Índice de contenidos
Número 205-206
Serie XXI
- Textos Pontificios
- Noticias
- In memoriam
-
Estudios
-
La tecnocracia: sus objetivos unidimensionales
-
La libertad y la responsabilidad
-
Responsabilidad y corresponsabilidad en el ateísmo contemporáneo
-
El hombre de Dios, contra Dios
-
Tradicionalismo y krausismo
-
La fórmula de la justa remuneración en Rerum novarum y en la economía de Adam Smith
-
Acción familiar
-
- Monográficos
- Ilustraciones con recortes de periódicos
-
Información bibliográfica
-
Hubert Jedin: Historia del Concilio de Trento
-
María Luisa Rodríguez Aisa: El Cardenal Gomá y la Guerra de España (Aspectos de la gestión pública del Primado, 1936-1939)
-
.M. Pero-Sanz: Friedrich Engels: El origen de la familia, la propiedad y el Estado
-
P. H. Randle (ed.): La conservación del patrimonio material y espiritual de la nación
-
Javier Nagore Yarnoz: En la Primera de Navarra (Memorias de un voluntario navarro en Radio Requeté de campaña)
-
-
Crónicas
-
Crónica de la festividad de San Fernando 1982
-
Discurso de Rafael Botella [San Fernando 1982]
-
Discurso de Paloma Ortiz de Zarate Fuentes [San Fernando 1982]
-
Discurso de José María Piñol Aguadé [San Fernando 1982]
-
VIII Congreso de I.P.S.A. (Instituto de Promoción Social Argentina). Representación natural y poder político
-
Autores
1982
Hubert Jedin: Historia del Concilio de Trento
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Hubert
Jedin: HISTORIA DEL CONCTLIO DE TRENTO(*)
El
autor de esta magna historia, que culmina en estos dos
volúmenes, no es un desconocido entre nosotros, máxime entre
los cultivadores de la historia de la Iglesia. Sus innumerables
monografías, notas bibliográficas, recensiones y artículos en re
vistas, diccionarios y publicaciones de toda índole le han hecho
familiar a cuantos de algún modo se interesan por el pasado de
la Iglesia, sobre todo en lo relativo a la época religioso-cultural
que tuvo su epicentro en el Concilio tridentino. Pese a la reso
nancia y trascendencia que llegó a tener ese magno aconteci
miento, se creyó hace aproximadamente un siglo que
la historia
de ese concilio era irrealizable. Tan arbitraria afirmación ha que
dado patentemente
desmentida con
-la obra
cuyos últimos volú
menes presentamos a nuestros lectores. No comprenden sino el
último período del concilio. El más arduo, el más complejo, el
más largo también en duración y aun_ en la preparación más in
mediata. Nada digamos del número de participantes, de Padres
propiamente dichos, que superó con mucho al de los conciliares con derecho a voto de los dos períodos precedentes. Proporcio
nalmente puede decirse lo mismo del resto de los asistentes. En
representatividad fue también, a no dudarlo, el período más uni
versal y ecuménico, no sólo por el número de embajadores acie
ditados -los de toda la Europa católica-, sino .por la multi
tud de diócesis representadas, incluidas las orientales, algunas
de ellas antes ortodoxas. Faltó, es cierto, Alemania, casi en blo
que, que sólo envió un prelado no residencial y algunos procu
radores. En cambio, Francia, que desertó en absoluto del período
conciliar de Julio III, tuvo en esta tercera convocatoria una re
presentación nutrida, con el cardenal Lorena a la cabeza. Hubo también representantes de_ Inglaterra y de Irlanda, que podía te
merse no asistieran. De España no hay que decir que acudió
masivamente, con no menos de 33 obispos -todos, menos un~
(*) Tomo lV, vols. I y II, 464 + 440 págs .. Versión española de Fer
nando Mendoza Ruiz. Pamplona (Ediciones Universidad de Navarra), 1981.
639
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
residenciales, más dos abades monásticos y dos generales de re
ligiosos. La afluencia
de te6logos y canonistas fue también mul
titudinaria, como era de esperar dado el número de prelados
asistentes y de representaciones diplomáticas. Todo iba a ser
necesario para el cúmulo de asuntos que esperaban una decisión
resolutiva del
concilio y
la envergadura de los temas. Entre éstos
quedaban por dilucidar los relativos a Ios dos últimos sacra mentos, esto es, el Orden y el Matrimonio. Ya en la época bo
loñesa y posteriormente en la tridentina más reciente de
Ju
liG
III
se habían propuesto o sugerido estos temas, si bien
cir
cunstancias críticas de muy diversa índole obligaron a aplazar
los. Ahora no pudieron eludirse, pero, de seguro, ni de lejos po dian sospechar los Padres los problemas que iban a
planteárse
les. La materia del sexto sacramento, al discutirse conciliarmente
en 1552, no encalló
ni se aparcó por cuestiones estrictamente doc.;
trinales, sino más bien disciplinares, y, en el fondo, de reforma.
Ahora, en cambio, afloró ante todo el dogma, acaparando de tal
modo
la primacía de las discusiones, que el concilio embarran
có y poco faltó para disolverse. El
ius divinum de la residencia
episcopal marca la culminación y la causa más aguda de la dis
cordia. A exacerbar más la contienda vino por sus pasos la in
terrelación del episcopado con el sacerdocio, a cuenta de la su
perioridad del grado episcopal sobre el de los meros sacerdo
tes. Y ya en esa línea surgió, inevitablemente,
la sacramentali
dad del
episcopado, sin dejar atrás el momento de la ordenación
sacerdotal de los Apóstoles con el complemento de sus poderes
penitenciales. Puede suponerse que el tema de la misa como sa
crificio y su relación con la última cena y con la cruz no podía
descartarse
y, en
efecto, los Padres lo debatieron con ahínco.
No todo quedó aclarado, pero lo que aquellos grandes te6logos
no aclararon entonces, sigue todavía hoy sin determinarse. Me
nos prolongadas fueron las tareas sobre el sacramento del ma trimonio; sin embargo, no faltaron arduas discusiones sobre la
disolución en caso de adulterio y, sobre todo,
la anulación por
la Iglesia de los matrimonios clandestinos.
Estos acalorados debates marcan sólo una vertiente, sin duda
la más definitiva y trascendente, pero no la única conflictiva. Quedaba la reforma, cuyos gravísimo, problemas rebrotaron con
no menor
virulencia que en los períodos precedentes, en donde
con grave riesgo para la subsistencia del concilio y a costa de
muy escasos logros la mayoría de los temas, y no los menos acu
ciantes, se eludieron o aplazaron. Las espadas quedaban, pues,
en alto y la batalla ahora no pudo evitarse.
Con" inusitada
vio-
640
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBUOGRAFICA
lencia surgió, en primer lugar, la obligatoriedad de la residencia
pastoral a todos los niveles, desde los obispos y cardenales a los
párrocos. Era un punto clave, que ya en las etapas del concilio precedentes se había debatido con furor. Nuestros españoles se
mostraban, con razón, particularmente intransigentes. Otra pla
ga de la época, esencialmente conexa con la de la irresidencia, venía a ser la generalizada acumulación de beneficios, viciada en
su raíz por las dispensas de la Curia. Otro gran problema, que
quitaba el sueño y combatían a punta de lanza los obispos espa
ñoles, era el de las exenciones, particularmente las de los cabil dos. Hacía décadas que venía debatiéndose en España entre
al
garadas
y tumultos. Por lo mismo, el concilio no podía margi
narlo. La reforma de las Ordenes religiosas estaba también en
primer plano, junto con lo relativo a la predicación y los obispos
titulares, a los abusos en la misa, en las indulgencias, en las imá
genes sagradas, etc. No es el caso de especificarlos todos. Pero
es imposible dejar de recordar que entre los problemas que más
ocuparon a los Padres se encontraban dos que propugnaban
desde Alemania: la concesión del cáliz a los legos y el matrimo
nio de los sacerdotes. Debatidísimo fue también el decreto del
T ametsi sobre la celebración del matrimonio, ocupando final
mente la atención de los conciliares el decreto
Cum adolescen
tium aetas
sobre la institución de los seminarios. Sólo por esta
iluminadísima aportación a la revitalización espiritual del sacer
dote merecería figurar este concilio entre los más insignes que
se hayan nunca celebrado. Su aprobación marca, de por sí, una
época.
Todos estos avatares, con la exposición genética de las fases
conflictivas porque atravesaron, puede verlos el lector amplia
mente reseñados en la obra que presentamos. No hay puntos de
interés o de mera curiosidad -por ejemplo, las finanzas y los
sueldos, los correos, el precio de las vituallas, las habitaciones
o alquileres y la vida social del concilio- que no hayan sido abordados, a veces con prolija minuciosidad, distendiendo inne
cesariamente la narración que Se desearía fuese más sintética. De
bido precisamente a esa distensión
y sobrecarga, se echa, en ge
neral, de menos la viveza y agilidad que caracterizan los volú
menes anteriores de esta
magna-obra.
El cansancio de los años
y la disminuida fantasía del autor han debido de influir también
en ello. Por otra parte, la acumulación de citas, por sistema, al
final de grandes párrafos, aun supuesta la bibliografía y los da
tos nada despreciables que contienen, abruman al lector y le di
ficultan el poderlos aplicar como conviene. Espaciando oportu-
641
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
namente esas mismas referencias se evitarían la pesadez causa
da por esa densidad y la repetición inútil de conceptos expresa
dos en el
texto. Esto,
no obstante, la subestructura de la obra
sigue firme. El lector puede estar seguro que se halla ante una
construcción maciza y sólida, ampliamente basada en documen
tación de primera mano y, por ello, fundamental y de obligada
consulta y referencia, siendo, por lo demás, un alto exponente
de la ciencia histórica alemana y de la moderna historiografía
católica.
Es ya un tópico entre los estudiosos del concilio el papel
preponderante que llegó a desempeñar en Trento -sobre todo en el último período conciliar- la nutrida representación espa
ñola, tanto de los teólogos como de los obispos. El autor no les
regatea elogios. Pero tal vez no destaca con todo el relieve que
merece el protagonismo que ejercitaron no sólo estos cualificados
clérigos españoles, sino el equipo diplomático español y muy en
primer término el Rey Prudente. Me consta que Jedin esperaba
ansiosamente la documentación sobre el tercer período del con
cilio que desde hace años vengo preparando. Desgraciadamente
no
alcanzó a
verla y, por
ló mismo, no pudo disfrutarla. A base
de ella
el capítulo, por ejemplo, que dedica a la convocación
hubiera cobrado más resalto del que llega a tener en su obra.
No repetiría tampoco la manida y falsa inculpación al Rey Pru dente de haber aceptado para España los decretos tridentinos
con restricciones. Asimismo, otros aspectos saldrían también más
favorecidos o mejor centrados. Un mérito, sin embargo, no pue
de por menos de reconocérsele. Hubo un tiempo en que este gran tridentinólogo creía ver en muchos -si no en todos-- de
los obispos españoles
de mediado el siglo xv1 un episcopalismo
frente a Roma en la ejecución precisamente de los decretos
tri
dentinos de reforma. Con nobleza que le honra se ha olvidado ahora de eso. Más aún, no sólo lo
ha olvidado sino que rompe
lanzas en
favor de ellos, defendiéndolos expresamente de la tacha
antipapalista con que algunos, entonces mismo, les afrentaban.
Agradezcamos esa tácita retractación, que la madurez de los es
rodios y
el conocimiento de la más reciente historiografía espa
ñola
han venido, sin duda, a imponerle. Una nueva rectificación,
sl fuera posible,
quisiéramos por fin señalarle. Relacionando
él
los dos primeros capítulos doctrinales sobre la misa (ses. 22) con
los de eucaristía y penitencia de este mismo concilio (sess.
13 y
14)
viene a concluir (p"i¡. 361) que la «autoridad doctrinal» de
aquéllos es indudablemente superior, «mucho
mayor» -dice-
que
la de todos estos últimos. En mi reciente obra,
Trento, un
642
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
concüio para la unión (l, 139 y 206), que acaba de ver la luz,
creo haber demostrado que los mencionados capítulos eucarísti
co-penitenciales son incontestablemente
definiciones dogmático
doctrinales,
en el mismo grado que sus cánones. No es el caso
de repetir aquí las pruebas. Tenemos, pues, dos bloques de de
cretos conciliares de idéntico valor y categoría: los dos son de
finiciones terminantes de un misrrio concilio ecuménico. Es más,
añado ahora, si pudiera establecerse una escala de valores en las
decisiones
definitorias de un concilio, yo diría que los capítulos
eucarístico-penitenciales en su redacción textual son más contún,.
dentes y apodícticos y, por tanto, más dogmáticos ~si cabe-
que
los de la misa. Compárense los textos y se verá la diferencia.
Dos palabras más sobre la versión que nos ofrece EUNSA.
La idea
de dar en español el texto producido en alemán merece
encomios, pero la versión, a mi parecer, no está a la altura del
original vertido.
El sabor de las frases es frecuentemente ger
mano, y el ritmo y sesgo del estilo
no es
tampoco muy castella
no. Esto aparte de no pocas erratas y de
tecnicismos inusuales
y
desechables. Por ejemplo, rey romano o rey de Roma y
rey de
los
Romanos por Rey de Romanos, duques de Venecia y Gé
nova por el
Dux de esás repúblicas, oradores por embajadores,
sesiones por etapas o períodos, célula por cédula, prebendas por
beneficios, que, si bien en el lenguaje de hoy se intercambian
estos términos, en el siglo xvr, y concretamente los· Padres tri
dentinos, los distinguían correctamente. Nada digamos de la mul titud de nombres españoles
confi,mdidos o
deformados: Lullo
por
Lu}io, Lull
o Llull; Giacomo Puteo por Jacobo o Jaime de
Púteo (Pou o del Pozzo), que, dicho sea de paso, era español
de Mallorca, no de Niza; Tricius, Velosillus o Bellogiglio, y Solisius por Tricio, Vellosillo, y Solís; Santico por Sancho; Mer
cantes por Merchante; Ciumel
por Zumel;
Fontidonius por Fuen
tidueña; Lobos por
Cobós; Santiago
Laínez por Diego Laínez;
Francisco de Nogueras por Diego Nogueras; Royas o Roya por Rojas; Morcatus por Morgado (¿Morcat?); obispo de Avila por
don Luis Dávila o de Avila, que no fue nunca obispo; y otros similares, cuyas deformaciones gráficas podía haber rectificado
consultando
Españoles en Trento, a su alcance en muchas bi-
bliotecas.
·
CoNSTANcro GuTIÉRREZ, S. J.
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Hubert
Jedin: HISTORIA DEL CONCTLIO DE TRENTO(*)
El
autor de esta magna historia, que culmina en estos dos
volúmenes, no es un desconocido entre nosotros, máxime entre
los cultivadores de la historia de la Iglesia. Sus innumerables
monografías, notas bibliográficas, recensiones y artículos en re
vistas, diccionarios y publicaciones de toda índole le han hecho
familiar a cuantos de algún modo se interesan por el pasado de
la Iglesia, sobre todo en lo relativo a la época religioso-cultural
que tuvo su epicentro en el Concilio tridentino. Pese a la reso
nancia y trascendencia que llegó a tener ese magno aconteci
miento, se creyó hace aproximadamente un siglo que
la historia
de ese concilio era irrealizable. Tan arbitraria afirmación ha que
dado patentemente
desmentida con
-la obra
cuyos últimos volú
menes presentamos a nuestros lectores. No comprenden sino el
último período del concilio. El más arduo, el más complejo, el
más largo también en duración y aun_ en la preparación más in
mediata. Nada digamos del número de participantes, de Padres
propiamente dichos, que superó con mucho al de los conciliares con derecho a voto de los dos períodos precedentes. Proporcio
nalmente puede decirse lo mismo del resto de los asistentes. En
representatividad fue también, a no dudarlo, el período más uni
versal y ecuménico, no sólo por el número de embajadores acie
ditados -los de toda la Europa católica-, sino .por la multi
tud de diócesis representadas, incluidas las orientales, algunas
de ellas antes ortodoxas. Faltó, es cierto, Alemania, casi en blo
que, que sólo envió un prelado no residencial y algunos procu
radores. En cambio, Francia, que desertó en absoluto del período
conciliar de Julio III, tuvo en esta tercera convocatoria una re
presentación nutrida, con el cardenal Lorena a la cabeza. Hubo también representantes de_ Inglaterra y de Irlanda, que podía te
merse no asistieran. De España no hay que decir que acudió
masivamente, con no menos de 33 obispos -todos, menos un~
(*) Tomo lV, vols. I y II, 464 + 440 págs .. Versión española de Fer
nando Mendoza Ruiz. Pamplona (Ediciones Universidad de Navarra), 1981.
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residenciales, más dos abades monásticos y dos generales de re
ligiosos. La afluencia
de te6logos y canonistas fue también mul
titudinaria, como era de esperar dado el número de prelados
asistentes y de representaciones diplomáticas. Todo iba a ser
necesario para el cúmulo de asuntos que esperaban una decisión
resolutiva del
concilio y
la envergadura de los temas. Entre éstos
quedaban por dilucidar los relativos a Ios dos últimos sacra mentos, esto es, el Orden y el Matrimonio. Ya en la época bo
loñesa y posteriormente en la tridentina más reciente de
Ju
liG
III
se habían propuesto o sugerido estos temas, si bien
cir
cunstancias críticas de muy diversa índole obligaron a aplazar
los. Ahora no pudieron eludirse, pero, de seguro, ni de lejos po dian sospechar los Padres los problemas que iban a
planteárse
les. La materia del sexto sacramento, al discutirse conciliarmente
en 1552, no encalló
ni se aparcó por cuestiones estrictamente doc.;
trinales, sino más bien disciplinares, y, en el fondo, de reforma.
Ahora, en cambio, afloró ante todo el dogma, acaparando de tal
modo
la primacía de las discusiones, que el concilio embarran
có y poco faltó para disolverse. El
ius divinum de la residencia
episcopal marca la culminación y la causa más aguda de la dis
cordia. A exacerbar más la contienda vino por sus pasos la in
terrelación del episcopado con el sacerdocio, a cuenta de la su
perioridad del grado episcopal sobre el de los meros sacerdo
tes. Y ya en esa línea surgió, inevitablemente,
la sacramentali
dad del
episcopado, sin dejar atrás el momento de la ordenación
sacerdotal de los Apóstoles con el complemento de sus poderes
penitenciales. Puede suponerse que el tema de la misa como sa
crificio y su relación con la última cena y con la cruz no podía
descartarse
y, en
efecto, los Padres lo debatieron con ahínco.
No todo quedó aclarado, pero lo que aquellos grandes te6logos
no aclararon entonces, sigue todavía hoy sin determinarse. Me
nos prolongadas fueron las tareas sobre el sacramento del ma trimonio; sin embargo, no faltaron arduas discusiones sobre la
disolución en caso de adulterio y, sobre todo,
la anulación por
la Iglesia de los matrimonios clandestinos.
Estos acalorados debates marcan sólo una vertiente, sin duda
la más definitiva y trascendente, pero no la única conflictiva. Quedaba la reforma, cuyos gravísimo, problemas rebrotaron con
no menor
virulencia que en los períodos precedentes, en donde
con grave riesgo para la subsistencia del concilio y a costa de
muy escasos logros la mayoría de los temas, y no los menos acu
ciantes, se eludieron o aplazaron. Las espadas quedaban, pues,
en alto y la batalla ahora no pudo evitarse.
Con" inusitada
vio-
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INFORMACION BIBUOGRAFICA
lencia surgió, en primer lugar, la obligatoriedad de la residencia
pastoral a todos los niveles, desde los obispos y cardenales a los
párrocos. Era un punto clave, que ya en las etapas del concilio precedentes se había debatido con furor. Nuestros españoles se
mostraban, con razón, particularmente intransigentes. Otra pla
ga de la época, esencialmente conexa con la de la irresidencia, venía a ser la generalizada acumulación de beneficios, viciada en
su raíz por las dispensas de la Curia. Otro gran problema, que
quitaba el sueño y combatían a punta de lanza los obispos espa
ñoles, era el de las exenciones, particularmente las de los cabil dos. Hacía décadas que venía debatiéndose en España entre
al
garadas
y tumultos. Por lo mismo, el concilio no podía margi
narlo. La reforma de las Ordenes religiosas estaba también en
primer plano, junto con lo relativo a la predicación y los obispos
titulares, a los abusos en la misa, en las indulgencias, en las imá
genes sagradas, etc. No es el caso de especificarlos todos. Pero
es imposible dejar de recordar que entre los problemas que más
ocuparon a los Padres se encontraban dos que propugnaban
desde Alemania: la concesión del cáliz a los legos y el matrimo
nio de los sacerdotes. Debatidísimo fue también el decreto del
T ametsi sobre la celebración del matrimonio, ocupando final
mente la atención de los conciliares el decreto
Cum adolescen
tium aetas
sobre la institución de los seminarios. Sólo por esta
iluminadísima aportación a la revitalización espiritual del sacer
dote merecería figurar este concilio entre los más insignes que
se hayan nunca celebrado. Su aprobación marca, de por sí, una
época.
Todos estos avatares, con la exposición genética de las fases
conflictivas porque atravesaron, puede verlos el lector amplia
mente reseñados en la obra que presentamos. No hay puntos de
interés o de mera curiosidad -por ejemplo, las finanzas y los
sueldos, los correos, el precio de las vituallas, las habitaciones
o alquileres y la vida social del concilio- que no hayan sido abordados, a veces con prolija minuciosidad, distendiendo inne
cesariamente la narración que Se desearía fuese más sintética. De
bido precisamente a esa distensión
y sobrecarga, se echa, en ge
neral, de menos la viveza y agilidad que caracterizan los volú
menes anteriores de esta
magna-obra.
El cansancio de los años
y la disminuida fantasía del autor han debido de influir también
en ello. Por otra parte, la acumulación de citas, por sistema, al
final de grandes párrafos, aun supuesta la bibliografía y los da
tos nada despreciables que contienen, abruman al lector y le di
ficultan el poderlos aplicar como conviene. Espaciando oportu-
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namente esas mismas referencias se evitarían la pesadez causa
da por esa densidad y la repetición inútil de conceptos expresa
dos en el
texto. Esto,
no obstante, la subestructura de la obra
sigue firme. El lector puede estar seguro que se halla ante una
construcción maciza y sólida, ampliamente basada en documen
tación de primera mano y, por ello, fundamental y de obligada
consulta y referencia, siendo, por lo demás, un alto exponente
de la ciencia histórica alemana y de la moderna historiografía
católica.
Es ya un tópico entre los estudiosos del concilio el papel
preponderante que llegó a desempeñar en Trento -sobre todo en el último período conciliar- la nutrida representación espa
ñola, tanto de los teólogos como de los obispos. El autor no les
regatea elogios. Pero tal vez no destaca con todo el relieve que
merece el protagonismo que ejercitaron no sólo estos cualificados
clérigos españoles, sino el equipo diplomático español y muy en
primer término el Rey Prudente. Me consta que Jedin esperaba
ansiosamente la documentación sobre el tercer período del con
cilio que desde hace años vengo preparando. Desgraciadamente
no
alcanzó a
verla y, por
ló mismo, no pudo disfrutarla. A base
de ella
el capítulo, por ejemplo, que dedica a la convocación
hubiera cobrado más resalto del que llega a tener en su obra.
No repetiría tampoco la manida y falsa inculpación al Rey Pru dente de haber aceptado para España los decretos tridentinos
con restricciones. Asimismo, otros aspectos saldrían también más
favorecidos o mejor centrados. Un mérito, sin embargo, no pue
de por menos de reconocérsele. Hubo un tiempo en que este gran tridentinólogo creía ver en muchos -si no en todos-- de
los obispos españoles
de mediado el siglo xv1 un episcopalismo
frente a Roma en la ejecución precisamente de los decretos
tri
dentinos de reforma. Con nobleza que le honra se ha olvidado ahora de eso. Más aún, no sólo lo
ha olvidado sino que rompe
lanzas en
favor de ellos, defendiéndolos expresamente de la tacha
antipapalista con que algunos, entonces mismo, les afrentaban.
Agradezcamos esa tácita retractación, que la madurez de los es
rodios y
el conocimiento de la más reciente historiografía espa
ñola
han venido, sin duda, a imponerle. Una nueva rectificación,
sl fuera posible,
quisiéramos por fin señalarle. Relacionando
él
los dos primeros capítulos doctrinales sobre la misa (ses. 22) con
los de eucaristía y penitencia de este mismo concilio (sess.
13 y
14)
viene a concluir (p"i¡. 361) que la «autoridad doctrinal» de
aquéllos es indudablemente superior, «mucho
mayor» -dice-
que
la de todos estos últimos. En mi reciente obra,
Trento, un
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
concüio para la unión (l, 139 y 206), que acaba de ver la luz,
creo haber demostrado que los mencionados capítulos eucarísti
co-penitenciales son incontestablemente
definiciones dogmático
doctrinales,
en el mismo grado que sus cánones. No es el caso
de repetir aquí las pruebas. Tenemos, pues, dos bloques de de
cretos conciliares de idéntico valor y categoría: los dos son de
finiciones terminantes de un misrrio concilio ecuménico. Es más,
añado ahora, si pudiera establecerse una escala de valores en las
decisiones
definitorias de un concilio, yo diría que los capítulos
eucarístico-penitenciales en su redacción textual son más contún,.
dentes y apodícticos y, por tanto, más dogmáticos ~si cabe-
que
los de la misa. Compárense los textos y se verá la diferencia.
Dos palabras más sobre la versión que nos ofrece EUNSA.
La idea
de dar en español el texto producido en alemán merece
encomios, pero la versión, a mi parecer, no está a la altura del
original vertido.
El sabor de las frases es frecuentemente ger
mano, y el ritmo y sesgo del estilo
no es
tampoco muy castella
no. Esto aparte de no pocas erratas y de
tecnicismos inusuales
y
desechables. Por ejemplo, rey romano o rey de Roma y
rey de
los
Romanos por Rey de Romanos, duques de Venecia y Gé
nova por el
Dux de esás repúblicas, oradores por embajadores,
sesiones por etapas o períodos, célula por cédula, prebendas por
beneficios, que, si bien en el lenguaje de hoy se intercambian
estos términos, en el siglo xvr, y concretamente los· Padres tri
dentinos, los distinguían correctamente. Nada digamos de la mul titud de nombres españoles
confi,mdidos o
deformados: Lullo
por
Lu}io, Lull
o Llull; Giacomo Puteo por Jacobo o Jaime de
Púteo (Pou o del Pozzo), que, dicho sea de paso, era español
de Mallorca, no de Niza; Tricius, Velosillus o Bellogiglio, y Solisius por Tricio, Vellosillo, y Solís; Santico por Sancho; Mer
cantes por Merchante; Ciumel
por Zumel;
Fontidonius por Fuen
tidueña; Lobos por
Cobós; Santiago
Laínez por Diego Laínez;
Francisco de Nogueras por Diego Nogueras; Royas o Roya por Rojas; Morcatus por Morgado (¿Morcat?); obispo de Avila por
don Luis Dávila o de Avila, que no fue nunca obispo; y otros similares, cuyas deformaciones gráficas podía haber rectificado
consultando
Españoles en Trento, a su alcance en muchas bi-
bliotecas.
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CoNSTANcro GuTIÉRREZ, S. J.
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