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Número 239-240

Serie XXIV

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Doctrina y acción. Antología de textos de Eugenio Vegas Latapie

 

EUGENIO VEGAS LATAPIE (1907-1985)

Dos aforismos sintetizan la doble actuación a que se ha entregado durante toda su vida nuestro inolvidable amigo Eugenio Vegas Latapie.

Uno nos explica el porqué de su constante apologética; de su ansia por enseñar: «Las ideas gobiernan a los pueblos». Frase de Fichte, que Vegas complementaba con otra, indicativa de que no es igual que gobiernen unas u otras ideas: «No son los vicios, sino los errores, los que corrompen a los pueblos», según había escrito Le Play, sintetizando las experiencias históricas y sus observaciones como sociólogo.

Otro aforismo explica su actividad política en los dos momentos históricos en que se lanzó a ella. Es mucho más antiguo; se halla ya en el Ecclesiastés: «Los pueblos son lo que quieren sus gobernantes». De esa frase también conocía algunos corolarios, entre ellos el expresado por Pedro Mártir de Anglería: «Juega el rey; todos somos tahúres. Estudia la reina; todos somos estudiantes».

La afirmación de Fichte y la observación de Le Play explican toda su labor doctrinal. Primero de estudio y después de divulgación. En los años treinta sentía la necesidad de que se conociera lo que él contemplaba como derecho público cristiano. En La Época y en Acción Española, y en ésta tanto en sus tertulias como en la revista, se consagró su divulgación. Siempre prodigaría la enseñanza oral, matizada de ejemplos: unos brindados por la historia y otros recolectados de su propia experiencia. En sus últimos treinta años, elevándose a un plano menos concreto, más proyectado en los principios, siguió consagrado a esa tarea entre los amigos de la Ciudad Católica, en Speiro y en la revista Verbo.

La admonición del Ecclesiastés y el aforismo del citado cronista de tiempos de los Reyes Católicos —que dan pie para justificar la consigna de Maurras: «Politique d'abord»— explican, en una persona que sentía la caridad política, que se entregara a la política como deber, cuando él creyó que tenía posibilidades de conseguir su objetivo concreto. También explican su retirada definitiva de la acción política, entregándose a la puramente doctrinal, cuando comprendió que sus posibilidades en aquél campo se habían agotado totalmente, y que las ocasiones presentadas se habían perdido irremediablemente.

Ahí tenemos explicado, primero, el porqué de su visita a Alfonso XIII en enero de 1930, de la que narra: «Yo le decía al rey que todavía era posible enderezar el rumbo» ... «No se lo creyó»

De ahí también su actuación política en la España nacional durante la guerra, hasta que desengañado marchó, con nombre supuesto, d frente como simple soldado legionario, siendo, como era, capitán del Cuerpo jurídico militar. Nunca dudó de cuál sería el fin del régimen del general Franco, después de haber experimentado el decurso y el fin de la bien intencionada dictadura del general Primo de Rivera.

Y de ahí, en fin, su entrega en la secretaría del Conde de Barcelona. El creía en la monarquía tradicional; pero no en las monarquías absolutas ni en las repúblicas coronadas. Cuando comprendió que su opción era políticamente imposible, se retiró. Pero no sin agotar antes otra posibilidad, la de educar e instruir precisamente al Príncipe, entonces aún muy niño. Tampoco fue posible. Así se lo escribió, en la carta en que le explicaba que el beso que, la noche anterior, le dio al marcharse, era de despedida: «Si alguien se atreviera a decir a V. A. que le he abandonado, j sepa que no es verdad. No han querido que yo siguiera a su lado y me tengo que resignar».

No sé si llegarán sus memorias póstumas a recoger una anécdota muy expresiva que varios amigos hemos escuchado, más de una vez, de los labios del mismo Eugenio.

Fue en el Consejo de Estado, la primera vez que volvió a encontrarse con el general don Agustín Muñoz Grandes. No se habían visto desde 1942. El breve diálogo, con estas o parecidas palabras, vino a ser el siguiente: —«¿Cómo está Vd. aquí y no en la cárcel?» —«He dejado de jugar. Lo hice mientras tuve alguna carta. Me he quedado sin ninguna». Hubo unos instantes de silencio —que, con rostro meditativo, rompió el general—: —«Puede Vd. tener la conciencia tranquila por haber hecho todo lo posible para la salvación de España».

A nosotros, aquí, en Verbo, la faceta de Vegas Latapie que nos interesa específicamente es la doctrinal y adoctrinadora. Su acción política sólo la hemos evocado en cuanto explica su generosa personalidad, y en tanto puede servir para una correcta interpretación, coherente con su pensamiento. Centrados en lo que específicamente nos interesa, vamos a recordar la actitud doctrinal de Eugenio aportando una antología de textos extraída de cuatro trabajos suyos: DOCTRINA Y ACCIÓN, artículo publicado en Acción Española, núm. 29, págs. 449 y sigs., de 16 de mayo de 1933, reproducido en el núm. 89, Antología, en marzo de 1937, págs. 52 y sigs., y en Verbo, núm. 148-149, páginas 1.077 y sigs.; LA CAUSA DEL MAL, aparecido en Acción Española, núm. 85, el 1 de marzo de 1936, galardonado con el Premio Luca de Tena 1936, reproducido en la referida Antología, págs. 85 y sigs., y en Verbo, 145-146, págs. 1077 y sigs.; Vox CLAMANTIS IN DESERTO, que fue él editorial de la Antología de Acción Española, págs. 5 y sigs.; e IMPORTANCIA DE LA POLÍTICA, ponencia que desarrolló en El Paular la tarde del 30 de octubre de 1966 en la V Reunión de amigos de la Ciudad Católica, publicada en Verbo, 53-54, págs. 249 y sigs.

 

DOCTRINA Y ACCIÓN

Hombres. Faltan hombres. Hace falta un hombre. Tales expresiones «andan con frecuencia en labios de las gentes, horrorizadas ante la constante y cada vez más acelerada marcha hacia el abismo a que se ven abocados en un porvenir próximo los pueblos todos de la tierna.

Los que así gritan sufren un error de perspectiva.

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En España, en Francia, en Portugal, en los países americanos... al lado de políticos corrompidos los 'ha habido probos e inteligentes, de la misma talla y facultades que los que durante siglos dieron al mundo orden y reposo y a los pueblos un bienestar hoy en día desconocido. Pero las instituciones que hoy los rigen, cuando no corrompen a los hombres, esterilizan sus esfuerzos. Golpes de Estado, pronunciamientos, revoluciones, cambios completos del personal gobernante, se han sucedido por docenas en el pasado siglo, sin conseguir atajar el daño. Su carácter general en los países cuyas instituciones se plasmaron —sin que se haya intentado rectificarlas— en los principios de la Revolución francesa, y su aparición, en aquellos otros que parecían más reacios y de un mayor grado de educación política, coincidente con la implantación y el juego de tales instituciones, evidencian cuál es la raíz del mal, que perdurará en tanto que su causa no sea extirpada. Mientras casi todo el mundo sufría del trastorno sin cesar creciente, Inglaterra y los Estados Unidos servían de envidiables ejemplos, hasta que, instauradas y en funciones las instituciones democráticas, la intranquilidad, el desorden y la revolución han comenzado también a progresar aceleradamente en esas naciones, antaño envidiadas por las demás.

«En una sociedad que se hunde por todas partes —decía M. Le Play ya en 1865—, lo que precisa, desde luego, es cambiar las costumbres y la inteligencia de las clases superiores, mejorar el fundamento de las cosas a la luz de los principios». «El error, más que el vicio, es quien pierde a las naciones». Y en 1871: «El error nos ha consumido mucho más que los comunistas y los prusianos a la hora presente». «Por lo que fallece mi fe en el porvenir de Francia, es porque el error se ha apoderado casi por completo de las clases directoras».

Menéndez y Pelayo compartía la opinión de Le Play, como lo prueba, entre mil que pudiéramos citar, las conocidísimas, pero poco meditadas, palabras que pronunció dos años antes de su muerte, en 1910, con ocasión del centenario de Balmes: «Hoy contemplamos —decía— el lento suicidio de un pueblo, que engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan, y, corriendo tras vanos trampantojos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu, que es el único que redime a las razas y a las gentes, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento la sombra de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia lo hizo glande, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística, y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyo recuerdo tiene aún virtud bastante para retardar nuestra agonía».

Trece años antes del golpe de Estado de Primo de Rivera, veintiuno antes de la proclamación de la República, de la quema de iglesias y de obras de arte, del Estatuto de Cataluña..., Menéndez y Pelayo afirmaba como cosa antigua y sabida que España venía suicidándose y destruyéndose; nos hablaba de agonía y señalaba como causa de esta muerte cierta a la que nuestro país venía caminando, los engaños de los sofistas y la falsa cultura que había adquirido.

Pero los males que hoy padecemos nos habían sido anunciados ya cuando aún España estaba sana; y no sólo esto, sino que se nos señaló el remedio, que despreciamos entonces y todavía hasta este momento hemos despreciado. En 1774 se imprimió en Madrid una obra del religioso jerónimo Fray Fernando de Zevallos, titulada La falsa filosofía, crimen de Estado, en la cual —el título lo dice— se ataca a la falsa filosofía, no solamente como causa de herejía y parado, sino como constitutiva de crimen de Estado. De continuar adueñándose de los espíritus las doctrinas falsas de los llamados filósofos y de los enciclopedistas, el Padre Zevallos, antes de haber estallado la Revolución francesa, presagiaba la ruina de las sociedades, el allanamiento de los poderes legítimos, el desorden y la anarquía, como su último y forzoso término. Corrieron los tiempos, y la revolución, en frase de Menéndez y Pelayo, confirmó y sigue confirmando con usura los vaticinios del monje filósofo.

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Durante el reinado de Carlos III hizo irrupción en nuestra patria, bajo la protección de lew gobernantes, la falsa filosofía de los enciclopedistas franceses y se incubó inexorablemente la ruina a que hoy ha llegado España. «En tiempos de Carlos III se plantó el árbol, en el de Carlos IV echó ramas y frutos, y nosotros los cogimos: no hay un solo español que no pueda decir si son dulces o amargos». Con estas palabras se quejaba el cardenal Inguanzo en 1818, y su lamentación la podemos repetir nosotros con mayor razón y acento aún más dolorido, porque fue después de aquella fecha cuando, con la traidora intervención de Riego, comenzó a desmembrarse el imperio colonial, español, cuya liquidación terminó en los últimos años del infausto siglo xix, testigo de dos guerras civiles que nos desangraron y empobrecieron y de un crecido número de revoluciones, pronunciamientos y desórdenes de toda especie. No obstante la evidencia de sus frutos de maldición, la falsa filosofía ha continuado incesantemente la destrucción de España, haciendo estériles los esfuerzos, que el patriotismo de algunos hijos suyos beneméritos intentara, por no haber comprendido la necesidad de exterminar las instituciones dañinas, y de borrar los funestos principios que las inspiran. A lo último, el sufragio universal, en un alarde de inconsciencia suicida, nos deparó la entrega sin resistencia de los últimos baluartes defensivos del Estado español en manos de los enemigos de nuestra religión y de nuestra historia; faltó el episodio de la lucha, para que pudiéramos parangonar esta derrota con aquella del Guadalete, en que nuestro pueblo, sin emplear su capacidad de resistencia, se entregó a merced de la morisma, enemiga mortal también de nuestro Dios y de nuestra historia.

En 1866 el ya citado Le Play escribía: «No existe otra regla de reforma que buscar la verdad y proclamarla a toda costa». «Es necesario hablar alto y firme, mostrar el abismo abierto y gritar: ¡Alto! Es absolutamente necesario atacar de frente la teoría democrática». Lo que monseñor Delassus comentaba así: «La veía (a la doctrina democrática) sobreexcitando todos los apetitos, alargando la brida a todas las pasiones, trastornando todas las jerarquías, dejando el poder en manos del populacho y, finalmente, aboliendo la propiedad y la familia, para hacer pesar sobre todos la esclavitud más humillante y cruel. Cuanto él preveía avanza hacia nosotros. Males infinitos nos amenazan. Ningún hombre sensato puede pensar que los evitaremos sin detener el movimiento democrático, aceptando la verdad económica, social y religiosa que nos ha librado del error sobre la bondad nativa del hombre. Afirmando en las almas esta verdad es como únicamente podremos evitar la catástrofe. Pretender conseguirlo por medio de un golpe de Estado o de las elecciones, antes de que los hombres se hayan convencido, es hacerse la más cándida de las ilusiones. La opinión ha perdido al mundo, y no habrá salvación mientras la idea revolucionaria no se sustituya por otra enteramente contraria. La hora es crítica; estamos ante este dilema: o volver a los principios que han fundado las naciones, o la ruina será definitiva».

Estas palabras del prelado francés sobre la esterilidad de todo esfuerzo que intenten para salvarse de la ruina los pueblos afectados por la democracia, sin que previamente las clases directoras estén en posesión de otra doctrina fundada en la verdad política, son ciertas lo mismo para España que para cualquier otro país. Refiriéndose a Rusia, pero dándole carácter general, Berdiaeff escribe: «No se puede liquidar el bolchevismo con una buena organización de divisiones de caballería. Las divisiones de caballería por sí mismas no pueden sino aumentar el caos y la descomposición. Ellas sostienen ese estado de cosas anormal y peligroso, allí donde el poder, pasado a manos de los soldados, no está hedió más que de fuerza exterior. Así fue cómo pereció' el imperio romano. El bolchevismo debe ser vencido en primer lugar en el interior, es decir, espiritualmente, y únicamente después por la política. Hay que encontrar un nuevo principio espiritual de organización del poder y de la cultura.

La historia de los tiempos pasados y la observación de los presentes evidencian la veracidad de estas afirmaciones. En el siglo XVIII Zevallos anunciaba que, de prevalecer la falsa filosofía, los Estados vendrían a caer en la anarquía y al cabo en la destrucción. Las doctrinas democráticas se adueñaron del mundo entero y se verificó la profecía, y los pueblos han llegado a la trágica situación actual. Le Play, Donoso Cortés, Menéndez y Pelayo, Vázquez de Mella, todas las inteligencias próceres que conservaban su lucidez, postulaban como único remedio el abandono de los falsos dogmas de la Revolución francesa, concordando su opinión con la de quienes habían vaticinado que la implantación de esos principios había de producir los resultados de muerte que hoy tocamos; la experiencia ha venido a darles la razón.

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Es necesario y urgentísimo estudiar la verdad y propagarla. El hombre, ya vendrá.

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Pero al lado de la doctrina hace falta la acción. La una es complemento indispensable de la otra. Acción sin doctrina vale como edificar sobre arena. Doctrina sin acción es un levantar de castillos en el aire. Es necesario que la inteligencia nos enseñe la verdad para que la voluntad la realice. ¡Acción! ¡Hay que actuar! Ante los males de la religión y de la patria, a nadie es lícito permanecer ocioso. Pero no basta actuar: hay que hacer obras útiles. Por lo que es indispensable, antes de actuar, saber con precisión qué es lo que se debe hacer.

Las enseñanzas de los Libros Santos confirman lo expuesto. Ante todo, es preciso tener fe, esto es, doctrina. Inmediatamente, producir obras iluminadas por la fe, que es la verdad. No basta la fe. Quien conoce el remedio del mal y no intenta aplicarlo es reo de eterna condenación. Para salvarse no basta dejar de hacer lo que está prohibido. Es preceptivo hacer el bien. Jesucristo dijo: «La fe sin obras es fe muerta». Y en otro momento añadió: «Yo no soy Dios de muertos». No es Dios de los que no actúan.

Fe y obras; doctrina y acción; ideas y hechos. Esa es la norma obligatoria de todo católico y de todo ciudadano. Quienes sostengan que la acción lo es todo, y la doctrina no es nada, se parecen a quien, deseando curar la enfermedad de un ser querido, lleno de actividad y buena intención le suministrase, a modo de remedio, un veneno, o al patriota que, deseando pelear por su patria amenazada, se lanzase al campo y, por no atender las órdenes o por ignorar la posición de los combatientes, disparase su arma contra sus hermanos.

Pero una vez conocida la doctrina, entonces la acción lo es todo.

Todos los hombres, absolutamente todos, tenemos dos obligaciones primordiales. La primera, enterarnos de lo que es preciso hacer. La segunda, traducir en obras esas enseñanzas y convicciones.

Probado está que la democracia y el sufragio universal son las causas de ruina de los pueblos. .Combatamos, pues el mal con una mano y con la otra edifiquemos el Estado nuevo, del mismo modo que, en tiempos de Nehemías, los hombres del pueblo escogido, con una mano manejaban el martillo, construyendo el Templo de Jerusalén, y con la otra empuñaban la espada para defenderse de los ataques de los enemigos. Sin cejar en la defensa, trabajemos sin desmayo en la creación de un nuevo orden de ideas, de un ambiente intelectual que permita resolver de un modo definitivo nuestra trágica situación, cuando las circunstancias, en las que procuraremos influir, nos vuelvan a ser propicias; y evitemos que un día se nos pueda hacer a nosotros el cargo de haberlas desaprovechado.

 

LA CAUSA DEL MAL

España agoniza de ignorancia desde que olvidó los verdaderos principios religiosos, sociales y políticos. Hace dos siglos que sus clases directoras, las que en toda sociedad digna de tal nombre hacen el oficio de cabeza, han venido abdicando lentamente sus funciones, con lo que dejaron a la multitud, sin pastores ni maestros, en el mayor abandono y la más tremenda confusión.

El mal de España no es otro que la carencia de minorías directoras dignas de tal nombre. Una minoría de conquistadores en el siglo XVI civilizó y evangelizó todo el mundo. Pero aquellos esforzados varones llevaban en una mano la Cruz y esgrimían con la otra espada. La fuerza abría camino a los misioneros y amparaba sus vidas; con ellos llegaba la verdad.

En el siglo XVIII, unas clases directoras, infeccionadas del escepticismo filosófico francés, dejaron de creer en ella; y haciendo caso omiso de sus fueros y derechos, se dedicaron a sembrar los principios revolucionarios. En estos principios, triunfantes en Francia en 1789, se encuentra en germen, como muy acertadamente observa Spengler, el anarquismo y bolchevismo que hoy nos amenaza. Durante siglo y medio, casi ininterrumpidamente y sin excepción, las clases directoras de España se dedicaron a descatolizar y desespiritualizar a nuestro pueblo. Dos veces la Revolución venció en guerra a los defensores de la Religión y de la Patria que se acogieron a la bandera de los pretendientes de la dinastía carlista. En sus filas había pocos pensadores y pocos aristócratas; las nutrían, en cambio, copiosamente el clero y el pueblo. No sólo Cataluña y Navarra y Valencia y las Vascongadas se destacaron en estas que Menéndez y Pelayo calificó muy acertadamente de guerras de religión; también registra la historia hechos gloriosos de los tercios y batallones cas-, rellanos, andaluces y gallegos, Pero ni el esfuerzo heroico ni la sangre de los mártires pudieron impedir el triunfo de la Revolución. Los carlistas, tantas veces vencedores en el campo de batalla, no lograron salir triunfantes de ningún combate en el campo del pensamiento, que es donde definitivamente se liquidan las grandes querellas. La causa de la Religión y de España, cuya defensa asumieron los príncipes carlistas, fue pródiga en héroes, pero careció de pensadores y de estudiosos, que, en los años de paz, conservaran y adecentaran las energías de la España católica, reafirmándola en la verdad de su Santa Causa a la luz de los desastres que sus triunfantes rivales, los secuaces del liberalismo, coleccionaban apresuradamente.

Hasta el último cuarto del siglo XIX tuvo, sin embargo, la causa de la verdad, ya que no una pléyade de maestros, un crecido número de sacerdotes y prelados que, a riesgo de rigores, repetía sin descanso las condenaciones que, reiteradamente había lanzado Roma contra los principios fundamentales del entonces llamado Estado nuevo. Mientras no faltaron quienes predicaran contra el liberalismo, la separación de la Iglesia y del Estado, el matrimonio civil, el divorcio, la escuela sin Dios, hubo luchadores que salieron al campo a defender a precio de su vida las bases de la civilización cristiana.

Pero llegó un tiempo en que se pretendió conciliar los principios de la Revolución con el interés egoísta de los católicos. Tras don Alejandro Pidal, fueron muchos los prelados, los religiosos y los seglares que quisieran convivir con la Revolución disimulada y sorda que, para desgracia de España, inoculo Cánovas en las instituciones de la Monarquía restaurada. Fueron registrándose bajas entre los defensores de la verdad íntegra, con lo que se dilataba el campo de los satisfechos con las exterioridades de una Monarquía católica; y así transcurrían aquellos días de España, aparentemente apacibles, entre los que es preciso contar como especialmente lamentable aquel del año 1906, en que, no obstante haber sido vencida en reñida contienda la llamada teoría del «mal menor», la parte más importante del catolicismo español se decidió a ingresar alegremente en el anatematizado Estado liberal que de un modo fatal, por razón de su misma esencia, había necesariamente de arrastrarnos a la situación presente.

No faltó entonces quien propagara, con reiteración, máximas tan falsas como la de que el derecho público no es católico ni protestante; ni quien sostuviera la torpe afirmación de que el día en que los anarquistas conquistaran la cumbre de la legitimidad por medio del sufragio, había que acatar el anarquismo. Los maestros del catolicismo español prefirieron, tras largas décadas de lucha, reconciliarse con el Poder público para vivir tranquilamente durante algún. tiempo, mientras daban al olvido el deber elemental de advertir a los demás del peligro que se les venía encima, y ungían, poco menos que como a caudillo del catolicismo español, al mismo hombre que sustentaba con tan buena voluntad como grave error las dañosas doctrinas.

En aquel medio de paz aparente y progreso material, de euforia y optimismo de todas nuestras clases directoras, políticas, eclesiásticas, militares e intelectuales, eran voces que clamaban en el desierto las que —fundadas en la verdad y en la historia— se hacían oír de vez en vez; en 1910, por ejemplo, era Menéndez y Pelayo quien, con ocasión del centenario de Balmes...[1].

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En 1913 era Vázquez Mella quien, ante el nuevo ataque que los ministros de la sedicente Monarquía católica dirigieran contra la Iglesia, exclamaba: «¿Volverá el silencio a extender sus negras alas sobre nosotros y a recogerlas sólo algún tiempo para que se oiga y se perciba mejor el crujido del templo que se desmorona, de la lámpara del santuario que cae, de las disputas de los fieles entre sí, y hasta el sollozo de los cruzados que dejan en el suelo las espadas para llevarse a los Ojos los pañuelos?» Y más adelante añadía: «Cuando no se puede gobernar desde el Estado con el deber, se gobierna desde fuera, desde la sociedad, con el derecho. ¿Y cuando no se puede gobernar con el derecho solo, porque el Poder no lo reconoce? Se apela a la fuerza para mantener el derecho y para imponerle. ¿Y cuando no existe la fuerza? Nunca falta en las naciones que no han abandonado totalmente a Cristo, y menos en España; pero si llegara a faltar por la des^ organización, ¿qué se hace? ¿Transigir y ceder?; no. Entonces se va a recibirla a las catacumbas y al circo, pero no se cae de rodillas porque estén los ídolos en el Capitolio».

Nuestras clases directoras, sardas a los repetidos avisos de los pocos hombres clarividentes que había en España, cerrados los ojos a todo estudio profundo de las realidades nacionales, arrumbados los libros de historia; y derecho público cristianos, creyeron, en su ceguera, que España era un edén, un verdadero anticipo de la gloria, y por los días de la consagración oficial de la nación al Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles, muchos religiosos y elevadas dignidades eclesiásticas estimaron que había llegado el momento de sustituir en aquella promesa que anuncia que el Corazón de Jesús reinará sobre España el futuro por el presente. La ceguera unánime de esas clases directoras no podía ser más absoluta. A fuerza de no querer enterarse, como era su obligación, de las verdaderas doctrinas que deben regir la vida de los Estados, creían vivir en el mejor de los mundos. Las insistentes y reiteradas enseñanzas de los Pontífices, principalmente de Pío IX, León XIII y Pío X; los terribles vaticinios de Donoso Cortés, Balmes, Aparisi, Menéndez y Pelayo, Nocedal y Mella, por no citar más que autores nacionales; las sombrías perspectivas que se presentaban a la vista de cuantos dirigían su mirada sobre la realidad de la vida española, todo esto permanecía olvidado y desconocido para todos los elementos directores de nuestra vida pública. Convivían gustosos con el (sufragio universal, que, según Cánovas profetizó, habrá de llevarnos al comunismo, sin recordar que la Verdad y la Razón son independientes en absoluto, y las más de las veces contrarias, de la voluntad de la multitud; respetaban, sin combatirlas, todas las libertades que antaño nuestros obispos y nuestros abuelos atacaron sañudamente titulándolas «libertades de perdición»; nadie protestaba contra la deformación de las inteligencias, producida, so capa de enseñanzas modernas, desde las cátedras universitarias; nadie articulaba tampoco un sistema verdadero de doctrinas, ni recordaba nadie la obligación que se tiene de luchar y morir por ellas.

Los más de los componentes de nuestras clases directoras eran, en su vida privada, hombres bondadosos, bienintencionados y cumplidores de sus deberes religiosos. Pero como se habían dado al olvido las enseñanzas de la Iglesia en orden a la actuación en la vida pública, y como nadie jerárquicamente autorizado se preocupaba de recordarlas, venía a comprobarse una vez más, a nuestra costa, la verdad de aquellas palabras de Le Play: «Los errores, más que los vicios, son los que corrompen a los pueblo».

En tal estado de olvido, o, por mejor decir, de ignorancia de las verdaderas doctrinas sociales y políticas, llegó el año 1923, y con él el advenimiento de la Dictadura. El general Primo de Rivera, cristiano, patriota y esforzado, fue durante algunos años dueño de los destinos de España. Pero por nuestra mala fortuna fue un dictador sin doctrina; la ausencia de ese contenido doctrinal que nadie solvente y autorizado —Iglesia, agrupación cultural o partido político— supo ofrecerle, impidió que llegara a construir nada estable. Y, en 1930, caída la Dictadura, nuestras clases directoras, unánimemente ciegas por su falta de información doctrinal, estimaron llegado el momento de volver al estado de paulatina descomposición, desterrado temporalmente en 1923; lamentable operación a la que solía aludirse con una designación que hoy nos parece sangrienta: «la vuelta a la normalidad». Y la vuelta a la normalidad no fue realmente más que el desencadenamiento de una furibunda y calumniosa campaña de prensa y de tribuna, y la reiteración por todos del viejo y manido dislate de que la multitud, por vía del sufragio, era dueña y señora de los destinos de España. Las clases directoras, por culpable ignorancia, habían traspasado a las masas el ejercicio de la soberanía, y éstas en lógico ejercicio de esta soberanía, expulsaron de los puestos de directores a los que las habían favorecido. El 14 de abril no fue sino la consecuencia lógica de los principios doctrinales en que se basó la Restauración canovista; y los incendios del 11 de mayo, como las tiránicas y persecutorias leyes posteriores, no eran más que la consecuencia inevitable de las propagandas que durante largos años gozaron del consentimiento y aun de la protección de los ministros de la Monarquía liberal.

Si en 1923 o en 1931 hubiese existido, como en 1870, un partido tradicionalista fuerte en que poder agruparse las masas católicas, muy distintos y más risueños hubieran sido los derroteros de la política española. Pero faltaba ese fuerte partido netamente católico; los jerarcas de la Iglesia española y, siguiendo sus pasos, los más de los religiosos y de los fieles, habían pactado de hecho con los falsos principios de la Revolución a cambio de una precaria tranquilidad; faltaba una escuela seria y fecunda que enseñase y defendiese los dogmas fundamentales de la verdad política y los postulados del derecho público cristiano, fuera de los cuales es imposible hallar la salud e inútil perseguirla.

Para llenar este vacío nació ACCIÓN ESPAÑOLA, en la que se agruparon inicialmente unas cuantas inteligencias que, individualmente, habían resistido a tanta desastrosa concesión, sin renegar de las verdaderas doctrinas, y venían de los partidos tradicionalistas, del campo católico sin filiación política, o aun de vuelta de algunos de los partidos fieles a la dinastía que acababa de caer. ACCIÓN ESPAÑOLA no intentó monopolizar ninguna doctrina, ni mucho menos pretendió atribuirse la paternidad de la que defiende. Su propósito es más modesto y, a la vez, más generoso. Ha pretendido llenar el vado que la falta de visión política que aún sigue siendo característica de todos los directores de los grupos que se dicen contrarrevolucionarios, dejaba abandonado para que acaso volviera a colmarlo el error. Por desgracia, la incultura política subsiste, e incluso es fomentada; y así vemos, a beneficio de expedientes de momento, cómo se postergan los problemas doctrinales y la creación de un ambiente saludable. Los partidos contrarrevolucionarios, lejos de dedicarse principalmente a propagar y difundir el ideario que debían defender, se olvidan de la suprema verdad política de que las ideas gobiernan a los pueblos, y dedican todos sus esfuerzos y energías a servirse de las instituciones revolucionarias, a la vez que familiarizan con ellas a sus afiliados, a las que van tomando apego, con lo que, perdidos de vista los fines perseguidos, se truecan de hecho, a su pesar, en agentes y auxiliares de la Revolución.

El carácter predominantemente electoral de los partidos políticas que se dicen contrarrevolucionarios les ha hecho olvidar, en la preparación de las elecciones y en la lucha por las actas, su verdadera misión de destruir, por todos los medios lícitos, las instituciones revolucionarias y, entre ellas, las falsas libertades y el sufragio universal.

El desconocimiento de las verdades políticas y sociales por parte de las clases directoras durante cerca de dos siglos ha sido la causa de que el mal introducido por los ministros de Carlos III creciese y se propagase, haciendo estériles todos los esfuerzos en contrario, hasta traernos a la angustiosa situación en que nos encontramos. Mientras perdure la incultura política, que hoy continúa reinando, será inútil cuanto se haga para sacarnos del caos actual.

Sólo en el camino del saber encontrará luz la fe patriótica y política, y así solamente los sacrificios y la sangre que habrán de exigirse darán el fruto saludable que no consiguieron obtener los generosos esfuerzos prodigados en el curso del pasado siglo.

 

"VOX CLAMANTIS IN DESERTO"

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ACCIÓN ESPAÑOLA nació y vivió sólo para exponer y propagar la existencia de una Verdad política; porque sabíamos de coto sus hombres que, cuando los gobernantes la ignoran, pagan los pueblos esta ignorancia al duro precio de trocar su paz interior en permanente y crónica anarquía.

Y como para nosotros se hacía evidente, en la razón y en el conocimiento, que la democracia y el sufragio universal eran formas embrionarias de comunismo y de anarquía, pregonamos que había que combatirlas por todos los medios lícitos; «hasta los legales», añadíamos con palabras ajenas, para dar a entender, en la medida que las mallas de la censura dejaban pasar la intención, que si nos apresurábamos a poner en práctica los medios qué una legalidad —formal, pero ilegítima— nos consentía, sólo era con la mira puesta en que ellos allanasen el camino a los que un día hubieran de marchar cara al honor y a la gloria, echándose a la espalda escrúpulos legalistas. Teníamos que combatir, por lo tanto, la errónea idea, propagada a veces por gentes significadas en determinados medios católicos, de la ilicitud de la insurrección y del empleo de la fuerza. Frente a todas las más o menos hábiles exhortaciones de acatamiento a los poderes constituidos y de proscripción de todo recurso heroico, hicimos desfilar por nuestras páginas trabajos bien documentados de quienes, como Balmes, Solana, Güenechea o Castro Albarrán, exponían la verdadera doctrina de la Iglesia, basta entonces oscurecida y deliberadamente falseada con fines políticos. Más aún; cuando, fracasado el movimiento del 10 de agosto, los generales García de la Herrán y Sanjurjo vieron trocado® sus uniformes de generales del Ejército por uniformes de presidiarios, fue un honor para ACCIÓN ESPAÑOLA dar un puesto preferente en sus páginas a escritos que al valor intrínseco de su contenido unían el imperecedero y ejemplar de estar uno fechado en el Penal del Dueso y otros en el Penal de San Miguel de los Reyes.

La fuerza, la sangre, el martirio, al servicio de la Verdad. Hoy están suscribiendo la sincera generosidad con que pregonábamos reiteradamente nuestra tesis, los cuerpos acribillados por balas asesinas de Calvo Sotelo, de Víctor Pradera, de Ramiro de Maeztu y de tantos otros de nuestros colaboradores en la tribuna y en la revista, que con su muerte han puesto al pie de su obra una rúbrica sangrienta y gloriosa.

Llegará el día, venturosamente próximo, en que nos ocupemos con la atención que el caso merece, de cada uno de aquellos hombres...

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Pero aún no es la hora. Esta es, en Cambio, la de recordar cuál es la verdad por la que dieron su vida los mejores talentos políticos del campo nacional. Una palabra que nuestro director Ramiro de Maeztu introdujo en el léxico usual sintetiza nuestra doctrina: Hispanidad. El espíritu de la España del siglo XVI, con sus teólogos, sus juristas, sus misioneros, sus reyes y sus conquistadores. El espíritu de aquella España1, a la que calificó Menéndez y Pelayo de evangelizadora de la mitad del orbe, lumbrera de Trento, espada de Roma, martillo de herejes, cuna de San Ignacio...

Durante cinco años hemos estado predicando la verdad de España por encima de los intereses de grupos y partidos. Para todo cuanto descubríamos de verdad católica; y española estuvieron pronto nuestro aplauso y abiertas nuestras páginas. Con el mismo alborozo acogíamos la fundación de Falange Española y, haciendo una excepción, reproducíamos íntegro, en noviembre de 1933, el discurso de José A. Primo de Rivera en el mitin del último domingo de aquél octubre, cuyas palabras, una por unía, hacíamos nuestras, que pocos números después recogíamos en un editorial lo que parecía una promesa valiente de Gil Robles: «Hay que ir—decía— a un Estado nuevo, y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa que nos cueste hasta derramar sangre! Para eso, nada de contubernios. No necesitamos el Poder con contubernios de nadie.. Necesitamos el Poder íntegro, y eso es lo que pedimos. Entre tanto, no iremos al Gobierno en colaboración con nadie. Para realizar este ideal, no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento, o se somete, o le haremos desaparecer».

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AL cumplirse, en plena guerra de religión y de independencia, el quinto aniversario de la aparición de ACCIÓN ESPAÑOLA, los pocos supervivientes de su plantilla de colaboradores que, para desgracia nuestra, no logramos estar en los frentes donde se encuentra el resto de nuestros compañeros, creemos cumplir un deber sagrado para con España y para con nuestros muertos publicando esta antología de los trabajos más significado® salidos a la luz en nuestras páginas. Es necesario que, al igual que ayer, orillando los preceptos de leyes de excepción y desafiando persecuciones y cárceles, hacíamos oír la Verdad política, hoy, sobre el eco vibrante de las victorias ganadas, se alce también nuestra voz que repita aún una vez que, sin una doctrina cierta, todos los sacrificios, lágrimas y ruinas pueden ser estériles. La paz y el progreso, como la guerra y la anarquía, se fraguan en la región de las ideas. Las falsas doctrinas propaladas en el siglo XVIII han dado con nosotros en la tragedia presente. De nada sirven el patriotismo y la buena voluntad de un gobernante, aunque sea un dictador, si desconoce la Verdad política, a cuyo dictado es preciso gobernar. Es necesario estudiarla, propagarla, y, llegada la ocasión, imponerla, para arribar a puerto.

«Las ideas gobiernan a los pueblos», clamaba Fichte ante un grupo de estudiantes al tiempo de la derrota de Jena. Y al conjuro de aquella voz, debidamente secundada, se alzó, décadas después, el Imperio alemán, «ti contraste -—triste pasa nosotros— con lo que por el mismo tiempo sucedía en España. También aquí triunfamos de Napoleón en aquella memorable guerra iniciada el 2 de mayo de 1808 por unos artilleros que supieron desacatar al poder constituido y un pueblo que, en guerra santa, se lanzó contra el francés por extranjero; por impío y regicida también. Pero, mientras los buenos patriotas luchaban y morían combatiendo a las huestes napoleónicas, en Cádiz, a recaudo de las balas, unos cuantos españoles, imbuidos de la ideología sustentada por los ejércitos enemigos iban fraguando unas leyes contrarias a los principios del derecho público cristiano y a nuestras saludables tradiciones. Pemán se lo ha hecho decir garbosamente al Filósofo Rancio:

«Y que aprenda España entera
de la pobre Piconera,
cómo van el mismo centro
royendo de su madera
los enemigos de dentro,
cuando se van los de fuera.
Mientras que el pueblo se engaña
con ese engaño marcial
de la guerra y de la hazaña,
le está royendo la entraña
una traición criminal...
La Lola murió del mal
de que está muriendo España!»

Haríamos mal en olvidar la tremenda lección. Como ayer, los enemigos de fuera van de vencida; será inútil que intenten empezar de nuevo su obra de lenta destrucción las eternas colonias de termes hábiles, sutiles y cautelosos. Los españoles de hoy, aleccionados por más de un siglo de conmociones y luchas intestinas, que han rematado en la catástrofe actual, sin precedentes en la Historia, no consentirán se malogre un porvenir de gloria alumbrado a precio tan caro.

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«No son las vicias, sino los errores, los que corrompen a los pueblos», escribió Le Play. Contra el error y la mentira, que consiguen reducir a la nada los más gloriosos y cruentos sacrificas, los hombres de ACCIÓN ESPAÑOLA que sobrevivamos a la catástrofe formaremos nuevamente el cuadro, y para ello reclutaremos una vieja guardia a prueba de veleidades y claudicaciones. Calvo Sotelo nos dio la consigna en el discurso que reproducimos en este, número. Es necesario constituir la asociación de antiguos combatientes de la Revolución. Cabrán en ella los viejos contrarrevolucionarios de fe inconmovible y los nuevos conversos al choque con la realidad —los que se han complacido en llamarse monárquicos del 14 de abril—; pero, sin caer en ingratitud, será lícito precaverse contra toda prodigalidad afectiva, ante los fervores inéditos hasta el 19 de julio de 1936.

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Y nadie tan interesado como ellos en lograr que lo sucedido al correr de estos dos últimos siglos no se vuelva a repetir. Los que 'sabemos que la Verdad política existe; que hay instituciones buenas e instituciones intrínsecamente malas y corruptoras; que en los principios de la Revolución francesa está la raíz de la trágica situación que tanta desolación y ruinas ha sembrado en nuestra patria; los que clamábamos por el destierro definitivo de unas instituciones que con certeza matemática sabíamos habían de llevarnos a la situación que ha tenido a España en trance de muerte, y para reforzar la autoridad de nuestra voz, repetíamos una y otra vez las palabras con que Cánovas del Castillo predecía que el sufragio universal nos llevaría fatalmente al comunismo, o las de Spengler cuando afirmaba que el bolchevismo está introducido en Europa desde que se acogieron los principios de 1789, y que si no había triunfado hasta ahora era debido a las resistencias que le habían opuesto las últimas apariencias de monarquías hereditarias y los cuadros de oficiales del Ejército, con su culto tradicional al honor y a la disciplina; los que sabíamos y clamábamos todo esto, aun dándonos cuenta de que nuestra voz de salud era, como la del Bautista, «vox clamantis in deserto», por ceguedad voluntaria de los directores de las llamadas derechas, dedicados a pactar con los principios del mal, a reprobar y perseguir toda apelación al honor y al heroísmo, a convivir con las instituciones corruptoras, en perezoso optimismo que -hoy tan caro nos cuesta, hemos de exigir que los que esterilizaron nuestros trabajos y ahogaron nuestra voz y nos entregaron indefensos en manos de la barbarie, no vuelvan a influir en la dirección de los destinos públicos.

Todo lo que hoy lloramos pudo evitarse si los directores de las fuerzas llamadas de derecha hubieran escuchado nuestra voz que, día a día, denunciaba el abismo a que la maldad de los unos y la torpeza de otros arrastraban a nuestra Patria. Pero no fue escuchada por los que entonces, indebidamente, dirigían a las masas amantes de la Religión y de España. Para quienes trataban inútilmente de fundar su razón en el voto de la multitud, y señalaban con arrogante ceguera a las urnas como el asiento de sus poderes, éramos unos insensatos los que escribíamos en diciembre de 1933: «Hay que dar k hora y dar el pecho; hay, nada menos, que coger, al vuelo, una coyuntura que no volverá a presentarse: la de restaurar la gran España de los Reyes Católicos y los Austrias». Fuimos vox clamantis in deserto, pero nuestra voz, que no tuvo virtualidad bastante para impedir la catástrofe, los hechos k han elevado, para nuestra desgracia, a la categoría de profecía.

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Clamamos en el desierto. No se nos quiso oír. Se prefirió continuaría el lento suicidio denunciado en 1910 por el maestro Menéndez y Pelayo. Por culpa de las generaciones que hasta ahora han intervenido en la gobernación del país, lo mejor de la juventud española, y con ella la oficialidad de su Ejército, o ha muerto en los campos de batalla, o ha sido cobardemente asesinada, o desafía la muerte en las trincheras. Esa juventud y esos eternos jóvenes como Maeztu, Calvo Sotelo, Sanjurjo, Pradera... nos exigen que su sacrificio no sea infecundo. Nadie como esa juventud española, en que cuentan yai los mozos de quince años de edad, que está arma al brazo, cara al enemigo, tiene derecho a repetir el grito simbólico que Ernesto Psichari lanzara poco antes de morir, el año 1914, en los campos de batalla de Bélgica: «¡Vayamos contra nuestros padres, al lado de nuestros trasabuelos!».

Las generaciones culpables de que tantos jóvenes, al asomarse a la vida, hayan tenido que coger primero la pistola en las calles de las ciudades, y después el fusil en los frentes, deben dejar paso franco a la juventud que viene a enterrar definitivamente viejos tópicos, dos veces seculares, y a rehabilitar los fueros de la virtud, del heroísmo, de la inteligencia, del estudio y del trabajo, soterrados hasta ahora por un ambiente de materialismo a punto de disiparse hoy tan trágicamente.

Que se retiren los que se han revelado incapaces de conservar la herencia de nuestros abuelos, de hacer respetar las cenizas gloriosas de nuestros santos y de nuestros reyes, hoy profanadas y esparcidas por torpes manos; incapaces de educar al pueblo y de prevenir la catástrofe. ¡Paso a la joven España que desentierra las verdades que hicieron posible nuestro siglo de oro! ¡Que nadie trate de salirle al paso! Ha corrido demasiada sangre y ha sufrido demasiado, por torpezas ajenas, para que tolere que resulten infructíferos tantas vidas y tantos duelos.

 

IMPORTANCIA DE LA POLÍTICA

En el campo específico de acción de los seglares ocupa la política un lugar muy destacado, supereminente. La verdadera política está dirigida hacia el bien común, d de la «polis», el de la «dudad»; hacia ese bien público que constituye la «suprema lex» en torno al cual gravitan todas las actividades sociales. Es verdad inconcusa para los católicos que todas las actividades del hombre, incluso las más indiferentes y nimias, deben estar dirigidas al servido y gloria de Dios y, por lo tanto, a ese fin también deben estar forzosamente referidas las actividades políticas, «Si comiereis, si bebiereis o hicieseis cualquiera otra cosa, hacedlo siempre en memoria de Cristo».

Es tanto lo que podría decir sobre la política y, más concretamente, sobre política católica, y tan reducido el tiempo que se me ha señalado, que he estimado más oportuno limitar mi intervención a hacer unas sencillas consideraciones sobre la importancia de la política.

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¿Quién no ha oído proferir, reiteradamente, a personas de intachable conducta privada, expresiones como las siguientes?: «¡No quiero saber nada de política!», «¡qué no me hablen de política!», «¡ante todo nada de política!» Este modo de pensar, tan extendido entre las gentes de orden o «biempensantes», se debe indudablemente al concepto equivocado y siniestro que se han formado de la política a la que consideran como «el arte de mentir a sabiendas» o «el arte de engañar a los hombres». Estos «biempensantes», que tan honda repugnancia sienten por la política, ignoran que ésta es la «ciencia más noble y más 'alta y el más noble oficio que existe en la tierra». Fue Pío XI quien, dirigiéndose en 1927 a la «Federación Universitaria' Italiana», afirmó que el campo de la política en cuanto contempla los intereses de la sociedad entera «es el campo de la más vasta caridad, de la CARIDAD POLÍTICA, del que puede decirse que ningún otro le es superior, salvo el de la religión».

El amar el bien común y el sacrificarse por el bien de la comunidad es una virtud que está por encima del amor a sí mismo y del amor a nuestros familiares y allegados.

La política es «el más noble oficio que existe en la tierra», he afirmado sirviéndome de palabras ajenas. Pero este tan noble oficio debe tener por fin el servicio a la comunidad y no el servicio a sí mismo. El que se busca, el que pretende ejercer la política para satisfacer sus apetitos de mando, de vanidad o de medro personal, no es digno del nombre de político cristiano. Siempre he considerado como un axioma que la llamada «carrera política» es una carrera ilícita en cuanto tal. El comercio, la industria, la agricultura, la abogacía, la medicina, la enseñanza..., aunque deben estar siempre sometidas a la moral y tener una orientación finalista, constituyen actividades susceptibles de constituir la profesión, la carrera, el modus vivendi, de quienes las ejercen. Por el contrario, la política nunca puede ser objeto lícito de una profesión o carrera ejercida para obtener el bien privado del que a ella se consagra. Al bien común se le sirve, pero no es lícito que ese bien común sirva tan sólo de pretexto o de máscara para satisfacer necesidades privadas. Varias leyes forales de Guipúzcoa sancionaban a todo aquél que gestionase ser designado para un cargo público con incapacitación para el mismo y multa; y también sancionaba con multa a quien, siendo designado, no quisiere aceptar y además les obligaba a ejercer el cargo. En apoyo de lo dicho estimo conveniente exhumar un pasaje del último capítulo de la «Vida de Santa1 Teresa de Jesús, escrita por ella misma», que dice así: «Rogóme una persona una vez que suplicase a Dios, le diese a entender si sería servicio suyo tomar un obispado. Díjome el Señor, acabando de comulgar: Cuando entendiere con toda verdad y claridad que él verdadero señorío es, no poseer nada, entonces lo podrá tomar; dando a entender que ha de estar muy fuera de desearlo, ni quererlo, quien hubiere de tener prelacías o al menos no procurarlas».

Puede verse extensamente razonado lo que antecede en el trabajo que con el título «La política como deber» publiqué en la revista Acción Española, en 1933, y en otro posterior de igual título, que escribí a requerimiento expreso del entonces obispo de Tenerife, Fray Albino Menéndez Reigada, que temía ver en mis proposiciones una peligrosa tendencia anarquista.

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Respecto a la importancia de la política, creo de gran interés reiterar la refutación que, con harta frecuencia, me he visto obligado a hacer del falso principio contenido en la manida expresión: «Los pueblos tienen los gobernantes que se merecen». Este principio, que, a fuerza de ser repetido, ha llegado a alcanzar la categoría de verdad indiscutible de general aceptación, constituye un aforismo altamente pernicioso por inclinar a quienes lo profesan a la aceptación indolente y resignada de todos los malos gobernantes. Para quienes piensan de este modo, es inútil intentar cualquier esfuerzo para que accedan al poder personas competentes y honestas, ya que hay que esperar a que los pueblos se los merezcan, es decir, que se mejoren por si mismos, de un modo espontáneo, y tan sólo una vez operada esa benéfica transformación, habrá llegado el momento de que el pueblo en cuestión tenga buenos gobernantes. En otras palabras?, y con perdón por el símil, los buenos rebaños tendrán indefectiblemente buenos pastores, en tanto que los rebaños malos sólo son merecedores de pastores que los impulsen al abismo.

Mi convicción a este respecto es exactamente la contraria. Muy repetidas veces he mantenido en tono polémico otro principio antagónico del anterior que dice así: «Los pueblos son lo que quieren sus gobernantes». Este aforismo, que en mi juventud atribuí erróneamente a San Pío X, está sacado de los versículos 2 y 3 del capítulo X del Eclesiástico que, la edición española de Nacar-Colunga, traduce así: «Según el juez del pueblo, así son sus ministros y según el regidor de la ciudad así sus moradores. El rey ignorante pierde a su pueblo, y la ciudad prospera por la sensatez de los príncipes». Cierto es, que San Pío X, en alocución pronunciada el 18 de noviembre de 1907, conmemorando la conversión y bautismo de Clodoveo, rey de los francos, conversión que fue seguida de la de todos sus súbditos, expuso, que esto «era una prueba más de que los pueblos son tales como los quiere su gobierno».

Son numerosas las pruebas de la verdad de este último principio que pueden espigarse en la historia de los diferentes pueblos, pero por razones de brevedad, voy a limitarme a recordar la situación de Castilla durante el reinado de Enrique IV, comparándola con su situación durante el reinado de sus inmediatas sucesores los Reyes Católicos.

La pestilencia de la corrompida corte de Enrique —tomo de un historiador— infectaba el aire de toda España. «Los nobles se consideraron reyes en sus señoríos, llegando a la guerra privada cuando tenían rencillas con sus vecinos. Otros, como la moneda real, carecía de valor a causa de la inflación, llegaron a acuñar moneda propia. Los barones salteadores de caminos infestaban los campos, robando en las granjas y a los campesinos y mercaderes; y muchas de sus víctimas, incapaces de gozar de un vivir honrado, terminaban volviéndose salteadores y bandidos...» (Walsh, Isabel de España, pág. 33).

«El 5 de jupio de 1465 —leemos en la página 267 del tomo XV de la Historia de España, de Menéndez Pidal— los nobles reunidos en Avila levantaran fuera de las murallas un tablado de madera1. En él colocaron un muñeco, vestido de luto, con corona y manto, espada y cetro, representando la persona del rey. En una comedia de gusto popular, aquellos buenas vasallos leyeron a su soberano señor la larga lista de sus tremendos crímenes. Carrillo le quitó la Corona, el conde de Plasencia la espada, el de Benavente el cetro y Diego López de Stúñiga derribó el espantajo a patadas acompañando el gesto con palabras soeces».

De ser cierta la afirmación de que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen, sería forzoso admitir que la corrupción del pueblo castellano era tal que por ella tuvo di corrompido y anárquico gobierno de Enrique IV. Pero a la muerte de este rey asciende al trono su hermana Isabel, la que, con la preciosa colaboración de su esposo Fernando de Aragón, devuelve la paz a sus estados; extermina' a los malhechores; sujeta a los nobles rebeldes; pone fin a la invasión musulmana reconquistando Granada, su último reducto; descubre América', apadrinando los sueños de Colón, poniendo al servicio de éste buques y marinos; inicia la colosal empresa de colonizar el nuevo continente, y para resumir, establece con solidez los cimientas en que se había de levantar la España del áureo siglo XVI.

¿Cómo explicar tan radical metamorfosis? ¿Es que el corrompido pueblo castellano, que había merecido soportar al gobierno corruptor de Enrique IV, se trocó de pronto en un pueblo virtuoso y pacífico hasta el punto de hacerse merecedor de ser gobernado por los Reyes Católicos, y sus sucesores, Cisneros, Carlos V y Felipe II? ¿No es más verosímil y razonable pensar que fueron los gobernantes los que en tiempos de Enrique IV corrompieron al pueblo y que inmediatamente después la fortaleza y justicia de los Reyes Católicos lograron devolver al pueblo castellano al camino de la virtud?

Un cronista, contemporáneo de los Reyes Católicos, escribió sentenciosamente: «Juega el rey; todos somos tahúres. Estudia la reina; todos somos estudiantes». Estas palabras de Pedro Mártir de Anglería constituyen una confirmación histórica de aquellas otras, ya citadas, de la Biblia: «Los pueblos son lo que quieren sus gobernantes».

Es hecho probado que los gobernantes pueden influir decisivamente sobre los pueblos, tanto para el bien como para el mal, y que esta influencia, benéfica o nefasta, está en relación con la extensión y duración de sus poderes. Sublime misión la del gobernante y tremenda su responsabilidad. «Si consigo ganar un rey —decía San Alfonso María de Ligorio— habré hecho más para la causa de Dios que si hubiere predicado en centenares y millares de misiones. Lo que puede hacer un soberano tocado por la gracia de Dios en interés de la Iglesia y de las almas, no lo harán nunca mil misiones». Del mismo modo pensaba San Juan Eudes, cuando escribía a la reina Ana de Austria: «Nos matamos, Señora, a fuerza de clamar contra la cantidad de des- órdenes que existen en Francia, y Dios nos concede la gracia de remediar alguno de ellos. Pero estoy cierto, Señora, que si Vuestra Majestad quisiera emplear el poder que Dios le ha concedido, podríais hacer más Vos sola, para la destrucción de la tiranía del diablo y para el establecimiento del reino de Cristo, que todos los misioneros y predicadores juntos».

Pero, ¡qué difícil es que un pueblo tenga un buen gobernante! Sin embargo, la dificultad no supone la imposibilidad, ni autoriza a las clases influyentes y directoras de un país a entregarse a un indolente y resignado pesimismo para ahorrarse el esfuerzo de trabajar sin descanso para conseguir un ideal posible por difícil que sea su consecución.

Los nombres de San Fernando, San Luis, San Esteban, San Eduardo, San Casimiro, etc., proclaman que ha habido no sólo gobernantes buenos, sino incluso santos canonizados. Y no se objete que esto fue posible tan sólo en aquellos tiempos en que existía una sociedad totalmente inspirada en los ideales cristianos, pues en pleno siglo XIX, en ese siglo de secularización del Estado y de reyes y gobernantes amotinados, en mayor o menor grado, contra la Iglesia y contra Dios, la Providencia permitió que existiera un gobernante preclaro que mereció el título de «vengador y mártir del derecho público cristiano». Me estoy refiriendo al presidente de la República del Ecuador, Gabriel García Moreno, muerto asesinado en 1875 «víctima de su fe y de su caridad cristiana para con su patria», según elijo Pío IX, a quien en 1887 calificó León XIII de «campeón de la fe católica».

García Moreno fue un gran gobernante, porque fue un auténtico católico que gobernó conforme a los principios de Derecho Público Cristiano. El Ecuador, en tiempos de García Moreno, fue el único país del mundo en que ha estado vigente el Syllabus de Pío IX. Supo distinguir la independencia de los Poderes, espiritual y temporal. Dio a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Convencido de la necesidad de una radical reforma de los eclesiásticos y religiosos de su país, que llevaban, en general, un modo relajado de vida, solicitó de Roma que la realizara, pero en momento alguno pretendió hacerla por sí, invadiendo la esfera privativa de k Iglesia. Ante k pasividad de k Santa Sede, que temía las consecuencias que podrían producirse de la aplicación rígida de ks necesarias medidas disciplinarias, se limitó a condicionar k firma del Concordato a la efectividad de la reforma. El escritor argentino Manuel Gálvez, en una biografía del presidente mártir publicada no hace muchos años, titula de «más papista que el Papa» el apartado en que narra estos episodios. Por medio de su representante en Roma, Garría Moreno hizo saber al Papa que aceptaba todos los artículos del proyecto de Concordato, pero a condición de que se efectuase k reforma eclesiástica. «Si él no puede imponer k reforma —dijo García Moreno— yo no puedo imponer el Concordato».

García Moreno asumió la presidencia de la república del Ecuador con la exclusiva intención de servir a su Dios y a su Patria. Al jurar por segunda vez el cargo de Presidente, exclamó en su discurso: «Feliz yo si logro sellarlo con mi sangre, en defensa de nuestro augusto, símbolo, Religión y Patria».

Para impedir que nuestra patria y todas las naciones del mundo se hundan en los abismos del totalitarismo materialista y sean gobernadas por el «plebeyo de satánica grandeza» que entrevió estremecido Donoso Cortés, trabajemos sin descanso y pidamos a Dios que nos depare gobernantes del temple y religiosidad de San Fernando, Felipe II o García Moreno.

 

[1] Sigue aquí el mismo texto transcrito en DOCTRINA Y ACCIÓN.