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Número 205-206

Serie XXI

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Hubert Jedin: Historia del Concilio de Trento

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Hubert
Jedin: HISTORIA DEL CONCTLIO DE TRENTO(*)
El

autor de esta magna historia, que culmina en estos dos
volúmenes, no es un desconocido entre nosotros, máxime entre
los cultivadores de la historia de la Iglesia. Sus innumerables
monografías, notas bibliográficas, recensiones y artículos en re­
vistas, diccionarios y publicaciones de toda índole le han hecho
familiar a cuantos de algún modo se interesan por el pasado de
la Iglesia, sobre todo en lo relativo a la época religioso-cultural
que tuvo su epicentro en el Concilio tridentino. Pese a la reso­
nancia y trascendencia que llegó a tener ese magno aconteci­
miento, se creyó hace aproximadamente un siglo que
la historia
de ese concilio era irrealizable. Tan arbitraria afirmación ha que­
dado patentemente
desmentida con
-la obra
cuyos últimos volú­
menes presentamos a nuestros lectores. No comprenden sino el
último período del concilio. El más arduo, el más complejo, el
más largo también en duración y aun_ en la preparación más in­
mediata. Nada digamos del número de participantes, de Padres
propiamente dichos, que superó con mucho al de los conciliares con derecho a voto de los dos períodos precedentes. Proporcio­
nalmente puede decirse lo mismo del resto de los asistentes. En
representatividad fue también, a no dudarlo, el período más uni­
versal y ecuménico, no sólo por el número de embajadores acie­
ditados -los de toda la Europa católica-, sino .por la multi­
tud de diócesis representadas, incluidas las orientales, algunas
de ellas antes ortodoxas. Faltó, es cierto, Alemania, casi en blo­
que, que sólo envió un prelado no residencial y algunos procu­
radores. En cambio, Francia, que desertó en absoluto del período
conciliar de Julio III, tuvo en esta tercera convocatoria una re­
presentación nutrida, con el cardenal Lorena a la cabeza. Hubo también representantes de_ Inglaterra y de Irlanda, que podía te­
merse no asistieran. De España no hay que decir que acudió
masivamente, con no menos de 33 obispos -todos, menos un~
(*) Tomo lV, vols. I y II, 464 + 440 págs .. Versión española de Fer­
nando Mendoza Ruiz. Pamplona (Ediciones Universidad de Navarra), 1981.
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residenciales, más dos abades monásticos y dos generales de re­
ligiosos. La afluencia
de te6logos y canonistas fue también mul­
titudinaria, como era de esperar dado el número de prelados
asistentes y de representaciones diplomáticas. Todo iba a ser
necesario para el cúmulo de asuntos que esperaban una decisión
resolutiva del

concilio y
la envergadura de los temas. Entre éstos
quedaban por dilucidar los relativos a Ios dos últimos sacra­ mentos, esto es, el Orden y el Matrimonio. Ya en la época bo­
loñesa y posteriormente en la tridentina más reciente de
Ju­
liG
III

se habían propuesto o sugerido estos temas, si bien
cir­
cunstancias críticas de muy diversa índole obligaron a aplazar­
los. Ahora no pudieron eludirse, pero, de seguro, ni de lejos po­ dian sospechar los Padres los problemas que iban a
planteárse­
les. La materia del sexto sacramento, al discutirse conciliarmente
en 1552, no encalló
ni se aparcó por cuestiones estrictamente doc.;
trinales, sino más bien disciplinares, y, en el fondo, de reforma.
Ahora, en cambio, afloró ante todo el dogma, acaparando de tal
modo
la primacía de las discusiones, que el concilio embarran­
có y poco faltó para disolverse. El
ius divinum de la residencia
episcopal marca la culminación y la causa más aguda de la dis­
cordia. A exacerbar más la contienda vino por sus pasos la in­
terrelación del episcopado con el sacerdocio, a cuenta de la su­
perioridad del grado episcopal sobre el de los meros sacerdo­
tes. Y ya en esa línea surgió, inevitablemente,
la sacramentali­
dad del

episcopado, sin dejar atrás el momento de la ordenación
sacerdotal de los Apóstoles con el complemento de sus poderes
penitenciales. Puede suponerse que el tema de la misa como sa­
crificio y su relación con la última cena y con la cruz no podía
descartarse
y, en

efecto, los Padres lo debatieron con ahínco.
No todo quedó aclarado, pero lo que aquellos grandes te6logos
no aclararon entonces, sigue todavía hoy sin determinarse. Me­
nos prolongadas fueron las tareas sobre el sacramento del ma­ trimonio; sin embargo, no faltaron arduas discusiones sobre la
disolución en caso de adulterio y, sobre todo,
la anulación por
la Iglesia de los matrimonios clandestinos.
Estos acalorados debates marcan sólo una vertiente, sin duda
la más definitiva y trascendente, pero no la única conflictiva. Quedaba la reforma, cuyos gravísimo, problemas rebrotaron con
no menor

virulencia que en los períodos precedentes, en donde
con grave riesgo para la subsistencia del concilio y a costa de
muy escasos logros la mayoría de los temas, y no los menos acu­
ciantes, se eludieron o aplazaron. Las espadas quedaban, pues,
en alto y la batalla ahora no pudo evitarse.
Con" inusitada

vio-
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lencia surgió, en primer lugar, la obligatoriedad de la residencia
pastoral a todos los niveles, desde los obispos y cardenales a los
párrocos. Era un punto clave, que ya en las etapas del concilio precedentes se había debatido con furor. Nuestros españoles se
mostraban, con razón, particularmente intransigentes. Otra pla­
ga de la época, esencialmente conexa con la de la irresidencia, venía a ser la generalizada acumulación de beneficios, viciada en
su raíz por las dispensas de la Curia. Otro gran problema, que
quitaba el sueño y combatían a punta de lanza los obispos espa­
ñoles, era el de las exenciones, particularmente las de los cabil­ dos. Hacía décadas que venía debatiéndose en España entre
al­
garadas

y tumultos. Por lo mismo, el concilio no podía margi­
narlo. La reforma de las Ordenes religiosas estaba también en
primer plano, junto con lo relativo a la predicación y los obispos
titulares, a los abusos en la misa, en las indulgencias, en las imá­
genes sagradas, etc. No es el caso de especificarlos todos. Pero
es imposible dejar de recordar que entre los problemas que más
ocuparon a los Padres se encontraban dos que propugnaban
desde Alemania: la concesión del cáliz a los legos y el matrimo­
nio de los sacerdotes. Debatidísimo fue también el decreto del
T ametsi sobre la celebración del matrimonio, ocupando final­
mente la atención de los conciliares el decreto
Cum adolescen­
tium aetas
sobre la institución de los seminarios. Sólo por esta
iluminadísima aportación a la revitalización espiritual del sacer­
dote merecería figurar este concilio entre los más insignes que
se hayan nunca celebrado. Su aprobación marca, de por sí, una
época.
Todos estos avatares, con la exposición genética de las fases
conflictivas porque atravesaron, puede verlos el lector amplia­
mente reseñados en la obra que presentamos. No hay puntos de
interés o de mera curiosidad -por ejemplo, las finanzas y los
sueldos, los correos, el precio de las vituallas, las habitaciones
o alquileres y la vida social del concilio- que no hayan sido abordados, a veces con prolija minuciosidad, distendiendo inne­
cesariamente la narración que Se desearía fuese más sintética. De­
bido precisamente a esa distensión
y sobrecarga, se echa, en ge­
neral, de menos la viveza y agilidad que caracterizan los volú­
menes anteriores de esta
magna-obra.
El cansancio de los años
y la disminuida fantasía del autor han debido de influir también
en ello. Por otra parte, la acumulación de citas, por sistema, al
final de grandes párrafos, aun supuesta la bibliografía y los da­
tos nada despreciables que contienen, abruman al lector y le di­
ficultan el poderlos aplicar como conviene. Espaciando oportu-
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namente esas mismas referencias se evitarían la pesadez causa­
da por esa densidad y la repetición inútil de conceptos expresa­
dos en el
texto. Esto,

no obstante, la subestructura de la obra
sigue firme. El lector puede estar seguro que se halla ante una
construcción maciza y sólida, ampliamente basada en documen­
tación de primera mano y, por ello, fundamental y de obligada
consulta y referencia, siendo, por lo demás, un alto exponente
de la ciencia histórica alemana y de la moderna historiografía
católica.
Es ya un tópico entre los estudiosos del concilio el papel
preponderante que llegó a desempeñar en Trento -sobre todo en el último período conciliar- la nutrida representación espa­
ñola, tanto de los teólogos como de los obispos. El autor no les
regatea elogios. Pero tal vez no destaca con todo el relieve que
merece el protagonismo que ejercitaron no sólo estos cualificados
clérigos españoles, sino el equipo diplomático español y muy en
primer término el Rey Prudente. Me consta que Jedin esperaba
ansiosamente la documentación sobre el tercer período del con­
cilio que desde hace años vengo preparando. Desgraciadamente
no
alcanzó a

verla y, por
ló mismo, no pudo disfrutarla. A base
de ella
el capítulo, por ejemplo, que dedica a la convocación
hubiera cobrado más resalto del que llega a tener en su obra.
No repetiría tampoco la manida y falsa inculpación al Rey Pru­ dente de haber aceptado para España los decretos tridentinos
con restricciones. Asimismo, otros aspectos saldrían también más
favorecidos o mejor centrados. Un mérito, sin embargo, no pue­
de por menos de reconocérsele. Hubo un tiempo en que este gran tridentinólogo creía ver en muchos -si no en todos-- de
los obispos españoles
de mediado el siglo xv1 un episcopalismo
frente a Roma en la ejecución precisamente de los decretos
tri­
dentinos de reforma. Con nobleza que le honra se ha olvidado ahora de eso. Más aún, no sólo lo
ha olvidado sino que rompe
lanzas en

favor de ellos, defendiéndolos expresamente de la tacha
antipapalista con que algunos, entonces mismo, les afrentaban.
Agradezcamos esa tácita retractación, que la madurez de los es­
rodios y

el conocimiento de la más reciente historiografía espa­
ñola
han venido, sin duda, a imponerle. Una nueva rectificación,
sl fuera posible,

quisiéramos por fin señalarle. Relacionando
él
los dos primeros capítulos doctrinales sobre la misa (ses. 22) con
los de eucaristía y penitencia de este mismo concilio (sess.
13 y
14)

viene a concluir (p"i¡. 361) que la «autoridad doctrinal» de
aquéllos es indudablemente superior, «mucho
mayor» -dice-­
que

la de todos estos últimos. En mi reciente obra,
Trento, un
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concüio para la unión (l, 139 y 206), que acaba de ver la luz,
creo haber demostrado que los mencionados capítulos eucarísti­
co-penitenciales son incontestablemente
definiciones dogmático­
doctrinales,

en el mismo grado que sus cánones. No es el caso
de repetir aquí las pruebas. Tenemos, pues, dos bloques de de­
cretos conciliares de idéntico valor y categoría: los dos son de­
finiciones terminantes de un misrrio concilio ecuménico. Es más,
añado ahora, si pudiera establecerse una escala de valores en las
decisiones
definitorias de un concilio, yo diría que los capítulos
eucarístico-penitenciales en su redacción textual son más contún,.
dentes y apodícticos y, por tanto, más dogmáticos ~si cabe-­
que

los de la misa. Compárense los textos y se verá la diferencia.
Dos palabras más sobre la versión que nos ofrece EUNSA.
La idea

de dar en español el texto producido en alemán merece
encomios, pero la versión, a mi parecer, no está a la altura del
original vertido.
El sabor de las frases es frecuentemente ger­
mano, y el ritmo y sesgo del estilo
no es
tampoco muy castella­
no. Esto aparte de no pocas erratas y de
tecnicismos inusuales
y

desechables. Por ejemplo, rey romano o rey de Roma y
rey de
los

Romanos por Rey de Romanos, duques de Venecia y Gé­
nova por el
Dux de esás repúblicas, oradores por embajadores,
sesiones por etapas o períodos, célula por cédula, prebendas por
beneficios, que, si bien en el lenguaje de hoy se intercambian
estos términos, en el siglo xvr, y concretamente los· Padres tri­
dentinos, los distinguían correctamente. Nada digamos de la mul­ titud de nombres españoles
confi,mdidos o
deformados: Lullo
por
Lu}io, Lull

o Llull; Giacomo Puteo por Jacobo o Jaime de
Púteo (Pou o del Pozzo), que, dicho sea de paso, era español
de Mallorca, no de Niza; Tricius, Velosillus o Bellogiglio, y Solisius por Tricio, Vellosillo, y Solís; Santico por Sancho; Mer­
cantes por Merchante; Ciumel
por Zumel;

Fontidonius por Fuen­
tidueña; Lobos por
Cobós; Santiago

Laínez por Diego Laínez;
Francisco de Nogueras por Diego Nogueras; Royas o Roya por Rojas; Morcatus por Morgado (¿Morcat?); obispo de Avila por
don Luis Dávila o de Avila, que no fue nunca obispo; y otros similares, cuyas deformaciones gráficas podía haber rectificado
consultando
Españoles en Trento, a su alcance en muchas bi-
bliotecas.
·
CoNSTANcro GuTIÉRREZ, S. J.
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