ejer­
da más

bien
horizontalmente, de fuera adentro, en tanto que
nosotros asistimos a una invasión vertical, de los bárbaros surgi­
dos de la descomposición de nuestra disociedad, de modo tal que,
según el profundo juicio de Péguy, «esa podredumbre romana
estaba llena de gérmenes, y no existían las amenazas de esteri­
lidad que
la nuestra contiene hoy». Por doquier el nihilismo so­
cial insinúa la disgregación de las últimas defensas naturales del
ser humano. Pero la naturaleza tiene horror al vado, más aún en
el orden
social que en el físico. Puesto que el subjetivismo del hombre
moderno le impide obrar libremente en un cuerpo social orga­ nizado dentro de comunidades naturales,
al modo como nuestros
órganos funcionan libremente en nuestro cuerpo físico si está sano y bien constituido, la consecuencia brota implacable, ineluc­
table: el hombre moderno se transformará en pieza de la enor­
me máquina seudo-social que su misma debilidad edifica, y lle­
gaxá a

ser presa fácil de voluntades de poderío excitadas por este
fantástico poder que las solicita. El hombre moderno se
muda
en un pelele, cuyos mecanismos manejan a su gusto los príncipes
de este mundo bajo el impulso de su Corifeo. Tal es en reali­ dad la
MUTACIÓN, la única y letal mutación en la que el hombre
de hoy se sumerge a nuestros ojos, destilando de todas sus debi­
lidades el enorme poder del Estado moderno que le integra poco a poco en «un perfecto y definitivo hormiguero».
La más rudimentaxia observación de este prodigioso fenó­
meno revela que no se perpetúa sino con la ayuda de las dosis
masivas de subjetivismo que las «voluntades de poder» en el
poder
-o las que le son rivaleS'-inoculan sin cesar a nuestros
contemporáneos. En la medida en que éstos se vean incitados a
manifestar las innumerables exigencias subjetivas que les desazo­
nan, una vez desarraigados de lo real, se agotarán en esta em­
presa sin fin y caerán bajo las voluntades de poder que anhelan
dominar
el mundo. El ejemplo clásico y siempre desconocido es
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el de la desdicha que sufrimos; cuanto más exigimos la libertad
--o, en términos marxistas, más queremos abolir nuestras «alie­
naciones»-- tanto más nos hundimos en la licenciosidad, cuyo efecto es debilitarnos y entregarnos de pies y manos a los trafi­
cantes de ilusiones que aspiran a someternos y dirigirnos según su arbitrio. Se lleva a los hombres por la imaginación, escribía
Napoleón, como cogidos por la nariz. Todos los conquistadores contemporáneos del poder en el estado de disociación en que nos
encontramos utilizan esta simple fórmula: atizar sin pausa las exigencias subjetivas de los hombres, siempre informes, puesto
que por definición carecen de objeto; inventar fórmulas de en­
cauzamiento de esa subjetividad que superen las de sus compe­
tidores; llegar, incluso, a fuerza de astucia y propaganda, a en­
gendrar en los hombres aspiraciones imaginarias, totalmente ar­ tificiales. En otras palabras, llevar la subjetividad humaoa a su
más alto exponente y afirmar cínicamente que en ella reside el
hombre auténtico, cuya realidad importa descubrir más allá de todas las alienaciones de que la sociedad
y sus tabúes le han cu­
bierto; he ahí el medio más sencillo de que se valen todas las
voluntades de poderío para conquistar y maotener su poder. El
comunismo es maestro en esta técnica. La maneja descaradamen­
te ante las aclamaciones aterradas del universo. El asunto del
Vietnam y
el de Checoeslovaquia son prueba de ello; las sub­
jetividades demenciales de los hombres de hoy, particularmente de los «intelectuales», aprueban tácita o abiertamente la postura
comunista en la materia, sin cuidarse en absoluto por la realidad humana que pisotea, ni por la objetividad
histórica que

viola.
* * *
Es preciso situarse en este punto de vista para entender la
crisis que atraviesa hoy la Iglesia. Se la acusa de ordinario de constituir un
ghetto en la socie­
dad moderna y de no mantener ninguna relación viva con
el
hombre contemporáneó. El clérigo está «separado de las masas»,
se añade. El mensaje evangélico del que es depositario y que
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MARCEL DE CORTE
debe expander 1¡0 encuentra ya audiencia. Es urgente que la
Iglesia sacuda su sopor, rompa los lazos que anudó con un
An­
tiguo Régimen y un «constantinismo» felizmente hundidos, haga
su revolución y se adapte a las «exigencias del hombre moder­
no». Renovarse o morir: tal el inevitable dilema. El concilio ha
abierto camino.
La Iglesia está desde ese momento «en estado
de concilio» permanente. Se trata, para ello, de prolongar la
«apertqra al mundo» hasta su consecuencia lógica: insertarse a
título de elemento motor o de energía animadora en la «nueva
sociedad en génesis».
He aquí la eterna cantinela de los clérigos, cada vez más nu­
merosos, cuyo clamor, orquestado por una sólida técnica de pu­
blicidad a través de órganos de prensa e información que forman
una jerarquía paralela en la Iglesia,
paralizan, condicionan

e
in­
cluso suplantan a la verdadera Jerarquía, expandiéndose a la vez
en las masas cristianas a las .que hacen derivar en la rutina hacia
una herejía que no osa declarar su nombre. La desgracia es que
esta sumisión incondicional del hombre
de Dios a las exigencias del hombre contemporáneo
equivale a
un renegar y, en ciertos casos-límite, a una apostasía.
Obedecer a las exigencias del hombre contemporáneo es, en
realidad, abrazar el subjetivismo que caracteriza su mismo na­
cimiento y
dar la espalda a la enseñanza constante del Evange­
lio, de
la Tradición y de la Iglesia, fundada sobre la creencia en
la verdad
ohietiva de la Revelación a la que nuestra inteligencia
se somete:
in captivitatem redigentes omnem intellectum in ob­
sequium Christi,
como escribe admirablemente San Pablo a los
corintios. Sabemos que «la fe es, ante todo, el SI de nuestra in­
teligencia, de nuestra voluntad, de nuestra personalidad toda, a
cuanto Dios nos ha revelado. Al igual que no existe una reve­
lación sin un
ob¡eto que se revela, ni una enseñanza sin algo que
se enseña, tampoco hay fe sin algo que se cree», comenta va­
lerosamente -porque es menester valor para afirmar esta ver­
dad tan simple- el Obispo de Friburgo de Brisgovia. El con;
tenido

del acto de fe no depende en absoluto de nuestras dispo­
siciones subietivas, de
nuestro estado

de ánimo, de nuestras rei-
528
Fundaci\363n Speiro

EL HOMBRE DE DIOS CONTRA DIOS
vindicaciones, ni de los caprichos de tiempo y lugar, .ni de la
llamada «estructura mental del hombre contemporáneo». «Toda verdad auténtica -añade Mons.
Schaüfele---es

válida siempre
y en todo lugar, para todos los hombres y épocas. La verdad eleva
al hombre por encima de la temporalidad
y le hace participe de
Dios, que es la verdad inmutable y la eterna fidelidad. Cristo no es una
vez sí,

otra no. Es el gran SI».
Si no se abraza sólida, indefectiblemente, el eje esencial de
nuestra fe,

se desciende fatalmente al abismo que va del
subje­
tivismo

a su término necesario: la negación de Dios, pasando por
todos los puntos intermedios de la caída.
* * *
Resultaría imposible enumerar aquí --menos aún analizar-­
todas las fases de esta caída gigantesca. Nos atendremos a las
principales. La primera es, sin duda -y también
la más inadvertida-,
el prurito de la acción que desazona a buen número de clérigos
actuales y les excita a abrazar, a veces con frenesí, las opiniones
más revolucionarias o las más trágicas payasadas. La confusión
de Cristo con la causa de los pueblos oprimidos, o, más gene­
ralmente,

con «el movimiento de
la Historia», inspira hoy la
mayor parte de las homilías de los «nuevos curas».
Nada se comprenderá de estas _extrañas declamaciones mien­
tras no se capte su origen. No es preciso buscar tres pies al gato
para descubrirlo. Cuando el sacerdote se abandona al subjetivis­
mo que caracteriza a la disociedad moderna le resulta imposible adherirse plenamente a la objetividad de un
dato revelado y de
discernir los caminos diversos en que se interna su acción apostó­
lica. Quizá pueda hacerlo de un modo mecánico y formal, pero antes o después, no estando regulada desde arriba por el objeto
mismo de su creencia, carecerá de otra regla que su propia vo­
luntad. Sólo en casos raros, tal como el que describió Bernanos en
La Impostura, desembocará conscientemente en la pérdida total
529
Fundaci\363n Speiro

MARCEL DE CORTE
de la fe y en el ateísmo .. Por lo común, invertirá el movimiento
normal que va de las verdades de la
fe a la acción que compro­
mete a ponerlas en práctica, y no retendrá de ellas más que lo que se adapte a las necesidades de la acción. Es la propia acción
lo que determinará la creencia. Dado que la acción se ve siempre
ligada al espacio
y al tiempo, al hic et nunc, y que, por otra par­
te,
varía según las circunstancias y a quienes se dirige, la verdad
que ella comporte se habrá de conformar a esos caracteres: depen­
derá del espacio, del tiempo, de las circunstancias; cambiará con
ellos; se verá arrastrada por el devenir de la acción; se relati­
vizará. ¿No es acaso cierto que
el aggiornamento «postconciliar» bro­
ta generalmente de esa primacía incondicional
de la acción que
cae bajo la condena del decreto
Lamentabüi? A principios de si­
glo, San Pío X censuraba con energía las siguientes proposiones
que hoy están comúnmente extendidas:
Proposición 26: «Los
dogmas
de la fe deben sostenerse únicamente según su sentido
práctico, es decir, como una norma que dirige la acción y no como
una regla de creencia»; proposici6n 58: «La verdad no es más
inmutable que el hombre mismo, porque evoluciona con él, en él y por él»;
pro posici6n 59: «Cristo no ha enseñado un cuerpo
de doctrina aplicable a todos los tiempos y a todos los hombres,
sino que ha inspirado más bien un movimiento religioso que
puede y debe ser adaptado a los diversos tiempos y lugares».
Los ejemplos de esta acomodación de la fe «al gusto del día»
no faltan, ciertamente, Basta abrir el periódico, hojear una re­
vista, leer un libro, abrir ojos
y oídos a las palabras y a las imá­
genes que nos transmiten el rostro de la Iglesia actual para dar­
se cuenta de que la capitulación ante las exigencias subjetivas del
mundo se
ha convertido en norma para la mayoría de los cléri­
gos que detentan la dirección de los medios de comunicación. Clérigos que poseen,
ppr ello

mismo, la audiencia de los fieles,
dóciles a su ruinoso empeño, si no al de
la propia jerarquía.
Existen pocas excepciones. Desde el instante en que un
cléri­
go emplea una de las técnicas modernas de condicionamiento de
masas se puede estar cierto de que le
asaltad la
tentación de
530
Fundaci\363n Speiro

EL HOMBRE DE DIOS CONTRA DIOS
sacrificar la verdad de la fe a la eficacia de sn acción y de aderuar
aqnélla

a los imperativos de ésta.
El motivo alegado es siempre
el mismo: el hombre moderno
es
incapaz de

comprender los términos en los que la
fe se for­
mula todavía. Es preciso, pues, introducir la
fe en un lenguaje
accesible a nuestros contemporáneo~.
Digámoslo francamente: no cabe una necedad de mayor mo­
numentalidad:
el lenguaje de nuestros contemporáneos está im­
pregnado del mismo subjetivismo que los demás aspectos de su
«civilización», y verter la sustancia objetiva del dogma en
el
molde de un lenguaje por completo subjetivista no es sólo tra­
zar un
círrulo cuadrado
sino edificar una Babel teológica aboca­
da, como aquella
ruya vanidosa

presunción amplifica, a la ruina
total. Basta con leer periódicos de distintas t.endencias para darse
cuenta de que las palabras que emplean, bajo una identidad for­
mal, poseen sentidos diferentes, incluso heterogéneos o
antagó­
nicos.

Si esta prueba no le basta, yo aconsejo al escéptico que
participe en un congreso de filósofos o de teólogos contemporá­
neos.
Que existe en la formulación de una realidad cualquiera un
punto de perfección y de madurez como sucede en todos los setes
de la naturaleza, es una evidencia que suelen desconocer los que
respiran en
el subjetivismo. Hay, en último término, una sola
fórmula que conviene, tras toda clase de ensayos
y vacilaciones,
a esta o aquella realidad: la formulación que esta realidad exige.
Hay, en cambio,
mil otras, tan incoherentes e incontrolables unas
como otras, para traducir la inconsistencia de un pensamiento
replegado sobre si mismo y enrevesado.
Se comprenderá así por qué la pastoral postconciliar está ela­
borando, para nuestro asombro, teologías justificadoras de sus
demencialidades, que son otras tantas herejías. Como en Víctor
Hugo -excepto en su genialidad, por supuesto-- que procla­ maba:
Yo he puesto un gorro frigio al viejo diccionario,
el «nuevo cura», cuya acción no está ya dirigida por el objetivo
531
Fundaci\363n Speiro

MARCEL DE CORTE
de la inmutable Verdad, extenúa la significación sobrenatural
dd lenguaje
evangélico, lo endurece a su modo y hace de
él un
instrumento de la revolución mundial. Basta reflexionar un ins­
tante para convencerse de ello. El Evangelio, en efecto, se
refiere a

realidades sobrenatura­
les ante las que
d espíritu

debe inclinarse, las principales
de las
cuales son Cristo, salvador de los hombres, y la Iglesia que El
fundó para continuar la obra de su Redención. Si
d espíritu,
hechizado

por los prestigios
dd subjetivismo

moderno, lo re­
chaza, Cristo y la Iglesia no dejan de
existit en él, pero de rea­
les que son se convierten en imaginarios:
d espíritu
les ha qui­
tado de
raíz su

realidad, y, en
d extremo,

los ha transformado
en un hombre y una humanidad divinos. Esta fue la concepción
de Renan. Fue, asimismo, la de Loisy y
d modernismo.

Es
la
que triunfa en d cristianismo contemporáneo hasta d fondo de
su lógica demencial:
d hombre
divino es
«d hombre
nuevo»
dd
que está preñado el marxismo. «El «nuevo cura» es su media­
dor. No es ya d hombre de Dios. Es d hombre dd hombre y de
la humanidad. A este
titulo debe
despojarse de cuanto le hacia
el hombre de Dios, no sólo de sus hábitos eclesiásticos, sino
de
su mentalidad de clérigo, y convertirse en «un hombre como los
demás», consciente de la «mutación» que se produce en la hu­
manidad
y contribuyendo a dla con todas sus fuerzas como «le­
vadura en la
masa».
Una

vez lanzado por esta pendiente ya no se detendrá: será
la «secularización», la «desmitificación», la «desacralización», la
«contestación global» y, finalmente, el ateísmo o el antiteísmo
del que hablaba Pablo VI. Se llega a despojar a la Revdación
de todo su contenido histórico objetivo, a negar los milagros, a
evaporar la Resurrección, a
diluir lo sobrenatural en lo socio­
lógico, a
desleír a

Cristo en una humanidad amorfa y espectral,
a identificar a la Iglesia como punta de lanza de la Revolución
y a edificar las teologías más aberrantes para justificar sus pro­
pias caídas
y disimular sus apostasías.
Al final de la aventura se encuentra frente a una rdigión
nueva en la que Dios ha desaparecido en beneficio del hombre.
532
Fundaci\363n Speiro

EL HOMBRE DE DIOS CONTRA DIOS
No hay, repitámoslo, otra salida para esta empresa única en la
historia de la Iglesia: adoptar el subjetivismo, es decir, conser­
var sofísticamente
--- diabólicamente---- los concep­
tos fundamentales del Evangelio para transformarlos en explosi­
vos que destruyan no sólo las relaciones sobrenaturales del hom­
bre para con Dios recibidas a través de la Iglesia, sino también
las relaciones naturales del hombre con el mundo y con el Prin­ cipio del Universo. Dicho de otro modo, el desenlace de la aven­
tura es el
nihilismo.
Cuando el hombre de Dios llega a no creer en el Dios de la
Revelación ni en las verdades sobrenaturales propuestas por el
Evangelio y por la Iglesia, cuando sustituye estas realidades por
quimeras que su subjetividad ha elaborado con el pretexto de
coindicir con la subjetividad del hombre moderno, desemboca
sin transición en el colectivismo. Incluso pone el seudo-Cristo,
del que se ha forjado una imagen caricaturesca, al servicio de la
subversión. Nada real detendrá ya su donquijotesca cabalgadura
a través de sus lucubraciones mentales. Recusará toda autori­
dad que le llame al orden. Sólo escuchará a «su conciencia», «in­
mortal

y celestial voz».
Sólo se
oirá a sí mismo; la verdad será
su propia obra. Será lo que coincida consigo mismo, con su vida
y su creatividad.
Le será preciso así crear una ·nueva religión qué parasitará
desde
su
interidt a la ·antigua, juzgada «arcaica», «superada» y
acabará por reemplazarla. Cuando el yo se ha encerrado en su
subjetividad, sólo le queda
fingir (digo bien: fingir) salir de ella,
el fabricar desde su base una religión ficticia de la que será due­
ño porque es su obra, y, para parodiar una expresión del Após­
tol, «la efigie de su sustancia».
An:ilogamente, para

simular esta salida fuera de sí, le será
necesario edificar, también desde su cimiento, una sociedad fic­
ticia, cuya realización se referirá siempre al porvenir, y "cuyos
miembros,

sin nunca alienarse, sin perder nada de su
yo, tendrán
sin embargo todo en común. Ello no será solamente, como cabría
pensar, la definición del círculo cuadrado -ya presente en el
Contrato Social de Rousseau-sino también la del comunismo.
533
Fundaci\363n Speiro

MARCEL DE CORTE
El propio Marx lo proclama: «El comunismo es el fin de la
querella entre el individuo y la especie». Es el sistema donde el
yo de cada uno coincide con la humanidad toda enteta.
Queda claro:
a una religión imaginaria corresponde una so­
ciedad imaginaria,
y a la inversa igualmente, como lo prueba
lo poco que se preocupa el comunismo de una divinidad que s6lo
existe en la imaginación de sus fieles y cuyo fantasma se desva­
necerá al analizarlo. A partir de aquí el neomodernismo y el mar­ xismo mantendrán entre sí afinidades indudables y atracciones re­
cíprocas. No creo que exista un solo clérigo progresista en el mundo que rechace coquetear con el marxismo. Olfatea en él un
subjetivismo idéntico al suyo. El ateísmo del sistema no le asus­
t• en

absoluto. Al contrario, ve en él una purificación radical de
las representaciones míticas de la divinidad, así como una etapa
necesaria en el camino de
la religión verdadera desembarazada
de sus tabúes y de sus alienaciones hist6ricas.
He aquí, ante nosotros, de par en par abierto, el abismo en
que nos arroja «la mentalidad postconciliar» y los nuevos cate­
cismos que en ella se inspiran, que van a precipitar en él a las
nuevas generaciones. Baste aquí con evocar el prólogo de uno
de ellos: «La realidad del dogma ha de buscarse, no en el mila­
gro objetivamente registable, sino en la actitud vital del Hombre
que vive esas verdades de fe». Todo lo que el subjetivismo del
hombre moderno halla intolerable porque su afirmación le obli­
garía a negarse a sí mismo
-la virginidad de la Madre de Dios,
los evangelios de la Infancia, la resurrección, la transustancia­
ción- es eliminado de la nueva pedagogía cristiana ...
Otro tanto sucede con la «nueva liturgia». Es una creación
de la subjetividad de los clérigos de hoy. No se trata en ella de
cantar las
magnalia inagotables y trascendentes de Dios, sino de
adaptar el ritual a
la mentalidad del hombre contemporáneo, por
entero fraguada en subjetivismo.
* * *
534
Fundaci\363n Speiro

EL HOMBRE DE DIOS CONTRA DIOS
Precisamente por esto tenemos hoy tantas liturgias como sa­
cerdotes, cada uno interpretando a su modo «las exigencias» de
sus
fieles. Por

ello también hemos perdido la liturgia latina, cu­
yas formulaciones se dirigían siempre a las realidades sobrena­ turales que significaban, y resistían a toda transformación subje­
tivista. Por ello, asimismo, careceremos pronto de otro culto que
no sea en lengua vulgar, cuyo vocabulario ha sufrido en profun­
didad el condicionamiento subjetivista de la cultura moderna.
También, por lo mismo, dejaremos de oír el canto gregoriano cuyo
poderoso realismo hace salir al alma de su reducto subjetivo y
elevarse hacia Dios. Por ello, en
fin, sólo oiremos melopeas que
empachan al alma o músicas que la embrutecen: los fieles se re­
plegarán sobre
sí mismos,

se recogerán en su subjetividad y se
disolverán en
)a masa.
* * *
Este es el motivo por el cual el asalto del progresismo se ejer­
ce sobre este punto preciso de la liturgia con particular insisten­
cia. Un miembro del Consejo de Liturgia lo ha declarado sin ambages: «la liturgia forma el carácter, la mentalidad de los
hombres que se enfrentan con los problemas de la píldora, de
la
bomba y de los pobres ... La reforma litúrgica es, en un sentido
muy profundo,
la llave del aggiornamento. No os engañéis sobre
esto:
es en ella donde comienza la Revolución».
La transformación de la Santa Misa de participación en el
Sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo en < incluso en asamblea pura y simple de fieles y en mitin político-­
religioso, ilustra sorprendentemente esta subversión radical de
la liturgia, no menos que
la paralela y simultánea proliferación
cancerosa de lo que se llama «liturgia de la palabra». Asistimos
así a

una inversión completa de la realidad. Para
una concepción tradicional la presencia de Dios se da antes, la
unión de los fieles viene después, fundada sobre esa Verdad ob­
jetiva en la
qt:1e cada

uno comulga. En la nueva concepción
la
fe compartida no determina ya el hecho de la unión: es el hecho
535
Fundaci\363n Speiro

Mi\RCEL DE COJffE
social de la unión lo que comporta la fe. Es preciso, ante todo,
reunirse, formar masa, para rezar. No son las oraciones perso­
nales las que, convergiendo todas hacia Dios, engendran la unión.
Es
la fraternidad lo que hace la fe y engendra la oración autén;
tica.
Mi párroco, que es expeditivo, no vacila en proclamar, a
pesar de los numerosos
oremus que subsisten -¿hasta cuándo?­
en el oficio divino, que «no se viene a misa para rezar, sino para
hacer asamblea».
Se llega de este modo a pretender que la presencia de Dios
resulta de un previo trabajo colectivo. No se está lejos de afir­
mar que Dios es la creación de
la colectividad: una misa sin asis­
tencia no es una misa. . . Es exactamente la trasposición al plano
litúrgico del principio básico del marxismo ateo que erige la co­
lectividad en absoluto. Se
podría decir que la Iglesia, tomada
como asamblea de miembros, crean o no en un mismo Dios, ha
tomado literalmente el lugar de Dios. Los oficios religiosos in­
terconfesionales alcanzan todo su sentido en esta perspectiva: se
tratará de subjetividades amalgamadas en un «yo» colectivo que
sustituye a Dios. La consecuencia inevitable de la invasión de subjetivismo en
la Iglesia es el desbordamiento de la voluntad de poder, la apa­ rición de un clericalismo inédito en la historia, el nacimiento de
un constantinismo nuevo en el que el hombre de Dios se con­
vierte en el hombre de la colectividad, el heraldo de sus aspira­
ciones- terrenas, el mensajero de sus exigencias temporales, el ani­
mador de las fuerzas oscuras que actúan en él, la conciencia de
su inconsciente.
Yo propio del yo es, en efecto, dominar, y lo propio del
clérigo que no se ha despojado de su yo ante el Dios real del
Evangelio, de la Tradición y de la Iglesia, es dominar en nombre de la divinidad imaginaria que su subjetividad ha construido. Ejercerá así el poder más usurpado y
el más totalitario que pue­
da imaginarse sobre las subjetividades más débiles y más dóciles
que someta, y excluirá de
la nueva «Iglesia» a todos los fieles
que resistan este caudillaje acogiéndose a las realidades
trascen'
dentes.
536
Fundaci\363n Speiro

EL HOMBRE DE DIOS CONTRA DIOS
Para disolver los obstáculos que estorben todavía esta vo­
luntad desmesurada de poder introducirá en la Iglesia cambios
continuos que la harán maleable al propio gusto. «Creo -ha
dicho un obispo ganado por la teología de
la violencia revolu­
cionaria- que la función de la Iglesia consiste en participar ale­
gremente, conscientemente, en todas las formas de cambio, de
cualquier cambio, incluso de la socializaci6n progresiva de un
pa!s. Queremos hoy una Iglesia cuya principal función sea la
celebraci6n del cambio».
Estamos así en presencia del fenómeno capital de nuestra
época: la puesta en marcha por una parte no desdeñable de la Iglesia católica, del principio esencial del comunismo enuncia­
do por Marx en sus tesis sobre Feuerbach: No SE TRATA DE
CONOCER EL MUNDO, SINO DE TRANSFORMARLO.
Se comprende ahora la publicidad fantástica hecha en torno
al «pensamiento» (si se le puede llamar así) de Teilhard de Char­
don por el clan progresista. Esta filosofía del
devenir que

pre­
tende suplantar a la filosofía del ser, tradicional en la Iglesia,
y que reúne en sí todos los aspectos del subjetivismo moderno
-del materialismo integral al idealismo integral- abre de par
en par

la puerta al marxismo. Cuando Teilhard y sus prosélitos
declaran que
«el Dios cristiano de En-lo-Alto y el Dios marxista
de Lo-en-Adelante» deben, finalmente, coincidir, quiere ello de­
cir que el totalitarismo ateo y el totalitarismo seudo-cristiano
consumarán su alianza en una tiranía monstruosa que someterá
cuerpos
y almas a un zusamenmarschierung místico-económico
ante el cual la leyenda del Gran Inquisidor, de Dostoiewski, pa­
recerá un cuento de hadas. Esta colusión de la caricatura de la
Iglesia y de la caricatura de la sociedad será el término final de
los subjetivismos que desolan el espíritu moderno. Si es cierto que el
fin que se persigue es la causa por exce­
lencia -causa causarum-, tenemos ahí la explicación de la re­
belión del hombre de Dios contra Dios. La filosofía de la aper­
tura incondicional al mundo, que es la del clero progresista, con­
duce a la aceptación del subjetivismo característico del mundo
moderno. El subjetivismo es una negación de la realidad, tanto
537
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MARCEL DE CORTE
de la natural como de la sobrenatural. Esta filosofía del non
serviam
es una filosofía de la rebelión contra el orden de la na­
turaleza y el de la gracia,
cuyo fruto envenenado

es el cambio
perpetuo, es decir,
la revolución permanente. La insolente y
pérfida promesa del tentador se renueva. El hombre de Dios oye
de nuevo las palabras famosas:
Haec omnia tibi dabo, «compro­
métete con el mundo y yo me comprometo a darte el mundo».
Sabemos, sin embargo, de antemano, cómo se cumplirá la
promesa: hacer de un mundo esencialmente relativo el Absoluto
esencial es rellenarlo de un explosivo que lo aniquilará.
* * *
¿Qué labor nos corresponde? No otra que practicar la virtud
evangélica de
la hypomene, de la paciencia, que Nuestro Señor
nos pide sin cesar y que fue la suya. Si
la Iglesia es Jesucristo
extendido y comunicado, debe pasar por
la misma prueba y la
misma muerte que el Salvador: «Jesús está en agonía hasta
el
fin de los siglos. No hay que dormir durante ese tiempo». Hay
que resistir:
Vos autem resistite fortes in fide.
Ahí reside todo: a pesar de los ultrajes que sufre nuestra fe,
sostener nuestra fe sin desaliento. Dios nos ayude, la Virgen Ma­
ría y los Santos ...
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