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Número 239-240

Serie XXIV

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Religión

 

EUGENIO VEGAS LATAPIE (1907-1985)

Discurso pronunciado por Eugenio Vegas Latapie en el teatro de La Comedia de Madrid el 26 de octubre de 1930[1]

Me parece innecesario hacer un balance detenido de la situación actual del mundo, para demostrar la gravísima crisis que padece. Las dictaduras portuguesa, rumana, turca, italiana y de otros pueblos de Europa y América nos prueban el fracaso de un régimen. Las recientes revoluciones en la Argentina y Bolivia, y la que aún hace correr, en lucha fratricida, la sangre de los brasileños, nos evidencian que, frente a los modernos inventos de organismos reguladores de los poderes y de control de los mismos, subsiste la apelación a la violencia y el triunfo de la fuerza. El paro forzoso que amenaza a Inglaterra y Alemania con el espectro del comunismo, cuando sus parlamentos se muestran incapaces de darles un gobierno estable y fuerte, nos hace esperar hondas transformaciones.

Y volviendo la mirada a España, pata no ser interminable, observamos el mismo clima de perturbación. Así, vemos que, para medrar, hay que ser impío y enemigo del actual régimen; que una ínfima minoría priva del sagrado derecho del trabajo a miles de obreros, arrebatándoles el pan que reclama, en sus hogares, el hambre nunca satisfecha de sus hijos; que los enemigos de la organización social y política existente, son pensionados y protegidos por los propios encargados de la defensa de las instituciones a las que se ataca. Y asistimos, en fin, al desconocimiento de los derechos de los padres en la educación de sus hijos, para reconocer, en cambio, a esos hijos el derecho de enseñar a sus maestros el «derecho a la rebeldía», que les permite atacar impunemente a la Monarquía y al Ejército, como ha ocurrido en la Universidad de Madrid, en la que pudo presenciarse, además, el caso tristemente curioso de ser abierto el curso académico, por un Ministro de la Corona, a los acordes, no de la Marcha Real, sino de una jota aragonesa, por estimar, sin duda, quien lo ordenó, que la Marcha Real es un himno subversivo.

Por el contrario, hoy, en España, se pone toda clase de trabas al derecho a enseñar de la Iglesia Católica, a la que debemos todo, absolutamente todo nuestro prestigio científico y universitario. A la Iglesia, fundadora y sostenedora de cuantas universidades fueron, un día, luminares del mundo y permitieron completar la gloria y el poderío de España; pues si medio mundo fue nuestro por la conquista, la espada y los vínculos de la fuerza, el otro medio lo fue por los lasos del espíritu, que prendimos en las almas de los innumerables extranjeros que venían a saciar su sed de luz y de ciencia a Salamanca y Alcalá, gigantescos faros que alumbraban y encauzaban con sus torrentes de luz espiritual y divina a los espíritus rectores de todas las naciones del orbe.

Pero no satisfecha la Iglesia con ilustrar al mundo desde España, mandamos nuestros sabios, en gloriosa embajada, a enseñar en otros países. Y, así, el Obispo de Urgel, don Nicolás Capocci, funda en Perusa el colegio titulado Sapientia Vetus; el Cardenal Gil de Albornoz, el de San Clemente, en Bolonia; el dominico fray Pedro de Soto, la Universidad de Dillinghen, en Alemania, donde regentó una cátedra, pasando después a profesar en las Universidades de Oxford y Cambridge; el jesuita Gregorio de Valencia regenta cátedras en las universidades alemanas de Ingolstádt y Dillinghen; Rodrigo de Arriaga, en Praga; el padre Mariana, en París; Pedro de Arrubal, Martín de Esparza y el cardenal Juan de Lugo, en el Colegio Romano, mientras el profesor Francisco Agustín Macedo sostenía con gloria, en Pisa, la bandera de la ciencia española. Y cuando Juan III de Portugal funda la Universidad de Coimbra y desea acreditarla con los mejores maestros de Europa, acude a España, y Salamanca y Alcalá le dan hombres como Martín de Ledesma y el eximio Suárez.

Pues bien, ¿sabéis lo que se ha hecho y quiere hacerse con la Iglesia, en estos tiempos de postración intelectual en que andamos mendigando por el extranjero esa ciencia que antaño, pródigos, sembrábamos por el mundo? No sólo expulsarla de las universidades que ella fundó, prohibiéndola crear otras, sino incluso privarla en absoluto de su derecho a enseñar, al grito de ¡Viva la libertad! Hasta se pretende desterrar de la escuela el santo nombre de Dios, según acordó, hace algunos meses, la llamada Federación Universitaria Española, tan bienquista de los enemigos de Dios y apoyada por muchísimos insensatos que se dicen y se creen católicos.

Pero viniendo a capítulo —y perdonad mi arrebato al recordar la ingratitud que demuestra la España anémica de hoy hada el origen y la causa de sus pasadas grandezas—, vemos también que España, como el resto del mundo, atraviesa tina grandísima crisis, dé k que son responsables los ministros de Carlos III y el propio monarca, «hombre de cortísimo entendimiento —digo, citando a Menéndez Pelayo—..., bueno en el fondo, y muy piadoso, pero con devoción poco ilustrada, que le hacía solicitar de Roma con necia y pueril insistencia, la canonización de un leguito llamado el hermano Sebastián, de quien era fanático devoto, al mismo tiempo que consentía y autorizaba todo género de atropellos contra cosas y personas eclesiásticas, y de tentativas para descatolizar a su pueblo. Cuando tales beatos inocentes llegan a sentarse en un trono, tengo para mí —continúa Menéndez Pelayo— que son cien veces más perniciosos que Juliano el Apóstala o Federico II de Prusia». Al oír esta cita, os ruego que no establezcáis el menor paralelo entre ese funesto beato inocente y algún catedrático de nuestros días, muy pío y devoto, que tanto daño hace, con su actuación a los intereses de la causa católica.

Decía que la crisis actual tiene por causa, en España, a Carlos III y en todo el mundo a los filósofos franceses del siglo XVIII «En tiempo de Carlos III se plantó el árbol, en el de Carlos IV echó .ramas y frutos, y nosotros los cogimos: no hay un solo español que no pueda decir si son dulces o amargos». Así exclamaba, en 1813, el cardenal Inguanzo y, de entonces acá, los frutos han resultado peores de día en día. Pues bien, señores, ¿sabéis cuál es el origen de esa crisis mundial; cuál es ese árbol maldito? La irreligión.

Y no soy yo quien proclama este mal como el verdadero factor del actual desorden y desequilibrio en el mundo, sino todos los autores católicos, descollando entre ellos, con sus discursos en 1849 y 1850 en el Parlamento, el Demóstenes contemporáneo, Donoso Cortés, gran filósofo e historiador eminente, que en sus años mozos fue liberal, aunque no puede ser atribuido su cambio a debilidad senil, pues murió a los cuarenta y cuatro años, siendo embajador en París.

Decía Donoso: «Tan triste es y tan vasto el cuadro de esta corrupción universal. Si queréis subir conmigo hasta el origen misterioso de este síntoma de muerte, le hallaréis, por una parte, en la decadencia del principio religioso; y, por otra, en el desarrollo del principio electivo». Pero dejando a un lado las profundas palabras pronunciadas por Donoso acerca del principio electivo, por no referirse al tema que hoy me han asignado, escuchad lo que el mismo añadía: «El gran problema de gobierno que los ministros han debido resolver es el siguiente: dar tales crecimientos al principio religioso que quede neutralizada la fuerza corruptora del principio electivo. Problema es éste que, no sólo no ha sido resuelto, pero que ni ha sido planteado siquiera por los ministros de la cotona; digo más: ahora mismo creo leer en su pensamiento; estoy seguro de que si no temieran interrumpirme me preguntarían todos a la vez: ¿Qué tiene que ver la religión con las elecciones? ¿Qué tiene que ver? Tiene que ver tanto, que las elecciones nos matarán, si la Religión no purifica las elecciones); tiene que ver tanto, que si dejan a un lado el principio religioso, no podrán ni atajar, ni curar la corrupción que engendra el principio electivo, sino con el cauterio y con la sangre. No atribuyáis, señores, a vano antojo esto de traer la Religión en todas las cuestiones políticas; no soy yo el que la traigo; es ella la que se viene; no me acuséis a mí; acusad más bien a la naturaleza misma de las cosas. ¿Soy yo, por ventura, la causa de que toda cuestión política se resuelva, en último resultado, en este último dilema: la Religión o las revoluciones; el catolicismo o la muerte?». Antes el creador había hecho un magnífico paralelo entre las dinastías austríaca y borbónica, muriendo, la primera, de hambre por haber abandonado los intereses materiales y, la segunda, a mano de las revoluciones, por haber olvidado los intereses religiosos.

Y en otro discurso, en la colosal oración política conocida con el nombre de «discurso de los termómetros», Donoso, después de hacer un recorrido »histórico, desde la sociedad fundada por Nuestro Señor Jesucristo, en la que, por estar en todo su apogeo la represión religiosa, no existía represión política, y observar el paulatino retroceso de la represión religiosa y el consiguiente aumento de la política, llega a los tiempos presentes y exclama: «Pues bien, una de dos: o la reacción religiosa viene o no; si hay reacción religiosa, ya veréis, señores, cómo subiendo el termómetro religioso comienza a bajar natural, espontáneamente, sin esfuerzo ninguno de los pueblos, ni de los gobiernos, ni de los hombres, el termómetro político, hasta señalar el día templado de la libertad de los pueblos. Pero si, por el contrario..., el termómetro religioso continúa bajando, no sé adónde hemos de ir a parar. Yo, señores, no lo sé, y tiemblo cuando lo pienso. Contemplad las analogías que he propuesto a vuestros ojos, y si cuando la represión religiosa estaba en su apogeo no era necesario gobierno ninguno, cuando la represión religiosa no exista no habrá bastante con ningún género de gobierno; todos los despotismos serán pocos». Al citar estas palabras proféticas las veo, con horror, confirmada en la sangrienta y larga tiranía rusa, cuyo recuerdo cruza ahora ante mi mente.

Y no creáis que estos presentimientos oratorios del gran Donoso Cortés, son simples disquisiciones, de gran hermosura, sí, pero impracticables y utópicas en este« tiempos. No digáis que, además de imposible hoy, nunca se ha dado tal importancia a los principios religiosos. La Historia, por cualquier página que se abra, confirma esa doctrina. Para evidenciarla, quiero limitarme a recordar, puesto que somos españoles, dos páginas de nuestra historia.

Una de las páginas que quiero recordar figura, sin duda alguna, entre la más grandiosas de la historia de España y del mundo entero, escrita por nosotros en el siglo XVI, aunque comenzada en el anterior, con el descubrimiento de América y el reinado de los Reyes Católicos, y continuada después, durante aquel áureo siglo, por Cisneros, Carlos V y Felipe II. Siglo al que Menéndez Pelayo se refiere, en el epílogo de su Historia de los Heterodoxos, con estas palabras: «¡Dichosa edad aquélla, de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida! España era o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas, o para atajar al sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible: la fe de aquellos hombres, que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas, con la espada en la boca y el agua a la cinta, y él entregar a la Iglesia Romana cien pueblos por cada tino que le arrebataba la herejía.

España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra».

¿Pues sabéis de dónde sacó su grandeza? De la Religión, inspiradora de sus actos y pensamientos todos. Fue un siglo que buscó la gloria de Dios, y todo lo demás lo recibió por añadidura. Fue un siglo de oraciones en el corazón de heroicos ascetas. Ascetas que pasaban los años de su vida en oración y estudio para después extenderse por todo el mundo, sembrando la fe de Cristo con sus palabras y con su sangre.

¿Queréis ver lo que era un colegio religioso en aquel tiempo? Llegaos a la resplandeciente Salamanca y entrad, con la imaginación, en el dominicano convento de San Esteban, donde se alumbraron los principios de la justicia, explicado® por Francisco de Vitoria, que dieron por primera- vez al mundo los acentos de un derecho supremo de gentes, del Detecho Internacional. En este convento, en el que residen Francisco de Vitoria, Melchor Cano, Domingo Báñez, Domingo y Pedro Soto, los Ledesma, los Sotomayor, Montalbán y otros tantos, llegados los días en que han de comulgar los legos y los estudiantes, después de cantar los maitines de dos a tres de la mañana, se apagan las lámparas y, según refiere el cronista, habiendo precedido un rato de oración, comienza una música y sonido de golpes y sangrientas disciplinas, muy suaves para con Dios, aunque causa admiración y espanto a los seglares que pasan por la calle. En 1594 murieron dos religiosas novicios a causa de las heridas, y cuando el cronista escribe, en 1616, muere otro... ¿Qué no se va a esperar de almas de este temple, que se ejercitan en el castigo del cuerpo en términos inconcebibles pata nuestra carnal prudencia?

Pero no es sólo en los conventos donde existían esos caracteres cristianos que en el cuerpo y en la tierra no ven más que enemigos del alma, sino que todas las clases sociales de aquel pueblo del agio XVI, que mereció el nombre de teólogo, imitan a sus predicadores; incluso en los regios alcázares, donde el más leve desliz y la acción más insignificante pueden servir de escándalo o de ejemplo a los súbditos. ¿Conocéis las últimas palabras de Felipe II a su heredero? En el trance solemne de la muerte, di gran monarca dice al que había de ser Felipe III: «Hijo mío, os recomiendo obediencia a la Santa Sede. Ved aquí estas dos disciplinas y el crucifijo que os dejo, heredado del Emperador, mi padre. Ha muerto con este Cristo, como yo quiero hacerlo. Os lo dejo para que hagáis otro tanto. Estas dos disciplinas eran igualmente de él. La más ensangrentada era la de que d Emperador, mi padre, se servía. Siendo mejor que yo, se sirvió más de ella. Esta otra que está menos usada es la mía; a causa de mis enfermedades la he utilizado menos. Os la dejo como mi suprema herencia».

El pueblo siguió este ejemplo sublime del rey, según ha cantado en nuestros días el poeta:

«Castilla reza y explora; una isla tras otra isla
acrecientan nuestro imperio, en tanto que d rey legisla.
Es el reino una corona rematando un gris sayal.
A la fe y la penitencia d buen rey demanda auxilio
y a la luz de las antorchas que encendieron los concilios,
como un símbolo de piedra, se alza al cielo El Escorial».

«Y ahora —digo con Cánovas del Castillo— cúlpese cuanto se quiera aquel fanatismo religioso por d cual hubo España y sin el cual no la habría».

Felices los pueblos gobernados por un rey que mira incesantemente al cielo y, por suprema, herencia, deja a sus hijos, no una corona, sino unas disciplinas. «Y así podréis certificar a Su Santidad, que antes de sufrir la menor quiebra del mundo en lo de la religión y del servicio de Dios perderé todos mis Estados y den vidas que tuviere, porque yo no pienso, no quiero ser señor de herejes». (Carta de 2 de agosto de 1556).

Bueno, me responderéis, queda probado que si España brilla en las ciencias, artes y letras, descubre, conquista y evangeliza reinos y puebla los cielos de santos que siguieron las huellas de Teresa e Ignacio, Juan de la Cruz y Francisco Javier, al siglo de las disciplinas y mortificaciones cristianas se debe; pero hoy es imposible gobernar así.

¿Imposible? Os engañáis. Reconozco que es un camino angasto y lleno de espinas; pero, siempre que haya fe en los cristianos, será posible ese gobierno y estado social cristiano.

Era por los años de 1870: España vivía aquella sangrienta opereta que culminó con la primera República; en París, la Commune asesinaba al arzobispo y sembraba el hierro y el fuego; en Roma se perpetraba el inicuo despojo que, no obstante la caridad inmensa de los sucesores del Pescador, ha tardado cincuenta y ocho años en perdonarse; Bismarck preparaba el Kulturkampf; todos los pueblos, menos uno, seguían las desastrosas huellas de los filósofos franceses del siglo anterior. Pero en el Ecuador, Dios suscitó un atleta, el único hombre que la Iglesia universal venera por su actuación en el Gobierno de una República, aunque, por altas razones, no haya sido elevado todavía a los altares.

García Moreno es el Felipe II de la Edad contemporánea. El también gobernó con la mira puesta en Dios y haciendo de las tareas del gobierno, en vez de una ocupación envidiable con la que saciar la sed de poder, honores y mando, un sacerdocio sublime, a través del cual aumentar la religiosidad del pueblo y acercar, así, a sus compatriotas a la eterna felicidad. La® ventajas materiales, como la palabra de Dios es eterna, vinieron por añadidura.

En los diez años de gobierno de García Moreno, el Ecuador sufrió una verdadera transformación. Escuelas y universidades, con profesores elegidos en toda Europa, laboratorios, observatorios, carreteras y, además, paz y sosiego proporcionó el estadista cristiano a su pueblo, poniéndole en la vanguardia de la civilización. De no haber sido asesinado el Presidente mártir, torciéndose el rumbo de su gobierno, el Ecuador no se hallaría hoy en él trance bochornoso de gestionar la venta de un trozo de suelo patrio por un puñado de pesetas.

¿Sabéis por qué aceptó García Moreno la presidencia de la República? «No volveré a subir—había dicho— sino en el caso de que me obliguen a ello los irreconciliables enemigos de la Iglesia y de la Patria». García Moreno gobierna para servir a Dios; el servicio divino es su último anhelo. De ahí que, en julio de 1875, cuando acababa de ser reelegido para la presidencia de la República y corren autorizados rumores de que ha de ser asesinado, pudo decir así al Papa, al inmortal Pío IX, en una carta escrita semanas antes de ser asesinado: «Hoy día en que las logias de los países vecinos, excitadas por Alemania, vomitan contra mí toda clase de injurias atroces y de horribles calumnias, procurándose en secreto los medios de asesinarme, tengo más que nunca necesidad de la protección divina a fin de vivir y morir en defensa de nuestra santa religión y de esta amada República que Dios me llama a seguir gobernando. ¿Qué mayor honor puede caberme, Santísimo Padre, que verme detestado y calumniado por amor a nuestro divino Redentor? ¿Y qué mayor honor también si vuestra bendición me obtuviese del Cielo la gracia de verter mi sangre por Aquel que, siendo Dios, quiso verter la suya por nosotros en la cruz?».

García Moreno pide que la bendición del Papa le otorgue d morir a manos de los enemigos de Dios para gobernar conforme a sus dictados. El Ecuador progresa en grado sumo con este gobernante. Y, al ver lo que consigue d Presidente mártir, viene a mi recuerdo la España de los Reyes Penitentes que dejaban a sus hijos, como suprema herencia, unas disciplinas teñidas en la sangre del Emperador Carlos V y de Felipe II. García Moreno ha legado al mundo entero, en d Museo Vaticano, d Mensaje que iba a leer en la Asamblea Nacional, el día de comenzar su mandato, tinto en sangre. Gobernó en católico y murió como mártir. Hombres de gobierno de ayer y del futuro, que me escucháis, estudiad el Derecho Público Cristiano, del que fue vengador García Moreno.

Pero k muerte no fue, para él, sino d glorioso remate de toda una vida, privada y pública. Era d 5 de agosto de 1875. García Moreno pasó la mayor parte de la noche anterior dedicado a la oración. Se decía que, de un día a otro, iba a ser asesinado. Era primer viernes, día del Corazón de Jesús, a quien él, dos años antes, había consagrado k República. Comulga piadosamente, mientras los asesinos le acechan. La aglomeración de público les impide perpetrar d crimen, pues los asesinos, en su cobardía, desean k impunidad. Por k tarde, terminada la redacción del Mensaje que iba a leer al Consejo de Ministros, sale de casa y, antes de dirigirse al Palacio Presidencial donde los asesinos le aguardaban, entra en la Catedral, que está enfrente del Palacio, y se sume en fervorosa oración ante Jesús Sacramentado, que se hallaba de manifiesto. Los asesinos se impacientan y le envían un aviso, diciéndole que se le espera en la Presidencia. García Moreno sale y, al subir las escaleras, se lanzan sobre él los sicarios de las logias, armados de hachas, cuchillos y revólveres. Y cuando uno de los criminales, al darle un hachazo, gritó: ¡«Muere, verdugo de la libertad!», el héroe de la libertad cristiana aún tuvo aliento para contestar: «Dios no muere». Estas fueran sus últimas palabras.

Un obispo le calificó, en su oración fúnebre, de «vengador y mártir del Derecho Público Cristiano». Pío IX dijo que había muerto «víctima de su fe y de su amor a la patria». Y León XIII, al recibir en 1889, como regalo del Ecuador, el mensaje, ensangrentado, que sobre sí llevaba García Moreno al morir, exclamó: «Por la Iglesia cayó bajo la cuchilla de los infieles».

Vengo de exhumar dos páginas de la historia de España, puesto que García Moreno, hijo de padres españoles y sobrino del Cardenal Moreno, Arzobispo que fue de Toledo, es mártir de la civilización cristiana y flor del genio español en el Nuevo Mundo, como dijo Monseñor Baudrillart, en la Iglesia de San Sulpicio, al celebrar, el año 1921, el centenario del nacimiento del héroe. De su magnífico discurso son estas dos proposiciones: «¡Oh, qué locura el pretender, como hacen tantos protestantes y librepensadores, que si España no es hoy más próspera, se debe a que es demasiado católica! ¡No! Se debe a que ya no lo es bastante». Y más adelante exclama el actual rector del Instituto Católico de París: «No os he engañado: fue con la fe católica con la que el genio español encontró su plenitud; fue con día como agrandó el mundo físico y el mundo espiritual». Al hablar de la grandeza del Ecuador, hija de España, Baudrillart coincide con Menéndez Pelayo en la añoranza del siglo XVI; ambos reconocen que la Religión es la causa de la tranquilidad y grandeza de los pueblos y que sin esa base no hay más que el abismo.

Antes de concluir, quiero sacar una consecuencia práctica de todo lo expuesto. Ingenios preclaros, asombro del mundo, achacan la causa de la tremenda crisis que la humanidad padece a la falta de Religión. El Papa Pío X grita ante el inminente peligro: «Restauremos todo en Cristo». Católicos que me escucháis, ante el avance del ateísmo en el pueblo, en las clases directoras, en las universidades y en la política, ¿habéis de permanecer indiferentes? ¿No daréis vuestra cooperación activa a la obra de defensa religiosa y de restauración católica? «Tengan todos presentes —exclamaba Pío X— que, ante el peligro de la Religión y del bien público, a nadie es lícito permanecer ocioso».

Y no me digáis que no tenéis facultades. Para trabajar por Dios, basta con tener voluntad, y eso es lo que falta a los que, para no actuar, se califican a sí mismos de incapaces. Rezar un rato y no hacer nada el resto del día por la gloria de Dios, ¿es acaso de católicos? La fe sin obras es fe muerta, proclama la eterna palabra de Dios en sus Evangelios, donde leemos también que sólo se salvará el que tenga fe viva y que el cielo y la tierra podrán hundirse antes que faltar la palabra de Dios. ¿Tenemos nosotros fe viva? ¿Qué obras hacemos, al cabo del día, para la gloria de Dicte? Si los que aquí nos encontramos tuviéramos esa fe con obras, esa fe de nuestros abuelos, esa fe de García Moreno, es seguro que, antes de mucho, España dejaría de ser la miserable España de hoy y volvería a. ser lo que un día fue.

Lo por desgracia ocurre, es que los católicos no hacemos sino lamentarnos, como mujeres, de las posiciones que no hemos sabido conservar como hombres; pero estos lamentos no bastan. Hemos venido al mundo para salvarnos, y para entrar en el cielo es preciso la fe viva; la fe sin obras es fe muerta. Ayudad con vuestro perseverante esfuerzo personal, o, al menos, con vuestra ayuda económica a todas las organizaciones católicas; estudiantes, juventudes, sindicatos, prensa. . . Propagad sin descanso la doctrina católica. Quitad lectores a esa prensa impía. Enseñad al que no sabe. En una palabra, trabajad.

Para concluir, meditad esta frase: Dios no nos manda triunfar; pero a todos, absolutamente a todos, nos manda trabajar por su gloria.

 

[1] (*) Reproducimos este trabajo de los ESCRITOS POLÍTICOS, tomo I del autor, publicado en Zaragoza. Editorial Círculo, 1959. De él dice Eugenio Vegas que «constituye el texto del discurso que, con el tema "Religión", pronuncié en el Teatro de la Comedia de Madrid, el día 26 de octubre de 1930, en uno de los mítines celebrados en la "Campaña de orientación social'' que organizaron los inspiradores del diario El Debate en las postrimerías de la monarquía. Durante varios meses, todos los domingos, y cada vez en un teatro o cine de diferente barrio de Madrid, cuatro oradores desarrollaban los temas de Religión, Familia, Orden y Monarquía. En el acto antes mencionado yo glosé el tema "Religión"; el Doctor Enríquez de Salamanca, el de "Familia"; el Doctor Piga, el de "Orden", y don Antonio Goicoechea, el de "Monarquía". »Con verdadera ilusión acepté hacer mis primeras armas oratorias y, pese a la aversión que desgraciadamente me producía y sigue produciendo el tomar la pluma, escribí mi proyecto de discurso, para luego aprendérmelo de memoria, y pronunciarlo, en su momento, lo mejor posible. El 26 de octubre de 1930, pronuncié el primero y último discurso de mi vida. A pesar de la penosa y larga preparación del mismo y de las frases amables y alentadoras que me prodigaron amigos y conocidos, salí del acto con el triste convencimiento de que Dios no me había llamado para orador, por lo que en lo sucesivo siempre que me he visto forzado a decir algo, en reuniones o sobremesas, lo he hecho en tono menor, como si se tratara de una charla amistosa. Ello dio lugar a que alguien me atribuyera que despreciaba la oratoria; pero estaba equivocado quien tal dijo. Precisamente mi actitud obedece a lo contrario; admiro tanto la buena oratoria que por sentirme incapaz de acercarme a ella no he vuelto a ponerme en trance de profanarla.

»Al dar ahora a la publicidad el texto de aquel discurso, no lo hago creyendo que sea un trabajo digno de conservarse para la posteridad. La redacción es ingenua, las citas demasiado largas y las pocas imágenes de mi cosecha de una vulgaridad notable. Sin embargo, cuando hace algún tiempo, encontré casualmente las cuartillas autógrafas de mi discurso, forjé el propósito de publicarlas, sin retoque alguno, en la primera ocasión, no por su valor intrínseco, que apenas tiene, sino por las ideas fundamentales que tan torpemente pretendí defender y que son las mismas ideas que han inspirado las actuaciones todas de mi vida pública y a las que sigo sirviendo actualmente en mi voluntario ostracismo. Si .ahora repito constantemente,' a cuantos quieren conversar conmigo, que lo más necesario y fundamental es estudiar la Verdad católica y luego propagarla incansablemente, no es porque los desengaños y contrariedades sufridos en el correr de los años me hayan arrinconado a semejante posición. Mis consejos y consignas de hoy, no las dicta el desengaño de un jubilado, escéptico de la acción, que va caminando por la cincuentena, sino que responden a unas convicciones que he tenido siempre, como lo demuestra el texto del discurso que pronuncié a los veintitrés años.

»Respecto a los demás trabajos que se reimprimen, tan sólo quiero dar una breve explicación. Todos ellos fueron escritos en el fragor del combate que sostuve incansablemente durante los años de la república y con el deseo de inculcar a mis lectores unas cuantas verdades fundamentales, y a ese propósito se debe esa repetición constante de las mismas ideas y argumentos, tanto en los artículos de Acción Española como en los de La Época. No pretendía hacer gala de erudición variando los autores y las citas, sino de horadar y vencer las empedernidas y erróneas opiniones reinantes, haciendo caer sobre los mismos lectores la gota constante de unas mismas verdades tan desconocidas como salvadoras.

»Al repasar esos viejos artículos que hoy vuelven a reproducirse, escritos la casi totalidad a vuela pluma, y angustiado por urgentes apremios de tiempo, he encontrado algunos párrafos oscuros o de difícil interpretación, que no sé si son producto de mi torpeza o de algún error de imprenta, y que no soy capaz de rectificar a tantos años de distancia de cuando fueron escritos.

»Antes de concluir quiero reiterar públicamente mi gratitud a Jorge Vigón, por su colaboración al prestarse a corregir el estilo de mis trabajos en Acción Española, al actual marqués de Valdeiglesias, por haberme prestado la misma colaboración respecto a los editoriales que escribí en La Época, y a Pablo Beltrán de Heredia, por las correcciones sintácticas que ha hecho en el autógrafo de mi discurso de 1930.

»Madrid, 8-XI-1959. E. V. L.»