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Número 385-386

Serie XXXIX

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La muy singular perfidia del soberanismo

LA MUY SINGULAR PERFIDIA DEL
SOBERANISMO
POR
MIGUEL AYUSO
El sufijo "-ismo" presenta una intensa valencia transformado­
ra y desnaturalizadora de los términos a
que se aplica. Como el
lenguaje custodia esforzadamente caudales riquísimos
de sabidu­
ría, podríamos decir que su inclusión porta la degradación de la
realidad
en la ideología. Y es que la realidad puede ser explica­
da
por medio de la filosofía, que trata de remover -por medio
de la
dialéctica-las contradicciones que la experiencia nos
pone. Mientras que la ideología,
en cambio, se resuelve entre las
pseudojustificaciones que derivan de
una pura asunción hipoté­
tico-deductiva.
Así, entre la liberalidad y el liberalismo se alza la
contraposición que aleja el talante liberal de la ideología liberal.
Como
en el tránsito de la pluralidad al pluralismo suele perderse
la riqueza de la variedad entre el conformismo
de las unanimi­
dades.
La tradición, condición de progreso y de originalidad,
pues donde
no hay transmisión hay estancamiento, como -en la
fórmula
orsiana-donde no hay tradición hay plagio, se empe­
queñece cuando se la encierra
en el tradicionalismo. Y hasta la
catolicidad como nota de la Iglesia de Cristo tiende a verse desde
el prisma reductor y distorsionador
de los sistemas ideológicos
-el propio Pio XII lo dijo en 1955--cuando se divisa desde el
"catolicismo", expresión "que
no le es habitual ni plenamente
adecuada".
Verbo, núm. 385-386 (2000), 449-452. 449
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Si el misterioso signo ideologizador, y por lo mismo corrup­
tor, de los "ismos", opera respecto de las realidades humanas y
divinas más nobles, ¿que
no hará con las que en si mismas con­
tienen ya el germen de
la confusión o la deformación? Eso es pre­
cisamente lo que, a mi entender, ocurre con la soberanía, exas­
perada ahora en el soberanismo en boga. Por ello, permitanme,
tras unas notas
que buscan esclarecer la realidad de la soberania,
sobrevolar discretamente las consecuencias de su conversión
en
soberanismo.
La soberanía es el signo del Estado y sus transformaciones
han ido acompasadas a las de éste, que pervive mientras dura
aquélla. De la soberania personal del monarca a la popular de
la
democracia, pasando por la nacional del liberalismo. El Estado,
claro está, a lo que aquí nos interesa, no es la eterna comunidad
politica, sino su encarnación histórica en la edad moderna, tras la
volatilización
de la unidad religiosa con la Protesta y el sacudir­
se la politica el yugo moral.
La ratio status, en colisión con la
ratio ecclesiae, habia de exiliar de su horizonte el "bien común"
caractetistico de ésta, incomprensible desde la recreación meca­
nicista del orden politico por medio del contrato. La soberanía en
ese contexto viene a denotar decisivamente la instancia en que
se residencia la entrafta espuria de una politica intimamente
escindida.
La singularidad del genio español, en cambio, ha sido agru­
par los pueblos
al margen del Estado, sujetándolos con el gobier­
no. No deja de ser significativo
que nuestros antimaquiavélicos
de los siglos
XVI y XVII motejaran de "politicos" -con reticencia
que llega hasta nosotros--a sus oponentes defensores del Estado
desligado de toda vinculación moral o religiosa. Como
que el
jurista aragonés Gaspar de Añastro e Isunza, al verter en caste­
llano
Las Repúblicas de Bodino, eso s!, "catholicamente enmen­
dadas", pusiera entre sus correcciones
que los españoles no pue­
den aceptar la noción de soberania, debiendo sustituirla por la de
suprema auctoritas: dado que la soberanía es poder ilimitado por
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encima de los cuerpos sociales, mientras que la potestad supre­
ma implica que cada cuerpo politico, incluidas las potestades del
monarca, está encerrado dentro de unos limites. Doctrina idénti­
ca a la que cincelaba Antonio Lanario, jurista del Nápoles hispá­
nico:
"Potestas absoluta non potest dari in Republica politica, et
bene ordinata".
En definitiva, la misma que guarda hasta el día
de hoy el "foralismo", precoz prematuración del principio de sub­
sidiariedad hoy tan celebrado
en apariencia como desconocido
en su realidad.
Pero,
en algún modo, es dado encontrar, aquf y allá, expre­
siones de
una idéntica concepción, ecos diversos del Aquinate. Y
en la Inglaterra del siglo XII está Sir John Fortescue y su descrip­
ción del
dominium politicum et regale. Y en Francia, la protesta
moderna de Charles L'Oyseau a principios del siglo
xv¡r, no
puede ahogar la distinción entre suzenalreté y souveraineté, por
olvidada que estuviera aquélla y campante ésta. Como el 'italiano
conserva la distinción entre
regaiita y sovranita.
La singularidad de la coyuntura presente, con el naufragio del
Estado, permitía augurar entre nosotros la superación de los
desajustes producidos
por la tardía y débil implantación del
Estado
en el siglo XVIII y, sobre todo, en el XIX. Si de los Borbo­
nes a la revolución liberal y a la Administración franquista, ha­
bían ido quedando
en el camino girones de las viejas Españas, al
tiempo que anidaban en muchos pechos la frustración y el resen­
timiento, ¿podría recuperarse ahora
un modo flexible y analógi­
co,
en absoluto rígido y urúvoco, de articular los pueblos, al mar­
gen de la razón estatal y su encarnación soberana? Que en esta
situación, más allá de las concretas fórmulas jurídicas, brote
una
pretensión soberanista, esto es, independentista, es, por el con­
trario, desaprovechar una coyuntura extraorOlnaria y encastillarse
en fórmulas tomadas prestadas del enemigo, de sus enemigos. Si,
como reza tanto latiguillo, los nacionalismos hodiernos tuvieran
de verdad la
rafz carlista que se les atribuye, quizá pudiera sen­
tarse sobre bases más sólidas la deseada reconstrucción de España,
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hoy más que invertebrada desmedulada por los golpes que viene
recibiendo en su espina dorsal. Pero volver a
la soberanía es
retroceder a
un escenario superado. Es rechazar la solución posi­
ble y razonable.
Es lo que temfamos.
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