Índice de contenidos
Número 297-298
Serie XXX
- Textos Pontificios
- Noticias
-
Monográficos
-
Origen moral y político de la cuestión social
-
La «Rerum novarum» en el magisterio de León XIII
-
La recepción de la «Rerum novarum» en Europa y en España
-
La repercusión de la «Rerum novarum» en México, Chile y Argentina
-
«Rerum novarum» en los Estados Unidos
-
Del «Derecho público» cristiano a la «Doctrina social» de la Iglesia
-
Razón de la doctrina social de la Iglesia
-
Naturaleza de la doctrina social católica
-
Valor de la doctrina social de la Iglesia
-
El desarrollo de la doctrina social de la Iglesia
-
El tema de la libertad. Ejemplo de continuidad en el Magisterio de la Iglesia y fundamento de su doctrina social
-
De la «Rerum novarum» a la ilusión neoliberal
-
La condena del socialismo en la «Rerum novarum» de León XIII
-
Teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia
-
Democracia y doctrina católica
-
La encíclica «Centesimus annus» en la tradición de la doctrina social de la Iglesia proyectada a «cosas nuevas»
-
Sobre la encíclica «Centesimus annus» del 1º de mayo de 1991
-
Doctrina social y «nuevo orden mundial»
-
Una nueva política para un mundo nuevo
-
Una nueva sociología
-
«Rerum novarum» y la tecnología nueva
-
Doctrina social de la Iglesia y progresismo católico
-
Cautelas ante el futuro
-
Tras la crisis de las democracias
-
Derecho público cristiano y derecho público eclesiástico
-
Entre Lutero y Pelagio
-
A propósito del servicio militar obligatorio
-
- Información bibliográfica
- Crónicas
Autores
1991
El tema de la libertad. Ejemplo de continuidad en el Magisterio de la Iglesia y fundamento de su doctrina social
GONZALO IB.AREZ
obligado a toda ella y a intentar restaurat una sociedad cristiana,
tanto en s.us personas como en sus instituciones. Pero como re
cordó Pío XII, comenzando por una reforma moral personal, sin
la cual todo
· cambio estructural parece casi imposible.
EL TEMA DE LA LIBERTAD.
EJEMPLO DE
CONTIN1JIDAD EN EL MAGISTERIO
DE LA IGLESIA Y FUNDAMENTO
DE
SU DOCTRINA SOCIAL
POR
GONZALO lBÁÑEZ s. M. (*)
En el mundo contemporáneo no es inusual encontrar la idea
de que la libertad es un bien moralmente absoluto ; de que ella
no
es un atributo de la naturaleza humana en virtud del cual el
hombre
debe ajustar su conducta a una norma preexistente --a
diferencia de los animales que la ajustan necesariamente---, pues
ella, al contrario, se daría a sí misma su pro'pia norma. En el fon
do, de que
es imposible ni siquiera pensar que un hombre verdade
deramente libre pueda hacer
el mal, pues su libertad, con toda
autonomía, define qué
es lo bueno hasta el punto de que, en de
finitiva, es bueno tddo lo que el hombre haga libremente. El mal,
entonces, tampoco se define en relación
al contenido de la con
ducta, sino en relación a
la mayor o menor libertad del sujeto. Por
eso,
se afirma, si las· estructuras sociales no provienen de la liber
tad de cada uno,
son opresoras y, en esa medida, corruptoras. Son
las manidas tesis de Rousseau, que
se repiten hasta ahora bajo dis
tintas denominaciones y cuyas consecuencias hemos analizado en
otros trabajos (
vid. La C11USt1 de la Libertad: Etica, Politica y De
recho, Ed. Algarrobo, Valparaiso-Chile, 1989).
(*) Universidad Adolfo Ibáñez de Valparaíso (Chile).
986
Fundaci\363n Speiro
CONTINUIDAD DE LA IGLESIA EN LA DOCTRINA SOCIAL
Estas ideas no son nuevas. A lo largo de la historia humana
aparecen constantemente como expresión de la permanente ansie
dad humana de desentenderse de una
ley que establezca, al mat
gen de nuestra voluntad, los criterios de la bondad o maldad de
nuestros actos libres. La Iglesia Católica siempre
ha puesto en
guatdia contra esta tentación, no por el gusto de complicat la vida,
sino porque ese
afán puede acarreat la destrucción del hombre y
hacer imposible toda convivencia civilizada. Por eso, ha hecho de
una recta
doctrina sobre la libertad el fundamento de su doctrina
social
y política.
De partida, pone en guatdia contra la actitud básica que res
palda la tentación que recién mencionábamos, esto es, el descono
cimiento y aun negación de nuestra condición de criaturas racio
nales. Por ejemplo, el Concilio Vaticano II en su constitución
Gaudium et spes:
«Con frecuencia el ateísmo modemo reviste también la
forma sistemática, la cual, dejando ahora otras causas, lleva
el afán de autonomía humana hasta negar toda dependencia
del hombre respecto de Dios. Los que profesan este ateísmo
afirman que la esencia de la libertad consiste en que
el hom
bre
es el fin de sí mismo, el único attífice y creador de su
historia» (núm. 20).
En consonancia con ese magisterio, el actual Pontífice, siendo
aún
el catdenal Wojtila, enseñaba con toda clatidad:
«La libertad
es el elemento constitutivo de la dignidad
de
la persona ininterrumpidamente proclamado y defendido
por el pensamiento cristiano. Pero conviene además tener
presente que
la libertad cristiana no es nunca fin en sí mis
ma, antes bien está forzosamente finalizada: es el medio
para la
consecu.ción del verdadero bien. El error de perspec:
tiva del permisivismo consiste en dat vuelta al punto de
mira: el fin se convierte en la búsqueda de la libertad
indi~
vidual, sin ninguna referencia a la especie del bien con el
que
la libertad se compromete. La consecuencia práctica es
que, fuera de la finalización del bien, la libertad se transfor
ma en abuso y, en vez de proporcionat a la persona el t~
no pata su propia aut0rtealización, determina su vaciamien-
987
Fundaci\363n Speiro
GONZALO IBA!IEZ
to y la frustración. De la libertad no queda más que el slo
gan» (1972).
La
tentación a que nos referimos es la misma que sufrieron
nuestros
primeros padres en el Pataíso: «Seréis como dioses», ár
bitros del bien y del mal, les prometió la serpiente y todavía, a
pesat de
las terribles experiencias que hemos sufrido a lo latgo
de siglos y siglos, hay quienes pretenden insistir.
No se trata, por supuesto, de negar a la libertad su eminente
importancia, sino de ubicarla en su exacto lugat, porque lo que
está en juego es el mismo bien humano.
En esta perspectiva, el
documento pontificio que tal vez mejor se ocupa del tema sea la
encíclica de
S. S. Le6n XIII Libertas praestantissimum (1886).
En esa encíclica, el Pontífice patte reconociendo la libertad
como
un dato de la naturaleza humana. En virtud de ella, querá
moslo o no, somos dueños de nuestra conducta, pero ello no sig
nifica que todo nos esté permitido:
«La libertad,
don excelente de la naturaleza, propio y
exclusivo de los seres racionales, confiere al hombre la dig
nidad de estar en manos
de su albedrío, y de ser dueño de
sus acciones. Pero
lo más importante en esta dignidad es el
modo de su ejercicio, porque del uso de la libertad nacen
los mayores bienes y los mayores males. Sin duda alguna, el
hombre puede obedecer a la
ra26n, practicat el bien moral,
tender
por el camino recto a su último fin. Pero el hombre
puede también seguir una dirección
totalmente contraria y,
yendo
tras el espejismo de unas ilusorias apariencias, per
turbat el orden debido y correr a su perdición voluntaria»
(núm. 1). ·
En breve, es cierto que todo, o mucho, nos es posible por la
libertad, pero
nd todo lo que hagamos libremente, porque así lo
hacemos, redundará en nuestro bien.
De ahí, la necesidad de su
bordinar el uso de la libertad a la ley moral. Esta, por ende, no
disminuye en nada la libertad, sino que, al contrario, la supone:
ella es una demostración de esa misma libertad.
Por otra patte,
conviene insistir en
· el hecho de que la ley moral nd es un con
junto de preceptos
a priori, de tabúes irracionales, propios de una
988
Fundaci\363n Speiro
•
CONTINUIDAD DB LA IGLESIA EN LA DOCTRINA SOCIAL
concepción masoquista del hombre, sino sólo el camino que la in
teligencia descubre en nuestra propia naturaleza para alcanzar
nuestra plenitud humana. Y la inteligencia propone a
la voluntad
ese camino, jamás lo impone.
La ley moral viene a ser así la expresión de la verdad acerca
del hombre. Como
ha enseñado S. S. Juan Pablo II en su enciclica
Centesimus
annus, publicada con motivo del primer centenario
de
la enciclica Rerum novarum de S. S. León XII, y en la que
varias veces
--digámoslo de pasd----se refiere explícitamente a la
mencionada encíclica
Libertas praestantissimum:
«La obediencia a la verdad sobre Dios y sobre el hom
bre es
la primera condicióu de la libertad, que le permite
ordenar las propias necesidades, los propios deseos y el
modo de satisfacerlds según una justa jerarquía de valo
res ... » {núm. 41).
Y, en este
camino, antes que los preceptos que implican pro
hibiciones o prevenciones, importan aquellos que imperan ciertas
conductas.
La libertad es la base de nuestra responsabilidad y el
cumplimiento de ésta no se realiza sólo absteniéndose de ciertas
cdnductas, sino practicando otras que están exigidas por nuestro
bien. Es
lo que el Pontífice actual, respecto del trabajo, enseña en
su encíclica Laborem exercens:
«El trabajo es, como se ha dicho, una obligación, es decir
un deber del hombre y esto por muchos motivos. El hombre
debe trabajar porque el Creador se
lo ha ordenadd, y tam
bién en razón de su misma humanidad cuya subsistencia y
desarrollo exigen
el trabajo. El hombre debe trabajar en vis
tas del prójimo, especialmente para su familia, pero también
por la sociedad a
la cual pertenece, parla nación de la cual
es hijo o hija, por toda la familia humana de la que es miem
bro, ya que
es herederd del trabajo de las generaciones que
lo han precedido
y, al mismo tiempo, coartífice del futuro
de aquellos que vendrán después
de él en la continuación
de la historia
... » {núm. 16).
Continuando con esta idea, el mismo Pontífice, en otra de sus
encíclicas, Sollicitudo reí socialis, defiende la posibilidad de liber
tad en el campo económico ; ésta es
989
Fundaci\363n Speiro
GONZALO IBAilEZ
« ... un derecho importante no sólo para el individuo en
particular, sino además para el bien común, pues su negación
destruye
la subjetividad creativa del ciudadano provocan
do ... un sentido de frustración o desesperación [que] pre
dispone a la despreocupación de la vida nacional, empujan
do a muchos a la emigración y favoreciendo, a la vez, una
forma de emigración
sicológica ... » (núm. 16 ). ·
A la autoridad política le cottesponde, por cierto, incitar a los
individuos al cumplimiento de sus respectivos deberes, pero tam
bién le
corresponde abrir espacios para el ejercicio de la creativi
dad
particular, y de ninguna manera absorber las funciones de
aquellos individuos y de sociedades menores en un estatismo
asfi
xiante y pauperizador. Es lo que recuerda S. S. Pío XI en su en
cíclica Quadragesimo anno (1931), al enunciar el llamado princi
pio de subsidiariedad:
«No se puede
quitar a los individuos y darlo a la comu
nidad lo que . ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e
industria, así
tampoco es justo, constituyendo un grave per
juicio y perturbación del recto orden, quitar a las comuni
dades menores e inferiores lo que ellas pueden
hacer y pro
porcionar y dárselo a una sociedad mayor y
más elevada, ya
que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y na
turaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social,
pero no destruirlos y absorberlos» (núm. 80).
Para estos efectos, como
condición necesaria para el ejercicio
de
la libertad y, por ende, para el bien del hombre, debe ser ase
gurada la posibilidad de apropiación privada de los bienes exterio
res. No, por supuesto,
para usar arbitrariamente de ellos, sino
para gobernarlos creativamente de
manera que sean útiles a tocios:
990
« La propiedad privada o un cierto dominio sobre los
bienes externos aseguran a cada cual una zona absolutamen
te necesaria de autonomía personal y familiar y deben
ser
considerados como una ampliación de la libertad humana ...
La propiedad privada, por su misma naturaleza, tiene tam
bién una índole social, cuyo fundamento reside en el destino
común de los bienes
... » (Const. Gaudium et spes, núm. 71).
* * *
Fundaci\363n Speiro
CONTINUIDAD DE LA IGLESIA EN LA. DOCTRINA SOCIAL
Lamentablemente, el hombre puede también hacet uu mal uso
de la libettad: éste es el riesgo. Por eso, los Pontífices se han preo
cupado de enseñar también este aspecto de la ley mdral que, bási
camente, ya está definido en el mismo Decálogo.
El Concilio se encarga de dar la regla general:
«En el uso de todas las libertades hay que obsetvar el
principio moral de la responsabilidad petsonal y social. To
dos los hombres y grupos sociales, en el ejetcicio de sus
deteehos, están obligados por la ley mdral a tener en cuenta
los
deteehos ajenos y sus deberes para con los demás y para
con el bien común de todos. Hay que obrar con todos con
forme a la justicia y
al respeto debido al hombre ... » (Dig
nitatis humanis, núm. 7).
Por ello, el Concilio expresa más adelante, en esa misma De-
claración y en relación a la libertad religiosa, que:
« ... como la sociedad civil tiene derecho a protegerse contra
los abusos que puedan darse so pretexto de libertad
religio
sa, corresponde principalmente al podet civil el prestar esta
protección» (ídem, ídem).
En cuanto a la vida, a la integridad física y moral de la per
sona, como bienes que deben ser buscados por la libertad, la Cons
titución
Gaudium et spes es muy clara:
«Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier
clase, genocidios, aborto, eutanasia y
el mismo suicidio de
liberado--; cuanto viola la integridad de la persona huma
na, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas mora
les o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente
ajena ; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las
condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitra
rias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata
de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degra
dantes, que reducen al operario
al rango de mero instrumen
to de lucro, sin respeto a
la libertad y a la responsabilidad
de la persona humana: todas estas prácticas y otras pareci
das son en sí mismas difamantes, degradan la civilización
humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y
son totalmente contrarias al honor debido al Creador» (nú
mero 27).
991
Fundaci\363n Speiro
GONZALO IBA!itEZ
Por similares razones, León XIII condena en su encíclica Li
bertas praestantissimum, ya mencionada, la pretensión de una liber
tad de prensa, opinión, impresión, de cultos que
no tenga en cuen
ta la ordenación del hombre a su plenitud humana y, por ende,
los límites que supone nuestra naturaleza; en este
<:aSo, las exigen
cias propias de una convivencia civilizada. Es en este sentidd, que
hay que entendet el
párrafo siguiente:
«De las consideraciones expuestas
se sigue que es total
mente ilícito pedir,
defendet, concedet la libertad de pensa
miento, de imprenta, de enseñanza, de cultos, como otros
tantos derechos dados por la naturaleza al hombre. Porque
si
el hombre hubiera recibido realmente estos detechos de
la naturaleza, tendría detecho a rechazar la autoridad de
Dios y la libertad humana
no podría set limitada por ley
alguna. Síguese además, que estas libertades, si
existen cau
sas justas, pueden ser toleradas, perd dentro de ciettos lími
te para que no degeneten en un insolente desorden» ( nú
mero 30).
* * *
Contra toda la demagogia que busca adularnos por la vía · de
ensalzar nuestra libettad
en el sentido ya descrito, se ha alzado,
desde su fundación, el magisterio de la Iglesia Católica recordan
do viejas verdades y realidades que los hombres nos empeñamos,
contra
toda evidencia, en desconoeet. Una y otra vez, la Iglesia,
que
es Madre y Maestra, nos ayuda en nuestro petegrinar, orien
tando
nuestros pasos, fortaleciéndonos en la marcha y ayudándonos
a levantamos cuando caemos o nos extraviamos.
Ese magisterio deja en claro que la libettad, en síntesis, no es
lugar donde los hombres
podemos descansar, sino el lugar donde
nos jugamos nuestra suette con
todo lo que ello significa en es
fuerzos, pesares, angustias, molestias y riesgos ... Con lo que sig
nifica también en satisfacciones por la obra bien hecha, por la pet
fección alcanzada
por uno mismo. La libertad es un desafío, y el
principal que enfrentamos,
pues del uso que hagamos de ella de
penderá nuestro destino final como personas.
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obligado a toda ella y a intentar restaurat una sociedad cristiana,
tanto en s.us personas como en sus instituciones. Pero como re
cordó Pío XII, comenzando por una reforma moral personal, sin
la cual todo
· cambio estructural parece casi imposible.
EL TEMA DE LA LIBERTAD.
EJEMPLO DE
CONTIN1JIDAD EN EL MAGISTERIO
DE LA IGLESIA Y FUNDAMENTO
DE
SU DOCTRINA SOCIAL
POR
GONZALO lBÁÑEZ s. M. (*)
En el mundo contemporáneo no es inusual encontrar la idea
de que la libertad es un bien moralmente absoluto ; de que ella
no
es un atributo de la naturaleza humana en virtud del cual el
hombre
debe ajustar su conducta a una norma preexistente --a
diferencia de los animales que la ajustan necesariamente---, pues
ella, al contrario, se daría a sí misma su pro'pia norma. En el fon
do, de que
es imposible ni siquiera pensar que un hombre verdade
deramente libre pueda hacer
el mal, pues su libertad, con toda
autonomía, define qué
es lo bueno hasta el punto de que, en de
finitiva, es bueno tddo lo que el hombre haga libremente. El mal,
entonces, tampoco se define en relación
al contenido de la con
ducta, sino en relación a
la mayor o menor libertad del sujeto. Por
eso,
se afirma, si las· estructuras sociales no provienen de la liber
tad de cada uno,
son opresoras y, en esa medida, corruptoras. Son
las manidas tesis de Rousseau, que
se repiten hasta ahora bajo dis
tintas denominaciones y cuyas consecuencias hemos analizado en
otros trabajos (
vid. La C11USt1 de la Libertad: Etica, Politica y De
recho, Ed. Algarrobo, Valparaiso-Chile, 1989).
(*) Universidad Adolfo Ibáñez de Valparaíso (Chile).
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Estas ideas no son nuevas. A lo largo de la historia humana
aparecen constantemente como expresión de la permanente ansie
dad humana de desentenderse de una
ley que establezca, al mat
gen de nuestra voluntad, los criterios de la bondad o maldad de
nuestros actos libres. La Iglesia Católica siempre
ha puesto en
guatdia contra esta tentación, no por el gusto de complicat la vida,
sino porque ese
afán puede acarreat la destrucción del hombre y
hacer imposible toda convivencia civilizada. Por eso, ha hecho de
una recta
doctrina sobre la libertad el fundamento de su doctrina
social
y política.
De partida, pone en guatdia contra la actitud básica que res
palda la tentación que recién mencionábamos, esto es, el descono
cimiento y aun negación de nuestra condición de criaturas racio
nales. Por ejemplo, el Concilio Vaticano II en su constitución
Gaudium et spes:
«Con frecuencia el ateísmo modemo reviste también la
forma sistemática, la cual, dejando ahora otras causas, lleva
el afán de autonomía humana hasta negar toda dependencia
del hombre respecto de Dios. Los que profesan este ateísmo
afirman que la esencia de la libertad consiste en que
el hom
bre
es el fin de sí mismo, el único attífice y creador de su
historia» (núm. 20).
En consonancia con ese magisterio, el actual Pontífice, siendo
aún
el catdenal Wojtila, enseñaba con toda clatidad:
«La libertad
es el elemento constitutivo de la dignidad
de
la persona ininterrumpidamente proclamado y defendido
por el pensamiento cristiano. Pero conviene además tener
presente que
la libertad cristiana no es nunca fin en sí mis
ma, antes bien está forzosamente finalizada: es el medio
para la
consecu.ción del verdadero bien. El error de perspec:
tiva del permisivismo consiste en dat vuelta al punto de
mira: el fin se convierte en la búsqueda de la libertad
indi~
vidual, sin ninguna referencia a la especie del bien con el
que
la libertad se compromete. La consecuencia práctica es
que, fuera de la finalización del bien, la libertad se transfor
ma en abuso y, en vez de proporcionat a la persona el t~
no pata su propia aut0rtealización, determina su vaciamien-
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to y la frustración. De la libertad no queda más que el slo
gan» (1972).
La
tentación a que nos referimos es la misma que sufrieron
nuestros
primeros padres en el Pataíso: «Seréis como dioses», ár
bitros del bien y del mal, les prometió la serpiente y todavía, a
pesat de
las terribles experiencias que hemos sufrido a lo latgo
de siglos y siglos, hay quienes pretenden insistir.
No se trata, por supuesto, de negar a la libertad su eminente
importancia, sino de ubicarla en su exacto lugat, porque lo que
está en juego es el mismo bien humano.
En esta perspectiva, el
documento pontificio que tal vez mejor se ocupa del tema sea la
encíclica de
S. S. Le6n XIII Libertas praestantissimum (1886).
En esa encíclica, el Pontífice patte reconociendo la libertad
como
un dato de la naturaleza humana. En virtud de ella, querá
moslo o no, somos dueños de nuestra conducta, pero ello no sig
nifica que todo nos esté permitido:
«La libertad,
don excelente de la naturaleza, propio y
exclusivo de los seres racionales, confiere al hombre la dig
nidad de estar en manos
de su albedrío, y de ser dueño de
sus acciones. Pero
lo más importante en esta dignidad es el
modo de su ejercicio, porque del uso de la libertad nacen
los mayores bienes y los mayores males. Sin duda alguna, el
hombre puede obedecer a la
ra26n, practicat el bien moral,
tender
por el camino recto a su último fin. Pero el hombre
puede también seguir una dirección
totalmente contraria y,
yendo
tras el espejismo de unas ilusorias apariencias, per
turbat el orden debido y correr a su perdición voluntaria»
(núm. 1). ·
En breve, es cierto que todo, o mucho, nos es posible por la
libertad, pero
nd todo lo que hagamos libremente, porque así lo
hacemos, redundará en nuestro bien.
De ahí, la necesidad de su
bordinar el uso de la libertad a la ley moral. Esta, por ende, no
disminuye en nada la libertad, sino que, al contrario, la supone:
ella es una demostración de esa misma libertad.
Por otra patte,
conviene insistir en
· el hecho de que la ley moral nd es un con
junto de preceptos
a priori, de tabúes irracionales, propios de una
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concepción masoquista del hombre, sino sólo el camino que la in
teligencia descubre en nuestra propia naturaleza para alcanzar
nuestra plenitud humana. Y la inteligencia propone a
la voluntad
ese camino, jamás lo impone.
La ley moral viene a ser así la expresión de la verdad acerca
del hombre. Como
ha enseñado S. S. Juan Pablo II en su enciclica
Centesimus
annus, publicada con motivo del primer centenario
de
la enciclica Rerum novarum de S. S. León XII, y en la que
varias veces
--digámoslo de pasd----se refiere explícitamente a la
mencionada encíclica
Libertas praestantissimum:
«La obediencia a la verdad sobre Dios y sobre el hom
bre es
la primera condicióu de la libertad, que le permite
ordenar las propias necesidades, los propios deseos y el
modo de satisfacerlds según una justa jerarquía de valo
res ... » {núm. 41).
Y, en este
camino, antes que los preceptos que implican pro
hibiciones o prevenciones, importan aquellos que imperan ciertas
conductas.
La libertad es la base de nuestra responsabilidad y el
cumplimiento de ésta no se realiza sólo absteniéndose de ciertas
cdnductas, sino practicando otras que están exigidas por nuestro
bien. Es
lo que el Pontífice actual, respecto del trabajo, enseña en
su encíclica Laborem exercens:
«El trabajo es, como se ha dicho, una obligación, es decir
un deber del hombre y esto por muchos motivos. El hombre
debe trabajar porque el Creador se
lo ha ordenadd, y tam
bién en razón de su misma humanidad cuya subsistencia y
desarrollo exigen
el trabajo. El hombre debe trabajar en vis
tas del prójimo, especialmente para su familia, pero también
por la sociedad a
la cual pertenece, parla nación de la cual
es hijo o hija, por toda la familia humana de la que es miem
bro, ya que
es herederd del trabajo de las generaciones que
lo han precedido
y, al mismo tiempo, coartífice del futuro
de aquellos que vendrán después
de él en la continuación
de la historia
... » {núm. 16).
Continuando con esta idea, el mismo Pontífice, en otra de sus
encíclicas, Sollicitudo reí socialis, defiende la posibilidad de liber
tad en el campo económico ; ésta es
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« ... un derecho importante no sólo para el individuo en
particular, sino además para el bien común, pues su negación
destruye
la subjetividad creativa del ciudadano provocan
do ... un sentido de frustración o desesperación [que] pre
dispone a la despreocupación de la vida nacional, empujan
do a muchos a la emigración y favoreciendo, a la vez, una
forma de emigración
sicológica ... » (núm. 16 ). ·
A la autoridad política le cottesponde, por cierto, incitar a los
individuos al cumplimiento de sus respectivos deberes, pero tam
bién le
corresponde abrir espacios para el ejercicio de la creativi
dad
particular, y de ninguna manera absorber las funciones de
aquellos individuos y de sociedades menores en un estatismo
asfi
xiante y pauperizador. Es lo que recuerda S. S. Pío XI en su en
cíclica Quadragesimo anno (1931), al enunciar el llamado princi
pio de subsidiariedad:
«No se puede
quitar a los individuos y darlo a la comu
nidad lo que . ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e
industria, así
tampoco es justo, constituyendo un grave per
juicio y perturbación del recto orden, quitar a las comuni
dades menores e inferiores lo que ellas pueden
hacer y pro
porcionar y dárselo a una sociedad mayor y
más elevada, ya
que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y na
turaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social,
pero no destruirlos y absorberlos» (núm. 80).
Para estos efectos, como
condición necesaria para el ejercicio
de
la libertad y, por ende, para el bien del hombre, debe ser ase
gurada la posibilidad de apropiación privada de los bienes exterio
res. No, por supuesto,
para usar arbitrariamente de ellos, sino
para gobernarlos creativamente de
manera que sean útiles a tocios:
990
« La propiedad privada o un cierto dominio sobre los
bienes externos aseguran a cada cual una zona absolutamen
te necesaria de autonomía personal y familiar y deben
ser
considerados como una ampliación de la libertad humana ...
La propiedad privada, por su misma naturaleza, tiene tam
bién una índole social, cuyo fundamento reside en el destino
común de los bienes
... » (Const. Gaudium et spes, núm. 71).
* * *
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Lamentablemente, el hombre puede también hacet uu mal uso
de la libettad: éste es el riesgo. Por eso, los Pontífices se han preo
cupado de enseñar también este aspecto de la ley mdral que, bási
camente, ya está definido en el mismo Decálogo.
El Concilio se encarga de dar la regla general:
«En el uso de todas las libertades hay que obsetvar el
principio moral de la responsabilidad petsonal y social. To
dos los hombres y grupos sociales, en el ejetcicio de sus
deteehos, están obligados por la ley mdral a tener en cuenta
los
deteehos ajenos y sus deberes para con los demás y para
con el bien común de todos. Hay que obrar con todos con
forme a la justicia y
al respeto debido al hombre ... » (Dig
nitatis humanis, núm. 7).
Por ello, el Concilio expresa más adelante, en esa misma De-
claración y en relación a la libertad religiosa, que:
« ... como la sociedad civil tiene derecho a protegerse contra
los abusos que puedan darse so pretexto de libertad
religio
sa, corresponde principalmente al podet civil el prestar esta
protección» (ídem, ídem).
En cuanto a la vida, a la integridad física y moral de la per
sona, como bienes que deben ser buscados por la libertad, la Cons
titución
Gaudium et spes es muy clara:
«Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier
clase, genocidios, aborto, eutanasia y
el mismo suicidio de
liberado--; cuanto viola la integridad de la persona huma
na, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas mora
les o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente
ajena ; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las
condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitra
rias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata
de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degra
dantes, que reducen al operario
al rango de mero instrumen
to de lucro, sin respeto a
la libertad y a la responsabilidad
de la persona humana: todas estas prácticas y otras pareci
das son en sí mismas difamantes, degradan la civilización
humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y
son totalmente contrarias al honor debido al Creador» (nú
mero 27).
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GONZALO IBA!itEZ
Por similares razones, León XIII condena en su encíclica Li
bertas praestantissimum, ya mencionada, la pretensión de una liber
tad de prensa, opinión, impresión, de cultos que
no tenga en cuen
ta la ordenación del hombre a su plenitud humana y, por ende,
los límites que supone nuestra naturaleza; en este
<:aSo, las exigen
cias propias de una convivencia civilizada. Es en este sentidd, que
hay que entendet el
párrafo siguiente:
«De las consideraciones expuestas
se sigue que es total
mente ilícito pedir,
defendet, concedet la libertad de pensa
miento, de imprenta, de enseñanza, de cultos, como otros
tantos derechos dados por la naturaleza al hombre. Porque
si
el hombre hubiera recibido realmente estos detechos de
la naturaleza, tendría detecho a rechazar la autoridad de
Dios y la libertad humana
no podría set limitada por ley
alguna. Síguese además, que estas libertades, si
existen cau
sas justas, pueden ser toleradas, perd dentro de ciettos lími
te para que no degeneten en un insolente desorden» ( nú
mero 30).
* * *
Contra toda la demagogia que busca adularnos por la vía · de
ensalzar nuestra libettad
en el sentido ya descrito, se ha alzado,
desde su fundación, el magisterio de la Iglesia Católica recordan
do viejas verdades y realidades que los hombres nos empeñamos,
contra
toda evidencia, en desconoeet. Una y otra vez, la Iglesia,
que
es Madre y Maestra, nos ayuda en nuestro petegrinar, orien
tando
nuestros pasos, fortaleciéndonos en la marcha y ayudándonos
a levantamos cuando caemos o nos extraviamos.
Ese magisterio deja en claro que la libettad, en síntesis, no es
lugar donde los hombres
podemos descansar, sino el lugar donde
nos jugamos nuestra suette con
todo lo que ello significa en es
fuerzos, pesares, angustias, molestias y riesgos ... Con lo que sig
nifica también en satisfacciones por la obra bien hecha, por la pet
fección alcanzada
por uno mismo. La libertad es un desafío, y el
principal que enfrentamos,
pues del uso que hagamos de ella de
penderá nuestro destino final como personas.
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