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Número 239-240

Serie XXIV

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La constitución cristiana del Estado y las constituciones modernas. (A propósito del centenario de la encíclica Immortale Dei)

Han transcurrido cien años de la publicación de la encíclica Immortale Dei, en la que el Papa León XIII trazó las líneas maestras del Derecho Público Cristiano, completadas en otros documentos memorables del mismo pontífice. Ocurrió el día primero de noviembre de 1885.

La Immortale Dei se refiere a la constitución cristiana del Estado mientras que la Diuturnum illud trata específicamente del poder político respecto a su origen y legitimidad (28 de junio de 1881).

Es incontestable, aun en nuestros días, la actualidad de ambas. Se trata de enseñanzas en las que se ponen de relieve principios fundamentales del propio orden natural de las sociedades. Pero existe también una confrontación de esos principios con los del derecho moderno; un penetrante análisis crítico válido para la época en que se escribieron las encíclicas de León XIII —la segunda mitad del siglo XIX— y tal vez, incluso, más válido para este declinar del siglo XX, entremezclado de guerras y revoluciones que sobrepasan las que hubo en el siglo anterior, y cuyo origen común se encuentra en el abandono de las verdades eternas del Cristianismo.

La encíclica Immortde Dei comprende dos partes diferentes: la primera se refiere a la doctrina católica y, la segunda, al derecho moderno, originado con la revolución protestante y con el renacimiento pagano, cuyos principios teológicos y filosóficos generaron las consecuencias jurídicas y políticas que la Revolución francesa se encargó de poner en práctica y en esparcir por el mundo.

Las presentes reflexiones sobre esas dos partes no tienen por objeto resumir todo el contenido del documento centenario ni tampoco presentar una síntesis del mismo. Están suscitadas por su lectura ante los problemas socio-políticos de la crisis contemporánea universalmente difundida.

Numerosos ensayos de reflexión crítica sobre la ruina de Occidente, sobre la debilidad de las democracias, sobre la marcha ascendente del totalitarismo, ensayos escritos por espíritus de formación liberal o socialista, corroboran, hoy, afirmaciones y advertencias de León XIII, efectuadas antes de que la ortodoxia primitiva del liberalismo y del socialismo resultara fragmentada entre sus adeptos, como ocurre hoy día.

Sin hablar de los mediocres sustentadores de una social-democracia, ya tantas veces malograda y de la que ellos mismos no saben bien en qué consiste, aquellos que se alinearon en las huestes del liberalismo o quienes procuran una salida a la tentativa de un neo-marxismo, reconocen, por una parte, el fracaso de la ideología en la que se inspiran, peto, por otra parte, se empeñan en forjar soluciones dentro de esos presupuestos ideológicos que no están dispuestos a abandonar. Esto les impide llegar al fondo del problema y atacar el mal en su raíz.

Además, tienen la visión limitada debido a su negación de lo trascendente. Se mueven en la línea del naturalismo, cuyos principios expuso con gran claridad, resumidamente, d mismo León XIII en la encíclica Humanum genus (20 de abril de 1884). Obsérvese que el objetivo de esta encíclica fue condenar la masonería que, por su actuación, venía inoculando tales principios en la política de los países europeos, inoculación que se sentía también, y con mucha fuerza, entre las naciones del continente americano. ¿Cómo no recordar la famosísima carta de Donoso Cortés al Cardenal Fornari (19 de junio de 1852) sobre el principio generador de los más graves errores de nuestro tiempo? Se refiere en ella, Donoso, a «un vasto sistema de naturalismo, que es la contradicción radical, universal, absoluta de todas nuestras creencias». Presenta una concatenación de los errores modernos y reitera la tesis, ya anunciada en el primer capítulo del Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, publicado el año anterior, según la cual en toda gran cuestión política se encierra siempre una cuestión religiosa.

El derecho público en la tradición de las sociedades cristianas

«Hubo un tiempo —escribió León XIII— en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época, la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se hallaba asentada firmemente en él grado de honor que le correspondía y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer».

El tiempo al que se refiere el Papa es el que precedió al siglo XVI, siglo en el que como él mismo dice, nació un «pernicioso y deplorable espíritu de novedad», fragmentando la religión cristiana y pasando después a la filosofía y a los diversos sectores de la sociedad civil. Se trata, fácil es de ver, de los siglos en los que floreció la Cristiandad, proyección del Cristianismo en el orden temporal de los pueblos, en sus costumbres públicas y privadas, en sus instituciones, en la misma mentalidad de 'los hombres, unidos por una común Weltanschauung, con plena consciencia de su origen y de su finalidad trascedente, con percepción, en fin, de que se les había dado la vida para servir a Dios.

A esa visión teocéntrica del mundo y de la existencia humana, con el renacimiento pagano del siglo XVI y con el individualismo de la ética protestante —a partir de la misma época— se superpuso una concepción antropocéntrica, en la que el hombre pasaba a considerarse un ser autónomo y desvinculado de la subordinación al orden establecido por el Creador.

El orden —decía Ernest Helio— es la ley del mundo natural y la ley del mundo sobrenatural, derivando, por eso mismo, de la sabiduría divina, en cuanto dirige los actos y los movimientos, conforme a la definición de ley eterna dada por San Agustín. Pero Lutero afirmó el principio del libre examen, atribuyendo al hombre, en lugar de a Dios, el poder para ordenar su propia vida religiosa. Tras él, Maquiavelo reivindica para el poder político, en nombre de la «razón de Estado», la facultad de ordenar toda la vida de la sociedad. Por último, Kant afirmó la libertad total de la voluntad humana en relación a cualquier norma de conducta que no emanase de sí misma, volviéndose cada hombre único legislador y soberano de su vida moral y juez de su propio destino.

Estos principios, descendiendo del plano de las ideas al de la vida social, alteraron por completo aquel orden que la filosofía del Evangelio, tras el período caótico que sucedió a la caída del Imperio Romano de Occidente, había permitido a los pueblos alcanzar y disfrutar en los siglos de esplendor de la Cristiandad. Así vemos, en el orden político, el feudalismo; en el orden económico, el régimen corporativo; en el terreno cultural, el esplendor de las Universidades; y, en las relaciones entre el poder civil y el poder espiritual, la armonía entre el Imperio y el Sacerdocio. Fue la época de San Luis, rey de Francia, y de San Fernando, de Castilla, primos hermanos, que vivieron en el mismo siglo en que Santo Tomás de Aquino trazaba, en el De regimene principum (o De regno), el cuadro ideal de la sociedad política cristiana, reflejando en las páginas de ese breve tratado el estado real de las instituciones de su tiempo.

León XIII señala el siglo XVI como el del gran giro histórico que desvió a Europa de las tradiciones del derecho cristiano hasta entonces mantenidas. Obsérvese, no obstante, que la preparación de esta desviación venía de lejos. Soberanos como Federico II de Hohenstaufen y Felipe el Hermoso, rey de Francia, ya se anticipaban a los monarcas absolutistas. Guillermo de Ockam y Marsilio de Padua, en el siglo XIV, sentaban los principios de la modernidad revolucionaria y el nominalismo minaba el edificio de la escolástica tradicional.

La primera parte de la encíclica Immortale Dei está consagrada a los fundamentos del derecho público cristiano y a la experiencia de los pueblos que lo aplicaron. Trata de la sociedad civil según el orden natural, de su origen, de su constitución orgánica, de su gobierno y de los fundamentos de la legitimidad del poder que la rige; de la sociedad religiosa, de su origen divino, de su constitución jurídica y de su finalidad sobrenatural; por último, trata las relaciones entre las dos sociedades y los dos poderes, él eclesiástico y el civil.

La Ciudad de los hombres, entonces, usando las palabras sumamente expresivas de Gustave Thibon en el prólogo al libro de Rafael Gambra, El silencio de Dios, estaba «hecha de un conjunto de lazos vivos y vividos que, a través de los diferentes niveles de la creación, mantenían al hombre unido a su origen y le orientaban hacia su fin».

De tal forma que el conjunto de la sociedad, considerada globalmente, no era el resultado de representaciones idealizadas o de esquemas previos, sino que se constituía naturalmente en la convivencia de las familias y de otros grupos, reunidos por la acción de quienes los componían y por la interacción derivada del objetivo al que todos apuntaban. Objetivo cuya feliz expresión permanece incluso en nuestros días para indicar la causa final de la sociedad civil: el bien común. Bien común que no se puede confundir ni con la suma de los bienes particulares ni con el bien del Estado o de la sociedad como un todo, pues lo que en él se debe ver es el resultado de una acción en común, la participación de los grupos que lo componen y los beneficios que llegan a éstos del esfuerzo común conseguido.

La posición del hombre ante la familia, la sociedad civil y la Iglesia puede ser fácilmente comprendida a lo largo del texto de la encíclica, cuya lectura atenta nos recordará la enseñanza de Santo Tomás de Aquino sobre la pietas (S. Th., Ila-IIae , q. 101), es decir, la piedad debida a Dios, a los padres y a la patria, abarcando así, a los consanguíneos y a los conciudadanos, fundamentándose de esa forma un nacionalismo patriótico.

Ese nacionalismo patriótico —expresión del amor y del respeto a la propia patria y de amistad a los compatriotas— parte del amor a la propia familia y nos vincula a la tradición de la nacionalidad, siendo la nación una familia histórica. Está, pues, lejos de los nacionalismos agresivos, imperialistas y totalitarios que surgieron tras la Revolución francesa y cuyos principios proceden de la ideología revolucionaria y, más remotamente, del protestantismo. Y ello porque la piedad, en su sentido superior, trasciende a la familia y a la patria, subordinando el hombre a Dios, a quien la reverencia y el amor se deben en el máximo grado, conforme al mandamiento de la caridad. En Dios se encuentra el fundamento de todo poder legítimo y de la razón divina procede la ley moral que ordena la libertad.

Todo esto desaparece hoy cuando se afirma que «la autoridad pública no es más que la voluntad del pueblo, el cual, dependiendo a penas de sí mismo, es también el único para gobernarse por sí mismo». He aquí uno de los principios del «derecho nuevo» —según expresión de León XIII— inculcado por sus adeptos como «el fruto de una edad adulta y el producto de una libertad progresiva».

El derecho público revolucionario moderno

Este derecho, cuya construcción, advierte León XIII, se debe a los «principios modernos de una libertad desenfrenada, inventados en la gran revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo», «contrario en muchas de sus tesis no solamente al derecho cristiano, sino incluso también al derecho natural». A la «libertad desenfrenada» de los individuos corresponde la soberanía absoluta del pueblo, que implica la negación de la soberanía de Dios, de donde surge la secularización de las instituciones y la separación entre la Iglesia y el Estado.

León XIII refuta esos errores y los condena, reiterando las condenas de Gregorio XVI en la encíclica Mirari vos (1832) y de Pío IX, en el Syllabus de 1864.

Si el derecho constitucional moderno se inspira en gran parte en la tradición británica del rule of law, de raíces medievales y en la Constitución de los Estados Unidos, elaborada y promulgada en la Convención de Filadelfia (1787-1789), es indiscutible que sus principios, su ideología, toda la dinámica de su desarrollo en las instituciones de los países europeos y americanos provienen de la Revolución francesa. De ésta proceden, difundiéndose entre los otros pueblos, el soplo iluminista, las fantasías de Rousseau, la teoría del pouvoir constituant de Sieyès y la versión individualista de los derechos del hombre.

A propósito del «derecho nuevo» así originado en contraste con el derecho cristiano —contraste subrayado en la Inmortale Dei— y escribió Louis Veuillot: «La sociedad cristiana está establecida sobre el orden y la libertad del Evangelio, único orden que contiene la libertad, única libertad compatible con el orden. Ahora, la Revolución no quiere este orden y esta libertad del Evangelio, importándole poco que sean o no observados en las sociedades; pretende imponerles otro orden y otra libertad» (L’Univers, 27 de julio de 1857).

La encíclica Immortale Dei se ocupa especialmente de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, oponiendo al Estado laico del constitucionalismo moderno el Estado confesional del derecho cristiano. Sin el reconocimiento de la Iglesia y de su jurisdicción en el orden espiritual, el poder del Estado no tendrá freno. Lo demostró la historia desde la Revolución francesa a nuestros días. Partiendo de una concepción individualista de la sociedad política, las democracias modernas han acabado por conducir al totalitarismo, al negar los derechos de la Iglesia y de las autoridades sociales corporativas, permaneciendo, de ese modo, el Estado con un poder sin límites. Este aspecto de las transformaciones políticas y sociales de nuestro tiempo fue comprobado por numerosos pronunciamientos del magisterio pontificio después de León XIII, desde las encíclicas Quadragesimo anno (1931) y Divini Redemptoris (1937), de Pío XI, hasta la Mater et Magistra (1961), de Juan XXIII, y la Octogésima adveniens (1971), de Pablo VI, a parte de los importantes discursos de Pío XII sobre dicha cuestión.

La sociedad individualista moderna se opone a la sociedad orgánica del derecho cristiano con la valorización de los cuerpos intermedios, -baluartes para la protección de las libertades concretas de los hombres contra las interferencias abusivas del Estado. Libertades que son sacrificadas por la libertad abstracta proclamada en los textos constitucionales inspirados en los principios de 1789, que no impidieron que la libertad de los más fuertes prevaleciese sobre la de los más débiles. Tres años más tarde en la encíclica Libertas (1888), León XIII establecería el significado exacto de la libertad según el orden natural y el orden cristiano.

Laboulaye, que era un liberal conservador, político militante de la Segunda República y del Segundo Imperio —también politólogo, según la expresión hoy habitual— en su curso sobre la Constitución de los Estados Unidos impartido en el Colegio de Francia (1864), en el prólogo al libro en que lo publicó, dice que, desde 1789, los legisladores franceses han dado vueltas en un estrecho círculo, y los constituyentes, sin ir al fondo de las cosas, nunca llegaron a comprender el alcance de las cuestiones sobre las que decidían, de donde resultaron soluciones superficiales y falsas.

Y, añade; «En general, vivimos bajo el imperio de los errores que Rousseau esparció. La soberanía del pueblo es para nosotros la voluntad universal, el conjunto de todas las voluntades particulares; se extiende a todo, lo abarca todo. En este sentido, la soberanía del pueblo es absoluta, por consiguiente, despótica, no puede engendrar más que la tiranía».

Por otra parte, el paso de la libertad democrática moderna al despotismo totalitario ha sido observado por otros autores, también liberales, desde Alexis de Tocqueville, al que admiraba Laboulaye, hasta Jean-François Revel en nuestros días.

El régimen constitucional, estructurado según los moldes del «derecho nuevo», con sus falsos principios señalados en la Immortele Dei, que se instituyó para eliminar el absolutismo monárquico y sustituirlo, no hizo sino agravar los vicios de ese absolutismo que se pretendía extirpar: el poder ilimitado del Estado y la excesiva centralización.

La tradición de las monarquías cristianas, sociales, limitadas y representativas, se perdió con las monarquías absolutas. Del absolutismo monárquico se pasó al absolutismo democrático. León XIII era concluyente: «los Estados no solamente rechazan adaptarse a las normas de la filosofía cristiana, sino que parecen pretender alejarse cada día más de ésta».

Para terminar, una pregunta al lector: ¿Existirá, hoy, un Estado cuya constitución esté plenamente de acuerdo con los principios del derecho natural y del derecho cristiano?

(Traducción de Estanislao CANTERO).